No podía decir nada. No había palabras con las que contrarrestar esta queja tan justa. Habíamos nacido en igualdad de condiciones, pero mis decisiones me habían colocado muy por debajo de esta mujer. Me había labrado mi propio camino, y como no podía desandar mi camino, sólo podía actuar de acuerdo con la vida que había elegido.
Me incliné hacia Miriam y la besé suavemente en los labios.
El momento me cegó. Ella no se movió, ni para alejarse de mí ni para acercarse más, pero cerró los ojos y me devolvió el beso. No podía oler más que la deliciosa mezcla de su dulce aliento y su perfume de flores. Nunca había besado a una mujer así, una mujer de fortuna, posición, inteligencia e ingenio. Fue un beso que me dio hambre de más.
Intenté besarla con más fuerza, y al hacerlo rompí el encantamiento. Miriam abrió los ojos y se apartó de mí, dando sólo unos pocos pasos hacia atrás, pero los suficientes como para crear un muro de espacio incómodo entre nosotros. No sé cuánto tiempo estuvimos allí parados sin decir nada, mirándonos el uno al otro. Sólo oía el ruido de pasos por el pasillo y mi propia respiración.
—Mi tío me ha ofrecido trabajo —le dije—. Podría ser comerciante en el Levante. Podría convertirme en otra cosa, dejar de ser un hombre a quien usted teme. Si cometí un error al abandonar la casa de mi padre, ahora podría corregirlo.
Miriam dejó escapar un grito sofocado, casi inaudible, que sonó como si se hubiera atragantado con aire. Sus ojos se humedecieron; se nublaron como ventanas en una tormenta. Parpadeó varias veces, intentando hacer que sus lágrimas desaparecieran, pero la traicionaron y le recorrieron las mejillas.
—No puede ser —negó con la cabeza sólo ligeramente—. No deseo volver a casarme con Aaron. No podría soportar verle a usted convertido en él por mi causa. Sólo me odiaría a mí misma —se limpió las lágrimas con los dedos—. Y llegaría a odiarle a usted también.
Intentó sonreír, pero fracasó, y entonces se volvió y abrió la puerta.
No podía llamarla. No podía hacer nada para retenerla. No tenía argumentos que refutasen lo que ella me había dicho. Sólo tenía las pasiones de mi corazón, y sabía que para el mundo, para Miriam, éstas no eran suficiente. La vi bajar las escaleras y darle una moneda al tabernero para que le consiguiera una calesa.
Sin otra cosa que hacer, toqué la campana y pedí una botella de vino, que utilicé para quitarme el sabor de los labios de Miriam.
A la mañana siguiente la cabeza y el corazón me dolían con idéntica urgencia, pero el dolor sólo me hacía desear distracciones.
Puse de nuevo rumbo a casa de Bloathwait, decidido esta vez a hablar con él lo quisiera o no. Esperé en la puerta varios minutos antes de que llegara su zarrapastroso criado. Me echó un vistazo, reconociendo la cara de aquel a quien había negado la entrada media docena de veces.
—El señor Bloathwait no está —me dijo.
—¿No le informó el señor Bloathwait de que siempre había de estar en casa para mí? —inquirí, empujándole fuera de mi camino—. Creo que se alegrará de que no me haya tomado a pecho su negativa.
Avancé a ritmo regular y sólo ligeramente apresurado, pero el sirviente se colocó rápidamente delante de mí para impedírmelo. No iba a andarme con miramientos y le empujé, esta vez con cierta violencia, haciendo que se golpease un poco contra la pared. No encontré más impedimentos y llegué al despacho de Bloathwait. Llamé una sola vez y luego abrí la puerta para encontrarme al hombre sentado en la mesa, con la cabeza pelada al aire. La peluca estaba colgada de un gancho detrás de él, y su rostro pálido y venoso botaba mientras él escribía furiosamente sobre un trozo de papel.
—Weaver —levantó la mirada y luego siguió escribiendo—. ¿Se abrió usted paso a la fuerza, entonces?
—Sí —respondí. Llegué a su mesa y me quedé allí de pie, sin tomar asiento.
Bloathwait levantó la cabeza de nuevo y esta vez dejó la pluma sobre la mesa.
—No llegará muy lejos si deja que criados y hombres pequeños le cierren el paso. Espero que no le haya hecho daño al pobre Andrew, pero si se vio obligado a hacerlo, no se preocupe por ello.
—¿Me está diciendo —casi tartamudeé— que dio orden a su criado para que me cerrase el paso con la expectativa de que me abriría paso a la fuerza para verle?
—Con la expectativa no, pero desde luego con esa esperanza. Parte de mi trabajo consiste en saber con qué tipo de hombres trato. Y ahora, por favor, no se quede usted de pie delante de mí. Parece usted tan ansioso como un perro de presa. Siéntese y dígame lo que tenga que decirme.
Un poco sorprendido, me senté.
—Usted no ha sido del todo honesto conmigo, señor Bloathwait —comencé.
Se encogió de hombros.
Interpreté ese gesto como el permiso para continuar.
