Lentamente se sentó en el diván, y lentamente se llevó una mano a la boca.
—¿Cómo puede Philip estar implicado en algo tan espantoso?
—Eso es lo que debo descubrir. Puede haber estado compinchado con Rochester para engañarla a usted y a no sé cuántos más. A lo mejor él mismo estaba engañado y nunca quiso perjudicarla.
—¿Pero cómo podía él estar engañado? Él mismo falsificaba acciones —señaló las acciones de los absurdos proyectos que poseía—. Sabía que eran falsas cuando las compré. Eran sólo cinco libras de vez en cuando, y no podía soportar avergonzarle negándome.
—Pero está claro que estas acciones de la Mares del Sur son de calidad muy superior. A lo mejor el cazador fue cazado. Pero no tenemos tiempo de ocuparnos de Deloney. Ahora no. Nuestra primera preocupación ha de ser llevar estas acciones a la Casa de los Mares del Sur.
Miriam se llevó una mano a la boca.
—Pero eso tiene que ser peligroso. Si saben que tenemos acciones falsas, ¿no tomarán medidas contra nosotros?
—Saben que no hemos sido nosotros quienes han falsificado estas acciones. Creo que sospechan de Rochester y de su fraude, pero hasta ahora no tenían pruebas de que estas falsificaciones existían. Y creo que le van a pagar una bonita suma por ellas, porque desean hacer desaparecer toda prueba de su existencia.
—¿No sería mejor intentar venderlas antes de arriesgarnos a llevarlas a la Casa de los Mares del Sur?
Sacudí la cabeza.
—No podemos arriesgarnos a quedarnos con ellas. Cuanto antes se las quite de encima y las convierta en dinero real, más segura estará. Creo que he podido ponerla en peligro, Miriam, a usted y a esta casa, porque el mundo entero sabe que busco la verdad acerca de la muerte de Samuel Lienzo, y el mundo entero sabe que Samuel Lienzo era mi padre. Quienquiera que haya falsificado estas acciones puede saber que algunas de ellas están a nombre de Miriam Lienzo. Debemos deshacernos de ellas enseguida.
Dejé que Miriam se quedase con dos de los documentos y me coloqué el resto por mi persona. Luego salimos a la calle y nos procuramos un carruaje para que nos llevara hasta la Bolsa.
—Está incómoda —le dije conforme nos aproximábamos a Threadneedle Street.
Sus manos temblaban ligeramente.
—Temo que vaya a ocurrir algo terrible ahí dentro —respondió—. Que vaya a perderlo todo. Me ha explicado tan poco.
—No ha hecho nada malo, Miriam. La han estafado, y resulta que en este asunto yo creo que algunos hombres muy ricos pueden estar dispuestos a pagar por mantener esta estafa en secreto. Tengo mis propios intereses que satisfacer en la Casa de los Mares del Sur, pero mi compromiso fundamental es el de ayudarla.
Asintió, creo que más resignada que reconfortada. Así que entramos en el edificio. Conduje a Miriam suavemente hasta la oficina que había visitado previamente y allí pedí hablar con el señor Cowper, pero uno de los empleados me dijo que hacía varios días que Cowper no aparecía por la oficina.
—Hace casi una semana que no le veo —murmuró—. Raro. Solía venir a trabajar muy regularmente.
—Entonces querría hablar con alguna otra persona acerca de un tema de lo más urgente.
—¿Qué tema es ése? —su altivez me indicaba que no le gustaba mi voz. Mejor que mejor.
—El tema de la falsificación de acciones —le entregué al empleado uno de los documentos de Miriam.
Por la reacción que desató mi declaración, podía bien haber apuñalado al empleado en el corazón. Los demás oficinistas soltaron la pluma en mitad de la frase. Una pila de libros mayores cayó al suelo. El hombre con quien hablaba empujó la silla hacia atrás, haciendo que la pata chirriara torturadamente contra el suelo.
Se levantó y estudió el papel.
—Oh, esto —dijo con una risa nerviosa—. Por supuesto. Es un error que, ya sabe… —se aclaró la garganta—. Ahora mismo vuelvo —añadió abruptamente y se fue corriendo por el pasillo.
Permanecimos allí de pie algunos minutos, con los hombres de la Mar de Sur mirándonos, hasta que el primer oficial regresó y nos pidió que le siguiéramos.
El oficial empezó a caminar a un ritmo tan absurdo que a Miriam le costaba seguirle. Los faldones sueltos de su vestido se agitaban en torno a su figura como alas. Él se detuvo varias veces, a unos quince pies por delante de nosotros, para animarnos con la mano a que nos diéramos más prisa, y nos llevó pasillo abajo, nos hizo subir dos tramos de escalera y luego nos introdujo en una oficina privada, una habitación con una gran mesa en el centro y varias ventanas que daban a la calle. Nos recomendó que aguardásemos un rato y dio un portazo al salir.
Miriam me miró fijamente.
—¿Qué va a ocurrir? —comenzó con voz trémula.
