—Si Barney se ha dado cuenta —le argumentó Amy a Leo—, lo mismo les pasará a otras personas. Eso no le hará ningún bien a la autoestima de Harry.
—Quiero que Harry y Barney dirijan la empresa —gruñó él—, pero Harry no demuestra mucha iniciativa. Le cuesta ponerse al día.
—Harry —dijo Amy con voz enfadada— estuvo en la guerra desde que empezó hasta bien acabada, cuando fue desmovilizado. Estuvo en Dunkerque y participó en los desembarcos del Día D. Luchó en el desierto y por toda Europa hasta que los alemanes se rindieron. Deberías estar orgulloso de él, en lugar de quejarte. Es tenaz. Hace lo que se propone. Si le cuesta ponerse al día, no importa, porque, al final, hará lo que tenga que hacer.
Leo rio.
—Usted, señora Patterson, es el ejemplo típico de persona joven vieja de mente. Lo recordaré y trataré a Harry con más respeto a partir de ahora.
Ella le lanzó una mirada furiosa, no muy segura de si estaba bromeando o no.
—Así lo espero, francamente —dijo con aire de amenaza, y él volvió a reírse.
Todo iba como la seda hasta la noche en que un hombre fue a ver a Barney. Hasta entonces, sus vidas habían adoptado una especie de patrón: comida con la familia de Barney y cena con la de Amy en fines de semana alternos. La gasolina seguía racionada, pero a los propietarios de coches se les suministraba una cantidad básica. Los vehículos se recuperaron de garajes y jardines donde se habían abandonado durante la guerra y se pusieron a punto para que pudieran volver a funcionar. Cada pocas semanas, Barney conducía hasta Pond Wood, donde vivían Jacky y Peter en una casita con su hijo recién nacido, y llevaba a la madre de Amy. De vez en cuando iban a ver a Charlie y a Marion a Aintree, aunque Marion nunca parecía complacida de verlos.
Era septiembre cuando vino el hombre, un día extraño de principios de otoño en que una tóxica niebla amarilla envolvía Liverpool y el aire olía a incendio, pero fuera del alcance de la vista. Era la hora del té cuando Amy abrió la puerta al visitante. Este iba elegantemente vestido con un abrigo color camel y un sombrero
trilby
marrón nuez. Parecía tener unos treinta años y era bastante guapo, aunque algo afeminado.
—¿Es esta la casa de Barney Patterson? —preguntó educadamente, quitándose el sombrero. Tenía un ligero acento extranjero, apenas apreciable.
Amy contestó que así era. Lo hizo pasar al salón, disculpándose porque no estaba muy caliente, y le explicó que estaba dando de comer al bebé en el cuarto de estar. Pearl manchaba mucho cuando le daban de comer con cuchara, y el visitante podía recibir un chorro de puré de zanahorias o de manzana.
Cuando volvió, Barney estaba dando de comer a Pearl, con un paño de cocina metido bajo la barbilla. Jugaba a que la cuchara era un avión —o podía haber sido una avispa— y la hacía volar por el aire con un zumbido hasta que el contenido entraba en contacto con la boca de Pearl, que podía comérselo... o no.
—Ha venido alguien a verte —dijo Amy—. Está en el salón.
—¿Cómo se llama?
—No se lo he preguntado, lo siento. Bueno, yo sigo con esto y tú puedes salir a verlo. —Cogió la cuchara, le quitó el paño de cocina y se dispuso a darle a Pearl el resto de su merienda, sin sospechar que lo que estaba a punto de pasar en el salón iba a cambiar su vida para siempre.
El hombre estaba sentado en el borde del sofá tapizado de lino, con el sombrero a su lado, apoyado en los cojines de tela de tapicería que la madre de Barney les había regalado las Navidades antepasadas. Se puso en pie de un salto en cuanto Barney entró, y se acercó a él con la mano extendida y una amplia sonrisa en su cara.
