Empezó por el reconocimiento de la calle, lo que no representó mayor problema con semejante diluvio, pero existen ciertos hábitos operacionales que uno no puede cambiar, por poco que duerma y aunque camine hasta el agotamiento: una pasada de norte a sur, otra desde una calle transversal que desembocaba justo enfrente del objetivo, el número 9.
Y la casa en sí era tan bonita como había prometido Héctor, incluso bajo el aguacero: tres plantas, finales del siglo XVIII, fachada de típico ladrillo rojo londinense, sin voladizos, escalinata blanca pintada no hacía mucho, puerta de color azul real —la pintura también reciente— con un tragaluz semicircular encima, flanqueada por dos ventanas de guillotina, y en el sótano ventanas a ambos lados de la escalinata.
Pero sin escalera independiente para el sótano, advirtió Luke, tomando buena nota, mientras ascendía por los peldaños, hacía girar la llave en la cerradura y entraba. Se detuvo en el felpudo; primero aguzó el oído y luego se quitó la ropa mojada y sacó un par de zapatillas secas de la bolsa que llevaba bajo el impermeable.
El suelo del vestíbulo recién revestido de moqueta de pelo largo, en estridente color bermellón: legado del cerdo que Jenny se quitó de encima justo a tiempo. Una butaca con dosel antigua, retapizada en llamativo cuero verde. Un espejo de época con el baño de oro magníficamente restaurado. Héctor no había reparado en gastos para su querida Jenny, y cabía suponer que después del éxito de su incursión contra los Buitres Capitalistas, todo aquello estaba al alcance de su bolsillo. Dos escaleras, una ascendente, otra descendente, también enmoqueta— das. Levantó la voz para preguntar «¿Hay alguien?» y no oyó nada. Abrió la puerta del salón. La chimenea original. Grabados de Roberts, un sofá y sillones con fundas caras. En la cocina, electrodomésticos de gama alta, una mesa de madera de pino envejecida. Abrió la puerta del sótano y volvió a levantar la voz en dirección a los peldaños de piedra: «Hola, disculpen». No hubo respuesta.
Subió a la primera planta sin oír sus propios pasos. En el rellano había dos puertas, la de su izquierda reforzada con una lámina de acero y cerraduras de latón a ambos lados a la altura del hombro. La puerta a su derecha era una puerta corriente. Dos camas individuales, sin hacer, un pequeño cuarto de baño contiguo.
Una segunda llave colgaba del llavero que Héctor le había entregado. Dirigiéndose a la puerta de la izquierda, descorrió los cerrojos y entró en una habitación totalmente a oscuras que olía a desodorante de mujer, el que antes prefería Eloise. Buscó a tientas el interruptor. Tupidas cortinas de terciopelo rojo, que apenas sobresalían, corridas y sujetas entre sí con enormes imperdibles. Sin razón aparente, le recordaron sus semanas de recuperación en el hospital americano de Bogotá. No había cama. En el centro de la habitación, una austera mesa con caballetes, acompañada de una butaca giratoria, un ordenador y una lámpara de lectura. En la pared, frente él, descendían hasta el suelo cuatro persianas negras de hule, acopladas al ángulo del techo.
Regresando al rellano, se inclinó sobre la balaustrada y nuevamente levantó la voz: «¿Hay alguien?». Tampoco en esta ocasión obtuvo respuesta. Volvió al dormitorio, subió las persianas negras una por una hasta que quedaron enrolladas en sus alojamientos del techo. Al principio, pensó que tenía ante los ojos el plano de un proyecto arquitectónico, dibujado a todo lo ancho de la pared. Pero un proyecto ¿de qué? Luego pensó que debía de ser una interminable sucesión de cálculos. Pero para calcular ¿qué?
Examinó las líneas de colores y leyó la minuciosa letra caligráfica, palabras que inicialmente le parecieron topónimos de poblaciones. Pero ¿cómo podían ser poblaciones con nombres como Pastor, Obispo, Sacerdote y Cura? Líneas de puntos junto a rayas continuas. Trazos negros que se degradaban hasta convertirse en grises y finalmente desaparecer. Líneas de colores malva y azul que convergían en un núcleo situado más o menos al sur del centro, ¿o acaso partían de allí?
