—¡Oh, aquí estás! —Cathy parecía encantada de verla. ¿Se podía ser una amiga mejor?
—¿Por qué no has ido a la escuela? —preguntó Amy.
—Porque es sábado y luego vamos a ir al centro. ¿Lo has olvidado? Querías comprarle a Gary el equipamiento del Everton. ¿Quieres un té?
—Varias tazas, por favor. —Ya se sentía mejor. No era sólo Cathy, sino la idea de ir de compras. Siguió a su amiga a la cocina—. Creo que me compraré otro bolso. Sólo tengo uno.
—A mí tampoco me importaría tener otro. Hace tiempo que no me compro uno.
—Te compraré uno —prometió Amy.
—No hace falta —protestó Cathy.
—Si te comprara uno de oro macizo, no sería suficiente para compensar todo lo que has hecho por mí, Cathy —dijo Amy con un nudo en la garganta.
—No te me pongas sentimental. —Cathy parecía avergonzada.
Amy se rehízo. Si no tenía cuidado, volvería a echarse a llorar.
Llovió durante la mayor parte del tiempo que estuvieron en el centro. Corriendo de tienda en tienda: de Lewis a Owen Owen y de allí a George Henry Lee, donde comieron. Amy no dejaba de pensar en Pearl, que iba a salir ese día con Steven Conway Confiaba en que no hiciese ninguna tontería. Se lo dijo a Cathy, que le aseguró que Pearl tenía la cabeza muy bien amueblada.
—Es una chica sensata. Deja de preocuparte.
—No puedo evitarlo. Espero que Rob no descubra que está con otro hombre. Quizá debería haber hablado con ella antes de que fuera a ver a Steven. Llamaré a Charlie.
—¡Mírate! —se burló Cathy—. No llevas en casa ni una semana y ya eres una madre metomentodo.
—Oh, de acuerdo. No llamaré.
No se sorprendió en absoluto cuando, no mucho después del té, aparecieron Leo y Harry, como solían hacer casi todas las noches. Harry aún no había invitado a Cathy a salir.
—¿Qué hacíais antes de que yo volviera a casa? —preguntó.
Leo dijo que, como era sábado, habría estado haciendo algo en el Rotary Club.
—Siempre hay algo que hacer allí.
Harry dijo que habría estado en el bar de su club de golf después de un duro día de juego.
Amy arqueó las cejas.
—¿Con lluvia?
—Sobre todo si llueve: los verdaderos golfistas prefieren jugar cuando está lloviendo.
Cathy, ocupada en poner un disco de Frank Sinatra, dijo que si Amy no estuviera allí, estaría en el teatro con unos amigos.
—Un montón de amigos que he descuidado desde que reapareciste en escena, Amy Patterson.
—Muy pronto nos hartaremos de ti —bromeó Leo—. Nos rogarás que vengamos a verte.
Amy admitió que seguramente sería así.
Más tarde sugirió que llamaran a Rob y a Gary. Estaba deseando darle al niño el uniforme del Everton.
—¿Sabes su número de teléfono? —preguntó a Cathy.
Cathy no lo sabía, pero sabía que Rob vivía con su hermana en Seaforth. En la guía de teléfonos encontró una E. Finnegan que vivía en Sandy Lane, y un sorprendido Rob prometió que iría enseguida.
—¿Qué ocurrirá si Pearl trae a Steven Conway y Rob sigue aún aquí? —planteó Cathy.
—¡Ay, Dios, no se me había ocurrido! Pero Steven toca esta noche en The Cavern, así que terminará muy tarde y Rob ya se habrá ido.
Gary tenía la cabeza en la película que habían ido a ver,
La bruja novata.
Amy opinó que le parecía que tenía que ser estupenda. Después del cine, él y su padre habían ido a merendar a un Wimpy.
—Me comí una hamburguesa con salsa por encima —contó—, y patatas fritas muy pequeñas, y un helado rosa.
—Me encantaría merendar eso.
—Mi padre te llevará la semana que viene si quieres —dijo el niño generosamente—. No nos habremos ido todavía a Canadá, ¿no, papá?
—No, hijo. Aún faltan semanas. —Rob se volvió hacia los demás, con la cara resplandeciente por las buenas noticias—. He recibido una carta esta mañana —explicó—. Era del tipo con el que trabajé en Uganda. Su hermano se ha hecho cargo de una empresa de electrónica en la isla de Vancouver y quieren que yo sea el director de seguridad. Empezaría en agosto.
Hubo un coro de felicitaciones. Leo le estrechó la mano de Rob y lo palmeó en el hombro. Amy se preguntó qué pasaría entonces con Pearl. ¿Querría Rob que se fuera con él? ¿Iría ella si él se lo proponía? ¿O habría decidido que Steven era el hombre que le convenía? Quizá no le conviniera ninguno de los dos.
Le dio a Gary su regalo. Él dijo solemnemente:
—Muchas gracias, Amy.
Ella lo ayudó a ponerse la camiseta allí mismo, y él le preguntó si por favor podía jugar en el jardín.
—Está lloviendo, cielo —repuso ella.
—No, acaba de salir el sol.
