—No tengo ni idea de cómo me siento —respondí con sinceridad—. Quizá lo sepa más tarde, cuando me acostumbre a la idea. Ahora lo único que me siento es atontada.
Yo sabía que tenía que pasar algún día. Las personas condenadas a cadena perpetua no solían quedarse en la cárcel hasta morir.
—Lo entiendo, querida —asintió la señorita Burns. Un centímetro de ceniza cayó de su cigarrillo y aterrizó sobre la falda. La sacudió distraída—. Ha sido una prisionera modélica.
—Nunca la he visitado, ¿sabes? —dije—. Ni siquiera supe que estaba en la cárcel hasta que tuve catorce años. Charles y Marion me dijeron que se había ido a Australia cuando murió mi padre. Y dijeron que él había muerto en un accidente de coche.
»Cuando tuve doce años y descubrí que Australia estaba en el mismo planeta —una niña de mi clase y su familia se habían ido a vivir allí— supe que debía de haber algo muy raro para que mi madre no viniera nunca a casa. Pero no pregunté a Charlie ni a Marion sobre ello. Quizá sospechaba que había una buena razón para esconder la verdad y era preferible que no lo supiera.
—Dijo expresamente que no quería que la vieras en la cárcel, Pearl.
Yo no podía entenderlo. Pasaron otros dos años antes de que Charles me dijera la verdad. Me había enseñado una carpeta llena de recortes de periódicos sobre el proceso, la dejó en una estantería bajo las escaleras y me dijo que podía mirarla todas las veces que quisiera. Leí el contenido unas cuantas veces a lo largo de los años. Nunca dejó de horrorizarme. Estaba leyendo acerca de mis padres.
La señorita Burns encendió un tercer cigarrillo.
—Tengo que dejar esto —murmuró—. Será mejor que te vayas, Pearl. No dudes en venir a verme si necesitas hablar con alguien. Llámame a casa si no es en horario escolar.
—Gracias, puede que lo haga —dijo, sabiendo que nunca lo haría. Siempre me había sentido un poco insegura respecto a mi relación con la mujer que era la directora del colegio donde yo enseñaba y la mejor amiga de mi madre. Cuando yo era pequeña, Cathy Burns había sido prácticamente un miembro de la familia. Me había acunado sobre sus rodillas, me había leído, me había enseñado a jugar a
snap
y a otros juegos de cartas. Los domingos, mientras mi madre hacía la comida, la tía Cathy me llevaba a Sefton Park a ver el valle de las hadas; yo vivía en otra parte de Liverpool entonces. Cuando hablábamos actualmente, yo trataba de encontrar un término medio entre ser demasiado amistosa y no lo suficiente.
Más tarde, aquel mismo día, en mitad del caos de una clase de artesanía, entró la secretaria de la señorita Burns y me entregó una nota en un sobre cerrado. Ponía: «Charlie ha llamado y ha preguntado por ti. Le dije que ya sabías lo de Amy. Dijo que te vería esta noche».
Siempre llegaba la primera a la casa de mis tíos en Aintree, a las afueras de Liverpool. Charles, hermano de mi madre, trabajaba como delineante para la Compañía Eléctrica Inglesa en East Lancashire Road. Marion, su mujer, era secretaria en el mismo lugar. Allí se habían conocido hacía más de treinta años, cuando eran adolescentes. No tuvieron hijos.
En cuanto entré, lo primero que hice fue sacar la carpeta de debajo de las escaleras, sentarme en el suelo y leer todo. Había docenas de fotografías de mi sumamente fotogénica madre e igualmente atractivo padre, a quien decían que me parecía. Pero cuando miré de cerca la foto de la boda de mis padres, en 1939, no pude ver semejanza alguna entre aquel joven moreno y yo. Mis padres sonreían ampliamente, como si todo el asunto fuera una gran broma. Tres meses después de que se tomara la foto, Barney Patterson se había incorporado al Ejército y lo habían destinado a Francia.
«Barney Patterson, treinta y dos años, que pasó casi cinco años de guerra en un campo de prisioneros alemán, fue brutalmente asesinado por su esposa de veintinueve años...» Eso era del
Daily Sketch.
La mayoría de los periódicos decía lo mismo. Algunos se referían a mi padre como a un «héroe de guerra», otros subrayaban que había sido «cruelmente asesinado». El hecho de que hubiera sobrevivido a la guerra en Francia y al campo de prisioneros, para morir a manos de su mujer, se repetía más de una vez. Hubo peticiones para que ahorcaran a mi madre. Hubo una a favor y otra en contra. Las discusiones florecían en las secciones de cartas al director entre los que apoyaban y los que se oponían a la pena de muerte.
La acusada se había negado a dar una explicación de por qué había hundido un cuchillo de pan en el vientre de su marido. Su amiga, Catherine Burns, testificó que Barney Patterson acusaba constantemente a su mujer de tener aventuras con otros hombres.
—¿Estuvo alguna vez presente cuando esto ocurría? —había preguntado el fiscal.
