Authors: John Irving
«Para Eddie».
—¿Cómo que para ti? —gritó Ted. Arrancó la nota fijada al cristal y eliminó con una uña el resto de cinta adhesiva—. No, Eddie, esto no es para ti. Se trata de mis hijos. ¡Es la única foto que me queda de ellos!
Eddie no discutió. Podía recordar perfectamente las palabras latinas sin necesidad de la foto. Tenía que estudiar dos años más en Exeter, y a menudo pasaría por aquel portal y bajo aquella inscripción. Tampoco le hacía falta una foto de Thomas y Timothy, no era a ellos a quienes necesitaba recordar. Recordaría a Marion sin necesidad de sus hijos. La había conocido sin ellos, aunque tenía que admitir que los chicos muertos siempre habían estado presentes en su relación.
—La foto es tuya, claro —dijo Eddie.
—Faltaría más —replicó Ted—. ¿Cómo se le ha pasado por la cabeza la idea de dártela?
—No lo sé —mintió Eddie.
En un solo día, las palabras «no lo sé» se habían convertido en la respuesta de todo el mundo a todas las cosas.
Así pues, la fotografía de Thomas y Timothy en la entrada de Exeter acabó en manos de Ted. Los chicos muertos estaban allí mejor representados que en la vista parcial (a saber, sus pies) que ahora pendía en el dormitorio de Ruth. Ted pondría la foto de los muchachos en el dormitorio principal, colgada de uno de los numerosos ganchos disponibles que cubrían las paredes.
Cuando Ted y Eddie abandonaron el destartalado pisito encima del garaje, Eddie se llevó consigo sus pocas pertenencias, pues deseaba hacer el equipaje. Esperaba que Ted le pidiera que se marchara, y su patrono no tardó en hacerlo: se lo dijo en el coche, cuando regresaban a la casa de Parsonage Lane.
—¿Qué es mañana? ¿Sábado? —inquirió.
—Sí, sábado.
—Quiero que te marches mañana. El domingo a más tardar.
—De acuerdo —dijo Eddie—. Sólo necesito que alguien me lleve al transbordador.
—Alice puede llevarte.
Eddie decidió que no sería prudente decirle a Ted que Marion ya había pensado que Alice sería la persona más adecuada para trasladarle a Orient Point.
Cuando llegaron a la casa, Ruth, cansada después de tanto llorar, se había dormido. No había querido cenar, y ahora Alice lloraba quedamente en el piso de arriba. Para ser universitaria, la niñera parecía muy afectada por la situación. Eddie no sentía demasiada simpatía hacia ella, y la consideraba una esnob que se había apresurado a imponer su pretendida superioridad sobre él. (Para el muchacho, la única superioridad de Alice estribaba en que era unos años mayor que él.)
Ted ayudó a Alice a bajar las escaleras y le dio un pañuelo limpio para que se sonara.
—Lamento haberte dado esta desagradable sorpresa, Alice —le dijo, pero la niñera no se consolaba.
—Mi padre abandonó a mi madre cuando yo era pequeña —dijo Alice, sorbiendo el aire por la nariz—. Así que renuncio. Eso es todo… renuncio. Y tú también deberías tener la decencia de renunciar —añadió, dirigiéndose a Eddie.
—En mi caso es un poco tarde para renunciar, Alice —replicó Eddie—. Me han despedido.
—Desconocía esos aires de superioridad, Alice —le dijo Ted a la joven.
—Alice se ha mostrado arrogante conmigo durante todo el verano —comentó Eddie.
A Eddie no le gustaba ese aspecto del cambio que se producía en su interior. Junto con la autoridad, con el hallazgo de su propia voz, también había desarrollado un gusto por una clase de crueldad de la que antes había sido incapaz.
—Soy moralmente superior a ti, Eddie, de eso no tengo duda —le dijo la niñera.
—Moralmente superior… —repitió Ted—. ¡Menudo concepto! ¿Te sientes alguna vez «moralmente superior», Eddie?
