Este caballero misionero se llamaba La Cote Male Tailé, y me informó que el castillo era la morada del hada Morgana, hermana del rey Arturo y esposa del rey Uriens, monarca de un reino de una extensión aproximada a la del Distrito de Columbia. Podías colocarte en mitad del reino y lanzar ladrillos hacia el reino contiguo. Los «reyes» y los «reinos» eran tan abundantes en Inglaterra como lo habían sido en la pequeña Palestina en tiempos de José, cuando la gente tenía que dormir con las piernas encogidas, pues era necesario un pasaporte para poder estirarlas.
La Cote estaba muy deprimido, había sufrido en aquel lugar el mayor fracaso de su campaña. No había tenido suerte, a pesar de haber ensayado todos los recursos del oficio. Incluso atrapó a un ermitaño y le dio un buen baño, pero el ermitaño había muerto. En realidad, se trataba de un fracaso total, porque ese imbécil pasaría a ser considerado un mártir y recibiría un puesto entre los santos del calendario romano. Por ello, el desdichado sir La Cote Male Tailé sollozaba y penaba con fiera pena. Así, pues, mi corazón sangraba por él y me sentía inclinado a consolarlo y animarlo. En tal punto hablé así:
—Olvida tus lamentos, gentil caballero, pues esto no es una derrota. Tú y yo tenemos sesos, y para aquellos que poseen sesos no existen derrotas, sino sólo victorias. Ya verás cómo vamos a convertir este aparente fracaso en una campaña de publicidad; en publicidad para nuestro jabón, y la mejor de todas, la más efectiva de cuantas se hayan pensado hasta ahora, una publicidad que podría transformar la derrota del Monte Washington en la victoria del Matterhorn. En tu tablero de anuncios pondremos: «Auspiciado por el Elegido». ¿Qué te parece?
—En verdad, se trata de un admirable razonamiento.
—Bueno, no se podrá negar que para ser un anuncio tan sencillo y tan sucinto, de una sola línea, es un verdadero acierto. Así se desvanecieron las penas del pobre anunciante. Era un sujeto valiente y en sus tiempos había llevado a cabo sobresalientes acciones de armas. La razón principal de su celebridad residía en los sucesos alrededor de una excursión similar a la mía que había realizado con una doncella llamada Maledisant, tan hábil con su lengua como la propia Sandy, aunque de manera diferente, porque de su lengua sólo brotaban vituperios e insultos, mientras que la melodía de Sandy era menos agresiva. Conocía bien la historia de La Cote, así que supe cómo interpretar la mirada compasiva que me dirigió cuando nos despedíamos. Se imaginaría que yo estaba pasando por una experiencia muy amarga.
Mientras cabalgábamos, Sandy y yo comentábamos la historia, me dijo que la mala suerte de La Cote había empezado desde el comienzo mismo de su viaje, porque el bufón del rey le había derribado el primer día, y aunque era costumbre que en esos casos la doncella abandonara al caballero por su vencedor, Maledisant no lo había hecho, y además había persistido en continuar a su lado, a pesar de todas sus derrotas. Pero, dije, supón que el vencedor rehúse aceptar su botín. Respondió que se trataba de una conducta impropia, que no podía ser. Un caballero no podía rehusar, sería indebido. Tomé atenta nota. Si en algún momento la melodía de Sandy se hacía demasiado fatigosa permitiría que me derrotara un caballero, confiando en que me dejara por él.
Cuando nos acercábamos fuimos increpados por unos guardianes que se encontraban en la muralla del castillo; tras unas cuantas preguntas nos permitieron entrar. No tengo nada agradable que contar sobre esa visita. Pero tampoco puedo decir que se tratara de una desilusión, pues conocía de sobra la reputación de la señorita hada Morgana y no esperaba de ella ninguna amabilidad. El reino entero la temía, pues a todos había hecho creer que era una gran hechicera. Sus acciones eran malvadas; sus instintos, diabólicos. Una helada maldad se extendía hasta el último poro de su cuerpo. Toda su vida era una negra historia de crimen y, entre sus crímenes, el asesinato era muy común. Estaba ansioso por verla; tan ansioso como podría estar de ver a Satanás. Para mi sorpresa, era una mujer bella; sus negros pensamientos no habían conseguido que su expresión fuese repulsiva, la edad no había logrado arrugar su piel sedosa ni arruinar su lozanía. Hubiese podido pasar por la nieta del anciano Uriens y por hermana de su propio hijo.
En cuanto cruzamos el umbral del castillo se nos ordenó que compareciésemos ante ella. Allí estaba el rey Uriens, un hombre de rostro amable y aspecto sumiso, también estaba el hijo, sir Uwain le Blanchemains, en quien, por supuesto, yo estaba interesado, a raíz de la leyenda de que él solo se había enfrentado en batalla con treinta caballeros, y también a raíz de su viaje con sir Gawain y sir Marhaus, con el cual Sandy me había estado dando la lata. Pero Morgana era la atracción principal, la personalidad más notable allí presente; resultaba evidente que era jefe y cabeza del hogar. Hizo que nos sentáramos, y en seguida comenzó a dirigirme preguntas con todo tipo de amabilidades y cortesías. ¡Por vida mía! Sus palabras recordaban el trino de un ave o el sonido de una flauta, o alguna otra cosa melodiosa. Me sentí inclinado a pensar que aquella mujer había sido calumniada, tergiversada. Su gorjeo continuó un buen rato, hasta que en un determinado momento apareció un apuesto y joven paje, vestido con los colores del arco iris, que cruzó el recinto con movimientos gráciles y ondulantes. Traía algo en una bandeja dorada, y al arrodillarse para ofrecérselo a ella se excedió en sus reverencias, perdió el equilibrio y cayó suavemente sobre las rodillas de Morgana, quien al punto sacó una daga y se la clavó con la misma naturalidad con que otra persona hubiese aplastado una rata.
El pobre chico se desplomó, sus labios sedosos contorsionados por una mueca de dolor, y expiró. De labios del anciano rey surgió un involuntario «Ay» de compasión. La mirada que recibió de la reina hizo que se interrumpiera bruscamente. Sir Uwain, obedeciendo una señal de su madre, salió a la antecámara para llamar a unos sirvientes, mientras madame continuaba la dulce cantilena.
Noté que era una buena ama de casa, porque mientras seguía hablando miraba de reojo a los sirvientes para asegurarse de que no cometiesen torpezas mientras preparaban el cuerpo y lo sacaban de la estancia; cuando trajeron toallas recién lavadas ordenó que las cambiaran por las otras, y cuando habían terminado de fregar el piso y se marchaban les indicó una mancha carmesí del tamaño de una lágrima, en la cual no habían reparado los ojos más bastos de los sirvientes. Resultaba obvio para mí que La Cote Male Tailé no había llegado a ver a la señora de la casa. A menudo son mucho más claros y elocuentes pequeños detalles circunstanciales que la información que pueden proporcionar las palabras.
El hada Morgana prosiguió hablando tan melodiosamente como siempre. ¡Qué mujer tan maravillosa! ¡Y qué mirada la suya! Cuando caía sobre los sirvientes una mirada reprobatoria, se encogían y temblaban como hace la gente temerosa cuando un relámpago surge de las nubes. Yo mismo, con el tiempo, podría sucumbir ante su influjo. Así había ocurrido con el pobre colega Uriens; se encontraba en un estado de extrema y miserable aprensión; ni siquiera podía evitar un estremecimiento cada vez que ella se daba la vuelta hacia él.
En medio de la conversación se me escapó un comentario elogioso a propósito del rey Arturo, olvidando momentáneamente lo mucho que aquella mujer odiaba a su hermano. Ese pequeño comentario fue suficiente. Se ensombreció como una tormenta, llamó a los guardias y dijo:
—Arrojad a estos vasallos a las mazmorras.
Me quedé tan helado como un témpano al pensar en la reputación que tenían sus mazmorras. No se me ocurrió nada que decir, o que hacer. Pero no sucedió así con Sandy. En el momento en que el guardia me ponía una mano encima, exclamó con la mayor seguridad y confianza:
—¡Por las heridas del Señor! ¿Acaso deseáis vuestra destrucción, insensata? ¡Es El Jefe!
¡Qué idea más extraordinaria había tenido! ¡Y tan sencilla! Y, sin embargo, a mí no se me hubiera ocurrido nunca. Adolezco de una modestia de nacimiento; no una modestia total, sino en ciertos aspectos, y éste era uno de ellos.
El efecto que tuvieron aquellas palabras sobre madame fue electrizante. Despejó su semblante y restituyó en él las sonrisas, las persuasivas gracias y zalamerías, pero, a pesar de todo, no lograba ocultar por completo que experimentaba un terror espectral. Dijo:
—¡Ja, pero escuchad lo que dice esta doncella! Como si alguien dotado de poderes similares a los míos pudiese decir en serio lo que acabo de decir a aquel que ha derrotado a Merlín. Por arte de encantamiento anticipé vuestra venida, y cuando llegasteis aquí ya lo sabía. Me he permitido esta pequeña broma en la esperanza de incitaros a realizar una demostración de vuestras artes, confiando en que podríais, por ejemplo, hacer volar por los aires a los guardias valiéndoos de fuegos ocultos, reduciéndolos en el acto a cenizas, un prodigio muy superior a mis propias habilidades y que, sin embargo, he tenido inmensa curiosidad de contemplar desde hace mucho tiempo.
Los guardias tenían menos curiosidad, y en cuanto recibieron permiso abandonaron el aposento precipitadamente.
