Este era un sobre azul claro, y ostensiblemente opaco. Llevaba en la solapa un león azul y un unicornio rampante, grabados en exquisito relieve, y dentro una hoja de papel de carta azul a juego, de las más pequeñas, con el solemne membrete: De la oficina del secretariado.
Querido Luke:
Esta es para asegurarte que la muy privada conversación que estás manteniendo hoy con nuestro mutuo colega durante el almuerzo en su club tiene lugar con mi aprobación oficiosa.
Siempre tuyo,
Seguía una firma muy pequeña, que parecía arrancada a punta de pistola: William J. Matlock (jefe de secretariado), más conocido como Billy Boy Matlock —o Matlock el Matón, si uno lo prefería, como era el caso de quienes habían entrado en conflicto con él—, el apagafuegos más antiguo e implacable de la Agencia y mano izquierda del mismísimo Jefe.
—Puras gilipolleces, la verdad, pero ¿qué quieres que haga ese pobre capullo? —comentó Héctor mientras devolvía la carta a su sobre y se guardaba el sobre en un bolsillo interior de la raída americana—. Saben que tengo razón, no quieren que la tenga, no saben qué hacer si la tengo. No quieren que mee dentro, ni quieren que mee fuera. Encerrarme a cal y canto y amordazarme es la única solución, pero yo a eso no me presto así como así, ni ahora ni nunca. Tú tampoco, por lo que cuentan… ¿Por qué no te devoraron los tigres o lo que sea que tengan por allí?
—Había sobre todo insectos.
—¿Y sanguijuelas?
—De eso también.
—No te quedes ahí pasmado. Acomoda las posaderas.
Obedientemente, Luke se sentó. Héctor, en cambio, continuó en pie, con las manos hundidas en los bolsillos, los hombros encorvados, mirando ceñudo la chimenea apagada, con sus pinzas y atizadores de latón antiguos y el faldón de cuero agrietado. Y Luke pensó que el ambiente en la biblioteca se había vuelto opresivo, si no amenazador. Y quizá Héctor lo percibía también, porque no exhibía ya el desenfado de antes, y su rostro enfermizo y consumido adquirió una expresión tan lúgubre como la de un enterrador.
—Quiero preguntarte una cosa —anunció de pronto, más a la chimenea que a Luke.
—Adelante.
—¿Qué es lo más brutal, lo más espantoso, que has visto en la puta vida? Donde sea, y dejemos de lado el extremo dañino de un Uzi en manos de un señor de la droga apuntándote a la cara. ¿Los niños famélicos del Congo, con la tripa hinchada y las manos amputadas, enloquecidos de hambre, demasiado cansados para llorar? ¿Padres castrados con la polla metida en la boca, las cuencas de los ojos llenas de moscas? ¿Mujeres con bayonetas clavadas en el chocho?
Como Luke no había servido en el Congo, tuvo que dar por sentado que Héctor describía una experiencia propia.
—Teníamos nuestros equivalentes —dijo.
—¿Como por ejemplo? Dime un par.
—El gobierno colombiano en plena orgía. Con ayuda de los americanos, cómo no. Aldeas incendiadas. Violaciones en grupo, torturas, gente descuartizada a hachazos. Todos muertos, menos el único superviviente, y a este lo dejan para que corra la voz.
—Ya. En fin, los dos hemos visto un poco de mundo, pues —admitió Héctor—. No nos la hemos estado meneando.
—No.
—Y alrededor el chapoteo del dinero sucio, los beneficios del dolor… también eso lo hemos visto. Solo en Colombia, miles de millones. Tú eso también lo has visto. Sabe Dios cuánto tendría ese capo tuyo. —No esperó respuesta—. En el Congo, miles de millones. En Afganistán, miles de millones. Una octava parte de la economía de este puto mundo: más negra que la boca de un túnel. Los dos lo sabemos.
—Sí. Lo sabemos.
—Dinero manchado de sangre. A eso se reduce todo.
