—Sabía que me iba a traer problemas —murmuró.
—Eres muy observador —le dije—. Empecemos con una pregunta sencilla. ¿Por qué estabas en el Kent’s Coffeehouse cuando fui en respuesta a mi anuncio?
—Sólo me estaba tomando un café —dijo humildemente.
Iba a tener que ser creativo si quería que él fuese más abierto, pero por el momento, con un buen pisotón sobre la mano enferma me aseguré muy rápidamente de que se diese cuenta de que no me valían las tonterías. El vendaje estaba ya cubierto de sangre fresca y una especie de líquido parduzco que no quise detenerme a investigar.
—Vas a perder esa mano, me parece —le dije—, y quizá la vida si no vas a que te la miren. Pero puede que no vivas lo suficiente para que avance la podredumbre. ¿Así que qué tal si me cuentas lo que estabas haciendo en el Kent's?
—Déjeme ir —me dijo con un sollozo—. Esta es mi última oportunidad. Wild solía confiar en mí. Ahora tiene al judío ese, Mendes, haciendo mi trabajo. Necesito arreglar las cosas.
Su rostro se tornó de un color nauseabundo, y temí que perdiera el conocimiento.
—¿Qué estabas haciendo allí? —repetí.
—Wild me envió —dijo al fin.
Entonces vomitó, sin hacer ningún esfuerzo por evitar mancharse.
No me sorprendía saber que Wild estaba detrás de todo aquello, pero aún necesitaba comprender el interés de Wild en mi investigación.
—¿Por qué? —continué—. ¿Qué te dijo Wild que hicieras?
—Espiarle a usted, eso me dijo —estaba boqueando—. E informarle de si había alguien molestándole.
No había previsto esa respuesta.
—¿Qué? ¿Me estás diciendo que Wild te envió para que le dijeras si me atacaban?
Arnold intentó alejarse de mí. Se arrastró hacia la esquina.
—Sí, lo juro. Quería saber si le molestaban. Y quería saber quién iba a verle. Me dijo que viera si les reconocía, y que si no, que le dijera qué aspecto tenían. Pero me dijo que no dejara que usted me viera a mí, así que cuando me vio, me asusté y me fui corriendo.
—¿Quién esperaba él que apareciese? —ladré.
—No lo sé. No lo dijo.
—¿Quién mató a Michael Balfour y a Samuel Lienzo?
Pensé que una estrategia directa era lo más adecuado para un hombre en el estado de Arnold. Al principio sólo gemía y decía «Oh, Jesús» una y otra vez, pero me acerqué a su mano y por fin cedió.
—Fue Rochester —dijo al fin—. Martin Rochester lo hizo.
Me sacudí la sensación sobrecogedora de frustración.
—¿Y quién es Martin Rochester?
Alzó la vista y me miró con una mezcla de súplica e incredulidad a partes iguales.
—Rochester es Rochester. ¿Qué clase de pregunta es ésa?
—¿Tiene algún otro nombre?
Sacudió la cabeza.
—Que yo sepa no.
—Me resulta difícil de creer que este hombre que entró en casa de Michael Balfour y organizó la representación de un falso suicidio lo hiciera solo. ¿Quién le ayudó?
Sabía que no me lo quería decir, y me miró implorando que no le forzara a hacerlo, pero mi mirada le indicaba que él me importaba muy poco y que tanto me daba matarle yo mismo que esperar a que Rochester lo hiciera en venganza.
—Tiene a sus chicos. Bertie Fenn, al que supongo que conoce, puesto que lo ha matado. Luego hay otros tres: Kit Mann, Billy el Gordo, que no está gordo así que no se lleve a engaño, y un tercer tipo cuyo nombre no recuerdo, pero tiene el pelo rojo. Yo me mantengo alejado de ellos, aunque me los encuentro de vez en cuando, pero no tengo trato con ellos, ni tengo nada que ver con estos asesinatos.
—¿Dónde puedo encontrarlos?
Arnold soltó una ristra de nombres de bares, tabernas y licorerías donde podrían acudir, pero como no conocía bien a los hombres me dijo que sólo estaba adivinando.
Le eché un vistazo a aquel hombre: roto, apaleado y desolado. Era la segunda vez que le dejaba así. Supongo, pensé para mí, que no merece mejor suerte. Es el hombre de Wild, y tiene su propio papel en esta vileza, pero no pude evitar sentir cierta simpatía por un hombre tan completamente devastado.
Le tiré unos cuantos chelines al suelo junto a él y le pedí que viniera a verme si algún día quería entrar al servicio de un amo mejor que Wild. No albergaba expectativa alguna de que abandonase al Apresador Mayor, y lo cierto es que nunca lo hizo, pero creí que hacerle la oferta me hacía parecer mejor hombre de lo que era.