Cuando la señora comprobó que no me había exaltado ni dejaba ver resentimiento alguno, juzgó sin duda que me había engañado con su excusa, pues su temor desapareció y pronto me estaba importunando para que hiciese una exhibición y aniquilase a alguien, hasta el punto de que el rey comenzó a sentirse avergonzado. Sin embargo, para alivio mío, fue interrumpida en ese momento por la llamada a las oraciones. Es un punto que tengo que admitir en lo que se refiere a la nobleza: que a pesar de ser tiránicos, asesinos, rapaces y moralmente corrompidos, eran profunda y entusiásticamente religiosos. Nada podía desviarlos del fiel cumplimiento de los ritos piadosos ordenados por la Iglesia. Más de una vez había visto a algún noble que, teniendo al enemigo a su merced, se detenía a orar antes de abrirle el cuello; más de una vez había visto a algún noble que, después de emboscarse y dar muerte a su enemigo, se retiraba a la ermita más próxima para dar gracias a Dios humildemente, incluso antes de saquear el cuerpo. Una dulzura y fineza tales que no podrían ser igualadas siquiera por santos como Benvenuto Cellini, diez siglos más tarde. Todos los nobles de Inglaterra y sus familias asistían a servicios religiosos en sus capillas privadas, cada mañana y cada noche, y hasta el peor de ellos celebraba además plegarias familiares cinco o seis veces al día. Por ello, todo el mérito recaía en la Iglesia. Aunque no sentía ninguna simpatía por la Iglesia Católica, me veía obligado a admitirlo. Y a mi pesar, me sorprendía a menudo diciéndome: «¿Qué sería de este país sin la Iglesia?».
Después de las oraciones procedimos a cenar en el gran salón de banquetes, alumbrado por cientos de lámparas de sebo, y todo era tan excelente, copioso y rudamente espléndido como correspondía a la real condición de los anfitriones. A la entrada del salón, sobre una tarima, se encontraba la mesa del rey, la reina y su hijo, el príncipe Uwain. Frente a la tarima, y extendiéndose a lo largo de todo el salón, estaba la mesa general. En ésta, a la derecha del salero, se sentaban los nobles que se hallaban de visita y los miembros adultos de sus familias, de ambos sexos, es decir, la corte residente, sesenta y una personas; a la izquierda del salero se sentaban los oficiales menores del castillo, con sus principales subordinados; en total: ciento dieciocho personas a la mesa y un número más o menos igual de sirvientes de librea que permanecían de pie detrás de los asientos o cumplían algún otro servicio. Era una bonita escena. En la galería, una banda con cimbales, cornetas, arpas y otros horrores, procedió a interpretar lo que parecían los primeros burdos esbozos, o la agonía original, del lamento musical que en siglos posteriores se conocería como
En la dulce despedida
. Evidentemente la pieza era muy nueva y debería haber sido ensayada un poco más. Por alguna razón, después de la cena, la reina ordenó que ahorcaran a su compositor.
Finalizada la música, el sacerdote que se encontraba detrás de la mesa real dio las gracias en un latín muy noble y aparente. En seguida, el batallón de camareros se despegó de sus sitios, se precipitó, se proveyó de bandejas, cruzó velozmente, sirvió y se dio comienzo a la opípara cena. No se oía conversación alguna, concentrados como estaban todos en lo que tenían ante sí. Las hileras de mandíbulas se abrían y cerraban al unísono, y el ruido que hacían era como el murmullo apagado de una maquinaria subterránea.
Los estragos se prolongaron durante hora y media. La destrucción de sólidos resultaba indescriptible, del plato principal del festín, un enorme e imponente jabalí salvaje, sólo quedó lo que parecía ser un miriñaque, lo cual es buen ejemplo de lo que ocurrió con todos los otros platos que se sirvieron.
Cuando llegaron los dulces y pasteles, se comenzó a hablar y a beber en serio. Desaparecían un galón tras otro de vino y aguardiente de miel; todos los presentes se sentían incómodos; luego, alegres; después, chispeantemente gozosos —y me refiero a ambos sexos— y, poco a poco, bulliciosos. Los hombres referían escandalosas anécdotas, pero nadie se sonrojaba, y cuando se llegaba al meollo la concurrencia estallaba en risotadas equinas que sacudían la fortaleza entera. Las damas correspondían con historietas que casi hubiesen obligado a la reina Margarita de Navarra, e incluso a la gran Isabel de Inglaterra, a ocultarse tras un pañuelo, pero aquí, en lugar de ocultarse, todas las damas se reían, aullaban, mejor dicho. En la gran mayoría de estas terribles historias los eclesiásticos constituían los audaces héroes, pero tampoco el capellán se inquietaba por ello; al contrario, se reía con todos los demás, siguiendo una invitación, bramó una canción tan atrevida como cualquiera de las otras que se cantaron esa noche.
Al llegar la medianoche todos estaban completamente exhaustos y doloridos de tanto reírse y, por regla general, también borrachos: algunos, llorosamente borrachos; otros, afectuosamente, o hilarantemente, o pendencieramente, o, en último caso, mortalmente borrachos y extendidos bajo las mesas. En cuanto a las mujeres, el peor espectáculo corrió a cargo de una joven y encantadora duquesa que celebraba su noche de bodas, en el estado en que se hallaba hubiese podido posar, con siglos de anticipación, para el retrato de la joven hija del Regente de Orleáns, en medio de aquella famosa cena en la que tuvo que ser llevada a cuestas hasta la cama, intoxicada, desvalida y con la boca sucia, en tiempos del perdido y añorado Antiguo Régimen.