Unos minutos más tarde llegó la tetera que había pedido, pero no había señal alguna de Barney. Una pareja de sesenta y tantos años estaba sentada en la mesa de al lado. La mujer comentó:
—La verdad, creo que deberíamos marcharnos hoy a casa, querido, para que podamos ayudar a Sally a preparar a los niños para que se vayan a casa de la tía Alice. Le costará mucho trabajo arreglárselas sola con los cinco.
—Tienes razón, Flora. Después de que acabemos de desayunar, haremos las maletas y cogeremos el primer tren que salga de Waterloo. Mañana puede haber muchísimo jaleo.
Barney volvió. No habló, sólo parecía triste. Amy le sirvió el té.
—¿Qué va a pasar mañana? —preguntó—. El hombre de la mesa de al lado dijo que podía haber muchísimo jaleo, pero creo que estaba hablando de los trenes.
—¿De verdad quieres saberlo?
Amy suspiró.
—Sí —ya no podía seguir ignorando la guerra. Era infantil pretender que la amenaza no existía.
—El Gobierno ha ordenado que la evacuación de los niños empiece mañana por la mañana —Barney desdobló su servilleta de lino y se la colocó sobre las rodillas—. Puede que no sea mala idea marcharnos por la mañana en lugar de esperar a la hora del té. Las carreteras pueden estar muy atascadas. No ha sido una gran luna de miel, ¿verdad, Amy? —añadió pesaroso—. Te diré una cosa se le iluminaron los ojos castaños—: un día de estos volveremos a Londres una semana entera. ¡O podemos incluso ir a París! Tendremos una luna de miel como es debido, ya verás.
Habían planeado pasar el día haciendo turismo, pero Amy había perdido el interés.
—Podemos hacerlo en otra ocasión. Preferiría ver tiendas antes que el palacio de Buckingham y las Casas del Parlamento — comentó cuando salieron del hotel—. Me gustaría comprarles un regalo a mamá, a Jacky y Biddy y a Harry... y a Cathy. —Se dio cuenta de que hacía años que no veía a la amiga a la que solía ver todos los días de la semana—. Le llevaré algo realmente bonito.
A Barney le gustaba ir de compras tanto como a ella y accedió rápidamente. Dijo que le gustaría comprarse un traje nuevo para la boda del sábado.
—Me apetece uno gris claro con raya blanca. Charlie no irá de diario, ¿no?
—¡Por Dios, no! —rio ella—. También se ha comprado un traje nuevo. Es liso, de color azul oscuro.
—Vamos a comprar tus cosas antes. —Le pasó el brazo por el suyo—. ¡Oh!, y tenemos que comprarte un regalo, cariño, un recuerdo de Londres. ¿Qué tal un anillo de compromiso? No he llegado a comprarte uno. Lo siento, pero nuestra luna de miel se está convirtiendo en un desastre.
—No es verdad. He disfrutado cada minuto. Estoy contentísima de haber venido y me encantaría tener un anillo de compromiso. —Se detuvieron en Park Lane para darse un beso largo y tierno. Formaban una pareja que llamaba la atención: Barney tan alto y elegante con su traje marrón de verano, y Amy tan bonita como un cuadro vestida de verde esmeralda. Los que pasaban los miraban con una sonrisa divertida o desagradable, dependiendo de su humor. Unas cuantas personas se preguntaron si no los habrían visto en una película de Hollywood.
Cuatro horas más tarde comieron en el restaurante de la última planta de John Lewis. Amy contemplaba el anillo, un diamante solitario, en el dedo corazón de la mano izquierda. Le daba vueltas sin parar a la mano, admirando el modo en que relucían las facetas de la joya. Satisfecha, volvió su atención a los regalos que había comprado: un bolso de piel de serpiente para mamá, dos bolsos de cuero liso para sus hermanas y una preciosa blusa de encaje color marfil para Cathy, que era lo bastante elegante como para ir a bailar, pero lo suficientemente sencilla como para llevarla al trabajo.
—¿Qué le compramos a Harry? —preguntó. Le gustaba de verdad su cuñado. Quedaban para cenar en el centro todos los domingos por la noche.
Después de mucho dudar, decidieron comprarle un portaminas con su caja negra. Tenía una goma escondida dentro de la tapa de rosca y un recambio de minas.
Amy insistió en coger un autobús rojo para volver al hotel a dejar los paquetes.
—Nunca he ido en autobús. En casa vamos a todas partes en tranvía.
Barney compró el
Evening Standard
para poder mirar la cartelera y decidir qué película ver aquella noche, la última que iban a pasar en Londres.
—Han movilizado a la flota, amigo —dijo el quiosquero. Era un robusto joven pecoso de apenas un metro cincuenta de alto—, todavía no sale en el periódico; me lo acaban de decir.
A Amy le dolían los pies. Cuando llegaron a la habitación del hotel, decidió darse un baño mientras Barney leía el periódico. Vació el frasquito de sales de baño de cortesía en el agua humeante, se metió en la bañera y se durmió inmediatamente.