Encontré a los hombres antes de la caída de la noche en una taberna de mala reputación cerca del mercado de Covent Garden. Estaban sentados juntos, bebiendo y gritando incomprensiblemente en un idioma que era mezcla de acento del campo y farfulleos de borrachos. Supongo que debía de estar cansado, ya que dejé que ellos me vieran a mí primero. Me había ido hasta el fondo del bar para mirar las distintas mesas cuando oí un estrépito de sillas derribadas y vi a tres hombres corriendo hacia la puerta. Les había mirado al entrar pero me parecieron sólo bebedores de baja estofa. Sólo una vez que me hubieron visto e intentaban escapar a todo correr pude reconocerles. A uno de ellos le recordé enseguida, porque era el hombre que me había denunciado fuera del baile en Haymarket.
Dos de ellos lograron huir, pero el tercero estuvo más lento, y conseguí agarrarle por los pies, aunque sentí mi edad al hacerlo, porque la vieja lesión en la pierna desencadenó un dolor que me ascendió hasta la cadera. Pese a todo, le tenía bien cogido, y le pude dar al derribarle un buen golpe en la cabeza contra el suelo mugriento.
Conocía tan bien estos lugares como para saber que se crearía una nube de curiosos a mi alrededor, cosa que sucedió, pero también para saberme inmune a las interferencias, y efectivamente lo estuve. De modo que me sentía libre para proceder. Tras haberle golpeado la cabeza lo suficiente como para obtener su completa atención, pensé que era hora de empezar.
—¿Cómo te llamas?
—Billy, señor —jadeó, al modo patético de los niños que mendigan por las calles. Lo cierto es que parecía muy joven, quizá no mayor de diecisiete años, pero su aspecto juvenil quizá se explicara por su constitución extremadamente flaca y pequeña.
—¿Billy el Gordo? —pregunté.
Él asintió.
—Billy el Gordo —le dije—, vas a contestar a mis preguntas o tu nuevo mote será «Billy el que Respira», y te aseguro que va a ser igual de irónico que el viejo.
Mi amenaza sólo le confundió, así que le coloqué una mano en el pescuezo y apreté un poco solamente, no lo suficiente como para que no pudiera hablar, pero sí como para que comprendiese mis intenciones.
—¿Cuál es el verdadero nombre de Martin Rochester?
—No lo sé, señor, lo juro —respondió con la voz rota. Se le salían los ojos de las órbitas y parecía un pez, pero no sabía si me tenía miedo a mí o a las consecuencias de responder a mi pregunta.
—¿Qué aspecto tiene? —apreté un poquito más.
—Nunca le hemos visto. Recibimos mensajes de él. Los recibe Kit. Y nos manda dinero, pero no le hemos visto nunca. A lo mejor Kit sí. No lo sé. Se supone que no debemos hablar de él en absoluto.
Aflojé un poco la mano.
—¿Matasteis a Michael Balfour?
No dijo nada. Sólo me miraba aterrorizado. Un delgado hilo de sangre le brotaba de la nariz. Supongo que los más delicados de mis lectores podrán cansarse de estas violentas descripciones, pero sé que comprenderán que estos medios eran inevitables para tratar con esta clase de hombres. Por tanto, digamos sólo que hubo algún crujido y bastantes gritos también, y que luego Billy el Gordo se encontró cómodo con la idea de decirme que sí, que efectivamente le había arrebatado la vida a Michael Balfour con ayuda de sus tres amigos. Se las arreglaron para emborrachar a los criados y, con los testigos potenciales ebrios u ocupados en la consecución de otros placeres, habían arrastrado a Balfour hasta el establo, donde le forzaron a colocarse la cuerda alrededor del cuello y le ahorcaron. Los criados, tuve que imaginar, debieron de temer el descubrimiento del papel inconsciente que habían jugado y decidieron guardar silencio.
Lo que más deseaba en el mundo, sentado sobre él con la mano en su cuello, era preguntarle si había participado en la muerte de mi padre. Fenn estaba muerto, ¿pero cómo podía saber si Billy el Gordo habría desempeñado algún papel? Le apreté el pescuezo al pensar en la pregunta, pero sabía que no tenía tiempo para regalarme esa venganza en particular. Los amigos de Billy el Gordo podían volver, y había muchas cosas que necesitaba saber antes de que lo hicieran.
—¿Robasteis alguna cosa? —inquirí.
—¡Nada! exclamó indignado, como si le escandalizase que pudiera hacerle una pregunta tan insultante. Se podía llevar a un hombre a rastras de su casa y ahorcarle, pero no era capaz de robarle.
—¿No os pidieron que buscarais nada? ¿Acciones de bolsa?
Intentó sacudir la cabeza contra la presión de mi mano.
—No teníamos nada que ver con eso.
De modo que parecía saber algo acerca de ellas.
—¿Quién se suponía que tenía que llevarse las acciones?
Intentó sacudir la cabeza de nuevo.
—Se suponía que yo de eso no había oído hablar. No quiero problemas.
—Billy el Gordo, se me ocurre que ahora mismo tienes problemas.
Debió de estar de acuerdo conmigo, porque me dio el nombre. De haberse retrasado Billy el Gordo un solo instante, podría haberse guardado la información, ya que justo al terminar nuestra conversación, sus dos amigos reaparecieron en la puerta, empuñando pistolas. Hubo muchos chillidos de mujer, y de hombre también, y mucho correr hacia la puerta, cosa que me pareció ilógica, ya que los hombres con pistolas estaban en la puerta. Agarré a Billy el Gordo y alcé su cuerpo inerme para utilizarlo de escudo. No sabía si sus amigos vacilarían a la hora de dispararle, pero creí que incluso su delgado esqueleto ralentizaría el avance del plomo.