—Sí.
—No importa dónde. Puede estar en una caja debajo de la cama de un señor de la guerra en Somalia o en un banco de la City en Londres al lado del oporto añejo. No cambia de color. Sigue siendo dinero manchado de sangre.
—Supongo que sí.
—Sin glamour, sin excusas bonitas. Los beneficios de la extorsión, el narcotráfico, el asesinato, la intimidación, las violaciones masivas, la esclavitud. Dinero manchado de sangre. Interrúmpeme si exagero.
—No exageras, eso seguro.
—Solo hay cuatro maneras de acabar con eso. Una: vas a por los individuos que lo hacen. Los capturas, los matas o los enchironas. Si puedes. Dos: vas a por el producto. Lo interceptas, impides que llegue a las calles o al mercado. Si puedes. Tres: atajas los beneficios, llevas a esos cabrones a la quiebra.
Un silencio inquietante mientras Héctor reflexionaba aparentemente sobre asuntos muy por encima de la franja salarial de Luke. ¿Pensaba en los traficantes de heroína que habían convertido a su hijo en adicto y en carne de presidio? ¿O en los «buitres capitalistas» que habían intentado llevar a la quiebra a su empresa familiar, y arrojar al basurero a sesenta y cinco de los mejores hombres y mujeres de Inglaterra?
—Por último, tenemos la cuarta manera, la manera verdaderamente mala —decía Héctor—. La más practicada, la más fácil, la más cómoda, la más habitual y la más discreta. Que les zurzan a los que pasan hambre, a las víctimas de violaciones y torturas, a los adictos que pierden la vida. Al diablo el coste humano. El dinero no huele a nada siempre y cuando haya de sobra y sea nuestro. Pensemos a lo grande, eso ante todo. Cojamos los peces pequeños pero dejemos a los tiburones en el agua. ¿Que resulta que un fulano blanquea un par de millones? Es un condenado sinvergüenza. Llamemos a los reguladores y pongámosle los grilletes. Pero ¿y si son miles de millones? Eso ya son palabras mayores. Miles de millones son una estadística. —Cerrando los ojos mientras se abismaba en sus propios pensamientos, Héctor pareció por un momento su propia máscara mortuoria, o esa impresión tuvo Luke—. No tienes que darme la razón en nada de esto, Luke —dijo afablemente al salir de su ensoñación—. La puerta está abierta de par en par. Con mi reputación, más de uno ya se habría largado.
Luke consideró que esa era una elección de metáfora un tanto irónica, ya que Héctor tenía la llave en su bolsillo, pero se guardó la observación para sí.
—Puedes volver a la oficina después de comer y decirle a la Reina Humana: muchísimas gracias, pero estaré más a gusto si completo mi tiempo de servicio en la planta baja. Recibes tu pensión, te mantienes a distancia de los capos de la droga y de las mujeres de los colegas, y te quedas tumbado escupiendo al techo el resto de tu vida. Y aquí paz y después gloria.
Luke consiguió esbozar una sonrisa.
—Mi problema es que no se me da muy bien escupir al techo —dijo.
Pero era imposible frenar a Héctor en su perorata de vendedor agresivo.
—Estoy ofreciéndote una calle de un solo sentido que no lleva a ninguna parte —insistió—. Si te apuntas, la habrás cagado de todas. Si perdemos, seremos dos soplones fracasados que intentaron ensuciar el propio nido. Si ganamos, seremos los leprosos de la selva de Whitehall-Westminster y todas las estaciones que hay en el medio. Por no hablar de la Agencia que nos esforzamos en amar, honrar y obedecer.
—¿No voy a recibir más información?
—Por tu propia protección y la mía, no. Y ni un solo casquete a menos que pases antes por el altar.
Estaban ante la puerta. Héctor había sacado la llave y se disponía a abrir.
—Y en cuanto a Billy Boy… —dijo.
—¿Qué?
