Un yanki en la corte del rey Arturo (37 page)

Read Un yanki en la corte del rey Arturo Online

Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
11.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Creéis de verdad que…?

—¿Que se tendrá en cuenta su opinión a la hora de fijar su sueldo? Sí, claro que sí. Para entonces él estará totalmente capacitado.

—En verdad que serán unos tiempos increíbles —comentó despectivamente el próspero herrero.

—Ah y se me olvidaba otro detalle. En esa época el amo podrá solicitar los servicios de una persona por un solo día, una semana o un mes si así lo desea.

—¿Qué?

—Así es. Y lo que es más, el juez no podrá obligar a un hombre a trabajar para un determinado amo un año entero, seguido, en contra de su voluntad.

—¿Pero es que no habrá ley ni sentido común en ese entonces?

—Habrá ambas cosas, Dowley. En ese día un hombre será dueño de sí mismo, no pertenecerá ni al amo ni al juez. ¡Y será libre de abandonar una ciudad cuando le apetezca si los salarios no le convencen! Y nadie podrá ponerle por ello en la picota.

—¡Que la perdición se apodere de época semejante! —espetó Dowley lleno de indignación—. ¡Época de perros, desprovista de reverencia hacia los superiores y respeto a la autoridad! La picota…

—Un momento, hermano, deja de alabar tanto a esa institución. A mi juicio, la picota debería ser abolida.

—¡Qué idea tan extraña! ¿Por qué?

—Pues te diré por qué. ¿Se ha llevado alguna vez a la picota a un hombre por un crimen capital?

—No.

—¿Es a tu juicio justo condenar a un hombre que ha cometido una pequeña ofensa a un pequeño castigo y luego matarle?

No hubo respuesta. Me había anotado mi primer punto. Era la primera vez que el herrero no conseguía responder inmediatamente. También los otros se dieron cuenta de ello. Había causado un buen efecto.

—No me has contestado, hermano. Hace tan sólo un segundo ensalzabas la picota y te apenaba que fuese a caer en desuso en épocas futuras. Soy de la opinión de que debiera ser abolida. ¿Qué es lo que suele ocurrirle a un desgraciado que es conducido a la picota por haber cometido cualquier pequeña ofensa? Que la muchedumbre intenta divertirse a costa suya, ¿no es así?

—Así es.

—Comienzan por arrojarle terrones, y se mueren de risa al ver cómo en cuanto consigue librarse de uno es alcanzado por otro, ¿verdad?

—Sí.

—Entonces es cuando le arrojan gatos muertos, ¿no es así?

—Sí.

—Bien, imaginemos que entre la turba tiene un par de enemigos personales y algún hombre o mujer que le guarde rencor; o que no goza de demasiada popularidad entre la comunidad, bien sea por su orgullo, su riqueza o cualquier otro motivo. En ese caso piedras y ladrillos reemplazan rápidamente a los terrones y a los gatos, ¿es así o no?

—Sin lugar a dudas.

—Y por regla general, suele acabar lisiado de por vida, ¿no?… Mandíbulas partidas, dientes rotos, piernas mutiladas que han de ser amputadas a toda prisa a causa de la gangrena, un ojo menos o quizá los dos.

—Es cierto. Bien sabe Dios que lo es.

—Y, si además no es demasiado popular, puede estar seguro de morir allí mismo, ¿no es así?

—¡Por supuesto que sí! Eso no se puede negar.

—Vamos a suponer que alguno de vosotros no es muy popular, a causa de su orgullo, de su insolencia, de su notable riqueza o cualquier otro motivo de los que suelen provocar la envidia y la malicia entre la escoria de un pueblo. ¿No correríais un gran riesgo en caso de tener que pasar por la picota?

Dowley retrocedió visiblemente. Esta vez mi impacto había sido certero, aunque no dijo nada que lo pudiese delatar, pero los demás emitieron juicios llanos y cargados de sentimiento. Afirmaron conocer bien lo que ocurría en esos casos como para saber cuáles eran los riesgos. Llegados a ese caso, tratarían de lograr un arreglo para ser ahorcados rápidamente.

