Estaba pensando en ese momento que su hija mayor ya debería haber llegado a casa, cuando se abrió la puerta y entró Amy. Tenía una mirada que Moira no le había visto nunca. Era difícil de describir. Una mirada vacía, casi soñolienta, como si estuviera en medio de un sueño encantador.
—¿Qué te pasa, cielo? —preguntó suspicaz—. No habrás bebido, ¿no?
—No, mamá. No tengo edad para entrar en
pubs,
¿verdad?
—Eso no suele ser un impedimento. —De todos modos, descartó la idea. Amy era una buena chica y nunca le había dado ningún motivo de preocupación. Eso sí, era muy consciente del efecto que Amy causaba en el sexo opuesto. No le habían pasado inadvertidas las miradas maliciosas y los silbidos cuando Amy y ella salían juntas. Habían empezado cuando Amy tenía trece o catorce años. Moira había sido un bombón de joven —ahora no estaba mal, a pesar de los años de duro trabajo—, pero no le hacía sombra a Amy. No iba a tolerar que un canalla cualquiera le pusiera droga en la bebida a su hija para aprovecharse de ella. Moira quizá había leído demasiadas novelas —cuanto más subidas de tono, mejor— desde que tenía tanto tiempo libre.
—¿Está Charlie? —preguntó Amy.
—Está en el salón con Marion —suspiró Moira. No estaba segura de que le gustase la novia de su hijo.
—Cuando salga, dile que no voy a ir mañana al English Electric.
—¿Por qué no?
—Porque voy a ir a otro sitio. —Amy se dirigió a las escaleras—. Me voy ya a la cama, mamá.
—Pero ¿a qué otro sitio vas a ir? —susurró Moira desde el pie de las escaleras para no despertar a Jacky y a Biddy, que se habían ido a la cama hacía horas y estarían ya profundamente dormidas.
—A New Brighton. Alguien va a venir a buscarme en coche hacia las diez.
—¡En coche! ¿Y quién va a...? —pero antes de poder acabar la pregunta, la puerta del dormitorio se cerró de un portazo.
¿Por qué no habría entrado Cathy a tomar una taza de cacao?, se preguntó Moira. Quizá las chicas hubieran discutido, y por eso Amy tenía aquel aspecto tan raro. Pero no parecía triste. Iría a casa de Cathy y le preguntaría directamente, si no fuera porque la madre de Cathy, Elsie Burns, le daba un miedo visceral. Aparte de Cathy, los Burns eran una familia violenta —dos de los hijos habían estado en la cárcel—, y la más violenta de todos era la madre.
Hurgó en el paquete de cigarrillos; le quedaba uno. ¡Bien! Al cabo de un minuto se prepararía una taza de cacao, se fumaría el cigarrillo y se iría a la cama, aunque suponía que debería preguntarles a Charlie y a Marion si querían tomar algo. Los oyó hablar cuando llamó a la puerta del salón y sólo abrió una rendija para no interrumpirlos.
—¿Os apetece una taza de cacao? —No sabía por qué estaba susurrando.
—No, gracias, mamá —dijo Charlie con tono normal—. Marion se va a casa dentro de un momento.
—Buenas noches, Marion.
—Buenas noches, señora Curran.
Moira se estremeció. El tono de Marion era muy antipático. ¿O era sólo timidez? En cualquier caso, era una chica extraña que vivía en un hostal católico en Everton Valley. Sonsacarle información sobre su familia era más difícil que extraer un diente. Según Charlie, había nacido en Dundalk, en la costa este de Irlanda, y se había trasladado a Liverpool con catorce años. Ahora tenía veinte y, mientras tanto, había conseguido perder casi todo el acento irlandés, además de aprender mecanografía y taquigrafía.
—Han muerto —soltó cuando Moira le preguntó por sus padres. A Moira no le apeteció preguntar si tenía hermanos o hermanas y llevarse otro sofocón.