—No, pero Amy me lo contó —había respondido la señorita Burns—. Una vez tenía un gran chichón en la frente y supe que se lo había hecho Barney.
—¿Vio a Barney hacerlo? —preguntaron a la testigo.
—Bueno, no. Pero lo sabía.
En lo que se describió como un «sorprendente desarrollo de los hechos», la madre de la víctima subió al estrado y anunció que su nuera había tenido una larga relación con su marido, Leo. Tanto la acusada como Leo Patterson «negaron categóricamente» los cargos. De todos modos la acusación allí quedó, y la idea de que Amy Patterson tuviera una relación con su suegro mientras su joven marido estaba luchando por su país hizo que los sentimientos del tribunal se volvieran en su contra. Hasta entonces, yo tenía la impresión de que habían sido más bien favorables.
El proceso acabó en la Pascua de 1951, casi veinte años antes del día en que yo estaba sentada en el suelo de la casa de mi tío leyendo sobre él. Amy Patterson fue sentenciada a cadena perpetua. La madre de la víctima dijo que pensaba que su nuera había salido demasiado bien parada. «Merecía que la ahorcasen», sentenció la señora Patterson con lágrimas en los ojos, según el
Daily Express.
Había una foto en el
Evening Standard,
tomada en 1961, de Amy Patterson a los cuarenta años. Mostraba a una mujer anodina, irreconocible, que llevaba una prenda parda que parecía un delantal con mangas.
Lo volví a meter todo en la carpeta y la dejé de nuevo en su sitio bajo las escaleras. No sé por qué, pero sólo lo leía cuando Charles y Marion no estaban.
En la cocina, había una nota de Marion pegada a la nevera en la que decía que encendiera el horno a las cinco menos cuarto: «Hay un guiso de cordero dentro». Mi reloj marcaba las cinco y cuarto. Marion se molestaría. Le gustaba que las cosas se hicieran a tiempo. Decidí decirle que había llegado tarde a casa y ocultarle que había estado leyendo los recortes sobre el proceso de mi madre, para que no se irritara. Marion se enfadaba con mucha facilidad.
Puse la mesa y herví agua para el té; después subí, me quité el jersey verde botella y la falda beis que había llevado a la escuela y me puse mis nuevos pantalones campana y una blusa color crema.
Los pantalones me producían una sensación extraña al chocar contra las piernas, pero quedaban bien cuando examiné el efecto en el espejo. Me sentaban bien. Era alta, muy delgada, y tenía el pelo de mi padre, muy liso y abundante. También había heredado sus ojos castaños, pero tenía la cara más redonda y mis rasgos eran muy diferentes, al menos eso me parecía a mí. La mayoría de la gente pensaba que tenía buen aspecto; no decían que fuera guapa, ni adorable, ni hermosa. Yo no sabía si sentirme halagada o no.
Después iba a ir al cine con mi amiga Trish a ver
Si quieres ser millonario, no malgastes el tiempo trabajando,
protagonizada por Peter Sellers. Sólo íbamos porque Ringo Starr tenía un papel; aún seguíamos locas por los Beatles.
Puse un LP de Simon y Garfunkel —no tenía humor para rock'n'roll— y me tumbé en la cama con las manos detrás de la cabeza, escuchando
Puente sobre aguas turbulentas.
Trish pronto se marcharía definitivamente de Liverpool. Ian, su novio, volvería en breve de Kuwait y se iría a trabajar a Londres. Al cabo de un mes se casarían y Trish se trasladaría a Londres para vivir con él. Tendría que buscarme una nueva amiga, cosa no muy fácil a los veinticinco años. En cualquier caso, no se me daba bien «encontrar» amigas. Las que había tenido antes habían surgido del modo natural en que surgen normalmente las amigas. Por ejemplo, a Trish la conocí cuando teníamos dieciocho años y aprobamos al mismo tiempo el examen de conducir. Nos fuimos a un
pub
a celebrarlo. Ahora Trish estaba a punto de tener un marido y posiblemente una familia, como mis otras amigas. En cuanto a mí, no tenía intención de casarme. ¡Con lo que les había pasado a mis padres! Pero ¿deseaba realmente quedarme soltera y sin hijos? Tampoco estaba segura de eso.
La habitación se llenó de pronto de la luz del sol, iluminando el humor lúgubre que amenazaba con invadirme; siempre era así cuando pensaba en el futuro. Había cesado de llover. Me levanté de la cama y me acerqué a mirar por la ventana. Las hojas húmedas y la hierba empapada relucían al sol, tanto que casi me cegaban. Sentí que se me ensanchaba el corazón al verlo. Pronto sería primavera, auténtica primavera, no sólo una fecha en el calendario cuando se consideraba que la estación debía empezar, aunque no hubiera la menor señal de ella. Abrí la ventana y habría jurado que podía oler los capullos que todavía no habían florecido y los brotes que aún no habían aparecido en los árboles.
Abajo, se abrió la puerta principal y Charles gritó:
—¿Estás ahí, cielo?
—Sí.