—Hola, viejo amigo. Podemos saludarnos de una manera más civilizada ahora que la guerra ha terminado.
Era Franz Jaeger, el traductor del castillo de Baviera. Barney parpadeó, convencido de que veía visiones o estaba soñando. Pero el hombre era real. Cerró la puerta del salón por si Amy los oía.
—¿Qué estás haciendo aquí? —gruñó, ignorando la mano extendida del hombre.
—Pensé en venir a verte. Es una visita social. —Parecía bastante sorprendido de que no le hubiera estrechado la mano—. Creo que te dije que estaba empleado en Mercedes-Benz en Mayfair antes de la guerra. —Miró a Barney, como esperando una afirmación—. Cuando la guerra terminó, volví a Londres, no al mismo trabajo, pero estoy encantado de haber vuelto.
—Te he preguntado qué estás haciendo aquí. —La voz de Barney estaba pastosa de rabia.
—Ya te lo he dicho. Pensé en venir a visitarte. Voy de camino a Irlanda con unos amigos y pasaba por Liverpool. Recordé que vivías aquí y encontré tu dirección en la guía de teléfonos. —Frunció el ceño, visiblemente herido—. Pensé que éramos amigos, le mantuve bien provisto de cigarrillos durante el desgraciado tiempo que pasamos juntos. Odiaba la guerra tanto como tú.
Barney se dejó caer en uno de los sillones de lino azul. Le hubiera venido bien un cigarrillo en ese momento, pero había dejado de fumar drásticamente y no había ninguno en la casa.
—Después de lo que ocurrió, eres la última persona a la que querría ver.
—¿Qué ocurrió? ¿Te refieres al asunto con el comandante? Pero ¿por qué iba a alterarte eso? El me contó más tarde que no parecía haberte importado, que incluso lo disfrutaste.
Barney sintió como si la última gota de sangre hubiera abandonado su cuerpo.
—¡Qué ridículo! —Era una palabra muy tonta para usarla en ese momento, pero no se le ocurrió otra más fuerte. «Ultrajante» habría sido mejor.
—Escucha —dijo el visitante, razonable—, tengo un taxi esperando fuera. Mis amigos están en el bar del hotel Adelphi. ¿Por qué no te vienes y tomamos una copa juntos?
—¿Tus amigos son homosexuales?
Franz Jaeger entrecerró los ojos y pareció pensativo.
—Sí, lo son. Como tú y como yo, sólo que tú te niegas a reconocerlo. Por eso te ha alterado tanto verme, ¿verdad?
—Tengo una mujer y una niña —le espetó Barney bruscamente—. No soy en absoluto como tú y tus amigos.
—Es posible que te gusten a la vez los hombres y las mujeres. El coronel Hofacker tenía esposa. —El hombre se puso de pie. Parecía muy triste—. Lo siento mucho. No se me habría ocurrido venir si hubiera sabido que piensas así. Me disculpo sinceramente y espero que seas feliz con tu mujer y tu niña. —Recogió su sombrero—.
Auf Wiedersehen,
teniente. Te dejaré una tarjeta por si deseas ponerte en contacto conmigo algún día. —Le indicó a Barney con la mano que no se levantara cuando este inició el movimiento—. No te molestes. Conozco el camino.
Abandonó la habitación y unos segundos más tarde, la puerta principal se cerró. Barney cogió la pequeña tarjeta blanca de la repisa de la chimenea y la rompió en pedazos, arrojando los trozos a la leña que la mujer de la limpieza, la señora MacKay, había dispuesto pulcramente, de modo que sólo hacía falta una cerilla cuando se esperaban visitas.
Luego volvió con Amy y Pearl.
Los silencios eran preferibles, esos silencios malhumorados que podían durar días, incluso semanas. Amy hablaba mucho para llenar los largos períodos de silencio durante los cuales era demasiado consciente del tictac del reloj, de su respiración y de los pequeños sonidos chirriantes que venían del exterior cuando se hacía de noche y los pájaros se disponían a dormir.
