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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (29 page)

BOOK: Una conspiración de papel
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—Vaya, Elias, no entiendo por qué, si ves la bolsa como algo tan intrínsecamente maligno, inviertes tú en ella.

—Ése es el maldito meollo del asunto —susurró—. Uno tiene que invertir en bolsa en los tiempos que corren. Mira a tu alrededor en este café. ¿Crees que toda esta gente está aquí porque les gusta negociar en bolsa? No hay otra cosa que uno pueda hacer con su dinero. El dinero genera dinero, y estamos todos atrapados en la tela de araña, incluso aquéllos de nosotros que sabemos lo que es. No podemos evitarlo.

—Cosa que no nos explica en qué conspiración se vieron involucrados mi padre y Balfour.

—No podemos sacar datos de la nada, Weaver. Sólo intento que te des cuenta de que estas compañías tienen mucho que ganar, y pueden tener buenas razones para eliminar a quien se les ponga por delante.

—Ya que te veo tan versado en estos temas —le dije, reuniendo el coraje necesario para sacar un tema que deseaba evitar con todas mis fuerzas—, ¿podrías decirme qué sabes acerca de un caballero de nombre Perceval Bloathwait? Es un hombre metido hasta el fondo en bolsa y por tanto, sin duda, uno de los grandes enemigos de la nación.

Para mi asombro, a Elias de pronto se le iluminó el rostro.

—¿Bloathwait, el director del Banco del Inglaterra? Un hombre endiabladamente bueno, para ser uno de esos disidentes ingleses. Al menos sabe cómo mostrar su agradecimiento. Tuve la suerte de encontrarme disponible durante una representación del Catón de Addison cuando le sobrevino una crisis gástrica. Casi se cae desmayado al patio. Gracias a Dios, pude sangrarle allí mismo, convirtiendo un accidente casi fatal en un negocio muy afortunado. Me recompensó nada menos que con veinte guineas.

—Tus sospechas de los ricos —observé— se ven considerablemente templadas cuando te hacen algún favor.

—¡Faltaría más! —respondió Elias con exuberancia—. No son pocos los hombres de más alta cuna que no se dignarían a pagarle al cirujano que la providencia les ha puesto en el camino. Bloathwait es un buen hombre, te lo digo yo. Aunque —añadió después de una breve pausa— investido de demasiado poder y probablemente corrupto e infame.

—Está claro que tendré que hacerle una visita a este tipo endiabladamente bueno, corrupto e infame y desmayado —murmuré—, porque siempre fue enemigo de mi padre.

—Me perdonarás que no te acompañe. No deseo que un hombre tan poderoso hable mal de mí en los mejores círculos.

—Te comprendo —le dije—. Quizá puedas dedicar ese tiempo a pulir El amante confiado.

—Una idea espléndida. ¿Te agradaría escuchar algunas escenas particularmente efectistas?

Me terminé el café y me puse en pie.

—Nada me gustaría más, pero debo tomar este asunto como prioritario.

Pagué la cuenta y dejé a Elias sentado a la mesa, muy ocupado retocando su obra.

Catorce

Encontraba los argumentos de Elias basados en la probabilidad fascinantes y sugerentes, y deseaba hallar algún modo de utilizarlos. Hasta poder hacerlo, sin embargo, pensé que iba siendo hora de aplicar algunos de los poderes más básicos de los que había dependido durante tanto tiempo.

Yo sabía que Herbert Fenn, el canalla que había arrollado a mi padre —y que, en mi opinión, había intentado arrollarme a mí también—, conducía un carruaje para la cervecera Anchor, así que fue a la cervecera adonde dirigí mis pasos en busca del villano. Al acercarse el carruaje a su destino, sentí que atravesaba no ya vecindarios, sino docenas de mundos diferentes cuya combinación conformaba la gran metrópoli: los mundos del rico y del privilegiado y del pobre y del criminal, del artesano y el mendigo, el caballero y la dama, el extranjero y el británico, y, claro que sí, también el mundo del especulador bursátil.

Durante los dos últimos días había habitado el mundo de la especulación: había intentado imaginarme quién habría matado a mi padre y al viejo Balfour, y había intentado imaginar cuál habría sido el motivo de los asesinatos. Según Elias, todo era una conspiración y un embrollo y una intriga. Sus ideas me resultaban fantasiosas, y sin embargo ahora estaba de camino a enfrentarme con el hombre que había arrollado a mi padre en la calle. No puedo decir que me apeteciese este enfrentamiento, y mi experiencia en el Jonathan's me había dejado agitado y agresivo, como si no pudiese confiar en mí mismo a la hora de mantener el control sobre mis pasiones.

No puedo explicar del todo lo que sentí cuando el encargado de los carros de reparto me aseguró que Bertie Fenn no había trabajado en aquella cervecera desde hacía muchas semanas.

—Atropelló a un viejo judío —dijo el encargado—. Me dijo que adrede no fue, y no hay por qué pensar mal, pero no se puede mantener a un hombre que ha atropellado a un viejo. Por muy judío que fuera —añadió como si se le hubiese ocurrido después—. Arrollar de muerte a alguien no se hace, y a esos hombres los despido, sí señor, sin la paga a la que se creen con derecho.

—¿Sabe adónde fue Fenn?

Sacudió la cabeza.

—No sabría decirle. A algún sitio donde atropellar a viejos no esté tan mal visto, supongo. ¿Es usted inspector? No creo, no huele usted tan mal. Además, nadie dejaría a Fenn deber tanto dinero como para necesitar a un inspector que lo encuentre. ¿Qué le importa a usted Fenn, de todos modos?

—El viejo judío al que atropelló era mi padre.

—Eso le convierte en…

—Un joven judío, sí. O por lo menos uno más joven —le entregué mi tarjeta—. Si descubriese usted su paradero, por favor hágamelo saber. Le aseguro que recompensaré justamente cualquier información.

Empezaba a girarme cuando el encargado me llamó.

—Espere un momento, don Hebreo. Antes no me había dicho nada de ninguna recompensa. Entienda que debemos cuidar de los nuestros, pero si lleva usted algo de plata se me podría convencer para que cuide de mí mismo.

Le di una moneda de seis peniques.

—Eso es para que se suelte usted. Dígame algo útil y haré que le haya merecido la pena.

—¿Seis peniques? Son ustedes tan agarrados como dicen. Voy a tener que ser más educado, ¿eh?, don Hebreo. O si no me mete el cuchillo y me circuncida como a un mendigo.

—¿Podría usted limitarse a contarme lo que sabe?

—Ya. Bueno, Fenn, no le hizo mucha gracia que le diéramos el con Dios, y se puso fanfarrón diciendo que a él no le importaba nada ahora que se había agenciado un puesto. Con un tal señor Martín Rochester, me dijo. «Me va a hacer un favor el señor Martin Rochester», me dijo. «El señor Martin Rochester no trata a un hombre así», me dijo. Como si el señor Martin Rochester fuera primer limpiaculos de nuestra mismísima majestad hannoveriana.

—¿Quién es Martin Rochester? —le pregunté.

—De eso se trata, ¿no lo entiende? Nadie ha oído hablar de ese tipejo, pero Fenn se cree que es el Segundo Redentor —me sonrió—. O el Primero, según su perspectiva, me supongo.

—¿Dijo algo más? ¿Le dio alguna información sobre este Rochester?

—Sí, me dijo que era un pez más gordo que Jonathan Wild. El tipejo este del que nadie ha oído hablar, más gordo que el mismísimo jefe de todos los ladrones. Claro que yo me imaginé que estaba hablando sólo por oírse hablar ya que yo ya le había despedido. Pero me figuro que el tal Rochester debe de ser alguno nuevo o algo así, que debe de haber contratado a Fenn de cochero.

—¿Cuánto tiempo había transcurrido a todo esto del accidente?

—Unos cuantos días. En cuanto el juez aclaró el asunto, lo mandé a paseo, sí señor.

—Así que le parece razonable suponer que Fenn conocía al tal Rochester antes del accidente.

—Me figuro que sí, aunque tampoco me he dedicado a pensar en ello.

—¿Tenía Fenn una familia, amigos, alguien que pueda saber dónde encontrarlo?

Se encogió de hombros.

—Yo sólo lo tenía trabajando, no me gustaba. No puedo decir que nos gustara a ninguno, y no puedo decir que me doliese tener una razón para echarlo. Tenía un genio endiablado. Y no le gustaba obedecer órdenes, tenía un par de fauces que te enseñaba a la mínima por el puro placer de enseñarlas. Ninguno de los chicos de aquí se tomaba las pintas con él. En cuanto terminaba lo que tenía que hacer se iba a donde tuviera que irse.

Le di media corona, recordándole que se pusiera en contacto conmigo en caso de recibir más información. Por la cara que puso, había variado ligeramente su opinión acerca de la generosidad del Hebreo.

Hice un alto en una taberna y pedí un almuerzo de fiambre y cerveza. Mi almuerzo fue interrumpido por la irrupción apresurada de un individuo preguntando si había alguien allí de nombre Arnold Jayens. Anunció además que le enviaban porque el hijo de Jayens se había lesionado en el colegio, que se había roto el brazo y el cirujano temía por su vida. Un hombre al fondo del bar dio un brinco y corrió hacia la puerta muy agitado, pero antes de que hubiera dado un paso en la calle, dos alguaciles le agarraron y le explicaron que sentían el engaño, que su hijo estaba bien, y que sólo querían escoltar al señor Jayens hasta la prisión de morosos. Era una trampa muy fea, y también una trampa que yo mismo había utilizado alguna vez en el pasado, aunque siempre me había arrepentido. Al mirar por la ventana y ver cómo se llevaban a aquel desgraciado, no pude evitar pensar en el dinero que le había prestado a Miriam, y me hinché de orgullo, con justicia, pensando en que la había salvado de un destino similar.

Me sacudí los pensamientos de mi prima política para poder reflexionar acerca de la información que había adquirido. Fenn había dejado rápidamente su trabajo en la cervecera para irse a trabajar para el gran Martin Rochester, un pez más gordo que Jonathan Wild. Sólo esperaba que fuera todo mentira, porque no me hacían ninguna falta más enemigos poderosos.

Pasé gran parte del día y la noche siguientes considerando el próximo paso que habría de dar, y por la mañana decidí buscar al contable del viejo Balfour, ese tal D'Arblay de quien Balfour me había hablado. Recordé que Balfour me había contado que D'Arblay había hecho del Jonathan's su casa, así que, teniendo en cuenta mi experiencia del día anterior, envié al mozo de la señora Garrison al café con una nota dirigida a D'Arblay, identificándome tan sólo como un hombre que necesitaba verlo por negocios. El chico regresó a la hora con un mensaje de D'Arblay que me informaba de que lo encontraría en Jonathan's hasta tarde aquel mismo día, y que esperaba mis instrucciones.

Así que conseguí un carruaje y de nuevo emprendí camino hacia la calle de la Bolsa y la colmena abarrotada que era aquel café. Estos lugares generan sus propios placeres, me parece, porque en cuanto crucé el umbral y mis sentidos fueron asaltados por los sonidos y los acres olores de aquella casa de comercio, nada me apeteció más que tomarme un pocillo de café fuerte, y sentir la tensa excitación de hacer negocios con cien hombres que habían tomado demasiado de esa bebida.

Le pedí a un mozo que me señalara al señor D'Arblay, y me indicó una mesa a la que estaban sentados dos hombres, encorvados sobre un solo documento.

—Es el toro —murmuró el chico, utilizando la jerga de la bolsa.

Los toros eran los que tenían interés en vender, mientras que ser un oso significaba que uno deseaba comprar. Y mirando a estos hombres, no era difícil determinar quién era cada animal. Dándome la espalda, pero de manera que podía verle la mitad de la cara, había un hombre que llevaría en este mundo unos cincuenta años, cada uno de los cuales le había dejado señales sobre un rostro flaco, envuelto en una piel pálida y muy estirada, con manchas. Todavía tenía pegado un poco de rapé a la nariz, carcomida a su vez por los estragos de la viruela. Su vestimenta, cortada a la moda, me informaba de su deseo de parecer un caballero, pero la tela rala de su traje rojo y negro, salpicado también de abundante rapé, e incluso la costura de su peluca eran de mala calidad.

El oso con el que hablaba tendría unos veinte años menos que él. Tenía uno de esos rostros muy abiertos, felices, y escuchaba cada palabra de D'Arblay con la atención intensa y casi babeante de un hombre que ha nacido para la idiotez.

Me acerqué cuanto pude e intenté ser discreto para escuchar la conversación.

—Creo que estará usted de acuerdo —estaba diciendo D'Arblay, con una voz que me pareció muy alta y muy aguda para un hombre tan maduro— en que ésta sería la manera más inteligente de proteger su inversión.

—Pero no entiendo por qué he de proteger la inversión —respondió su interlocutor, con más confusión que reticencia—. ¿No es el azar el objetivo mismo de la lotería? Debo arriesgarme a perderlo todo si quiero tener una oportunidad de ganar.

D'Arblay aplanó los labios en una sonrisa condescendiente.

—No está usted tentando a la suerte por proteger su inversión. Sus boletos le cuestan tres libras cada uno, y si no gana nada, la cantidad le será repuesta en un periodo de treinta y dos años. Ésta es una inversión extraordinariamente pequeña. Simplemente le estoy ofreciendo la oportunidad de asegurar sus billetes de lotería por un dos por ciento adicional durante diez años.

—¿Pero es cuestión de suerte? —preguntó el hombre—. ¿No está garantizado?

D'Arblay asintió.

—Igual que usted, deseamos mantener intacto el espíritu de la lotería. Puede usted asegurar sus boletos con una especie de lotería de seguridad: cada boleto perdedor le incluye a usted en un sorteo de beneficios adicionales, y a sólo un chelín por boleto creo que convendrá usted conmigo en que sus oportunidades de ganar se ven considerablemente incrementadas sin aumentar excesivamente el riesgo de perder.

Su socio movió la cabeza de arriba abajo.

—Bueno, hace usted que parezca muy atractivo, señor, y siempre me he considerado un buen jugador —deslizó unas monedas por encima de la mesa —. Me gustaría asegurar cinco boletos.

Los hombres se dieron cita para apuntar los números de los boletos y, tras estrechar la mano de D'Arblay, el hombre se fue del Jonathan's.

Durante todo este intercambio, yo había esperado de pie detrás de D'Arblay, quien ahora, sentado a la mesa solo, clavó la mirada en el frente y dijo:

—Ya que ha estado usted escuchando mi conversación tan de cerca, ¿debo suponer que tiene usted algo que tratar conmigo?

Di un paso al frente para que pudiera verme.

—Así es.

Le di mi nombre y le recordé que había preguntado por él aquella mañana.

D'Arblay se incorporó lo suficiente como para hacerme una reverencia.

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