Un yanki en la corte del rey Arturo (31 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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—Señor, en lo referente a vestimenta y apariencia, estáis bien, no hay discrepancia notable, pero entre vuestras ropas y vuestro comportamiento hay algo que falla. Sí; la contradicción no podría ser más manifiesta. Vuestro paso marcial y vuestro porte señorial… no resultan en absoluto apropiados. Andáis demasiado erguido y vuestra mirada es demasiado altiva y segura. Las dificultades que conllevan el reinar no encorvan las espaldas, no inclinan la barbilla, no apagan el resplandor de los ojos, no inundan de dudas y de miedo el corazón y no obligan a su posesor a exhibir un cuerpo desgarbado o un paso inseguro. Son las preocupaciones sórdidas de quienes nacen de baja cuna las que producen estas cosas. Debéis aprender el truco; tenéis que imitar las señas de identidad de la pobreza, la miseria, la opresión, el insulto y otras muchas degradaciones comunes que van socavando la dignidad del hombre hasta reducirlo a un súbdito leal, correcto y condescendiente y, por tanto, motivo de satisfacción para sus señores. De no aprender esto, hasta los niños os tomarán por un farsante y el montaje se vendrá abajo en la primera choza donde nos detengamos. Ruego a vuestra merced que trate de caminar así.

El rey prestó mucha atención y luego trató de imitarme.

—Bastante bien…, bastante bien. La barbilla un poco más baja, por favor… Así está bien. Pero la mirada está demasiado alta; os ruego que no miréis al horizonte, sino al suelo, a unos diez pasos delante de vuestra merced. Ah, así está mejor, mucho mejor… Un momento, por favor, dejáis traslucir demasiado vigor, demasiada decisión. Tenéis que arrastrar más los pies. Miradme a mí, os lo ruego… Esto es lo que quiero decir… Ésa es la idea; ya casi lo estáis consiguiendo o, por lo menos, os estáis aproximando… Sí, así está bastante bien. Pero hay algo importante que falla y no acabo de dar con ello. Haced el favor de caminar una treintena de metros para que pueda observaros en perspectiva… Vamos a ver. La cabeza está correcta, la velocidad también, hombros correctos, la barbilla también está bien, y la forma de andar, compostura, el estilo en general es correcto… ¡Todo está bien! Y, sin embargo, hay algo en el conjunto que no funciona, algo que falla, que no cuadra. Tened la bondad de hacerlo de nuevo. Creo que ahora comienzo a ver de qué se trata. Sí; he dado con ello. Veréis, lo que os falta es un desaliento auténtico; ése es el problema. Todo resulta un poco amateur… Los detalles técnicos están bien, son casi intachables, el engaño es casi perfecto, pero no engaña.

—¿Qué debo hacer entonces para salir airoso de la prueba?

—Dejadme pensar… No consigo dar en el clavo. En realidad, la única manera de corregirlo es practicando…, y éste es el lugar apropiado. Os resultará más difícil mantener ese porte real en este terreno lleno de piedras y raíces. Además, aquí no nos interrumpirán; sólo se divisan un campo y una cabaña tan alejados que nadie podría vernos desde allí. Así que creo que sería conveniente alejarse un poco del camino y pasar el día entero haciendo prácticas, señor.

Después de que hubo practicado durante un rato, dije:

—Ahora, señor, imaginad que os encontráis a la puerta de aquella choza y tenéis delante a la familia. Sed tan amable de proseguir; dirigíos al cabeza de familia.

El rey, inconscientemente, se puso tieso como un palo y dijo con helada severidad:

—Vasallo, traedme un asiento y servidme lo que tengáis.

—No, majestad, eso no está bien.

—¿En qué he fallado?

—Estas gentes no se llaman entre sí vasallos.

—No puede ser. ¿Es eso cierto?

—Sí; sólo los tratan así los que están por encima de ellos.