—Sí, sólo con respecto a ti —replicó el muchacho.
—¿Te das cuenta, Alice? —inquirió Ted—. ¡Todo el mundo se siente moralmente superior con respecto a alguien!
Eddie no se había dado cuenta de que Ted ya estaba bebido. Con lágrimas en los ojos, Alice subió a su coche. Eddie y Ted la contemplaron mientras se alejaba.
—Allá va la que debía llevarme al transbordador —señaló Eddie.
—De todos modos, quiero que te marches mañana —le dijo Ted.
—Muy bien, pero no puedo ir andando a Orient Point. Y tú no puedes llevarme.
—Eres un chico listo, ya encontrarás a alguien que te lleve.
—Tú eres el que tiene talento para conseguir que te lleven —replicó Eddie.
Podrían pasarse toda la noche zahiriéndose, y ni siquiera había oscurecido todavía. Era demasiado temprano para que Ruth se hubiera dormido. Ted, preocupado, se preguntó en voz alta si debía despertarla e intentar convencerla de que cenara algo. Pero cuando entró de puntillas en el cuarto de Ruth, la niña estaba trabajando ante su caballete. O se había despertado, o había engañado a Alice haciéndole creer que dormía.
Ruth dibujaba muy bien para su corta edad. Aún no se podía saber si esto era una señal de su talento o el efecto más modesto de la influencia paterna, pues Ted le había enseñado a dibujar ciertas cosas, sobre todo rostros. Era evidente que Ruth sabía dibujar un rostro. En realidad, sólo dibujaba caras. (De adulta no dibujaría nada en absoluto.)
Ahora la niña trazaba un dibujo desacostumbrado, con figuras a base de trazos rectos, de la variedad torpe y amorfa que dibujan los niños pequeños sin dotes artísticas. Había tres de aquellas figuras mal dibujadas, sin rostro y con óvalos como melones por cabeza. Encima de ellas, o tal vez detrás, pues la perspectiva no estaba clara, surgían varios montículos que parecían montañas. Pero Ruth era una niña de los patatales y el océano. Donde ella había crecido, todo era llano.
—¿Eso son montañas, Ruthie? —le preguntó Ted.
—¡No! —gritó la niña.
Ruth quiso que también Eddie se acercara a su dibujo, y Ted llamó al muchacho.
—¿Eso son montañas? —le preguntó Eddie al ver el dibujo.
—¡No! ¡No! ¡No! —gritó Ruth.
—No grites, Ruthie, cariño —Ted señaló las figuras lineales sin rostro—. ¿Quiénes son, Ruthie?
—Personas moridas —respondió Ruth.
—¿Quieres decir que son personas muertas, Ruthie?
—Sí, personas moridas —repitió la niña.
—Ya veo…, son esqueletos —dijo su padre.
—¿Dónde están sus caras? —preguntó Eddie a la pequeña.
—Las personas moridas no tienen cara —respondió Ruth.
—¿Por qué no, cariño? —inquirió Ted.
—Porque las entierran —dijo Ruth—. Están debajo de la tierra.
Ted señaló los montículos que no eran montañas.
—Entonces esto es la tierra, ¿no?
—Sí. Las personas moridas están debajo. —Señaló la figura del centro, con la cabeza de melón—: Ésta es mamá.
—Pero mamá no ha muerto, cielo —le dijo Ted—. Mamá no es una persona morida.
—Y éste es Thomas y éste Timothy —siguió diciendo Ruth, señalando los otros esqueletos.
—Mamá no está muerta, Ruth, sólo se ha ido.
—Ésa es mamá —repitió Ruth, señalando de nuevo el esqueleto del centro.
—¿Qué te parece un emparedado de queso con patatas fritas? —preguntó Eddie a la pequeña.
—Y ketchup —añadió Ruth.
—Buena idea, Eddie —dijo Ted al muchacho.