—Me he enterado de que, antes de su muerte, mi padre le envió a usted alguna clase de mensaje. Deseo saber el contenido de ese mensaje. También deseo saber por qué me ocultó este dato.
La diminuta boca de Bloathwait se arrugó. No sabría decir si sonreía o fruncía el ceño.
—¿Cómo supo lo del mensaje?
—Por el mensajero.
Asintió.
—La nota contenía una información que a él le parecía que iba a hacer mucho daño a la Compañía de los Mares del Sur. Proponía que abandonásemos nuestras diferencias para sacar esta información a la luz.
—¿Y la información era la existencia de acciones falsas de la Mares del Sur?
—Por supuesto.
Me clavé las uñas en las palmas de las manos.
—Usted conocía la existencia de las acciones falsas desde el principio, pero no me dijo nada. Me ofreció compartir conmigo cualquier información que tuviera, y aun así me lo ocultó. ¿Por qué?
Bloathwait se limitó a sonreír.
—Me pareció que era bueno para mis intereses hacerlo.
—Señor Bloathwait, acabo de tener muy recientemente una reunión muy penosa en la Casa de los Mares del Sur, donde sus agentes me intentaron convencer de que toda sospecha que pueda tener con respecto a la Compañía son argucias de sus enemigos: el Banco de Inglaterra y, sin duda, usted en particular. Encuentro sus afirmaciones muy inquietantes, señor, y su reticencia a compartir conmigo la información hace que esas afirmaciones me resulten aún más inquietantes. Así que, de nuevo, debo pedirle que me explique su reticencia a compartir información conmigo.
—Admito que no fui del todo claro con usted, señor Weaver. Le dije que le ofrecería toda la información que contribuyera a su investigación. Las cosas claramente no han sido así. Me ha descubierto. Le he dado la información que yo deseaba que usted tuviera y nada más.
—¿Pero por qué? —pregunté—. ¿Quiere usted que se desenmascare a la Compañía o no?
—Oh, sí que quiero. Por supuesto que sí. Pero a mi manera, señor. Con mis propios plazos.
Guardé silencio un momento mientras consideraba las consecuencias de infligir violencia contra alguien de la posición del señor Bloathwait.
—Deseo ver el mensaje enviado por mi padre.
—Me temo que eso no es posible. Lo he destruido.
—Entonces deseo que me diga, con tanta exactitud como le sea posible, lo que decía.
Me mostró una sonrisa de labios finos.
—Su pregunta sugiere que tiene usted sus propias sospechas acerca de lo que decía. Quizá deba decírmelas.
Tomé aire.
—Creo —dije, intentando que mi voz no me traicionase— que existe una sola razón por la que mi padre podría haberse puesto en contacto con usted después de tantos años, después de todas las cosas desagradables que ocurrieron entre ustedes. Él creía estar en peligro, y buscó su ayuda porque los que le amenazaban eran enemigos del Banco de Inglaterra. Así que al ayudarle a usted podía haberse asegurado su propia protección.
—Muy listo. Ha adivinado usted con precisión la naturaleza del mensaje.
—¿Y qué ayuda le ofreció usted? —dije con voz queda.
—En fin —dijo Bloathwait, con una burla de la contrición en el rostro—, apenas tuve tiempo de pensar en la importancia del mensaje de su padre antes de que le llegara su horroroso sino.
Me puse en pie. Comprendí que tenía toda la información que podía sonsacarle a Bloathwait, y creía entender por qué me contaba aquello y nada más. Me di la vuelta entonces para salir de la habitación, pero me detuve brevemente y me volví para mirarle.
—Me puede la curiosidad —le dije— acerca de su relación con el señor Sarmento.
Bloathwait soltó una carcajada.
—Sarmento —pronunció el nombre como si fuera la primera palabra de un poema. Luego volvió a coger la pluma—. Mi relación con Sarmento es muy similar a mi relación con usted, señor.
Me miró fijamente por un instante antes de continuar.
—Es decir, que hace lo que yo deseo que haga. Que tenga un buen día.
Bloathwait se puso a escribir otra vez, y yo me marché de su estudio sabiendo que debía hacerlo inmediatamente para lograr escapar antes de hacerle daño.
Era viernes por la tarde, y mi tío había vuelto pronto del almacén. Me reuní con él en la sala, y me tomé con él un vaso de madeira. El vino contribuyó a calmarme tras mi encuentro con Bloathwait, y también me proporcionó el valor de hacerle a mi tío preguntas incómodas. Había sido amable conmigo, me había dado un hogar, me había ofrecido dinero, y me había ayudado en la investigación. Pero aun así no podía estar seguro de confiar en él, ni comprendía por qué me ocultaba información, o incluso cuáles podían ser sus motivos.
—Antes de morir —comencé—, mi padre se puso en contacto con Bloathwait. ¿Sabía usted eso, tío?
Le miré directamente a los ojos, ya que, si deseaba mentirme, se lo iba a poner lo más difícil posible. Observé su rostro, y vi su incomodidad. Movió los ojos, como para apartarlos de mí, pero mantuve la mirada fija. No pensaba liberarlo de mi escrutinio.
