Miriam no tuvo la suficiente compostura como para no sofocar un grito ante la mención de tamaña suma, una suma muy por encima de lo que había soñado tener a su disposición; no comprendía que lo que para ella significaba la opulencia no era más que una minucia para una compañía que en unos pocos meses iba a ofrecerle un regalo de millones de libras al gobierno a cambio del derecho a hacer negocios.
—¿Cinco mil libras? ¿Está usted loco, señor? —ladró el sujeto brusco.
Adelman, sin embargo, desempeñaba el papel más diplomático, y vi inmediatamente que estaba aliviado de haber escapado de forma tan barata.
—Pues muy bien, Weaver. Miriam, ¿estará usted de acuerdo en firmar un documento? Si incumple su promesa entonces se considerará que ha roto el acuerdo y le deberá a la Compañía cinco mil libras, por las que le aseguro que la llevaremos a juicio.
La dama había recuperado su compostura.
—Acepto sus términos —dijo con calma, aunque creo que estaba dispuesta a cantar de alivio y de emoción.
—Y ahora —dijo Adelman a Miriam—, ¿le importaría esperar fuera durante un momento mientras concluimos nuestros asuntos con el señor Weaver?
Apenas había salido de la habitación cuando el hombre desagradable se puso a gritarme de manera exaltada.
—Se creerá usted que está fuera de nuestro alcance, Weaver, por habernos desafiado de este modo, pero déjeme que le asegure que esta Compañía es capaz de destruirle.
—¿Del mismo modo que destruyó a mi padre, a Michael Balfour, y a Christopher Hodge, el librero?
—Tonterías —dijo Adelman, agitando una mano en el aire—. No puede usted creer que la Compañía orquestó esos crímenes. La sola idea es absurda.
Creía que tenía razón, pero no aparté la mirada.
—¿Entonces quién lo hizo?
—Caramba, creí que llegados a este punto lo sabría usted —dijo despreocupadamente—. Martin Rochester.
Sospeché que me estaba probando, intentando sonsacarme lo que sabía.
—¿Y quién es Rochester?
—Eso —respondió Adelman— estamos tan ansiosos como usted por saberlo. Sólo sabemos que es un seudónimo utilizado por un torpe procurador de acciones falsas. No es más que un falsificador insignificante que ha engañado a un pequeño número de personas: mujeres como la señora Lienzo, que no saben nada de la Bolsa.
—Eso es mentira —dije—. Rochester es algo más que un falsificador insignificante, y apuesto a que ha engañado a más de un pequeño número de damas con guantes blancos.
Miriam había recibido dividendos, cosa que sólo podía significar que alguien había ayudado a Rochester a falsificar los registros además de las acciones. Cuando mi padre vio sus acciones, comprendió enseguida lo que significaban. «Este fraude sólo puede haber sido perpetrado con la cooperación de ciertos elementos dentro de la propia Compañía de los Mares del Sur —había escrito—. La Compañía es como un trozo de carne, podrida y repleta de gusanos».
—Dígame —le dije con una amplia sonrisa—. ¿Qué ha sido del señor Virgil Cowper?
—No nos dedicamos a espiar a nuestros empleados —ladró el hombre de la Mares del Sur con inesperado vitriolo—. No me gustan nada sus necias preguntas.
—¿Así que qué quieren de mí? ¿Qué más amenazas pueden hacerme? ¿Debo temer más violencia y más robos para que ustedes puedan seguir guardando el secreto?
Adelman y su compañero intercambiaron miradas, pero fue Adelman quien habló.
—Ha deducido usted correctamente que deseamos mantener el asunto de las acciones en secreto, pero no vamos a amenazarle. Y no sé nada de violencia ni de robos.
—¿Pretende usted que yo crea que no intentaron ustedes, en modo alguno, suprimir un panfleto que escribió mi padre y que hubiera sacado a la luz la existencia de las acciones falsas?
Volvieron a intercambiar miradas.
—Hasta este momento —dijo Adelman—, no sabía que su padre hubiera tenido intención de escribir tal panfleto. No puedo creer que fuera tan temerario. Si se ha encontrado usted con algo así, sospecho que no es más que otra falsificación.
No sabía si darle crédito siquiera a esa posibilidad. El manuscrito me había parecido a mí estar escrito con la letra de mi padre, y creo que mi tío hubiera reconocido una falsificación, pero mis enemigos sin duda eran expertos falsificadores. Aun así, el fuego que acabó con la vida de Christopher Hodge, el impresor de mi padre, no había sido falso; y no fue un ladrón falso el que se llevó el único ejemplar del manuscrito de mi habitación. Alguien estaba desesperado por borrar todo rastro de ese documento.
—Hay abundantes pruebas que me indican que el panfleto era real —anuncié.
—Esas pruebas han sido amañadas —dijo Adelman cansinamente— para engañarle.
Sacudí la cabeza. No pensaba creérmelo.
—¿Y no tiene usted nada más que decirme que me ayude a descubrir quién mató a mi padre?
—No estamos aquí para ayudarle, Weaver —me espetó el hombre desagradable.