Las patatas fritas estaban congeladas, tuvieron que calentar previamente el horno y Ted estaba demasiado bebido para encontrar la sandwichera. No obstante, con la ayuda del ketchup, los tres lograron dar cuenta de aquella deplorable comida. Mientras oía cómo la niña y su padre subían la escalera, describiéndose mutuamente las fotografías desaparecidas, Eddie pensaba que, dadas las circunstancias, la cena había sido civilizada. A veces Ted se inventaba, o por lo menos describía, una fotografía que Eddie no recordaba haber visto, pero a Ruth no parecía importarle. La pequeña también inventó una o dos fotos.
Un día, cuando no pudiera recordar muchas de las fotos, lo inventaría casi todo. Y Eddie, mucho después de que hubiera olvidado casi todas las fotografías, también las inventaría. Sólo Marion no tendría necesidad de inventarse a Thomas y a Timothy. Ruth, por supuesto, pronto aprendería a inventarse también a su madre.
Mientras Eddie hacía el equipaje, Ruth y Ted hablaban sin cesar de las fotos, reales e imaginadas, y aquella cháchara impedía al muchacho concentrarse en su problema inmediato: ¿quién le llevaría a Orient Point para tomar el transbordador? Entonces dio con la lista de todos los exonianos vivos que residían en los Hamptons. El incorporado más recientemente a la lista, un tal Percy S. Wilmot, graduado en 1946, vivía en la cercana localidad de Wainscott.
Eddie debía de tener la edad de Ruth cuando el señor Wilmot se graduó en Exeter, pero era posible que aquel caballero recordara al padre de Eddie. ¡Sin duda todo exoniano por lo menos había oído hablar de Minty O'Hare! Pero ¿valdría la relación con Exeter un viaje a Orient Point? Eddie lo dudaba. No obstante, se dijo que al menos sería instructivo telefonear a Percy Wilmot, aunque sólo fuese para fastidiar a su padre, por el gustazo de decirle a Minty: «Mira, llamé a todos los exonianos vivos en los Hamptons, rogándoles que me llevaran al transbordador, ¡y todos se negaron!».
Pero cuando Eddie bajó a la cocina para llamar por teléfono, vio en el reloj de pared que era casi medianoche. Sería más prudente llamar al señor Wilmot por la mañana. Sin embargo, a pesar de lo tarde que era, no vaciló en llamar a sus padres. Eddie sólo podía sostener una breve conversación con su padre si éste estaba medio dormido. El muchacho deseaba que la conversación fuese breve, porque Minty se excitaba con facilidad incluso cuando estaba medio dormido.
—Todo va bien, papá —le dijo Eddie—. No, no pasa nada. Sólo quería que mañana tú o mamá estéis cerca del teléfono, por si llamo. Si consigo que me lleven al transbordador, llamaré antes de salir.
—¿Te han despedido? —le preguntó Minty. Eddie oyó que susurraba a su madre: «Es Edward. ¡Creo que lo han despedido! ».
—No, no me han despedido —mintió Eddie—. He terminado el trabajo.
Naturalmente, Minty no se conformó con esa explicación, e insistió en que no había imaginado que uno pudiera «terminar» aquella clase de trabajo. Minty también calculó que, para desplazarse a New London desde Exeter, necesitaría media hora más de lo que necesitaría Eddie para ir a Orient Point desde Sagaponack y embarcar en el transbordador con destino a New London.
—Entonces te esperaré en New London, papá.
Como conocía a Minty, Eddie sabía también que, incluso avisándole con tan poca antelación, su padre le estaría esperando en el muelle de New London. Le acompañaría su madre: ella sería esta vez la «copiloto».
Tras la llamada telefónica, Eddie salió al jardín. Necesitaba librarse de los murmullos procedentes del piso superior, donde Ted y Ruth todavía recitaban las historias suscitadas por las fotos desaparecidas, tanto las que se sabían de memoria como las que imaginaban. En el fresco jardín, con la cacofonía de los grillos y las ranas arborícolas, unida al fragor distante del oleaje, las voces de padre e hija se perdieron.