Cuando despertó, se envolvió en una toalla blanca gigantesca y encontró a Barney dormido en la cama. Se había quitado la chaqueta y el chaleco y se había aflojado el cuello de la camisa. Yacía de lado, en posición fetal, con una mano extendida sobre la almohada.
Amy se acostó junto a él. Entrelazó los dedos con los suyos, pero él no despertó, se limitó a suspirar.
—¡Oh!, Barney —susurró ella. Lo amaba tanto que le dolía, le dolía de verdad, se le hacía un nudo en la garganta... y en el corazón. Era cierto que en el corazón se podía sentir un nudo.
Él abrió un ojo —el otro estaba oculto por la almohada—, agarró la toalla y tiró de ella. Hicieron el amor. No fue nada tierno, sino ferozmente apasionado y lleno de ira amarga por lo que iba a ocurrir al día siguiente, o al otro, o al otro. El mundo estaba a punto de ponerse boca abajo y del revés, no sólo para ellos, sino para todo el país, y posiblemente para todo el planeta.
No me apetece ir al cine —dijo Amy más tarde, cuando Barney empezó a leer en voz alta las películas que daban en Londres aquella noche. Ni siquiera
Caballero sin espada,
con James Stewart, su actor favorito, le atraía—. No podría concentrarme. Vayamos a algún sitio donde podamos hablar.
—Podemos hablar mientras caminamos —propuso Barney con una sonrisa.
Pasearon del brazo por Park Lane hasta Piccadilly. En Piccadilly Circus contemplaron las brillantes luces que se encendían y se apagaban, después se sentaron en los repletos escalones de Eros y cantaron
Mantened encendido el fuego del hogar
y
Hay un largo camino a Tipperary
con un coro improvisado. Autobuses, coches y taxis circulaban despacio a su alrededor haciendo sonar las bocinas, como si eso hiciese que el tráfico fuera más rápido.
Se veían bastantes hombres de uniforme, casi todos jóvenes. Muy pronto Barney tendría un uniforme, posiblemente la semana siguiente. Juró que si sus papeles de incorporación a filas no habían llegado cuando regresaran a casa, acudiría a la oficina de reclutamiento como voluntario. Amy se agarró a su brazo. No estaba siendo nada valiente. Lo único que deseaba era llorar.
A la mañana siguiente, después de desayunar temprano, Amy y Barney salieron del hotel con su equipaje a esperar que les trajeran el coche.
—Volveremos algún día —prometió Barney, besándole la nariz cuando ella subió al Morris junto a él.
Sólo llevaban circulando unos minutos cuando se dieron cuenta de que tenían que haber salido antes. El tráfico estaba prácticamente parado. Les costó casi media hora, avanzando centímetro a centímetro, llegar al final de Park Lane. Parecía que todo el mundo estuviera ansioso por abandonar Londres antes de que la guerra empezara oficialmente. Los coches iban cargados de equipaje. Los niños del coche de delante iban arrodillados y les hacían muecas grotescas, pero Amy, que normalmente habría disfrutado haciéndoles muecas a su vez, no se sentía con ánimos.
Tardaron casi tres horas en llegar a las afueras de la ciudad, donde el tráfico ya no era tan intenso, aunque seguía siendo abundante, y a los coches se les unían los autocares cargados de niños que evacuaban al campo.
—Deberíamos habernos ido a casa ayer —dijo Barney por quinta o sexta vez.
—¿Dónde estamos? —preguntó Amy al cabo de una hora.
—No tengo ni idea. —Parecía desconcertado—. Creo que han quitado algunas señales de la carretera.
Poco después pasaron junto a una estación de tren y Amy le pidió que parara. Necesitaba ir urgentemente al servicio porque había bebido demasiado té aquella mañana. Barney también había bebido mucho: salió de la estación al mismo tiempo que ella.
—Es peor en los trenes que en las carreteras —contó cuando reemprendieron la marcha—. Me lo acaba de decir un tipo. Todos están apretujados como sardinas en lata. Al menos tenemos un sitio donde sentarnos.
Una hora más tarde se acercaban a Oxford y Barney sugirió que se pararan a beber y a comer algo.
—Hay un
pub
no muy lejos. Ya debería estar abierto.
Amy estaba deseando hacer una parada. Fue un alivio salir del atasco y detenerse frente al Malted Loaf, que acababa de abrir. Se llevaron sus bebidas y un plato de sándwiches de jamón al soleado jardín y se sentaron en un banco junto a una mesa rústica de madera, tan lejos del ruido del tráfico como les fue posible. Eran los únicos clientes. Cerca, una abeja zumbaba insistentemente, y se podía ver a un hombre a través de un seto de espino cortando el césped con una guadaña. Era una escena tan pacífica que costaba creer que el país estuviera dominado por el pánico.
Otra pareja salió al jardín. El hombre agitó la mano y gritó:
—¿Lo han oído? Hitler ha invadido Polonia. Varsovia ha sido bombardeada. En todos los sentidos, este país está en guerra con Alemania.