Los ataques de ira también podían durar semanas. Amy no decía ni hacía natía que estuviera bien. La comida siempre estaba demasiado caliente o demasiado fría, demasiado hecha o demasiado cruda. Si ella trataba de calmarlo, utilizaba las palabras equivocadas. Se sentía aliviada las noches que él se iba al centro y cenaba solo. Siempre trataba de estar acostada cuando él volvía, y fingía estar dormida cuando él se metía en la cama. Apenas hacían el amor, y cuando lo hacían, era algo torpe, como si fueran extraños.
Había veces en que él se sentía muy arrepentido por haber perdido los nervios, por haber dicho esto o lo otro. No sabía qué le había pasado. Lo sentía, lo sentía muchísimo, y no volvería a comportarse así nunca más. ¿Querría ella perdonarlo?
Amy siempre lo hacía, pero eso no evitaba que Barney volviera a caer en la misma rutina: los silencios, la rabia, las disculpas. Había empezado a fumar mucho también; como mínimo sesenta cigarrillos al día.
Se negaba en redondo a ver a un médico. Leo consultó a su amigo, el doctor Sheard, que a su vez consultó a un psiquiatra, que dijo que no podía dar su opinión sin ver a Barney. Como mucho, podía suponer que los años pasados en cautividad le habían alterado la mente de alguna manera.
—Ha sugerido que Barney puede ser mentalmente más frágil de lo que creíamos —informó el doctor Sheard.
—Nunca lo hubiera imaginado. —Leo negó con la cabeza asombrado.
Amy no había pensado nunca en el estado mental de Mamey; ni en el de nadie, a decir verdad. A ella, él le había parecido siempre muy fuerte en todos los sentidos, aunque recordaba las veces que durante la guerra se había marchado furtivamente de la casa al amanecer sin despedirse. ¿Significaba eso que era mentalmente frágil?
Él rompió uno de sus largos períodos de silencio acusándola de haberse acostado con otros hombres. Era la primera vez que le echaba en cara algo semejante.
—¡Barney! —gritó ella—. ¿Cómo puedes decir algo tan horrible?
—Pero es verdad, ¿no? —La miró con ojos ardientes—. Eres una puta.
—¿Cómo te atreves a decir eso? —Era lo que la había llamado su suegra cuando se vieron por primera vez—. Nunca te he sido infiel. Y nunca lo seré.
Él se quedó pensando en su respuesta al menos medio minuto. Ella sabía que estaba tratando de pensar en una razón para acusarla.
—No creo que no te acostaras con otros hombres mientras yo he estado fuera —masculló malhumorado.
—Puedes creer lo que quieras, Barney. Yo sé que no lo hice. —Solía controlar su mal humor, pero ahora estaba realmente enfadada—. Si vuelves a decir algo así, me voy con Pearl a vivir con mi madre.
Él se disculpó al instante.
—Pero no puedo vivir sin ti —gruñó—. Me moriría si no estuvieras aquí. Te necesito, cariño. Te necesito más que nunca.
—Claro que no me iré —le aseguró ella. Lo estrechó entre sus brazos y notó que temblaba. Estaba enfermo, muy enfermo, y ella había jurado que permanecería junto a él en la salud y en la enfermedad. Nunca abandonaría a su amado Barney.
Cathy Burns terminó su curso de profesora en la Universidad de Kirkby y salió de él como profesora plenamente cualificada. Se compró un coche y alquiló un piso pequeño en Upper Parliament Street. Consiguió su primer trabajo en una escuela en Toxteth y a menudo iba a visitar a Amy cuando salía del trabajo.
Amy nunca había apreciado más a su amiga. La mayoría de los días se las arreglaba para salir de casa durante unas horas, pero había días en que Pearl tenía un resfriado, o ella no se sentía bien, o estaba lloviendo. Era una alegría ver a Cathy después de pasar horas en la casa con un bebé como compañía. Lo cierto era que Pearl se volvía cada vez más interesante a medida que crecía, pero Amy no podía hablar con ella de las acusaciones que su padre le había lanzado la noche anterior, ni decirle que sospechaba que estaba viendo a otra mujer.