Y todas ellas con tantos recovecos, tantas vueltas y revueltas, tantos giros y cambios de dirección, arriba, abajo, a un lado y arriba otra vez, que si su hijo, Ben, en una de sus inexplicables rabietas, se hubiese refugiado en esa misma habitación, cogido una caja de ceras de colores y recorrido la pared con ellas, zigzagueando de aquí para allá, el efecto final no habría sido muy distinto.
—¿Te gusta? —preguntó Héctor, de pie a sus espaldas.
—¿Seguro que está del derecho? —contestó Luke, decidido a no exteriorizar su sorpresa.
—Ella lo llama
La anarquía del dinero.
En mi opinión, podría exponerse en la Tate Modern.
—¿Ella? ¿Quién?
—Yvonne. Nuestra Dama de Hierro. Viene sobre todo por las tardes. Esta es su habitación. La tuya está arriba.
Juntos subieron a un desván reformado, con vigas vistas y mansardas. Una mesa con caballetes igual que la de Yvonne. A Héctor no le entusiasmaban los escritorios con cajonera. Un ordenador de sobremesa, no un terminal.
—No usamos teléfono fijo, ni codificado ni de ningún tipo —explicó Héctor con la contenida vehemencia que Luke empezaba a esperar de él—. Nada de injustificadas líneas directas a la Oficina Central, nada de conexiones de correo electrónico, ni codificadas, ni decodificadas, ni en vinagre. No hay más documentos que los lápices USB naranja de Ollie. —Sostenía un lápiz de memoria corriente con un «7» escrito en la cubierta de plástico naranja—. Cada lápiz en danza ha de estar localizado en todo momento, ¿queda claro? Control de entrada, control de salida. Ollie organiza el movimiento, lleva el registro. Pasa un par de días con Yvonne y le pillarás el tranquillo. Las demás preguntas ya irán resolviéndose conforme surjan. ¿Algún problema?
—No creo.
—Yo tampoco. Así que relájate, piensa en Inglaterra, no malgastes el tiempo y no la cagues.
Y piensa también en nuestra Dama de Hierro. Sabueso profesional, que los tiene bien puestos y usa el desodorante caro de Eloise.
Era un consejo que Luke había procurado aplicar a rajatabla durante los últimos tres meses, y rezó fervientemente para no apartarse de él tampoco aquel día. En dos ocasiones Billy Boy lo había emplazado ante su presencia, para halagarlo o amenazarlo, o ambas cosas. En las dos ocasiones Luke había contestado con evasivas y circunloquios y mentido conforme a las instrucciones de Héctor, y había sobrevivido. No había sido fácil.
«Yvonne no existe ni en el cielo ni aquí en la tierra —había decretado Héctor desde el primer día—. No existe, ni existirá. ¿Está claro? Ese es el mensaje esencial, y el mensaje accesorio. Y si Billy Boy te cuelga de la araña de luces atado por los huevos, ella sigue sin existir.»
¿Que no existe? ¿Que no existe ni existirá esa joven recatada con gabardina oscura larga y capucha en punta, allí de pie en el portal la primerísima noche del primerísimo día de Luke, sin maquillar, sosteniendo una cartera entre los dos brazos como si acabara de rescatarla del diluvio?
—Hola. Soy Yvonne.
—Luke. ¡Pasa, por Dios!
Un chorreante apretón de manos mientras la apremian a entrar en el vestíbulo. Ollie, el mejor factótum del sector, va a buscar una percha donde colgar la gabardina, y luego la deja en el cuarto de baño para que gotee en el suelo de baldosas. Se ha iniciado una relación laboral de tres meses que no existe. Las restricciones de Héctor respecto al uso de papel no se extendían a la voluminosa cartera de Yvonne, como descubrió Luke esa misma noche. Eso era porque todo lo que Yvonne les llevaba allí en su cartera volvía a salir en ella el mismo día. Y también eso se debía a que Yvonne no era una simple investigadora, sino una fuente de información clandestina.