Corrí escaleras abajo y lo besé. Mi tío parecía cansado, pero últimamente siempre lo parecía. Era un hombre de aspecto agradable con un atractivo añejo. Muy pronto tendría todo el pelo canoso. Y las arrugas de sus mejillas cada vez eran más profundas. Lo besé de nuevo. Quería a mi tío tanto como si fuera mi padre.
Había habido muchas situaciones desagradables después de que mi madre se fuera. La señora Patterson, mi abuela por parte de padre, insistió en que tenía derecho a educar a la hija de su hijo.
—¡He perdido a mi hijo y ahora estoy a punto de perder a mi única nieta! —había gritado. Yo estaba sentada en las escaleras de esta misma casa escuchando, sabiendo de qué iba la discusión, aterrorizada de que me pudieran mandar a vivir con aquella mujer hermosa, de ojos y carácter ardientes, a quien mi madre había odiado, según Cathy Burns: «y tenía buenas razones para ello, Pearl». Por «ello» supuse que se refería a las cosas que la abuela Patterson había declarado durante el proceso.
Charles había dicho cortésmente que la señora Patterson sería bienvenida cuando quisiera visitar a su nieta, pero que la madre de Pearl había solicitado que fuera educada por él y su mujer; un documento legal lo demostraba. La señora Patterson había amenazado con llevar el asunto a los tribunales y Charles le había contestado que no tenía nada en que apoyarse. A los cinco años aquella respuesta me había parecido extraña.
Entonces, llamaba a mi madre «mami».
—Mami, ¿puedo beber agua?
—Mami, quiero hacer un dibujo.
Mi madre extendía un periódico sobre la mesa y traía las pinturas, el papel y un tarro con agua para que mojase el pincel.
—¿Qué vas a pintar, cariño? —preguntaba.
—A ti, mami. Te voy a pintar a ti.
Cuando recordaba lo mucho que había querido a mi madre, sentía cómo las lágrimas acudían a mis ojos.
Como había dicho Hilda Dooley aquella mañana, era bonita. Tenía una boquita de piñón, ojos azules, una nariz perfecta y una nube de pelo rubio y rizado. Algunas personas decían que era «tan bonita como una caja de bombones». A mí aquello me parecía halagador, pero hasta que crecí no me di cuenta de que insinuaba que no había profundidad en el aspecto de mi madre, que era superficial. Aun así, todo el mundo la miraba cuando salíamos, sobre todo los hombres, que se volvían y se fijaban en sus piernas. Entonces me intrigaba que los hombres miraran las piernas de una mujer cuando su cara era mucho más bonita y más interesante.
Charles me sostuvo junto a sí un minuto. Dijo:
—Marion no tardará. Recogió ropa de la tintorería a la hora de comer y la está sacando del coche —sonrió—. No se fía de que lo haga yo. Por lo visto, este viejo torpe la arruga. —Me dio un apretón cariñoso—. Hablaremos más tarde de lo que ya sabes.
Marion apareció con dos trajes de invierno sobre el brazo. Era una mujer guapa, con rasgos aristocráticos y pelo negro como ala de cuervo, que se teñía desde que le salió la primera cana. Tenía cincuenta y dos años, la misma edad que Charles. Era raro que sonriera. Aquella noche parecía especialmente molesta, aunque no hubiera muchas razones para ello. La más mínima cosa podía ponerla de mal humor.
—¿Pusiste el guiso a tiempo? —preguntó.
—Lo siento, tuve que quedarme un poco más en la escuela, así que llegué tarde —mentí—. Es el último día del trimestre, ya sabes, pero lo puse a y cuarto.
Suspiró.
—Oh, bueno, no me importaría sentarme y tomar una taza de té antes de cenar. El viaje hasta casa ha sido terrible. Cada vez hay más tráfico. Hace años, Charles y yo solíamos ir y venir en bicicleta al trabajo y nos llevaba menos tiempo que el que tardamos ahora en coche. No sé por qué es siempre peor los viernes.
—Supongo que porque la gente se va a casa el fin de semana —dijo Charles mansamente.
Su mujer le lanzó una mirada incendiaria, pero Charles estaba acostumbrado a ellas y se limitó a sonreír. Marion no lo hacía adrede. Tras su aspecto severo, era muy buena y tenía arranques de auténtica ternura. Aunque quizá no quisiera tanto a mi tía como a Charles, el amor no me había faltado durante los años que había pasado en la casa de Aintree.
—¿Hay té hecho? —preguntó ahora Marion.
—Bueno, el agua del calentador ha hervido. Siéntate un minuto y lo haré.
Cuando entré en la salita con la bandeja del té, Charles y Marion estaban hablando de mi madre.
Charles me miró.
—Alguien en el trabajo habló de su liberación. No sabían que era su hermano. Llamé a Catherine Burns y ella me dijo que ya lo sabías.
—Una compañera lo leyó en el periódico en la sala de profesores.
—Supongo que fue una impresión terrible —comentó Marion amablemente.
—Aún me siento atontada. No puedo imaginármela cerca... Mi propia madre...
Marion dijo rápidamente:
—No querrá venir a vivir aquí. Tu madre y yo nunca nos llevamos bien.