—En ese caso lo intentaré de nuevo. Lo llamaré villano.

—Eso tampoco, porque quizá sea un hombre libre.

—Pues bien, ¿y si lo llamase buen hombre?

—Podría valer, majestad, pero sería mejor que lo llamaseis amigo, o hermano.

—¡Hermano! ¿A esa basura?

—Ah, pero lo que pretendemos es ser como esa basura.

—Debo reconocer que eso es cierto. Hermano, trae un asiento y luego dame lo que tengas para comer… Ahora está bien.

—No del todo. Habéis pedido para vos, y no para ambos… Para uno, no para dos. Asiento para uno y comida para uno. El rey pareció sorprendido. No era precisamente un peso pesado en lo que se refiere al intelecto. Su cabeza era como un reloj de arena; podía absorber una idea, pero tenía que ser grano a grano, no toda de una vez.

—¿También vos queréis un asiento? ¿Y queréis sentaros?

—Si no me sentase, el hombre se daría cuenta de que tan sólo simulamos ser iguales, y de que ni siquiera lo hacemos bien.

—Habéis hablado certera y verazmente. ¡Qué maravilla es la verdad, por más que adopte muy sorprendentes formas! Sí, deberá sacar asiento y comida para ambos y no mostrar por uno mayor respeto que por el otro al traernos el aguamanil y la servilleta.

—Aún queda un pequeño detalle por corregir. Él no debe sacar nada. Nosotros entraremos en la choza, y entre el polvo, la basura y cualquier otra cosa repulsiva comeremos con los miembros de la familia, siguiendo sus costumbres, y en términos de igualdad, a no ser que el cabeza de familia pertenezca a la clase de siervos. Por último, no habrá servilleta ni aguamanil, bien se trate de un siervo o de un hombre libre… Caminad de nuevo, alteza… Eso es; así está mucho mejor…, pero aún no es perfecto. Vuestros hombros no han soportado peso más innoble que el de la cota de malla, por lo cual se niegan a encorvarse.

—En ese caso, dadme la mochila. Intentaré descubrir la esencia de soportar cargas innobles. Presiento que es esa esencia la que encorva las espaldas, y no el peso en sí, pues aunque la armadura sea pesada es digna, y el hombre que la lleva la soporta erguido… No, no me pongáis peros, no me hagáis reparos. Llevaré la mochila. Atadla a mi espalda.

Ahora sí que estaba completo. Con la adición de la mochila no tenía más aspecto de rey que cualquier paisano.

Pero sus hombros eran obstinados y no lograban aprender el truco de encorvarse con fingida naturalidad.

Continuamos con las prácticas: el rey, haciendo todo lo que podía, y yo precisando y corrigiendo sin cesar.

—Para el ejercicio siguiente debéis hacer creer que estáis endeudado y que os acorralan acreedores sin piedad.

Habéis perdido vuestro trabajo, digamos que sois herrero, y no encontráis otro. Vuestra mujer está enferma y vuestros hijos lloran de hambre…

Seguimos así, haciendo que representase una y otra vez el papel de todos aquellos desafortunados que sufren terribles privaciones y desgracias. Pero, ¡por vida mía!, para él no eran más que palabras, sonidos sin ningún significado que escuchaba como quien oye llover. Las palabras no revelan nada, no representan nada para una persona, a no ser que esa persona haya sufrido en su propia carne lo que esas palabras tratan de describir. Hay mucha gente culta que se complace en hablar como si lo supiese todo acerca de las clases trabajadoras, y que proclama complacidamente que un día de trabajo intelectual es mucho más duro que un día de trabajo manual y, en consecuencia, ha de estar mucho mejor pagado. Es más, realmente está convencido, porque seguramente conoce todo sobre el primero, pero nada sobre el segundo. Yo he conocido ambos y, en lo que a mí concierne, no existe en el universo dinero suficiente para convencerme de que trabaje treinta días seguidos blandiendo un pico, mientras que estaría dispuesto a realizar el más duro trabajo intelectual por lo mínimo que pueda imaginarse, y además me daría por satisfecho.