—Va a echarte el brazo al hombro. Por fuerza. El rollo ese del palo y la zanahoria. «¿Qué ha estado contándote ese chiflado de Meredith? ¿Qué se trae entre manos? ¿Dónde? ¿A quién ha contratado?» Si eso llega a ocurrir, antes habla conmigo y después habla conmigo otra vez. En esto nadie es agua clara. Todo el mundo es culpable hasta que se demuestre lo contrario. ¿Conforme?
—Hasta la fecha he salido bastante airoso en las repreguntas —contestó Luke, pensando que había llegado el momento de reafirmarse.
—Es lo mismo —dijo Héctor, aún esperando respuesta.
—¿Va de rusos, por casualidad? —preguntó Luke, esperanzado en lo que después consideró un momento de inspiración. Era rusófilo, y siempre había tenido clavada la espina de verse apartado del circuito a causa de un supuesto exceso de afecto por el objetivo.
—Podría ser. Podría ser cualquier cosa, joder —replicó Héctor mientras en sus grandes ojos grises volvía a prender el fuego del creyente.
¿Acaso Luke dijo que sí a ese trabajo en algún momento? ¿En algún momento dijo —se preguntaba ahora en retrospectiva—: «Sí, Héctor, me subo al tren, con una venda en los ojos y las manos atadas, igual que aquella noche en Colombia, y me incorporo a tu cruzada misteriosa», o algo por el estilo?
No, no lo dijo.
Incluso cuando se sentaron a la mesa para disfrutar de lo que Héctor describió sin mayor empacho como el segundo peor almuerzo del mundo, hallándose aún vacante el primer premio, Luke, para ser sincero consigo mismo, albergaba todavía la duda de si aquello era o no una invitación a unirse a la clase de guerra privada a la que de vez en cuando se veía arrastrada la Agencia a sabiendas de que no le convenía, siempre con resultados catastróficos.
Las iniciales tentativas de Héctor en el plano de la conversación cortés no sirvieron para aplacar esas inquietudes. Sentado en la periferia del sepulcral comedor de su club, en la mesa más cercana al bullicio de la cocina, obsequió a Luke con una clase magistral sobre el uso del discurso indirecto en espacios públicos.
Ante la anguila ahumada, se limitó a interesarse por la familia de Luke, mencionando como de pasada los nombres de su mujer y su hijo, para Luke una señal más de que había leído su expediente. Cuando llegaron al pastel de carne y la típica col hervida de comedor escolar, en un ruidoso carrito plateado que empujaba un viejo negro e irascible con una chaqueta de caza roja, Héctor pasó a hablar del tema más íntimo, pero igualmente inocuo, de los planes nupciales de Jenny —siendo Jenny, como se vio, su querida hija—, a los que había renunciado recientemente, según Héctor, porque el fulano con quien andaba había resultado ser un mierda sin paliativos.
—Por parte de Jenny no era amor, sino adicción… Igual que Adrián, solo que en el caso de ella no eran las drogas, gracias a Dios. El fulano es un sádico; ella tiene poco carácter. El vendedor servicial, la compradora dócil, pensamos. Nos lo callamos. En casos así, ¿qué vas a decir? No sirve de nada. Les compramos una casita encantadora en Bloomsbury, totalmente montada. Ese mamón, el muy hortera, necesitaba una moqueta tupida, de ocho centímetros, y Jenny, claro, la necesitaba también. Yo personalmente la detesto, pero ¿qué le íbamos a hacer? A un par de minutos a pie del Museo Británico, y perfecto para Trotski y el doctorado en filosofía de Jenny. Pero la buena de Jenny se quitó de encima a ese cerdo, a Dios gracias, un sobresaliente para ella. Conseguimos un precio muy razonable gracias a la recesión: el dueño estaba arruinado. No perderé dinero. El jardín es agradable, no muy grande.