Es más —Moira estaba empezando a hartarse—, le hubiera gustado hacer entender a Marion el chollo que era Charlie Curran. No había chica en todo Bootle que no lo hubiera aceptado al instante si él se le hubiera declarado. Era aprendiz de delineante en English Electric —lo cierto era que tenía su propio tablero de dibujo— y era el único hombre de la calle que iba a trabajar con traje.
Y más impresionante aún, ¡Charlie se estaba comprando su propia casa! Estaba en Aintree, junto al hipódromo, y acababan de construirla junto a otras cien. Marion y él iban todos los domingos a ver cómo avanzaba. Moira había conocido a pocas personas en su vida que tuvieran una casa.
¡Oh, qué demonios! Moira hizo cacao, se hundió en su sillón, encendió el cigarrillo y cogió su libro. Pensaría en ello al día siguiente o al otro. En ese momento, no le importaba mucho. Había olvidado decirle a Charlie que Amy no iba a ir a la jornada deportiva del día siguiente, pero tampoco eso le importaba.
Cathy llegó a casa y se encontró a Lily sentada en las escaleras, al parecer esperándola.
—¡Zorra! —gritó Lily, lanzándose contra su hermana—. Me preguntaba dónde se habría metido mi chaqueta roja.
Cathy había olvidado que llevaba la chaqueta de su hermana.
—Lo siento, hermanita —empezó a decir, pero Lily no estaba dispuesta a escuchar ninguna explicación que Cathy fuera capaz de urdir sobre la marcha. Le agarró un mechón de pelo y tiró de él con fuerza. Cathy chilló, la señora Burns salió al vestíbulo y golpeó las cabezas de las chicas una contra otra. Las dos gritaron. La señora Burns también.
—¡Portaos bien, par de memas! —abofeteó a Cathy—. Esto por quitarle la chaqueta a tu hermana. —Lily sonrió, pero no por mucho tiempo—. Y esto por tirarle del pelo a tu hermana —se burló la señora Burns mientras abofeteaba a su otra hija.
La puerta principal se abrió y entró el señor Burns, presenció las idas y venidas del vestíbulo e inmediatamente volvió a salir antes de que su mujer pudiera ir a por él. Se fue a la parte trasera a sentarse en el retrete del patio hasta que se le pasara la borrachera y las cosas se calmaran un poco.
—Jesús! —Lily subió las escaleras corriendo—. Odio vivir en esta maldita casa.
Cathy la siguió más lentamente, sujetándose la cabeza con una mano y la mejilla izquierda con la otra. Ojalá Amy la hubiera invitado a tomar una taza de cacao. Lily habría estado en la cama cuando ella llegara y habría podido colgar la chaqueta al fondo del armario. «Que yo sepa, ha estado ahí todo el tiempo», le habría dicho a Lily al día siguiente si ella hubiera preguntado algo.
Cathy no vio mucho a Amy las siguientes semanas. Se sentía rara sin ella. Durante años lo habían hecho todo juntas. Cathy siempre había sido consciente de que llegaría un día en que ambas conocerían a alguien con quien quisieran casarse, pero había imaginado que les ocurriría a la vez, que saldrían los cuatro, se casarían, tendrían hijos y su amistad seguiría inalterable a lo largo de los años.
Se alegró cuando un domingo Amy llamó y le dijo que fueran a misa y luego pasaran el día juntas. Antes, siempre pasaban juntas los domingos.
—Podemos pasear por el Docky hasta el centro y tomar algo en Lyons —dijo Amy—. Era mayo; el tiempo era más caluroso y los días más largos.
La relación con Barney se debía de estar enfriando, pensó Cathy, pero resultó que era el cumpleaños del padre de Barney y tenían invitados que habían ido a pasar el día.
—¿Por qué no te han invitado? —preguntó Cathy.
—Barney no quiere que conozca todavía a su madre. Le daría un ataque si se enterara de que va a casarse con una católica.