No es correcto llamar «trabajo» a la labor intelectual. Se trata de un placer, de una disipación que encierra en sí misma una recompensa. El peor pagado de los arquitectos, ingenieros, generales, autores, escultores, pintores, conferenciantes, abogados, legisladores, actores, predicadores o cantantes está literalmente en la gloria cuando trabaja. Y en cuanto al mago del violín, que se sienta en medio de una gran orquesta y se deja arrastrar por corrientes de música divina, pues, ¡vaya!, ciertamente está trabajando si queréis llamarlo así, pero, ¡santo cielo!, no deja de ser una ironía. Las leyes que rigen el trabajo son tremendamente injustas, pero están ahí, y nada puede cambiarlas. Cuanto más placer consigue de su labor el trabajador, mayor es el pago que recibe en dinero contante. Y ésa es también la ley a la cual se acogen esos ostentosos estafadores que conforman la nobleza hereditaria y la monarquía.

29. La choza de la viruela

Cuando llegamos a la choza aquella era pasado el mediodía, pero no se veían señales de vida. La cosecha del campo contiguo había sido recogida hacía ya un buen tiempo, y probablemente lo habían labrado y segado de manera muy exhaustiva, pues ofrecía un aspecto pelado, desolado. Cercados, cobertizos, todo se encontraba en un estado de ruina que delataba una gran pobreza. En las inmediaciones no había ningún animal, ni se veía criatura viviente alguna. Reinaba una terrible quietud que parecía un presagio de muerte. La choza era de una sola planta, con un techo de paja deshilachado por falta de cuidado y ennegrecido por el paso del tiempo. La puerta estaba ligeramente entreabierta. Nos aproximamos con cautela, de puntillas y conteniendo la respiración, pues uno se ve impulsado a actuar así en estos casos. El rey llamó a la puerta. No hubo respuesta. Volvió a llamar. No hubo respuesta. Empujé la puerta suavemente y eché un vistazo en el interior. Sólo pude distinguir algunas formas vagas y una mujer que se levantaba del suelo y me miraba como alguien que se despierta bruscamente de un sueño.

—¡Tened piedad! —imploró—. Se lo han llevado todo. No queda nada.

—No he venido a llevarme nada, buena mujer.

—¿No sois cura?

—No.

—¿Ni venís de parte del señor feudal?

—No; soy forastero.

—En ese caso, y por temor de Dios, que envía miseria y muerte a los inocentes, no os entretengáis aquí, ¡marchad! Este lugar está bajo la maldición de Dios… y bajo la maldición de su Iglesia.

—Permitidme que entre y os ayude… Estáis enferma y en apuros.

Empezaba a acostumbrarme a la penumbra. Pude ver que sus ojos hundidos se clavaban en mí. También pude ver cuán demacrada estaba.

—Os repito que este lugar ha sido proscrito por la Iglesia. Salvaos y marchad antes de que algún caminante os vea y dé cuenta de ello.

—No os preocupéis por mí; me traen sin cuidado las maldiciones de la Iglesia. Dejad que os ayude.

—Que todos los buenos espíritus, si es que existen, os bendigan por esas palabras. Pluguiera a Dios que bebiese un sorbo de agua… Pero, esperad, deteneos, olvidad lo que he dicho y marchaos, porque hay algo aquí que debe amedrentar incluso a quienes no temen a la Iglesia: esta enfermedad que nos está matando. Dejadnos, forastero bueno y valiente, y aceptad la más sincera y cabal bendición que pueda salir de labios de quienes estamos malditos.