El viejo camarero había vuelto con una jarra de crema, más a destiempo imposible. Despedido por Héctor, masculló una imprecación y, arrastrando los pies, se encaminó hacia la mesa contigua, a siete u ocho metros.
—Además, dispone de un buen sótano, cosa que ya no se ve mucho hoy día. Huele un poco. Sin llegar a molestar. Antes alguien guardaba allí sus vinos. No hay paredes medianeras. No es una calle de mucho tráfico. Afortunadamente ese fulano no la dejó preñada. Conociendo a Jenny, seguro que no tomaba precauciones.
—Al final todo ha sido para bien, parece —comentó Luke por cortesía.
—Sí, eso parece, ¿no? —convino Héctor, inclinándose para asegurarse de que Luke lo oía por encima del estrépito de la cocina. A esas alturas, Luke casi empezaba a preguntarse si Héctor realmente tenía una hija—. He pensado que quizá a ti te interesaría ocupar la casa, libre de alquiler, durante un tiempo. Jenny no se acercará por allí, como es comprensible, pero conviene que alguien la habite. Enseguida te daré la llave. Por cierto, ¿te acuerdas de Ollie Devereux? ¿Hijo de un viajante de comercio de la Rusia Blanca establecido en Ginebra y una vendedora de pescado con patatas fritas de Harrow? ¿Uno que parece un crío de dieciséis años que va para cuarenta y cinco? ¿El que te sacó de un apuro cuando la cagaste con aquella escucha en un hotel de San Petersburgo hace ya años?
Luke se acordaba bien de Ollie Devereux.
—Idiomas, francés, ruso e italiano, por si los necesitamos, y el mejor factótum del sector. Le pagarás en efectivo. También te daré parte de eso. Empiezas mañana por la mañana a las nueve en punto. Así tendrás tiempo de recoger las cosas de tu mesa en Administración y llevarte los clips y las grapas al tercer piso. Ah, sí, y se instalará contigo una mujer encantadora que se llama Yvonne, el apellido no viene al caso: un sabueso profesional, parece una mosquita muerta pero los tiene bien puestos.
Reapareció el carrito plateado. Héctor recomendó el pudin de pan con mantequilla del club. Luke dijo que era su postre preferido. Y ahora esa crema de antes sí vendría de perlas, gracias. El carrito se alejó en medio de una nube de ira geriátrica.
—Y te ruego que te consideres uno de los pocos elegidos, desde hace un par de horas —dijo Héctor, limpiándose la boca con una servilleta de damasco apolillada—. Serías el séptimo en la lista, incluido Ollie… si existiera dicha lista, claro. No quiero a un octavo sin mi consentimiento. ¿Trato hecho?
—Trato hecho —contestó Luke esta vez.
Así que quizá había dicho «Sí», a fin de cuentas.
Esa tarde, bajo la mirada glacial de los otros cautivos de Administración, y aún mareado por los efectos del pésimo burdeos del club, Luke recogió lo que Héctor había descrito como «sus clips y sus grapas» y los trasladó al aislamiento del tercer piso, donde una habitación deslucida pero aceptable, con el rótulo SONDEO DE CONTRAPRESTACIONES en la puerta, aguardaba efectivamente a su teórico ocupante. Llevaba una vieja chaqueta de punto, y algo lo indujo a colgarla en el respaldo de la silla, donde aún permanecía a día de hoy, como el fantasma de su otra identidad, allí presente siempre que se dejaba caer por la oficina un viernes por la tarde para saludar alegremente a todo aquel con quien se tropezaba en el pasillo, o presentar sus imaginarios gastos semanales, que una vez saldados ingresaba religiosamente en la cuenta de la casa de Bloomsbury.
Y justo a la mañana siguiente —por entonces empezaba a dormir bien de nuevo— recorrió por primera vez a pie el camino hasta Bloomsbury, exactamente como lo recorría ahora, solo que el día de su primer viaje una lluvia torrencial azotaba Londres, obligándolo a usar ropa impermeable de la cabeza a los pies, además de sombrero.