El primer viernes, el día antes de que la mayoría de las mujeres se marchara y llegara una nueva tanda, se sentó delante del espejo en la peluquería y le impresionó ver lo mucho que había mejorado. Su cuerpo estaba respondiendo a los cuidados. Ya no tenía la piel gris ni los ojos hundidos. Empezaba a sentirse como si perteneciera a la raza humana. En ese momento le estaban cepillando el pelo tras haberle quitado unos rulos gigantes. Lo había conservado largo en la cárcel y se lo cortaba ella misma, sin preocuparse mucho de que estaba comenzando a encanecer.
Pero ahora se lo habían cortado y teñido, así que parecía un pelo totalmente nuevo. Las ondas y rizos habían vuelto, y de nuevo eran de un rubio dorado brillante, aunque no tan natural como antes.
Casi vuelvo a ser yo, se dijo Amy Al menos lo soy por fuera, aunque no en mi cabeza.
Durante las dos semanas siguientes, sin Nellie, Amy descansó mucho; desayunaba en la cama y se levantaba tarde, leía mucho y daba paseos o montaba en bicicleta por el recinto, generalmente sola. El tiempo había mejorado. Se hacía tratamientos faciales, le daban masajes suaves, practicaba yoga. Se tumbaba en el suelo con los brazos estirados mientras una voz dulce la animaba a relajar su cuerpo por partes mientras inhalaba el perfume de numerosas velas parpadeantes.
La mañana del día en que se tenía que marchar, fue a la peluquería de nuevo. Aquella tarde, Leo iba a ir a recogerla. El viernes le darían un pasaporte y el lunes se irían a París.
Leo Patterson siempre había sido un hombre encantador y muy guapo. Amy fue consciente de ello desde el día en que se conocieron, igual que fue consciente del hecho de que él se sentía atraído por ella, la esposa de su hijo. Nunca se le había pasado por la cabeza alentarlo, y si Leo se le hubiera insinuado, ella se habría sentido horrorizada y no lo habría visto más.
Ahora las cosas eran diferentes. Barney había muerto y también Elizabeth, que había fallecido sola en la casa de Calderstones, construida con viejos ladrillos y viejas vigas. Leo la había dejado después de que su testimonio en el proceso de Amy casi tuviera como resultado una sentencia de muerte.
Pero los sentimientos de Amy hacia Leo no habían cambiado. Seguía siendo el padre de Barney, y cualquier clase de relación con él que no fuera de amistad le habría parecido incestuosa. Sin embargo, quería tener el mejor de los aspectos para él, ver admiración en sus ojos, y apostaría que él tenía el mismo efecto sobre la mayoría de las mujeres.
Estaba en la sala leyendo una novela, con la falda negra y la blusa blanca que le había mandado Cathy, cuando Leo apareció. Para ser un hombre de setenta y tantos años, estaba muy guapo con su rostro enjuto y su pelo gris oscuro. No muchos hombres mayores podían haber llevado, ni llevaban, unos vaqueros tan estrechos y ajustados con un elegante jersey gris plateado. Le lanzó a Amy un beso y se detuvo para hablar con la recepcionista.
—Bueno —dijo en voz baja la mujer que estaba sentada junto a ella—. Al final era verdad. —Era más o menos de la edad de Amy, estaba muy bien vestida y maquillada, pero nada podía esconder la tristeza que había en sus ojos. Había llegado a Butterflies el día antes, y se llamaba Audrey.
—¿Perdone?
—Estaba teniendo una aventura con su suegro.
Amy sintió que se le iba el color de las mejillas.
—No estaba haciendo nada semejante —balbució.
—A mí no me importa que lo hiciera o no. —La mujer negó con la cabeza—. Recuerdo haberla admirado mucho entonces. Lo leí todo sobre usted en los periódicos y la vi en los noticiarios del cine.
—¿Me admiró?
—Tuvo la valentía de deshacerse del cabrón de su marido. Yo estaba demasiado asustada. Aún seguimos juntos después de todo este tiempo. —A Amy no se le ocurría nada que decirle. Nunca le habían faltado así las palabras. La mujer continuó—: Parece sorprendida, señora Patterson. Mire, sé su apellido y que se llama Amy. Tenía una niñita llamada Pearl. Si no quiere que la gente la reconozca, le sugiero que se haga algo en el pelo. Fue lo primero que me llamó la atención.
—Gracias —musitó Amy rígidamente.
La mujer añadió algo más, pero Amy no la oyó, porque Leo se acercó y le dijo que tenía un aspecto espléndido. Ella se levantó y le dio un abrazo.
—¿Te importaría esperar un rato? —preguntó—. Quisiera ver si la peluquera está libre. —No quería que la gente la señalara en los restaurantes o por la calle. Aunque no tenía ninguna intención de esconder su identidad, tampoco deseaba exhibirla.
—Me gustaría comprar un vestido esta tarde —le dijo a Leo. Estaban sentados en una terraza en los Champs Élysées tomando café, viendo pasar el tráfico y escuchando cómo los conductores tocaban impacientes sus bocinas. Era un precioso día de mayo, ni frío ni caluroso, y muy soleado. Leo estaba medio leyendo
The Times
con esas gafas tan graciosas que había puesto de moda John Lennon. Era prácticamente lo único que hacían desde su llegada a París: tomar café y pasear por los frondosos bulevares. ¡Ah, e ir de compras!
—¿Has visto el que querías? —preguntó Leo.
—Lo vi ayer en la place de la République.