Eddie había acertado a oír una sola discusión entre Ted y Marion, y ocurrió en aquel jardín espacioso pero descuidado. Marion lo llamaba un «jardín en gestación», pero sería más exacto decir que era un jardín inmovilizado por el desacuerdo y la indecisión. Ted había querido instalar una piscina. Marion se opuso, diciendo que ofrecerle una piscina a Ruth sería mimarla demasiado, o que se ahogaría en ella.
—No le ocurrirá tal cosa, con todas las niñeras que la cuidan… —argumentó Ted, lo cual Marion interpretó como otra severa crítica de su valía maternal.
Ted también había querido instalar una ducha al aire libre, próxima a la pista de squash en el granero transformado y, al mismo tiempo, lo bastante cerca de la piscina, a fin de que los niños, al volver de la playa, pudieran quitarse la arena antes de meterse en la piscina.
—¿Qué niños? —le preguntó Marion.
—Por no decir antes de entrar en la casa —añadió Ted. Detestaba que hubiera arena en la casa. Ted jamás iba a la playa, excepto en invierno, después de las tormentas. Le gustaba ver lo que quedaba en la orilla después de las tormentas, y a veces se llevaba a casa algunos de aquellos objetos para dibujarlos. (Madera de acarreo de formas peculiares, el caparazón de un cangrejo bayoneta, una cometa con la cara como una máscara de Halloween y la cola con púas, una gaviota muerta.)
Marion sólo iba a la playa si Ruth quería ir y era sábado o domingo, o si, por alguna razón, no había ninguna niñera para cuidar de la niña. A Marion no le gustaba demasiado el sol, y en la playa se cubría con una camisa de manga larga. Se ponía una gorra de béisbol y gafas de sol, de modo que nadie sabía nunca quién era, y se sentaba para contemplar a Ruth mientras ésta jugaba en la orilla. Cierta vez le dijo a Eddie que, cuando estaba en la playa, no era tanto una madre como una niñera; es más, que se interesaba menos por la niña que una buena niñera.
Ted había querido que la ducha al aire libre tuviera varias alcachofas, de modo que tanto él como su contrincante en el juego de squash pudieran ducharse a la vez, «como en un vestuario», había dicho. «O para que todos los niños puedan ducharse juntos».
—¿Qué niños? —repitió Marion.
—Bueno, pues Ruth y su niñera —replicó Ted.
El césped del descuidado jardín cedió el paso a un campo abandonado lleno de altas hierbas y margaritas. Ted creía que hacía falta más césped y alguna clase de barrera para que los vecinos no le vieran a uno cuando se bañaba en la piscina.
—¿Qué vecinos? —le preguntó Marion.
—Algún día habrá muchos más vecinos —respondió Ted, y en eso tenía razón.
Pero ella había querido un tipo distinto de jardín. Le gustaba el campo de altas hierbas y margaritas, y no le habría desagradado que hubiera más flores silvestres. Le gustaba el aspecto de un jardín asilvestrado, y tal vez un emparrado, pero dejando que las enredaderas se extendieran sin ninguna cortapisa. Y debería haber menos césped, no más, y más flores, pero no flores remilgadas.
—Remilgadas… —dijo Ted despectivamente.
—Las piscinas son remilgadas —afirmó Marion—, y si hay más césped, parecerá un campo atlético. ¿Para qué necesitamos un campo atlético? ¿Es que Ruth va a lanzar una pelota o a darle puntapiés con todo un equipo?
—¿Querrías más césped si los chicos vivieran? —le dijo Ted—. A ellos les gustaba jugar a la pelota.
Así había terminado la discusión. El jardín se quedó como estaba. Si no era exactamente un «jardín en gestación», por lo menos era un jardín sin terminar.