—¡Es verdad! —Lo cogió de la mano—. Saldremos todos, ¿de acuerdo?
El jardín de Cathy estaba todo pavimentado menos una franja con pequeños arbustos y árboles. Amy sacó una silla de lona del garaje y observó a Gary dando patadas a un balón de fútbol invisible y marcando goles en una portería también invisible.
La tierra olía a fresco y las losetas del pavimento ya estaban adquiriendo unas manchas secas que eran mayores por momentos. El sol era de un rojo brillante y apenas había una nube en el cielo azul oscuro. Era como si el mundo hubiera cambiado, y nadie lo apreció más que ella, ni fue tan consciente de las vistas, los olores y el maravilloso sabor de la libertad.
Rob y Leo salieron al jardín, y ella les dijo dónde estaban las sillas. Cathy subió el volumen de la música —Tony Bennett había sustituido a Frank Sinatra— y salió de la casa acompañada por Harry. A Amy le sorprendió que empezaran a bailar. Cathy no podía dejar de soltar risitas.
Llegó Charlie, un poco molesto porque se lo estuvieran pasando tan bien sin él.
—Sabes que siempre eres bienvenido, Charlie —le aseguró Cathy—. No tienes que esperar a que te invitemos. ¿Dónde está Marion?
—Ocupada. —Charles se encogió de hombros.
Gary dijo que estaba cansado, y Amy lo cogió en brazos y escondió la cara en su camiseta azul del Everton. Aquel niño necesitaba con urgencia una madre.
Entonces, de repente, mucho antes de lo esperado, apareció Pearl, que había entrado por el lateral de la casa y estaba de pie en la entrada al jardín. Amy contuvo la respiración. Tenía la sensación de que iba a ocurrir algo importante. Y así fue.
Rob se levantó y caminó hacia su hija, y una luz brilló en los ojos de Pearl mientras esperaba a que llegase hasta ella. Se abrazaron, Rob le susurró algo, Pearl contestó con otro susurro y Amy supo que todo iba a ir bien.
Tres bodas.
La de Cathy fue la primera. Llevaba un vestido de encaje azul y una pamela; Harry, un traje color hueso. Se casaron en el Registro Civil, porque Cathy no pensaba que casarse en una iglesia católica importase mucho en esos días. Asistieron sus cuatro hermanas y sus cinco hermanos junto con sus cónyuges y una buena representación de los veinticuatro hijos que tenían entre todos. Fue un triunfo del feminismo, pensó Amy, que la novia pidiera la mano del novio. La pareja se marchó inmediatamente a embarcarse en un crucero alrededor del mundo. Una directora suplente se iba a hacer cargo del puesto de Cathy hasta que ella volviera.
No estaba segura de que la boda de Hilda Dooley con Clifford Thompson no fuera un triunfo del feminismo aún mayor. Que ella supiera, Clifford se casaba con Hilda para tener un lugar donde vivir, y ella para tener el título de señora. Ah, y además estaba embarazada, ¡pero Clifford no lo sabía!
Pearl y Rob se casaron la última semana de julio. Amy nunca olvidaría la visión de su encantadora hija caminando por el pasillo de la iglesia del Santo Rosario del brazo de Charlie hasta donde esperaba Rob para tomarla en matrimonio. Aquello compensó todo lo que le había ocurrido antes: la pérdida de la libertad; el dolor que había soportado; la ignominia que había caído sobre ella; la vergüenza que había sentido por un crimen que no había cometido.
No tuvieron luna de miel: no había tiempo antes de que se fueran a Canadá. En lugar de ello, cuando acabó la recepción, la pareja recién casada y Gary fueron a casa de Cathy, donde Amy estaba viviendo sola, para pasar sus últimos días en Inglaterra.
Y ahora un taxi estaba esperando al final del sendero; era hora de que se fueran. Leo, Charlie y Marion estaban allí para despedirlos. Los hombres se estrecharon las manos y se abrazaron brevemente. Gary corría de uno a otro pidiendo besos, sobre todo a Amy, a la que adoraba. Pearl rodeó a Marion con los brazos y luego a Charlie, que se llevó a su mujer adentro cuando empezó a llorar desconsoladamente.
Amy se preguntó: ¿por qué nos estamos haciendo esto unos a otros? ¿Por qué no nos quedamos todos bajo el mismo techo y no nos separamos nunca?
Pearl se despidió de su abuelo.
—Adiós, cariño —dijo lloroso Leo.
—Mamá... —La palabra provocó en Amy unas ganas inmediatas de llorar, pero era Pearl la que estaba llorando a mares—. Oh, mamá, acabo de recuperarte y ahora tengo que irme.
—Pero nos volveremos a ver en Navidades, cielo. Nos veremos todos otra vez. No hay por qué llorar.
—Adiós, mamá.
—Adiós, cielo.
Rob ayudó a su flamante esposa a entrar en el taxi, donde los esperaba un Gary radiante.
—No quería que llorara —suspiró Amy mientras veía alejarse el taxi—. No quería que llorara tanto.
—Amy, querida —dijo Leo—, después de lo que hiciste por Pearl, podría llorar un océano de lágrimas y no sería suficiente.