Un día su cartera podía contener una gruesa carpeta del Banco de Inglaterra. Otro día era de la Autoridad de Servicios Financieros, Hacienda, la Agencia contra el Crimen Organizado y los Delitos Graves. Y un trascendental viernes por la noche, inolvidable, fue una pila de seis gruesos volúmenes y dos docenas de cintas de audio, material suficiente para llenar la cartera a reventar, procedentes de los sacrosantos archivos de la mismísima Sede de Comunicaciones del Gobierno. Ollie, Luke e Yvonne se pasaron todo el fin de semana copiando, fotografiando y replicando el material de todas las maneras a su alcance, para que Yvonne pudiera devolverlo a sus legítimos dueños el lunes al despuntar el alba.
Si se hacía con el botín lícita o furtivamente, si lo obtenía mediante el hurto o el engatusamiento de colegas y cómplices, Luke lo ignoraba aún a fecha de hoy. Solo sabía que tan pronto como ella aparecía, Ollie se llevaba rápidamente la cartera a su guarida detrás de la cocina para escanear el contenido, pasarlo a un lápiz USB y devolver la cartera a Yvonne; y a su vez Yvonne, al final del día, regresaba al departamento de Whitehall, cualquiera que fuese, en el que desempeñaba oficialmente sus funciones.
Porque también eso era un misterio, jamás revelado en las largas tardes en que Luke e Yvonne permanecían allí enclaustrados, juntos, cotejando los nombres ilustres de Buitres Capitalistas con transferencias de miles de millones de dólares realizadas a la velocidad de la luz a lo largo y ancho de tres continentes en un solo día; o juntos en la cocina a la hora del almuerzo, ante la sopa de Ollie, siendo la de tomate una de sus especialidades, aunque la de cebolla tampoco le quedaba mal. Y su guiso de cangrejo, que llevaba a la casa en un termo, ya medio cocinado, y acababa de preparar en el fogón de gas, era un milagro por consenso. Pero en lo que se refiere a Billy Boy, Yvonne no existe ni existirá nunca. Semanas de adiestramiento en el arte de resistir bajo interrogatorio así lo dicen; también un mes en cuclillas, esposado, en el reducto de un señor de la droga loco, en plena selva, mientras tu mujer descubre que eres un mujeriego compulsivo.
—¿Qué tenemos aquí en materia de soplones, pues, Luke? —pregunta Matlock a Luke ante una agradable taza de té en el cómodo rincón de su amplio despacho en
Lubyanka-sur-Thamise,
tras invitarlo a pasarse por allí a charlar, sin necesidad de decírselo a Héctor—. Tú sabes lo tuyo de informantes. Precisamente el otro día pensé en ti cuando se planteó la necesidad de encontrar a un nuevo supervisor jefe para la formación de agentes. Un buen contrato de cinco años, para alguien de tu edad —dice Matlock con su campechano acento de las Mid— lands.
—Para serte del todo sincero, Billy, sé tan poco como tú —contesta Luke, consciente de que Yvonne no existe, ni existirá, aun cuando Billy Boy lo cuelgue de la araña de luces atado por los huevos, que fue una de las pocas cosas que a los chicos del señor de la droga no se les ocurrió hacerle—. Héctor saca la información de la nada, así sin más, te lo juro. Es asombroso —añade con la debida perplejidad.
Da la impresión de que Matlock no oye la respuesta, o quizá no le interesa oírla, porque la jovialidad desaparece de su voz como si nunca hubiera estado.
—Aunque, ojo, un puesto de supervisor como ese es un arma de doble filo. Buscaríamos a un agente veterano cuya carrera sirviera de modelo a nuestros reclutas, jóvenes e idealistas. Hombres y mujeres, de más está decir. Habría que convencer al Consejo de que el candidato no es susceptible ni remotamente de ser acusado de conducta indebida. Y la responsabilidad de asesorarlo recaería en el Secretariado, como es lógico y natural. En tu caso, quizá tendríamos que plantearnos cierta reestructuración creativa del currículo.