—¿Os vais a casar? —Cathy no podía creerse lo que estaba oyendo. Hacía tres semanas que Amy y ella habían ido a pasar el día a Southport, y lo último que tenían en la cabeza era salir en serio con un chico. Ahora Amy estaba siendo muy distante y hablaba de casarse.
—Bueno, lo estamos pensando, pero no le digas nada a mi madre. —Amy no quiso mirarla a los ojos—. ¿Vas a venir a la iglesia sí o no? —preguntó.
—Voy ahora mismo. Deja que coja el sombrero.
Caminaron hasta St James en silencio casi todo el tiempo. A Cathy le rondaba una idea por la cabeza que la hacía sentir rara: estaba casi segura de que Amy y Barney habían dormido juntos. Había algo extraño en su amiga, no sólo que pareciera mayor, sino que se comportaba como si lo fuera. Aquel día en Southport había dejado de ser una niña y se había convertido en una mujer.
Después de misa fueron por el Docky hasta el centro, se tomaron una limonada en Lyons y luego consiguieron reunir suficiente dinero entre las dos para comprar entradas en el Scala y ver
Capit
á
n Blood,
con Errol Flynn y Olivia de Havilland. Era muy antigua y ya la habían visto, pero era mejor que tener que hablar la una con la otra. Amy parecía estar perdida en sus pensamientos la mayor parte del tiempo, y no dejaba de esbozar sonrisitas misteriosas. Respondía cuando Cathy le hablaba; pero era como si la estuviera despertando de un sueño encantador. Cathy tenía la sensación de que la estaba interrumpiendo, así que lo dejó.
Se alegró de que el tranvía de vuelta estuviera tan lleno que no pudieran sentarse juntas. Aquella noche hubiera querido dormirse llorando, pero como dormía en la misma cama que Lily, lo de llorar no era muy buena idea, porque si la despertaba, Lily le asestaría un golpe. Pero nunca tendría otra amiga como Amy y le parecía que la había perdido para siempre.
Cuando llegó a casa del trabajo unos días más tarde, Cathy se encontró a una nerviosa señora Curran esperándola en la esquina de Amethyst Street. A Cathy le gustaba mucho la madre de Amy. Era delgada y bonita, y siempre iba bien vestida, aunque todas sus prendas fueran de segunda mano. Ese día llevaba un elegante vestido malva de manga corta y cuerpo plisado. Le preguntó a Cathy si no le importaba ir con ella a Agate Street después de merendar.
—Me gustaría hablar contigo, cielo. Es sobre Amy.
—¿Estará ella allí?
—No, cielo. Va a ir a ver un espectáculo en el teatro Princes en Birkenhead. No vendrá a casa hasta las tantas.
Cathy se alegraba de tener algo que hacer. Dos de sus hermanas estaban casadas y las otras dos, Lily y Frances, tenían novio. No tenían tiempo para ella. No sabía adónde ir ni con quién desde que Amy había conocido a Barney Patterson.
Después de comer se fue a casa de los Curran. La señora Curran hizo té, preparó una bandeja muy bien puesta e incluyó un plato de galletas entre las que había galletas de crema de Bourbon, las favoritas de Cathy.
—Sírvete, cielo —dijo cuando se sentaron en el salón y hubo encendido un cigarrillo.
La merienda de Cathy había consistido en un trozo de pan duro como un ladrillo, mojado en picadillo aguado. Todavía tenía hambre y se sirvió galletas agradecida. Su madre no creía en los postres.
—Es sobre el cumpleaños de Amy —empezó a decir la señora Curran—. Como sabes, cumplirá dieciocho el 1 de junio. Me preguntaba si hacer una fiesta.
—¿Ha hablado con Amy?
—No, todavía no. Es dificilísimo pillarla estos días.
—Puede que no quiera una fiesta. —Cathy no se imaginaba al alto y guapo Barney Patterson en la casita de los Curran, acostumbrado como estaba a una mucho más grande en Calderstones.