—Jesús! —exclamó Cathy cuando Amy se confió a ella—. ¿Qué te hace pensar eso? —Estaba muy elegante con su traje negro y un jersey color crema debajo, y el pelo con un corte moderno.
Amy le contaba cada una de las cosas que Barney había dicho o hecho. Era un alivio tener a alguien con quien hablar y que la pudiera comprender. Leo era la otra persona en la que confiaba; pero había ciertos asuntos que no le podías contar a un hombre. Él llamaba casi todos los días para ver cómo estaba y se ofrecía a acudir inmediatamente si lo necesitaba, aunque no lo veía tanto como durante la guerra.
—Tres veces esta semana no vino a casa hasta las ocho y media o las nueve —le reveló Amy a su amiga—. Pero Leo dice que siempre se va del trabajo hacia las cinco y media. Cuando llegó, olía a perfume barato.
—¿Dónde te dijo que había estado?
—En un
pub,
bebiendo; el aliento le olía a whisky o a coñac. —Amy se encogió de hombros, cansada—. No los distingo. —No creía en serio que Barney estuviese saliendo con otra. El perfume barato procedería seguramente de alguna mujer que se sentó cerca de él. No sabía qué hacer ni qué decir para recuperar al antiguo Barney.
Un sábado por la mañana, él despertó de un humor de perros. Amy, que estaba en la cocina poniendo la mesa para el desayuno, lo oyó cerrar de golpe las puertas del armario y los cajones de la cómoda.
—Buenos días —dijo alegremente cuando él entró.
Él no contestó, y se limitó a coger el té que ella le había puesto delante. Después dejó la taza en el platillo y pareció marchitarse delante de ella. La cabeza y los hombros cayeron y las manos y los brazos se volvieron fláccidos.
—Oh, Barney, cariño, ¿qué pasa? —Le puso la mano con delicadeza en el cuello. Seguía siendo su Barney, el hombre del que se había enamorado en el muelle de Southport hacía casi diez años. Recordó los tiempos tan felices que habían pasado en el piso de Newsham Park y su «luna de miel» en Londres. ¿Cómo aquellos tiempos podían haberse reducido a esto?
Pearl entró corriendo, deteniéndose en seco al ver a su padre, que normalmente ya se había ido al trabajo cuando ella desayunaba. Rodeó la mesa por el otro lado y se agarró a las faldas de su madre. Amy nunca la había visto hacer eso antes. Barney jamás le había puesto un dedo encima a la niña, pero era evidente que ella le tenía miedo.
El se enderezó de golpe, quitándole la mano.
—No pasa nada. Déjame en paz. —Se levantó abruptamente y salió de la cocina. Unos minutos más tarde oyó un portazo. No podía ir al trabajo ya que la fábrica no abría los sábados.
Amy desayunó y dio de desayunar a su hija, lavó los platos y después llamó a un taxi. La señora MacKay, que hacía el trabajo duro, no iba los fines de semana.
—Ya estoy harta de esto —le dijo a Pearl—. Pasemos el día fuera.
No mucho tiempo antes, en París, Christian Dior había lanzado el
new look.
Las mujeres que podían permitírselo estaban locas por llevar faldas largas y acampanadas, cinturas estrechas y voluminosas enaguas tras los estilos utilitarios y sosos de la guerra.
El presupuesto de Amy para ropa apenas se tocaba en esos tiempos. Le resultaba difícil ir sola de compras. Su madre siempre estaba dispuesta a cuidar de Pearl, pero trabajaba a jornada completa y sólo estaba libre los sábados por la tarde, cuando Barney tampoco iba a trabajar y Amy se sentía obligada a quedarse en casa. Tenía algunos trajes estilo
new look,
¡pero no los suficientes!