Adelman levantó una mano para silenciar a su compañero.
—Me temo que no, señor Weaver. Excepto asegurarle que nuestros enemigos le han estado utilizando. Sospecho que aquí anda la mano del Banco de Inglaterra.
—Eso es una falacia —susurré agresivamente.
Llevaba demasiado tiempo en este negocio como para creer que me habían estado llevando por el camino equivocado desde el principio. A pesar de todo, no podía olvidar completamente las palabras de Adelman, y me llenaron de ira contra mí mismo y contra él y contra casi cualquiera cuyo nombre se me pasara por la mente.
—Se lo advertí, como usted recordará —continuó Adelman—. Estábamos sentados en el Jonathan's y yo le dije que no podía verse a sí mismo en el laberinto, pero que los maestros del juego lo veían a usted y lo llevarían por el mal camino. Y así ha ocurrido. Todo lo que se ha esforzado tanto en descubrir ha resultado ser una mentira.
—¡Tonterías! —proclamé, esperando silenciar sus patrañas con la fuerza de mi convicción—. He descubierto que la Compañía de los Mares del Sur ha sido violada con falsificaciones, y eso no es mentira. He descubierto que el tal Rochester, que sin duda mató a mi padre, está detrás de estas falsificaciones.
—Es mucho más probable que el fantasma de Rochester, aunque sea un villano, no tenga nada que ver con su padre —dijo Adelman suavemente—. Nuestros enemigos sólo deseaban hacerle creer lo contrario para que usted sacara estas falsificaciones a la luz pública.
—Me niego a creerlo —dije obstinadamente, como si logrando reunir toda la fuerza de mi voluntad pudiese disipar esas ideas. Quería agarrar a Adelman por el pescuezo y apretar hasta que admitiese la verdad. Supongo que quería creer que la verdad era así de accesible.
—Puede usted creer lo que guste, pero si busca respuesta a la muerte de su padre, no tiene más remedio que saber que le han llevado por el mal camino. No se enfade usted consigo mismo; nuestros enemigos son listos y adinerados, y son sin duda nuestros enemigos, porque han intentado hacernos daño a los dos. Y después de todo, ¿en serio pudo usted creer en algún momento que la Compañía de los Mares del Sur, tan necesitada como está del apoyo del público y del Parlamento para poder proceder con nuestros negocios, se enredaría en actividades tan despreciables y de naturaleza tan vil? ¿Que nos involucraríamos en asesinatos, asesinatos, señor Weaver, a riesgo de perder un negocio que es bueno para la nación y que enriquecerá a nuestros directores?
No tenía respuesta. No podía permitirme dar crédito a sus palabras, pero no se me ocurría nada con que refutarlas.
Adelman observó la expresión de mi rostro, y me creyó rendido.
—De modo que, señor Weaver, aquí es donde nos encontramos. Usted no va a ser aliado de la Compañía, pero eso no significa que vaya usted a ser nuestro enemigo. Si tuviera usted más preguntas, puede venir a verme. No deseo que haga usted más escenas, ni que perpetúe estas mentiras peligrosas. Ha sido usted un eficaz agente del señor Bloathwait y del Banco de Inglaterra. Si siendo más abiertos con usted podemos hacerle menos peligroso para nuestra reputación, entonces lo seremos.
Abrió la puerta.
—Le deseo un buen día, señor.
Miriam no podía estar más satisfecha con su premio, pero yo tenía dificultades para compartir su alegría. Dejé que me agradeciera la ayuda que le había prestado, le conseguí una calesa y luego me retiré a una taberna a pensar en la situación. Si algo había aprendido desde el comienzo de mi investigación, era que estos hombres estaban instruidos en el arte del engaño, pero ahora me encontraba tan profundamente inmerso en sus fantasmagorías que ya no podía estar seguro de lo que era real y lo que no eran más que meras ficciones. ¿Los hombres de la Compañía de los Mares del Sur estaban mintiéndome audazmente a la cara para ocultar sus crímenes, o estaba siendo víctima de las maquinaciones de Bloathwait para destruir a una compañía rival? Y si Bloathwait había estado dispuesto a engañarme con objeto de colaborar en la ruina de la Mares del Sur, ¿era posible entonces que hubiera estado dispuesto también a matar a mi padre, a Balfour, y a Christopher Hodge? Con millones de libras en liza para la compañía que suscribiese los préstamos del Estado, ¿resultaba impensable que el Banco de Inglaterra cometiera estos crímenes para lograr esos beneficios? Yo había creído eso mismo con respecto a la Compañía de los Mares del Sur. Y si mi enemigo era el Banco y no la Compañía, ¿entonces había sido desde el principio errónea mi búsqueda de Rochester?
Intenté despejar estas dudas metiéndome otra vez de lleno en la investigación. Volví al Kent's para averiguar si alguien más había venido en respuesta a mi anuncio y allí me dieron dos nombres y direcciones. Ninguno de los dos me resultó útil: eran meros parásitos que intentaban extorsionarme fingiendo que tenían información que no poseían. Después de abandonar la segunda casa, me concentré en decidir cuál sería mi siguiente paso. No podía simplemente volver a casa de mi tío; no podía estarme quieto. Me metí en la taberna más próxima y bebí tan rápido como los pensamientos cruzaban mi mente.