Pero yo ya había cogido un cuenco de madera y, dejando atrás al rey, corrí hacia un arroyo que se hallaba a pocos metros de la choza. Cuando regresé, el rey estaba adentro y se disponía a abrir los postigos de la ventana para que entrasen el aire y la luz. Había en la choza un olor nauseabundo. Acerqué el cuenco a los labios de la mujer y, justo cuando lo aprisionaba con dedos que parecían garras, se abrió la ventana por completo y una luz intensa inundó su rostro. ¡Viruela!

Salté hasta donde estaba el rey y le dije al oído:

—¡Fuera de aquí inmediatamente, señor! Esta mujer está muriendo de la misma enfermedad que asoló las inmediaciones de Camelot hace dos años.

No se inmutó.

—En verdad que aquí me quedaré… y ayudaré en lo que pueda.

Susurré de nuevo:

—Majestad, no puede ser. ¡Debéis marcharos!

—Vuestras intenciones son loables y vuestras palabras ciertas. Pero sería vergüenza que un rey conociese el miedo y que un caballero armado negase su mano a quien necesita auxilio. Cejad; no partiré. Sois vos quien debe marchar. La condena de la Iglesia no me alcanza a mí, pero a vos os prohíbe que os quedéis aquí, y si a sus oídos llegase vuestra transgresión lo pagaríais caro.

Permanecer en ese sitio era un riesgo enorme para él y podía costarle la vida, pero no habría servido de nada tratar de disuadirlo. Si consideraba que su honor de caballero estaba en juego, no había argumentos posibles; se quedaría allí sin que nadie pudiese impedirlo. Abandoné entonces el tema. Fue la mujer quien habló:

—Noble caballero, ¿seréis tan amable de subir esa escalera y darme noticia de lo que encontréis? No tengáis miedo de informarme, pues cuando una madre ha sufrido tanto, su corazón está más allá del dolor.

—Esperad —dijo el rey—. Dad de comer a la mujer. Subiré yo.

Cuando me di la vuelta el rey había dejado la mochila y estaba en camino. Se detuvo al reparar en un hombre que yacía en la penumbra y que hasta entonces no se había movido ni había dicho una palabra.

—¿Es vuestro marido? —preguntó el rey.

—Sí.

—¿Duerme?

—Alabado sea Dios por habernos concedido esa merced. Sí, hace tres horas que duerme. ¡No tendría yo manera de pagar tanta merced! Mi corazón rebosa de gratitud por ese sueño que él duerme ahora.

—Tendremos cuidado para no despertarlo —dije.

—Ah, no, ya no es necesario. Está muerto.

—¿Muerto?

—Sí, ¡qué gloria es saberlo! Ya nadie podrá hacerle daño, nadie podrá injuriarlo. Ahora está en el cielo y es dichoso, y si no es así, residirá en el infierno, pero allí estará contento, pues no encontrará abades ni obispos.

Éramos amigos desde niños, crecimos juntos y hemos sido marido y mujer durante veinticinco años, sin separarnos hasta el día de hoy. ¡Cuánto tiempo de amor y sufrimiento! Esta mañana estaba fuera de sus cabales, y en sus fantasías éramos de nuevo niños retozando por los campos floridos, y mientras hablaba, inocente, alegremente, iba alejándose más y más, todavía murmurando de vez en cuando, hasta que se adentró en esos otros campos de los cuales nada sabemos, poniéndose fuera del alcance del resto de los mortales. De esta manera no hubo despedidas, pues en su fantasía creía que yo lo acompañaba… Él no lo sabía, pero yo estaba con él, mi mano en la suya, pero mi mano suave de cuando era joven, y no esta garra marchita. Ah, sí, irse sin uno saberlo.

Separarse sin saberlo. ¿Se puede morir de una forma más pacífica? ¡Ése ha sido su premio por haber soportado una vida tan cruel!

En aquel momento se escuchó un rumor procedente del rincón oscuro donde estaba la escalera. Era el rey, que bajaba. Vi que sostenía algo en un brazo, y con el otro se ayudaba para descender. Entró en la zona iluminada.

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