—Eso sería muy generoso, Billy.
—Ya puedes decirlo, Luke —convino Matlock—. Ya puedes decirlo. Y también dependería hasta cierto punto de tu actual comportamiento.
¿Quién era Yvonne? Durante el primero de esos tres meses Luke se había trastocado un poco por ella, ahora podía decirlo, podía reconocerlo. Le atraía su recato y su reserva, que anhelaba compartir. Su cuerpo discretamente perfumado, en el supuesto de que algún día accediera a mostrárselo, debía de rayar en lo clásico, Luke se lo imaginaba perfectamente. Sin embargo podían pasarse interminables horas sentados juntos, codo con codo ante la pantalla del ordenador, o examinando el mural digno de la Tate Modern, percibiendo su mutuo calor corporal, rozándose las manos sin querer. Podían compartir cada giro y cada viraje en la persecución, cada rastro falso, cada callejón sin salida y cada triunfo pasajero; todo a una distancia de escasos centímetros el uno del otro, en el dormitorio de la primera planta de una casa secreta que durante la mayor parte del día ocupaban solo ellos dos.
Y aun así, nada: hasta una noche en que estaban sentados a la mesa de la cocina, exhaustos y solos, disfrutando de un tazón de sopa de Ollie y, a sugerencia de Luke, un trago del whisky de Héctor, el de Islay. Sorprendiéndose a sí mismo, preguntó a Yvonne a bocajarro qué vida llevaba fuera de allí, y si tenía a alguien que le ofreciese apoyo en sus estresantes esfuerzos, a lo que añadió, con aquella sonrisa triste tan suya, de la que se avergonzó de inmediato, que al fin y al cabo el peligro estaba en las respuestas, ¿o no?, nunca en las preguntas, no sé si me explico.
La respuesta tardó un rato en cobrar forma:
—Estoy al servicio de la administración pública —dijo ella con la voz robótica de alguien que habla a la cámara en un concurso—. No me llamo Yvonne. Dónde trabajo no es asunto tuyo. Pero no creo que estés preguntándome eso. Soy un hallazgo de Héctor, como supongo que lo eres tú también. Pero tampoco creo que estés preguntándome eso. Estás preguntándome por mi orientación. Y de paso si quiero acostarme contigo.
—¡Yvonne, no era esa mi intención ni mucho menos! —protestó Luke, faltando a la verdad.
—Y para tu información, estoy casada con un hombre a quien amo, tenemos una hija de tres años, y no ando follando por ahí ni siquiera con personas tan agradables como tú. Así que sigamos con la sopa, ¿quieres? —propuso ella, ante lo que, asombrosamente, los dos prorrumpieron en catárticas carcajadas y, eliminada la tensión, regresaron en paz a sus respectivos rincones.
¿Y Héctor quién era, después de tres meses con él, aunque fuese con presencias esporádicas? ¿Héctor, el de la mirada enfebrecida y las diatribas escatológicas contra los sinvergüenzas de la City, origen de todos nuestros males? Según la rumorología de la Agencia, Héctor, para salvar la vida de su empresa familiar, había recurrido a métodos perfeccionados a lo largo de media vida en la magia negra, y considerados, incluso desde el alevoso punto de vista de la City, sucios. ¿Se inspiraba, pues, en la venganza su actuación contra los malhechores de la City? ¿O en la culpabilidad? A Ollie, que no solía prestarse al chismorreo, no le cabía duda: la experiencia de Héctor con las malas prácticas de la City —y su propia utilización de estas, dijo Ollie— lo había convertido de la noche a la mañana en un ángel vengador. «Es un voto que ha hecho —les confió una noche en la cocina mientras aguardaban una de las apariciones tardías de Héctor—. Va a salvar al mundo antes de abandonarlo aunque le cueste la vida.»