Tenía que encontrar a Rochester, o encontrar aquello que se llamaba a sí mismo Rochester. Sólo sabía de dos personas que a mi parecer podrían señalarme la dirección en la que se hallaba esta persona o personas, y de Jonathan Wild no me fiaba, así que obligaría a la otra a decirme cuanto supiese. Sin preocuparme por terminarme la cerveza, me puse en pie y me marché a Newgate una vez más para entrevistar a Kate Cole.
No podía ofrecerle nada para hacer que me ayudase, y me ruborizo al admitir que no deseché del todo el uso de la violencia para convencer a Kate de que cooperase. Quizá la idea no estuviese del todo formada en mi mente, pero creía que no iba a abandonar su celda hasta que me contase cuanto supiera de Martin Rochester.
Al llegar a Newgate, me abrí paso con decisión hasta la celda de Kate y llamé a la puerta con saña. Nada, ninguna de sus evasivas iba a impedir que me enterase de lo que deseaba saber.
Cuando la puerta se abrió, me hallé frente a un individuo rechoncho con los ojos pequeños y rasgados y una boca muy manchada de vino. Por un momento sentí cierta vergüenza por irrumpir de forma tan maleducada en la habitación de Kate cuando tenía un invitado, pero éste no era momento de cortesías. No hice caso al sujeto y empujé la puerta con fuerza, que se abrió para descubrir, no a Kate, vadeando como una puerca en su propia podredumbre, sino a una mujer tan rechoncha como el hombre y un par de niños gorditos, todos reunidos en torno a una pequeña mesa, tomando su comida vespertina.
Mi bochorno regresó. No había duda de que esta celda era la de Kate.
—¿Dónde está la mujer que residía aquí? —pregunté, con cierto tono conciliador apoderándose de mi voz.
—Ni idea —repuso el hombre, y observando que mi trabajo había terminado, cerró la puerta dando un portazo.
No era momento aún para la sesión del Old Bailey, de modo que no podían haberla llevado al juicio. ¿Habría vendido su cuarto por más dinero en efectivo?
—¿Dónde está Kate Cole? —interrogué al primer carcelero que pude encontrar—. Tengo que verla.
—Pues me temo que no va a poder ser —respondió el carcelero—, o incluso si pudiese, ella no lo iba a ver a usted. Estando muerta lo veo difícil.
—Muerta —balbuceé. Me sentía, no sé, desmayado quizá. Sentí que la muerte estaba por todas partes. Que mis enemigos sabían todo lo que yo sabía, que anticipaban mis planes antes incluso de que se me ocurrieran a mí—. ¿De qué ha muerto?
—Colgada por el cuello.
—Pero si aún no ha tenido lugar el juicio —razoné.
—Usted no entiende nada, ¿eh? Se colgó ella misma dentro de su bonita celda.
—¿Un suicidio? —me parecía inconcebible que alguien como Kate fuera capaz de la desesperación requerida para siquiera plantearse el suicidio. E incluso si lo fuera, ¿no esperaría los resultados del juicio antes de abandonar toda esperanza?—. ¿Está seguro de que fue un suicidio?
—Eso dijo el forense que era.
Mi mente empezó a formular frenéticamente las preguntas que me llevarían a saber quién había hecho esto.
—¿Y tuvo algún visitante antes de su muerte?
—No que yo sepa.
—¿Hay alguien más que pueda saberlo? —inquirí—. ¿Otro carcelero a lo mejor?
—No que yo sepa.
Le puse un chelín en la mano.
—¿Ahora lo sabe?
—No —respondió—, pero gracias por su generosidad.
Ahora había cuatro asesinatos. Kate Cole no se había colgado sola; si había de pensar sobre lo probable, lo único creíble era que Kate Cole le habría escupido en el ojo al verdugo antes que quitarse la vida. No, Kate había sido atrapada en la misma tela de araña que había atrapado a mi padre, a Michael Balfour, y a Christopher Hodge, el librero. Ahora comprendía más claramente que nunca que Elias tenía razón. El mundo de las nuevas finanzas había producido un poder imparable de proporciones que ni siquiera podía entender. Había estado buscando a un hombre, o quizá a una camarilla de hombres, que estaban sentados en algún sitio maquinando maldades, ejecutándolas, quizá con escalofriante crueldad. Ahora ya no creía que un hombre o incluso un grupo de hombres fuera responsable. Había demasiadas conexiones, demasiados caminos de vileza. Demasiados hombres tenían demasiado poder e información, pero no podía obligar a ninguno a responder de sus crímenes porque se ocultaban detrás de interminables laberintos de engaños y de ficciones. Era, como había dejado escrito mi padre, una conspiración de papel lo que permitía a estos hombres prosperar. Inscribían sus ficciones en billetes bancarios, que el mundo leía y creía.