—Bien, cambiemos de tema puesto que creo haber dejado claro mi punto de vista acerca de la abolición de la picota. Creo también que algunas de nuestras leyes son bastante injustas. Pongamos por caso que yo hiciese algo por lo que se me pudiese condenar a la picota, y vosotros lo supieseis pero no me denunciaseis. Seríais vosotros los castigados allí si alguien os delatase.

—Ah, pero eso sería lo justo —dijo Dowley—, ya que es nuestro deber el de informar. Así lo manda la ley.

Los demás estaban de acuerdo.

—Está bien, prosigamos ya que no me dais la razón. Pero hay algo que no es justo de ninguna manera. El juez estipula, por ejemplo, que los honorarios de un mecánico han de ser de un centavo diario. La ley dice que si un amo se atreve a pagar una cantidad superior a aquélla, incluso por un solo día, independientemente de la necesidad o presión a que se viese sometido, será multado y castigado con la picota; y la misma suerte correrán aquellos que estando en conocimiento del delito no lo denuncien. Ahora bien, me parece terriblemente injusto, Dowley, y un tremendo peligro para todos nosotros, que porque hace apenas unos minutos hayas confesado por descuido que durante una semana estuviste pagando un centavo y quince…

¡Oh, esto sí que los dejó helados! Teníais que haber visto cómo se desmoronaron todos. Había estado trabajándome al sonriente y complaciente Dowley de una forma tan sutil que no había sospechado nada hasta que le di el golpe maestro y lo dejé fuera de combate.

Un gran efecto. De hecho nunca en mi vida había conseguido resultados tan sorprendentes en tan poco tiempo.

De cualquier manera, en seguida me di cuenta de que me había pasado un poco de rosca. Yo pretendía asustarlos, pero no darles un susto de muerte, que es lo que había conseguido. Veréis, se habían pasado la vida aprendiendo a apreciar las ventajas de la picota, pero de ahí a darse de narices con ella, solamente porque yo, un forastero, podría decidirme a denunciar los hechos, en fin, era algo tan terrible que no parecían capaces de recuperarse del susto y recobrar la compostura. Se habían quedado pálidos, temblorosos, mudos, lastimosos. No tenían mejor aspecto que un grupo de cadáveres. Resultaba bastante desagradable. Yo había confiado en que me rogarían que guardase silencio, con lo que nos daríamos un apretón de manos, nos serviríamos una ronda, reiríamos de lo ocurrido y punto final. Pero no fue así; lo cierto es que yo era un desconocido entre unas gentes cruelmente oprimidas y desconfiadas, gentes que estaban acostumbradas a que los demás se aprovechasen de su debilidad y que sólo esperaban ser bien tratados por sus familiares y amigos íntimos. ¿Suplicar que fuese amable, justo y generoso? Claro que lo estaban deseando, pero sencillamente no se atrevían.

34. El yanqui y el rey vendidos como esclavos

Bueno, ¿y ahora qué podía hacer? Sobre todo no debía apresurarme. Tenía que ganar tiempo; distraerme con algo, mientras se aclaraban mis pensamientos y mientras aquella pobre gente volvía a la vida. Allí estaba Marco, convertido en piedra en el acto de examinar el funcionamiento de la pistola de aire comprimido, petrificado en la postura que guardaba en el instante preciso en que había caído mi mazo mecánico, el juguete todavía asido entre sus dedos inconscientes. Lo cogí entonces y me ofrecí para explicar su misterio. ¡Misterio! Una cosa tan sencilla, y sin embargo era un verdadero misterio para aquella gente y aquella época.

Nunca en mi vida había visto gente tan torpe manejando la maquinaria. Claro, no tenían ninguna experiencia al respecto. La pistola de aire comprimido era un pequeño tubo de vidrio endurecido, con un cañón doble, dotado de un resorte diminuto que, sometido a una presión, dejaba escapar un disparo. Pero el proyectil no podía hacer daño a nadie; caía dócilmente en la mano de quien disparaba. La pistola tenía proyectiles de dos tamaños, el minisemilla de mostaza, y otro que era varias veces más grande. Se utilizaban como dinero: el semilla de mostaza representaba los milréis, y el proyectil mayor, los décimos de centavo. Así que la pistola era un monedero, y por cierto muy conveniente; podías efectuar pagos en la oscuridad, sin temor a equivocarte; y podías llevarla en la boca, o en el bolsillo de tu chaleco, si es que tenías uno. Yo había dispuesto que se fabricaran pistolas de distintos tamaños, incluyendo una enorme que podía dar cabida al equivalente de un dólar. Utilizar proyectiles como dinero era ventajoso para el gobierno; el metal no nos costaba nada, y las unidades monetarias no podían ser falsificadas pues yo era la única persona en el reino que sabía poner en funcionamiento la máquina para acuñar. La expresión «pagar los disparos»
22
pronto se convirtió en una frase de uso corriente. Sí, y yo sabía que continuaría en circulación en el siglo XIX, sin que nadie sospechase cómo y cuándo se había originado.

El rey se reunió entonces con nosotros, enormemente recuperado después de la siesta, y en un estado de ánimo excelente. Yo estaba inquieto; sabía que nuestras vidas corrían peligro y cualquier cosa me ponía nervioso, así que no es de extrañar que me sintiese muy preocupado al notar en el semblante del rey una expresión de complacencia que bien podía indicar que se había estado preparando para alguna de sus dichosas actuaciones. ¡Maldición! ¿Por qué tenía que elegir precisamente un momento como éste?

No me equivocaba. Sin perder tiempo, y de la manera más incauta, transparente e inepta comenzó a guiar la conversación hacia el tema de la agricultura. Sentí que un sudor frío me cubría todo el cuerpo. Hubiese querido susurrarle al oído: «¡Hombre, pero si estamos en un peligro espantoso! Hasta que no recobremos la confianza de esta gente, cada instante vale tanto como un principado. No se pueden desperdiciar segundos tan preciosos». Pero obviamente no podía hacerlo. ¿Susurrarle al oído? Parecería que estábamos fraguando una conspiración. No tuve más remedio que permanecer en silencio, aparentando gran calma y placidez, mientras el rey continuaba removiendo aquella mina de dinamita y diciendo sus consabidos disparates sobre sus condenadas cebollas y demás cosas. Al principio, el tumulto de mis propios pensamientos y la multitud de señales de peligro que se arremolinaban en todos los puntos de mi cerebro, crearon una tal confusión de aclamaciones, pífanos y tambores que no lograba captar una sola palabra, pero después de un momento, cuando la muchedumbre de pensamientos comenzó a cristalizarse y a tomar la posición adecuada y formar en línea de combate sobrevino una especie de orden y silencio, que me permitió distinguir el fragor de la artillería del rey, como si me llegase desde una gran distancia:

—… no sería lo más apropiado, paréceme, si bien no se puede negar que las autoridades discrepan en lo referente a este punto, y mientras algunos postulan que la cebolla no es más que un fruto insalubre cuando se desgaja del árbol prematuramente…

La audiencia volvió a dar señales de vida, intercambiando miradas de sorpresa y turbación.

—… otros afirman, sin que les falte razón, que no es éste el caso necesariamente, y citan como ejemplo las ciruelas y otros cereales, que siempre son desenterrados antes de su maduración…

Ahora la audiencia daba muestras de desconcierto; sí, y también de temor.

—… y no obstante son patentemente saludables, sobre todo si se atenúa su natural aspereza mezclándoles el jugo tranquilizante de una col díscola…

Una luz de terror desenfrenado comenzó a brillar en los ojos de aquellos hombres, y uno de ellos musitó:

—Errores. Ha errado en todo lo que ha dicho. Sin duda, Dios ha devastado la mente de este agricultor.

Yo sentía una ansiedad extrema; como si estuviese sentado sobre espinas.

—… citando además la reconocida verdad de que, en el caso de los animales, el joven, que bien podría definirse como el fruto verde de la criatura, es superior en calidad, ya que todos admiten que cuando una cabra está madura, su pelambre se calienta y le salen llagas en toda la piel, defecto que, considerado conjuntamente con sus múltiples costumbres rancias, sus apetitos serviles, sus actitudes mentales impías, y el carácter bilioso de sus costumbres…

Se levantaron y se abalanzaron sobre nosotros, gritando con fiereza:

—¡Uno se propone denunciarnos y el otro está loco! ¡Matémoslos! ¡Matémoslos!

¡Qué gozo inflamó los ojos del rey!

Podría ser incompetente en agricultura, pero este tipo de acciones era el pan suyo de cada día. Y después de tanto tiempo de ayuno estaba ansioso de una buena pelea. Le propinó al herrero un directo a la mandíbula que lo levantó del suelo y lo dejó tendido cuan largo era.

—¡Que San Jorge salve a Inglaterra! —gritó el rey, derribando al carretero.

El albañil era un hombre macizo, pero lo eché por tierra como si nada. Los tres se pusieron en pie, arremetieron de nuevo, y de nuevo fueron a dar al suelo; cargaron una vez más. Y otra. Y así siguieron intentándolo, con típica obstinación británica, hasta quedar exhaustos, molidos a golpes, y tan obnubilados que apenas podían distinguir nuestros bultos en el espacio, y sin embargo seguían insistiendo, dando golpes con las pocas fuerzas que les quedaban. Es decir, dándose golpes entre ellos, porque nosotros nos hicimos a un lado para contemplar el espectáculo que ofrecían revolcándose por el suelo, luchando, braceando, forcejeando, mordiéndose, con la aplicación decidida y silenciosa con que unos mastines se enfrentarían entre sí. Mirábamos sin ningún recelo, pues rápidamente estaban quedando reducidos a una tal condición de endeblez que ni siquiera serían capaces de ir a buscar ayuda, y el ruedo estaba lo suficientemente apartado del camino para que no alcanzase a vernos ningún viandante.

Bueno, mientras los tres quemaban sus últimos cartuchos, se me ocurrió preguntarme qué habría sido de Marco. Miré a mi alrededor, pero no lo encontré. ¡Sin duda un mal presagio! Tiré al rey de la manga y alejándonos de allí nos deslizamos hacia la cabaña. Ni rastro de Marco. Tampoco de Phyllis. Seguramente habían salido al camino a pedir ayuda. Le dije al rey que teníamos que salir pitando y que ya le explicaría más adelante. Atravesamos velozmente el campo abierto y, cuando ya alcanzábamos el refugio del bosque, miré hacia atrás y vi a una enfurecida turba de campesinos, encabezada por Marco y su esposa. Hacían un ruido atronador, pero el ruido no hace daño a nadie; el bosque era espeso, y en cuanto nos hubiésemos adentrado un buen tramo, subiríamos a un árbol y desde allí los veríamos pasar como una exhalación. Ay, pero en ese momento llegó hasta nosotros un sonido diferente… ¡perros! Bueno, eso ya era otro cantar, y aumentaba la dificultad de nuestra empresa. Teníamos que encontrar —un arroyo para despistar a los perros.

Other books

Men Like This by Roxanne Smith
Masque by Lexi Post
The Guns of Easter by Gerard Whelan
Stone in a Landslide by Maria Barbal
Staying Dirty by Cheryl McIntyre
Wallflowers by Eliza Robertson
Into The Arena by Sean O'Kane
The Red Knight by Miles Cameron