Camiones pintados de color caqui se habían sumado al tráfico, algunos cargados de soldados, contribuyendo a aumentar el caos. Había veces en que todo se detenía y se tardaba muchísimo en arrancar de nuevo porque un vehículo se había estropeado más adelante. Policías en bicicleta pedaleaban entre las filas de coches, camiones y autocares, tratando de organizar un poco aquel maremágnum. Estaban desviando el tráfico hacia carreteras comarcales bordeadas de árboles, apenas lo suficientemente anchas para que pudieran pasar dos vehículos. En determinado lugar, un montón de niños comía sobre la hierba mientras salía vapor del capó de su autocar. Había pasado la hora del té y muchas familias habían metido los coches en prados y habían levantado tiendas, seguramente para pasar la noche allí.
—Eso nos vendría bien —murmuró Barney—, una tienda. No creo que lleguemos a Liverpool esta noche. Estamos a mitad de camino. Cuando lleguemos a Coventry quizá deberíamos buscar un hotel y quedarnos allí hasta mañana por la mañana.
—Pero ¿y la boda de Charlie? —Amy se echó a llorar.
—Lo había olvidado. —Se limpió la cara blanca y agotada con la manga de la camisa y suspiró de cansancio.
A Amy le dolían mucho los hombros. Le habría encantado pasar la noche en un hotel, pero no podía perderse la boda de su único hermano. Mamá se disgustaría muchísimo y Marion nunca la perdonaría. Sugirió que cuando llegasen a Coventry, se detuvieran sólo unas horas.
—Cenemos como es debido —dijo con más alegría de la que sentía—. Ya descansaremos después. Seguramente las carreteras no estarán tan colapsadas cuando sea de noche. Llegaremos dentro de unas horas. —Estaba impaciente por verse en su piso.
El
fish and chips
de los alrededores de Coventry era un lugar sin comodidades, pero la comida estaba deliciosa: las patatas, crujientes por fuera y blandas por dentro; el pescado, blanco y fresco, y el rebozado, tan ligero como el aire. Lo tomaron con té con leche.
Barney volvía a parecer el mismo cuando acabaron. Caminaron unos minutos para estirar las piernas. Amy sentía como si le fueran a fallar las rodillas. El tráfico había disminuido de forma considerable mientras cenaban y se estaba haciendo de noche rápidamente; tan de noche que había en el ambiente algo antinatural, casi fantasmagórico. Amy se dio cuenta de que no se veía una luz en ningún edificio, y ni siquiera habían encendido las farolas de la calle. Los coches avanzaban con los faros tapados con papel negro, dejando sólo una rendija para que saliera la luz. Ella se lo indicó a Barney, que se echó las manos sobre la cara y gruñó:
—¡Mierda!
—¡Mamey! —Ella nunca le había oído decir palabras malsonantes.
—Lo siento, cariño, pero ha empezado el apagón. Había olvidado que era hoy. Debería haber hecho protectores para los faros.
—¿Quieres decir que no podemos llevar los faros como es debido? —Con los faros apagados no podrían ver hacia dónde iban. En ese momento, en una carretera flanqueada de tiendas y casas, la noche se estaba volviendo cada vez más negra y costaba distinguir los contornos de los edificios contra el cielo oscuro. En cuanto llegaran al campo, sería imposible avanzar.
—Encontraremos un hotel para pasar la noche —dijo desanimada—. Si salimos mañana muy temprano, tal vez lleguemos a tiempo a la boda. Si no, mala suerte.
Con qué gente más curiosa se estaban casando sus hijos, pensaba Moira mientras iba sentada en el taxi sintiéndose como la reina de Inglaterra. Era el primer viaje en taxi que hacía en su vida.
Amy llevaba casi tres meses casada y nadie había hablado de conocer a los padres de Barney. A Moira no le gustaba insistir, pero le parecía que sería agradable que fueran amigos. Se podían invitar unos a otros en Navidad, aunque sólo fuera para tomar una copa, y celebrar juntos los cumpleaños de sus hijos. Esperaba que Amy no se avergonzara de su madre.
Ese día había sido la boda de Charlie, y qué día más bonito, por cierto: muy soleado, y la temperatura, perfecta. Había ido a la iglesia de la Santa Cruz en Scotland Road con Jacky y Biddy, esperando conocer al menos a algunos miembros de la familia de Marion. Sus padres habían muerto, pero seguramente habría alguna hermana y otros parientes. Pero los únicos invitados eran la familia de Charlie y un puñado de gente que trabajaba con Marion en English Electric.
A Moira le hubiera gustado haber invitado a la boda a sus hermanas que vivían en Irlanda, y también a algunos parientes de Joe a los que todavía seguía viendo. A su amiga, Nellie Tyler, le habría encantado ir, y habría sido un detalle llamar a Cathy Burns, que era una chica muy amable y Amy la había dejado tirada. Había pensado incluso que Jacky y Biddy fueran las damas de honor, un gasto que no le habría importado hacer. Pero no se habló de nada de eso, ni de invitar a más familiares cercanos de Charlie.