—No se asuste —le dije, aunque quizá yo también estuviera un poco asustado—. Me parece que esto se está desarrollando a las mil maravillas. Hemos captado su atención. Llevamos ventaja. Pueden intentar asustarnos, Miriam, pero tendrá que aguantar con fortaleza sus duras palabras. Y esté tranquila que no dejaré que nada malo le suceda.
Me temo que mis palabras consiguieron asustarla más en lugar de tranquilizarla. Miriam empalideció, se dejó caer despacio en una silla y se puso a abanicarse muy deprisa. Yo fingí una pose tranquila, pero me coloqué frente a la puerta, preparado para cualquier eventualidad. Era inconcebible que la Compañía de los Mares del Sur intentase ejercer violencia contra mí en sus propias dependencias, pero ya no era capaz de descartar ninguna posibilidad.
—Ha de recordar —comencé, esperando ofrecerle consuelo— que es usted quien tiene ventaja sobre esta compañía. Puede que quieran convencerla de lo contrario, pero no olvide nunca que harán cualquier cosa para obtener su silencio.
Lo cierto es que me temía que eso fuera verdad.
Esperamos bastante más de una hora, y cada momento que pasaba veía a Miriam más preocupada. Hablaba de vez en cuando para sugerir que sin duda se habían olvidado de nosotros, y que podíamos irnos sin más, pero yo me negaba.
—No puedo creer que sean tan descorteses de encerramos en esta habitación para luego no hacernos caso. Quizá no debamos soportar esta indignidad. Vámonos ahora mismo.
Sacudí la cabeza.
—Es demasiado tarde para eso. No podemos volver a poner las cosas como estaban. Es mejor tener este enfrentamiento ahora, mientras seguimos teniendo la ventaja de la sorpresa.
Había elegido mal mis palabras, porque Miriam se puso a jugar nerviosamente con la tela de su vestido, tirando de un hilo suelto de la manga hasta que temí que toda la prenda se deshilachara.
Por fin la puerta se abrió de golpe y entró un hombre gordo, de tez colorada y edad madura, agitando la acción de Miriam por encima de la cabeza. Llevaba una peluca oscura y espesa que contrastaba con su complexión de gusano.
—¿Quién ha traído esto aquí? —preguntó. Dio un portazo tras de sí y golpeó la mesa dejando el papel encima.
Miriam se estremeció como si la hubiesen agredido. Sin duda ésa había sido precisamente la intención de aquel villano.
—La acción pertenece a esta dama —dije—. ¿Y quién es usted, caballero?
—Quién soy yo a usted no le importa, Weaver. Lo que me importa es este descarado intento de comprometer a la Compañía de los Mares del Sur y la integridad de las riquezas de la nación. ¿Acaso creía que iba a poder hacer pasar esta basura por legítima en la Casa de los Mares del Sur? —preguntó, mirando a Miriam directamente a los ojos—, ¿que no nos íbamos a dar cuenta de que era una falsificación? Sabemos que tiene más como ésta, ramera escurridiza. ¿Dónde están?
Miriam se puso en pie y pensé que le abofetearía. Y no recuerdo muy bien por qué evité que esta valiosa mujer administrase un castigo tan bien merecido. Pero lo cierto es que me entrometí.
—¡Sinvergüenza! —exclamé, metiéndome abruptamente entre ellos—. ¿Cómo se atreve a hablarle a una dama de esa manera? Si fuera usted algo más que un pastelillo hinchado le daría una patada en el trasero aquí mismo. No puede usted creer que esta dama sea la autora de la falsificación. Si sus problemas sólo se limitaran a tener delante a una viuda cuidadosa con sus ahorros, sería usted muy afortunado. No entiendo qué pretende conseguir insultando a una dama, a quien me parece que debe usted mucha más cortesía, y sé que no espera usted que permita que una dama bajo mi protección soporte semejante trato.
—No intente engañarme con sus mentiras de rufián callejero —bramó el hombre, casi directamente en mi cara—. Esta mujer es culpable de falsificación, y mi intención es la de llevarla ante un tribunal.
Ésta era una amenaza estremecedora. No podía haber duda de que la Compañía podía amañar una condena si deseaba verla colgada.
Miriam se volvió hacia mí. Era una mujer fuerte, pero podía ver que esta amenaza la había asustado. Sus ojos estaban húmedos y sus dedos temblaban.
—Me dijo que no corríamos peligro —empezó a decir.
—No se preocupe —le dije con voz queda—. No se atreverá a acusarla ante la ley.
—Ya veo que es usted el cómplice de esta fulana, Weaver. Más le vale preocuparse, y a usted también. ¿Cómo puede creer que una Compañía, vigilada tan de cerca por el Rey, y entre cuyos directores se cuenta el mismísimo Príncipe de Gales, soportaría ser víctima de un insulto de esta magnitud?
—No hay duda de que la Compañía ha sido víctima de un insulto —repliqué—, independientemente de quienes sean sus patronos. Lo que está en tela de juicio es quién ha insultado a quién. Usted sabe muy bien, señor, que la señora Lienzo no tiene nada que ver con la falsificación.
—En cuanto a usted, Weaver —me espetó—, descarto la idea de que haya tenido nada más que los motivos más viles para perpetrar este crimen, ¡y no descansaré hasta verle ahorcado!
—No conozco su nombre —respondí— y no sé qué cargo piensa usted que detenta, pero sé lo que es usted en realidad, y seré yo quien le vea a usted pagar el precio del asesinato.
—¿Pagar yo un precio por asesinato? ¡Sin duda está usted loco! Es usted quien ha cometido asesinatos, como me he esforzado mucho en descubrir. ¿Creía usted, alguien que tan públicamente se ha declarado nuestro enemigo, que nos iba a pasar desapercibido? Sé que está usted implicado en el caso de Su Majestad contra Kate Cole, y sé que está usted involucrado en la muerte de ese canalla. Esta Compañía está decidida a verle juzgado por los tribunales.
Estaba asombrado. No podía creer que este hombre hiciera una declaración tan atrevida. Sentía que era una confesión de su relación con los hechos, pero no podía adivinar cuál era esa relación exactamente. ¿Significaba esto que la Compañía estaba compinchada con Wild? ¿Que la Compañía prácticamente había confesado que estaba detrás de la muerte de mi padre? No era capaz de resolverlo. Me sentía como un animal atrapado, y tuve que reprimirme para no saltar sobre este hombre y darle una paliza que le hiciese desangrarse.
Miriam lo observaba todo enmudecida. Su rostro era el de una niña cuyos padres se pelean delante de ella. Deseaba que no se hubiese tenido que sentir tan amenazada, pero ahora ya no había nada que hacer para remediarlo.
—Ha dado usted un paso en falso —le dije al hombre de la Mares del Sur— al convertirme en su enemigo.
Profirió una carcajada, y mi furia se inflamó, porque sabía que no tenía nada con lo que amenazarle más que la violencia del momento. Pero entonces un pensamiento vino a mi mente.
—Si quiere usted silenciarme, le sugiero que lo haga aquí y ahora. Todo lo que dice no es más que un farol, porque le aseguro que en el momento en que salga de este edificio informaré al mundo de la existencia de estas acciones falsas.
—Quizá nos estemos apresurando.
No había visto entrar a Nathan Adelman, pero estaba de pie en el umbral, con un aspecto levemente divertido.
—Quizá la señora Lienzo no sea más que una víctima, y no una villana.
Supe instantáneamente cuál era su juego: Adelman iba a adoptar el rol de hombre compasivo. Miriam suspiró con alivio, pero supe que era demasiado lista como para que pudieran engañarla por más de un instante.
—Mantente fuera de esto, Adelman —dijo el otro hombre—, no sabes de lo que estás hablando.
—Creo que sí lo sé. Miriam, usted sólo quería convertir estas acciones en dinero líquido, ¿no es cierto?
Ella asintió despacio.
—Veo claramente que la han timado, y le voy a decir lo que vamos a hacer. La Compañía está dispuesta a pagarle trescientas libras por estas acciones. ¿Le parece un trato satisfactorio?
Vi que Miriam, en su ignorancia, estaba dispuesta a aceptar esta pobre oferta. Yo me negué.
—Adelman —le espeté—, ¿por qué juega a tratarnos como a dos tontos si no lo somos? Sabe perfectamente que si estas acciones fueran válidas podríamos venderlas por más del doble en el mercado bursátil.
—Ha aprendido usted un par de cosas sobre los valores, Weaver. Me alegra comprobar que es usted el hijo de su padre después de todo. Sí, las acciones de la Mares del Sur se están vendiendo ahora por más de doscientas libras, pero éstas no son acciones válidas: no valen más que el papel en el que están impresas, es decir, apenas nada. Trescientas libras a cambio de apenas nada es una buena oferta, me parece a mí.
—Lo que tenemos Miriam y yo vale mucho más que eso —le dije—, porque ahora tenemos pruebas de que hay en circulación acciones fraudulentas de la Mares del Sur. ¿Qué efecto tendrá eso sobre su valor en el mercado una vez que se corra la voz, Adelman? Sus esfuerzos por eclipsar al Banco llegarán a su fin repentinamente. Ni se le ocurra probar con nosotros una de sus tretas de Compañía, porque nos hemos preparado colocando ejemplares de estas acciones fraudulentas en media docena de lugares diferentes —mentí apresuradamente—. De no ir a recogerlas antes de la hora convenida, nuestros asociados las sacarán a la luz pública. No puede amenazarnos con hacernos daño ni destruir estas acciones sin ver a su Compañía completamente arruinada.
Miriam y yo nos miramos el uno al otro y asentimos, como si hubiésemos ensayado la mentira. Me encantó verla comportarse con autoridad: cruzada de brazos, sacando pecho, la barbilla en alto. Sabía que el equilibrio del poder había cambiado de lado.
El compañero de Adelman casi escupe al ver la imagen de nuestra complacencia.
—¿Se atreve a amenazar a la Compañía de los Mares del Sur? —ladró.
—No más de lo que esta Compañía nos amenaza a nosotros. Déjeme que le haga una contraoferta. Esta mujer firmará un papel jurando que nunca revelará su conocimiento del fraude de las acciones, y le entregará a ustedes todas las acciones falsas que posee. Hará esto a cambio de cinco mil libras.