Él no dijo nada.
—Usted lo sabía —le dije.
Él asintió.
—Usted sabía lo que Bloathwait había sido para él, para mi familia. Usted vio a aquel notorio villano en el funeral de mi padre. Y aun así no me dijo nada. Tengo que saber por qué.
Mi tío tardó mucho tiempo en responder.
—Benjamin —comenzó—, tú estás acostumbrado a decir lo que te parece, a no tenerle miedo a nadie. En el mundo en el que tú vives, no tienes a nadie a quien temer. Ese no es mi caso. Mi hogar, mi negocio, todo lo que tengo, todo me lo pueden quitar si ofendo a la persona equivocada. Si te metieras conmigo en el negocio, te convertirías en un hombre rico, pero comprenderías también los peligros de ser un judío rico en este país. No podemos tener propiedades, no podemos participar en determinado tipo de negocios. Durante siglos nos han obligado a ocuparnos de su dinero, y nos han odiado por hacer lo único que nos permitían hacer.
—¿Pero qué tiene usted que temer?
—Todo. No soy menos honrado que cualquier comerciante inglés. Traigo algunas telas de contrabando de Francia, a veces las vendo a través de canales dudosos. Es lo que se ve obligado a hacer un hombre, pero cualquier exposición pública de mis asuntos se convertiría en un peligro para mi familia y para nuestra comunidad aquí —suspiró—. No te dije nada de Bloathwait porque temí su ira.
No podía mirarme de frente completamente. Yo apenas sabía cómo responder.
—Pero —dije por fin— usted me dijo que deseaba que yo averiguara la verdad acerca de la muerte de mi padre.
—Y era cierto —dijo ansioso—. Es cierto. Benjamin, el señor Bloathwait no ordenó la muerte de tu padre, pero yo sé la clase de hombre que es: vengativo, obstinado. Sólo deseaba que te mantuvieses alejado de él, que descubrieses quién hizo esto sin cruzarte en su camino.
—¿Y qué hay de Adelman? ¿No habla mal de él porque también le teme?
—Tengo que tener cuidado con estos hombres. De eso tienes que darte cuenta. Pero debo hacerle justicia a Samuel también. Sé que debes de considerarme un cobarde, pero me mantengo en equilibrio como un funambulista. Sólo quiero hacer lo correcto, y haré todo cuanto pueda para ver castigados a los asesinos de Samuel. Si a tus ojos y a los ojos del mundo aparezco como un cobarde, que así sea. No conozco otra manera de hacer las cosas.
Había en su cobardía una extraña dignidad que era imposible de negar. Mi tío no era alguien a quien yo pudiese emular, pero creía entenderle.
—Entre nosotros —le dije—, porque creo que sabe que puede confiar en mí, ¿qué opinión le merece Adelman? ¿Y qué opinión le merece la Compañía de los Mares del Sur?
Sacudió la cabeza.
—Ya no lo sé. Hubo un tiempo en que pensaba que Adelman era un hombre de honor, pero estas tramas suyas parecen negar todo honor. Dime qué opinas tú.
—¿Lo que opino yo? Creo que Adelman desea hacerme creer que toda esta vileza es un engaño perpetrado por Bloathwait. Creo que Bloathwait sólo me cuenta lo que desea que yo sepa, para que siga investigando a la Mares del Sur.
—¿Porque la investigación en sí, aunque no necesariamente la verdad, perjudica a la Compañía?
—Efectivamente. Bloathwait lo ha estado organizando para que obtenga sólo la información necesaria para mantenerme interesado. No me sorprendería que el panfleto que usted me dio fuera una falsificación.
—No era una falsificación —me aseguró mi tío—. Conozco la letra de Samuel.
—Déjeme que le pregunte otra cosa —insistí, esperando que involucrándole se sintiera más tranquilo—. Ese Sarmento, ¿sabía que anda en tratos con Bloathwait?
Mi tío se rió.
—Por supuesto. Todo el mundo lo sabe. Bloathwait le ha contratado para espiar a Adelman, pero a Sarmento se le da muy mal la sutileza, uno tendría que ser un necio para no darse cuenta.
—¿Entonces por qué le mantiene Bloathwait a su servicio?
—Porque —respondió con una amplia sonrisa—, si Adelman está observando cómo Sarmento le observa a él, entonces quizá no esté mirando para otro lado. Aunque Bloathwait no tenga a nadie más, Sarmento, con toda su ineptitud, le recuerda su presencia.
Los dos sorbimos nuestro vino y permanecimos sin decir nada durante unos largos minutos. No podía adivinar los sentimientos de mi tío. Supongo que apenas podía adivinar los míos propios.
—¿Cómo te sentirás si no sacas nada en claro de esta investigación? —me preguntó—. ¿Si no descubres nunca quién hizo estas cosas, o ni siquiera si efectivamente fueron hechas?
—Un hombre debe fracasar alguna que otra vez —repuse—. Y mis enemigos son muy poderosos. Preferiría no fracasar, pero si ocurre, no debo desesperarme.