Seguí los movimientos de la multitud, que forzó a los hombres a apartarse de la puerta, y yo fui dibujando un ángulo también, hasta que no hubo nadie entre Billy el Gordo y yo y, a diez pies de distancia, los otros dos rufianes, pistolas en mano y listas para disparar. Con un gigantesco esfuerzo que envió una ráfaga de dolor a mi pierna, les tiré a Billy encima, haciéndoles perder el equilibrio, aunque no se cayeron. Entonces aproveché la oportunidad mientras pude y salí de la taberna a todo correr, logrando perder de vista a los ladrones en la multitud que se había congregado por fuera para lamentar la masacre y deleitarse con ella.
No tuve dificultad en allanar la casa: había entrado en tantas casas por la fuerza en el pasado que hacerlo de nuevo en nombre de la justicia en lugar del robo no me producía más que satisfacción. Esta casa era bastante más grande que cualquiera en la que hubiese entrado antes; tenía cuatro pisos, y muchos dormitorios en los cuales podía dormir mi presa, de modo que tuve que andar con cuidado, evitando a criados que se movían por los pasillos como sombras, portando velas que parecían diseñadas para cazarme.
El primer dormitorio en el que me colé claramente no era el suyo. Estaba ya ocupado, y cuando vi la silueta de la vieja en la oscuridad, y la oí murmurar en sueños, salí de allí y lo intenté con otra puerta. Miré en cuatro habitaciones más antes de dar con otra alcoba, ésta vacía, pero reconocí un abrigo colgado de un gancho junto a la puerta. Me senté a esperar, confiando en que no se pasaría toda la noche de jarana, o en que no hubiese decidido irse de Londres. Estaba preparado, y cuanto antes regresara, antes sentiría cierta sensación de justicia.
Llevaba en el bolsillo el reloj de arena de medio minuto que el mendigo tudesco me había dado. Se me había ocurrido traerlo conmigo justo antes de salir de casa de mi tío. Me gustaba la idea de que el regalo del tudesco pudiera serme de alguna utilidad, y supuse que si volviera a verle algún día, y le pudiese explicar cómo lo había utilizado, quedaría muy satisfecho.
Lo giré una y otra vez mientras esperaba en la oscuridad de su habitación. La silla en la que estaba sentado era horriblemente dura e incómoda, y me dolían la pierna y la cadera prodigiosamente, pero todo lo sufría, porque sabía que ahora estaba próximo a comprenderlo todo. Después de que Billy el Gordo me hablase de las acciones robadas y me contase quién se las había llevado de casa del viejo Balfour, sentí sólo el júbilo del triunfo. Me llevó algún tiempo percatarme de la verdadera importancia de esta información. Antes había sabido con certeza que las acciones falsas existían; ahora sabía con certeza que al viejo Balfour le habían matado por ellas. Podía no entender los motivos de todos los actores de mi drama, pero no estaba seguro ya de que me hiciera falta. Balfour y mi padre habían sido asesinados porque deseaban informar al mundo de las acciones falsas. Lo único que requería ahora era el nombre real de Rochester.
Cada minuto en la negritud de su alcoba se arrastraba interminablemente, pero la confianza de saber lo que estaba haciendo, de que ya no estaba dando palos de ciego, me dio una especie de paciencia resistente a todo. Giré el reloj. Observé la arena deslizarse de un lado a otro y lo giré de nuevo.
No era demasiado tarde, apenas pasadas las once, cuando entró. Oí el crujir de las escaleras y el sonido de sus pisadas cansadas al subir. Oí unas palabras murmuradas, no sé si a un criado o a sí mismo, y luego le oí girar el pomo despacio y torpemente. Con una mano sujetaba una vela y encendió una lámpara en una mesa junto a la puerta. Ahora un resplandor anaranjado y suave llenó la habitación, y al darse la vuelta, Balfour me vio sentado en su silla, con la pistola apuntándole al pecho.
—Cierre la puerta con llave y dé un paso al frente —le dije con voz tranquila.
Abrió la boca para hablar, para expresar alguna clase de indignación, pero a la luz macilenta de la vela se dio cuenta inmediatamente de que no debía atreverse. Mi rostro le ofrecía una expresión ensayada: fría, dura, despiadada. Cerró la puerta con llave y me miró.
—A veces me he preguntado, Balfour, si un hombre fuera un estúpido, digamos que el más estúpido sobre la faz de la tierra, ¿sería consciente de su propia idiotez, o sería demasiado necio para siquiera percibir su deficiencia? Creo que usted puede darme respuesta a esa pregunta.
La pistola que le apuntaba y mi mirada asesina le habían silenciado, pero no pudo soportar el insulto.
—Weaver, no puedo adivinar lo que usted se cree que está haciendo, pero le sugiero que no lleve este ultraje más lejos.