La señora Curran dejó la taza sobre el platillo con un golpe.
—¡Oh, Cathy, cielo! —alzó la voz—. Te he pedido que vengas para hablar de algo más que de fiestas. Es ese chico con el que está saliendo nuestra Amy. ¿Cómo es? Se niega a traerlo a casa. Él la recogía y la dejaba delante de casa, pero cuando amenacé con salir y presentarme, él dejó de venir. Amy ha debido de decirle que la espere en otra parte. Ni siquiera sé cómo se llama ni cómo se gana la vida. ¿Es católico? ¿De qué clase de familia procede? ¿Dónde vive? —Empezó a llorar, en el momento en que Jacky y Biddy bajaron como locas las escaleras y gritaron que iban a salir—. ¿Salir adónde? —gritó a su vez la señora Curran.
Las chicas entraron en la habitación. Tenían el pelo de Amy, los ojos azules de Amy incluso los rasgos de Amy, pero había algo indefinible que les impedía ser tan radiantemente bonitas como su hermana mayor.
—¡Hola, Cathy! —saludaron alegremente—. Vamos a Stanley Park con Phyllis McNamara, mamá.
—¿Y qué vais a hacer allí? —preguntó su madre.
Las chicas se miraron la una a la otra confusas.
—Sólo hablar, mamá —respondió Jacky después de un rato.
—Eso es, mamá, sólo vamos a hablar —confirmó Biddy.
—Vale, pero no vengáis tarde a casa.
—¿Por qué tienen que ir hasta Stanley Park sólo para hablar? —inquirió la señora Curran cuando la puerta principal se cerró de golpe. Cathy dijo que no lo sabía, pero que eso era lo que Amy y ella habían hecho siempre, ante lo cual la señora Curran suspiró llorosa.
—Me gustaría que Amy y yo habláramos un poco más. Se ha vuelto sumamente callada. Jacky y Biddy se han dado cuenta y están preocupadísimas. Charlie está enfadado porque el otro día fue grosera con Marion. Todo empezó el domingo que os fuisteis a Southport. Supongo que conoció a ese chico allí. Estaba de un humor rarísimo cuando llegó a casa. —Miró entristecida a Cathy, con los ojos anegados en lágrimas.
—Se llama Barney Patterson —contestó lentamente Cathy. Trató de recordar todas las preguntas que le había hecho la señora Curran—. Vive en Calderstones y tiene un hermano llamado Harry Su padre tiene una fábrica en Skelmersdale que produce instrumental médico. No son católicos —añadió.
A su madre le dar
í
a un ataque si descubriera que Barney se iba a casar con una cat
ó
lica,
había comentado Amy. Y le había parecido que Harry se desilusionó un poco en Southport cuando ella dijo que venían de misa. —Barney no está trabajando de momento. Acabó la universidad el año pasado y va a alistarse en el Ejército.
—¡La universidad! —murmuró débilmente la señora Curran. Se había puesto pálida—. ¿Nuestra Amy sale con un chico que tiene coche y ha ido a la universidad? ¿Dónde se conocieron?
—En el muelle de Southport. —Le hubiera gustado decirle a la señora Curran lo que obviamente habían sentido el uno por el otro, pero la verdad es que eso no era asunto suyo. En cualquier caso, no estaba segura de poder describirlo. Y si le contaba que Amy había hablado de matrimonio, estaría siendo chismosa.
—No le pasará nada, ¿no crees? Bueno, ¿qué clase de chico es?
—La verdad es que no lo sé —admitió Cathy—. Parecía normal. Su hermano Harry es muy agradable. Apenas hablé con Barney. —Él había estado demasiado pendiente de Amy.
—¿Qué saldrá de todo esto, Cathy? —preguntó la señora Curran con voz temblorosa—. Esperemos que no dure, ¿eh?
Miró a Cathy buscando confirmación a sus palabras, pero Cathy se limitó a sonreír vagamente y a decir: