Por un instante la imagen del hombre ahorcado aparecía ante mí nítida, deslumbrante, y al instante siguiente de nuevo desaparecía en las tinieblas. Le dije al rey que debíamos cortar la soga, pero al punto se opuso.
—Si él mismo se colgó es porque estaba deseoso de ceder sus bienes a su señor, así que dejémosle como está. Si fueron otros los que le colgaron seguramente tendrían derecho a hacerlo. Que siga colgado entonces.
—Pero…
—No me pongáis peros; dejadlo como está. Y hay otra razón. Echad un vistazo a vuestro alrededor cuando haya otro relámpago.
¡Otros dos ahorcados muy cerca de donde estábamos!
—No hace un tiempo muy apropiado para mostrarse inútilmente cortés con los difuntos. Demasiado tarde para que os lo agradezcan. Venid; no es conveniente que perdamos aquí más tiempo.
No le faltaba razón en lo que decía, de modo que continuamos nuestro camino. En un trayecto de poco más de un kilómetro pudimos contar a la luz de los relámpagos otras seis figuras que colgaban de los árboles. ¡Una excursión francamente siniestra! El murmullo indistinto ya no era un murmullo, ahora era un rugido, el rugido de voces humanas. De improviso, una sombra surgió de las tinieblas y un hombre pasó a nuestro lado como una exhalación, seguido de cerca por otras sombras humanas en pos de él. Desaparecieron. Después de un momento se presentó una escena similar, y luego otra, y otra más. Luego, después de un brusco recodo del camino, el incendio apareció ante nuestra vista… Se trataba de una enorme casa señorial, de la cual ya quedaba poco, o apenas nada. Por todas partes se veían hombres que huían a todo correr y otros que los perseguían iracundos.
Le advertí al rey que éste no era sitio seguro para unos forasteros. Sería conveniente que nos apartásemos de la luz hasta que las cosas mejorasen un poco. Retrocedimos unos pasos y nos ocultamos en el lindero del bosque. Desde nuestro escondrijo alcanzábamos a ver hombres y mujeres perseguidos por una turba. Tan espantosa actividad se prolongó hasta poco antes de la madrugada. Sólo entonces, cuando ya el fuego se había extinguido y la tormenta había pasado, cesaron las voces y los pasos precipitados, y volvieron a reinar la oscuridad y el silencio.
Nos aventuramos a salir y cautelosamente empezamos a alejarnos. Aunque estábamos cansados y soñolientos, no nos detuvimos hasta poner varios kilómetros de por medio. Entonces pedimos hospitalidad en la choza de un carbonero y se nos brindó lo poco que había para ofrecer. La mujer estaba ya en pie y dedicada a sus quehaceres, mientras el hombre dormía entre un montón de paja sobre el suelo de arcilla. No se tranquilizó hasta que le expliqué que éramos viajeros que habíamos perdido el camino y que habíamos pasado toda la noche deambulando por los bosques. Al escuchar esto se mostró locuaz y nos preguntó si sabíamos algo acerca de los terribles sucesos ocurridos en la casa feudal de Abblasoure. Sí, algo sabíamos, pero lo que ahora deseábamos era dormir y descansar. El rey interrumpió y dijo:
—Vendednos la casa y marchaos de aquí, pues nuestra visita es peligrosa, ya que estuvimos hace poco tiempo con gente que ha perecido por la Muerte Granujienta.
Era un gesto amable de su parte, pero innecesario. Uno de los adornos más corrientes del país era la cara de piña. Ya me había dado cuenta de que la mujer y su marido hacían gala de dicha decoración. A ella no le asustó en absoluto y nos acogió calurosamente. Más aún: la propuesta del rey la había impresionado muchísimo, por supuesto, era un gran acontecimiento en su vida encontrar a alguien de apariencia tan humilde como la del rey que estuviese dispuesto a comprar la casa de un hombre con el solo propósito de permanecer en ella una noche. Esto le inspiraba un gran respeto y hacía que extendiese al máximo las magras posibilidades de su casucha para que estuviésemos cómodos.
Dormimos hasta bien entrada la tarde y nos levantamos con apetito suficiente como para que el rey encontrase bastante aceptable el menú de un vasallo, aunque fuese escaso en cantidad. Y también en variedad, pues consistía exclusivamente en cebollas, sal y el tradicional pan negro del país, elaborado con el forraje de los caballos. La mujer nos relató lo sucedido durante la víspera. Hacia las diez u once de la noche, cuando todos dormían, había ardido la casa señorial. El condado entero acudió al rescate y consiguió salvar a toda la familia con una sola excepción: el amo. A éste no lo habían podido encontrar. La gente estaba convulsionada por la pérdida, y dos valerosos labradores sacrificaron sus vidas recorriendo la mansión en llamas en busca de tan valioso personaje. Después de un rato se le encontró, o sea, lo que de él quedaba, que era su cadáver. Yacía entre unos arbustos a trescientos metros de distancia, atado, amordazado y acribillado por una docena de puñaladas.
¿Quién lo había hecho? Las sospechas recayeron en una humilde familia de los alrededores, a quien el barón había tratado con particular dureza en los últimos tiempos, y rápidamente se extendieron también sobre sus parientes y allegados. Una sospecha era suficiente. Los lacayos de su señoría promulgaron inmediatamente una cruzada contra esa gente, a la cual se sumó muy pronto el resto de la comunidad. El marido de la mujer se había unido a la turba y no había vuelto a casa hasta poco antes del amanecer. Ahora había salido para averiguar en qué había terminado aquello.
Seguíamos hablando cuando regresó. El informe que nos dio era bastante repulsivo. Dieciocho personas habían sido colgadas o masacradas, y en el incendio habían muerto dos labradores y trece prisioneros.
—¿Y cuántos prisioneros en total había en los sótanos?
—Trece.
—¿Entonces, perecieron todos?
—Sí, todos.
—Pero, si la muchedumbre llegó a tiempo de salvar a la familia, ¿cómo es posible que no haya salvado a ninguno de los prisioneros?
El hombre pareció perplejo y preguntó a su vez:
—¿A quién se le ocurriría abrir las mazmorras en un momento así? ¡Pardiez! Algunos hubiesen podido escapar.
—¿Entonces, nadie les abrió?
—Nadie se acercó a donde ellos estaban, ni para abrir ni para cerrar. Era razonable suponer que los pestillos estaban bien trancados, de modo que sólo era necesario establecer una vigilancia para asegurarse de que ninguno huyera por más que lograse romper sus cadenas. No fue preciso apresar a nadie.
—A pesar de todo, se fugaron tres —dijo el rey—. Y haríais bien en proclamarlo y en poner a la justicia tras sus huellas, pues fueron ellos quienes asesinaron al barón y prendieron fuego a la mansión.
Me temía que iba a salir con algo por el estilo. En el primer momento la pareja demostró gran interés por las noticias e impaciencia por salir a propagarlas, pero luego una expresión diferente en sus rostros delató algún cambio, y comenzaron a hacer preguntas. Preferí contestarlas yo mismo, observando con sumo cuidado el efecto que producían. Pronto me di cabal cuenta de que el conocimiento de la fuga de los tres prisioneros, de alguna manera, había cambiado el ambiente, y que la impaciencia de nuestro anfitrión por salir a difundir la noticia era sólo una pretensión. El rey no percibió el cambio, de lo cual me alegré. Desvié la conversación hacia otros detalles de lo acontecido durante la noche y constaté que aquella gente sentía gran alivio.
Lo más doloroso de todo el asunto era la presteza con que la gente de aquella comunidad oprimida se había vuelto cruelmente contra personas de su propia clase para favorecer al opresor común. El carbonero y su esposa parecían ser de la opinión de que, en una disputa entre alguien de su misma clase y el señor feudal, lo natural y lo correcto y lo justo era que toda la casta a la cual pertenecía el pobre diablo se pusiese de parte del señor y librase por él la batalla sin detenerse siquiera a considerar quién tenía la razón. El hombre había pasado buena parte de la noche ayudando a colgar a sus vecinos y había realizado su trabajo con esmero, aun sabiendo que en contra de esa pobre gente sólo existía una mera sospecha sin ninguna evidencia que pudiese respaldarla. Pese a todo, ni él ni ella parecían ver nada horrible en el asunto.
Resultaba deprimente para un hombre que albergaba el sueño de una república. Me trajo a la mente una época, trece siglos más tarde, cuando los «blancos pobres» del Sur, siempre despreciados y frecuentemente insultados por los dueños de esclavos de los alrededores, y aun debiendo su miserable condición a la existencia de la esclavitud en el seno de la sociedad, siempre estuvieron pusilánimemente dispuestos a apoyar a los señores en todas la maniobras políticas para defender y perpetuar la esclavitud, y llegado el momento fueron quienes se echaron al hombro los mosquetes y sacrificaron sus vidas para impedir la destrucción de la mismísima institución que los degradaba. Sólo había una circunstancia atenuante en ese lamentable eslabón de la historia: el hecho de que, en secreto, los «blancos pobres» detestaban a los dueños de esclavos y se sentían avergonzados de ellos. Este sentimiento nunca llegó a manifestarse abiertamente, pero el hecho de que existiese y de que en circunstancias favorables hubiera podido salir a la superficie ya era algo; de hecho, era suficiente, pues demostraba que un hombre es en el fondo un hombre a pesar de todo, aunque exteriormente no lo parezca.
Pues bien, como habrá de verse, nuestro carbonero era el hermano gemelo del «blanco pobre» sureño de un futuro lejano. El rey perdió la paciencia y dijo:
—Si seguís parloteando el día entero, la justicia se verá frustrada. ¿Creéis acaso que los criminales regresarán a la morada de sus padres? No, ahora mismo escapan, se alejan. Deberíais encargaros de que una partida a caballo siguiese sus huellas.
Advertí que la mujer palidecía, leve, pero perceptiblemente, y que el hombre parecía confundido e indeciso. Dije entonces:
—Vamos, amigo; caminaré contigo un trecho y te diré qué dirección pienso que pueden haber tomado. Si se tratase simplemente de gente que huye para no pagar sus tributos o alguna nimiedad semejante, procuraría evitar su captura, pero cuando unos hombres asesinan a una persona de alto rango y además queman su casa ya es un asunto bien diferente.
Este último comentario iba dirigido al rey… para que se tranquilizara. Una vez en el camino, el hombre echó mano de toda su determinación y comenzó a andar con paso decidido..:, aunque carente de entusiasmo. Después de un rato le pregunté:
—¿Qué parentesco tienes con esos hombres? ¿Son primos tuyos?
Se puso tan blanco como se lo permitía su costra de carbón y se detuvo temblando.
—¡Dios mío! ¿Cómo lo sabíais?
—No lo sabía. No era más que un disparo a ciegas.
—Pobres muchachos. Están perdidos. Y eran tan buenos chicos.
—¿De verdad que te encaminabas ahora a acusarlos?
No sabía muy bien cómo interpretar estas palabras, pero después de un momento dijo dubitativamente:
—Ss… sí.
—Entonces opino que eres un condenado canalla.
Se alegró tanto como si le hubiese dicho que era un ángel.
—Repetid esas hermosas palabras, hermano. ¿Queréis decir que no me delataréis si no cumplo con mi deber?
—¿Deber? Aquí no hay más deber que el de mantener la boca cerrada y dejar que esos hombres escapen. Han hecho lo que tenían que hacer.
Pareció satisfecho; satisfecho, pero en su semblante se leía una tenue aprensión. Miró hacia ambos lados del camino para cerciorarse de que no venía nadie y luego dijo en un tono cauteloso:
—¿De qué tierra venís, hermano, que pronunciáis palabras tan arriesgadas y no parecéis tener miedo?