Enero, 1972
Era una vista espectacular, increíblemente bella, pero a Amy le daba vueltas la cabeza. Era demasiado. Podía ver kilómetros y kilómetros, no tenía ni idea de cuántos; cientos, quizá. Pero no había ni un ser vivo a la vista, sólo el Pacífico infinito, que iba cambiando gradualmente de color, de reluciente plata a un rojo sangre, a medida que reflejaba el sol poniente.
Amy se removió en su asiento. El zumbido del motor del avión conseguía ser a la vez turbador e hipnótico. Era la segunda vez que volaba, y estaba al borde del pánico. Se concentró en la vista, pero la enormidad de aquello le aceleraba el corazón y le encogía el estómago.
El cielo era una paleta de pintor, mezclando colores hasta crear otros más pálidos, más brillantes, más mates, más oscuros. El sol se estaba derritiendo como una jalea dorada, cambiando de forma a cada segundo. Deseó cerrar los ojos ante la aterradora magnificencia de la visión, pero quizá no volviera a presenciar algo parecido en su vida. Le hacía sentir muy pequeña e insignificante, no más que una mota minúscula sobre la superficie de la tierra.
Entonces, de pronto, el sol desapareció, como si un dios impaciente hubiera decidido que era hora de que dejara de perder el tiempo y lo hubiera obligado a ocultarse por detrás del horizonte. Amy suspiró cuando cayó la noche en un instante sobre su parte del mundo, dejando un simple resplandor plateado donde había estado el sol. Pero después el resplandor desapareció y no quedó más que oscuro cielo y agua oscura, sin rastro de que hubiera habido nada más.
El hombre que estaba a su lado le dio un suave codazo.
—Quiere saber si desea tomar algo —dijo. Tenía acento canadiense.
Una bonita azafata esperaba el pedido de Amy.
—Sólo un té, gracias —contestó ella, y permitió que sus ojos se cerraran al fin.
Era enero y volvía a casa desde Canadá. La espléndida puesta de sol era un final adecuado para las cuatro últimas semanas. Había visto a sus hermanas, a sus maridos y sus familias por primera vez en veinte años. Jacky había tenido dos hijos más desde que había llegado a Canadá, y Biddy uno. Se había quedado una semana con Jacky y una semana con Biddy, y después se había trasladado a un hotel para estar cerca de Pearl —que estaba esperando un niño—, de Rob, de Gary y de Leo. Para asombro de todos, Charlie había conseguido convencer a Marion para que se uniera a ellos. Cathy y Harry habían interrumpido su crucero y habían cogido un vuelo desde Nueva Zelanda.
Amy casi llegó a creer que los años pasados en la cárcel habían merecido la pena a cambio de los emocionantes meses que había pasado tras ser liberada, y que culminaron con el tiempo que pasó en Vancouver. Tantos acontecimientos después de años de vacío... tanto amor...
Pensaba que, seguramente, antes de morir o antes de que las chicas se fueran a Canadá, su madre les había contado a sus hermanas la verdad sobre la muerte de Barney. Su afecto por ella seguía intacto; parecían comprender que se hubiera visto impulsada a matar a su marido, lo que era horrible, porque Barney no merecía morir. Pero había algo más, una mirada en sus ojos, o comprensión, admiración y más amor del que se merecía si realmente hubiese sido culpable de tan brutal crimen.
Su vecino le dio otro ligero codazo.
—Aquí está su té. —Bajó la mesita que había en la parte trasera del asiento de delante para que la azafata pudiera dejar la bandeja.
—Gracias. —Amy sonrió a ambos, sin verlos. Giró la cabeza y miró por la ventanilla, aunque estaba demasiado oscuro para ver nada, pero no quería que la distrajesen ni que los recuerdos de las vacaciones se desvanecieran.
¡Oh, Dios! Ahora estaba pensando en Barney. Si lo hacía durante demasiado rato, acabaría deshecha en lágrimas y todos los pasajeros la mirarían. Era hora de olvidar, de dejar de pensar en él y de desear que estuviera allí, preguntándose qué aspecto tendría, recordando su sonrisa, imaginando lo que diría. Era tan real en su cabeza que hasta pensaba lo que le respondería.
La Nochevieja, una semana antes, había sido muy triste. Amy imaginaba que todos se sentían como ella, que eso de reunirse había sido una experiencia única, que era muy poco probable que se volvieran a reunir todos los Curran y todos los Patterson. Había sido difícil organizar la reunión. Marion había tenido que pedir permiso en el trabajo, a Pearl no le resultaba fácil moverse, Leo era un hombre mayor, Harry tenía una empresa de la que ocuparse y Cathy una escuela.
Amy estaba volviendo definitivamente. Acababa de pasar una semana con Pearl en su confortable casita de Vancouver. Su hija esperaba el niño para la primavera y ella había prometido estar allí. Y Jacky y Biddy iban a ir sin duda a Liverpool a ver a su hermana una vez encontrara una casa. Hasta entonces viviría en casa de Cathy.
Habían sido unas vacaciones maravillosas. Pero ya habían acabado y ella no estaba segura de poder soportarlo.