—No son palabras arriesgadas si se dirigen a alguien de la misma condición. Me parece. ¡Porque no se te ocurrirá contar lo que te he dicho!
—¿Yo? Antes me dejaría descuartizar por cuatro caballos salvajes.
—Bien, entonces diré lo que pienso y no tendré temor de que lo repitas. Creo que anoche se cometió una injusticia diabólica con esa pobre gente. El viejo barón recibió sencillamente lo que merecía. Si de mí dependiese, correrían la misma suerte todos los de su clase.
El miedo y el abatimiento desaparecieron del rostro del hombre, cediendo el paso a una expresión de gratitud y animación.
—Aunque fueseis un espía y lo que decís sea solamente una trampa para perderme, iría feliz a la horca con tal de volver a oír palabras tan refrescantes, que son como un banquete para alguien que ha pasado hambre toda su vida. Y ahora seré yo quien diga lo que pienso, y podéis delatarme si así os place. Ayudé a colgar a mis vecinos porque peligraba mi propia vida si no mostraba fervor en la causa de mi señor, y ésa es también la razón por la que ayudaron los demás. Aunque hoy todos se alegran de que haya muerto, simulan estar apenados y lloran con lágrimas de hipocresía, ¡porque en ello reside su seguridad! ¡He pronunciado las palabras! He pronunciado las únicas palabras que han dejado en mi boca un buen sabor, y gozar de ese sabor es recompensa suficiente. Ahora podéis conducirme adonde queráis, aunque fuese al patíbulo, pues estoy presto.
He aquí la prueba. En el fondo, está claro: un hombre es un hombre. Siglos enteros de abuso y opresión no han conseguido aplastar totalmente el espíritu humano que alberga en su interior. Y quien piense que me equivoco estará incurriendo en una gran equivocación. Sí; hay suficiente material apropiado para la construcción de una república entre la gente más degradada que jamás haya existido… incluso entre los rusos, y en abundancia…. y entre los alemanes. Bastaría con hacer que aflorase ese espíritu humano de la timidez y suspicacia del común de la gente para derrocar y arrastrar por el lodo cualquiera de los tronos que jamás hayan sido instaurados, junto con la nobleza que los apoya y salvaguarda. Todavía habríamos de ver ciertas cosas. Al menos, eso esperaba y en ello confiaba. En primer lugar, una monarquía modificada mientras reinase Arturo, y luego, después de su muerte, la destrucción del trono, la abolición de la nobleza y la asignación de tareas útiles a cada uno de sus miembros, la instauración del sufragio universal y la determinación de que el gobierno nacional pasase a manos de los hombres y mujeres del país, y allí permaneciese para siempre. Sí, todavía no tenía motivos para renunciar a mi sueño.
Caminábamos de manera indolente y seguíamos hablando. Debíamos tardar más o menos el mismo tiempo que nos hubiese costado llegar hasta la aldea de Abblasoure, poner a la justicia tras la pista de los asesinos, y regresar a casa. Mientras tanto, tenía un interés adicional que no había disminuido ni había perdido novedad durante toda mi estancia en la corte del rey Arturo: la forma de tratarse entre sí los caminantes que casualmente se cruzaban por el camino, un comportamiento que correspondía a una clara y exacta subdivisión en castas. Con el monje de afeitada cabeza, que caminaba con paso pesado, la capucha sobre los hombros y el sudor resbalándole por la gruesa papada, el carbonero se mostraba profundamente reverente; con el caballero era servil; con el pequeño granjero y el mecánico independiente se volvía cordial y charlatán; y cuando nos cruzábamos con un esclavo, inclinado, con su cabeza respetuosamente gacha, entonces la nariz del carbonero se elevaba hacia los cielos y, por supuesto, ni siquiera se dignaba verlo. En fin, hay ocasiones en que a uno le gustaría colgar a toda la raza humana y terminar con la farsa de una vez por todas.