—¿El azul o el verde? —Él se interesaba mucho por todo lo que ella compraba, como le ocurría a Barney. Aunque se encontraban en París, estaba pagando poco más por la ropa que lo que habría pagado en casa. Pero todo tenía ese toque chic, especialmente los zapatos.
—El verde... creo. —Le costaba decidirse por las cosas. Hasta hacía poco tomaban por ella casi todas las decisiones; los días y las semanas estaban rígidamente estructurados. Lo único en lo que tenía que pensar era en qué libro iba a leer o lo que iba a poner en las cartas que escribía a la gente. Seguía despertándose por las mañanas esperando encontrarse en la celda de la cárcel. Nunca sentiría una alegría mayor que cuando se daba cuenta de que era libre como el viento.
—Me muero por ver a Pearl —suspiró—. Ver qué aspecto tiene de verdad, no en fotografía. —Había pedido sólo una foto al año, suficiente para recordar que su hija ya no era la niñita de cinco años que había dejado atrás.
Leo dejó que las gafas se le escurrieran hacia la punta de la nariz.
—En la que le hicieron el día que cumplió veintiún años está encantadora.
—Monísima —dijo Amy tiernamente. Tenía una colección de fotos de Pearl: el día de la primera comunión, de la confirmación, del día que terminó su aprendizaje como profesora... Había sido Cathy quien se había ocupado de la carrera de Pearl cuando ella manifestó su deseo de ser profesora.
Entró una pareja joven que se sentó a la mesa delante de la suya. Inmediatamente se abrazaron y empezaron a besarse. Llegó un camarero y se quedó de pie, sonriendo discretamente, hasta que acabaron. Pidieron, le miraron fijamente a los ojos y siguieron besándose.
Al verlos, Amy sintió una punzada de envidia.
—Barney sugirió una vez que viniéramos a París de luna de miel cuando terminara la guerra —comentó. Si hubiera estado en ese momento con Barney, con el viejo Barney, habrían podido sentarse en los Champs Élysées y besarse—; pero no estaba de humor para lunas de miel cuando volvió del campo de prisioneros. —De pronto se acordó del bungaló donde vivían y le preguntó a Leo qué había sido de él.
—Era alquilado —le dijo Leo—. No sé quién se mudó allí después de vosotros.
Pronto Amy tendría que encontrar un lugar donde vivir. Por primera vez en su vida estaría sola y no le bastaría con haber salido de la cárcel: quería algo más. En cuestión de días cumpliría cincuenta años y tendría que decidir qué hacer con el resto de su vida.
Leo había sugerido que Amy se presentara de repente en la cena en la que estarían presentes los Patterson, los Curran y Cathy Burns, y les diera una gran sorpresa.
—¿No es un poco teatral? —No le apetecía mucho la idea—. ¿Es necesario que los sorprenda? ¿Por qué no se les puede decir simplemente que voy a ir?
—No sería lo mismo. ¡Oh, vamos, Amy! —dijo animándola—. Me gusta dar sorpresas a la gente.
Para complacer a Leo, que había sido tan maravilloso con ella a lo largo de los años, accedió. Pagó cinco veces más de lo que había pagado por el resto de la ropa por un vestido negro liso ajustado en las Galleries Lafayette. Era de cuello alto y manga larga, y la fina tela se pegaba a cada curva de su delgado cuerpo.
Al día siguiente se marcharon de París, una vez acabadas las vacaciones.
Estaba en el servicio de señoras del hotel Carlyle en Southport. Todo era de lo más dramático. Dentro de un minuto saldría fuera y el camarero le diría cuándo había pedido el señor Patterson champán, que era el momento en que ella debía acercarse a la mesa. Sabía qué mesa era, pero sólo la había visto de lejos.
Le brillaba la nariz. Se la empolvó, se retocó el lápiz de labios, se ahuecó el pelo castaño corto. ¿Importaría de verdad que cuando viera a su hija por primera vez pareciera una estrella de cine? A mí sí me importa, pensó. Siempre me ha preocupado mi aspecto, quizá demasiado. Pero así soy.
Se acercó a la puerta y alzó la mano para abrirla, y entonces tuvo un deseo que casi le quita el aliento. Lo que deseaba —lo deseaba con cada poro de su piel, tanto que acabó convirtiéndose en un dolor— era que cuando abriera la puerta de punta en blanco, quien la estuviera esperando fuera Barney; un Barney de cincuenta y dos años, tan guapo como siempre con su mejor traje.
—Ah, aquí estás, querida —diría, tomándole la mano—. ¿Te apetece una copa antes de cenar?
Pero era un deseo vano. Estaba temblando y el corazón le latía apresuradamente. Salió del servicio y se le acercó un camarero.
—¿Está lista, señora?
Amy asintió y siguió al hombre a través de la sala hasta donde estaría su hija con un joven llamado Rob, al que Leo no conocía.
Y allí estaba Pearl, tan parecida a Barney con su piel suave y su pelo castaño oscuro. Tenía un rostro tranquilo; ¿podía tener alguien un rostro tranquilo? Entonces Pearl alzó la mirada y la vio.
—Hola, cariño —y su hija rompió a llorar y se arrojó a sus brazos. Amy dijo:
—Vamos, vamos, cariño. Vamos. No llores, ya estoy en casa.
Unos días después, Amy comió en el Adelphi con Harry, mientras Charlie se llevaba sus cosas a casa de Cathy, donde pensaba quedarse. El hermano de Barney siempre había vestido de forma impecable en el pasado. Ese día llevaba un traje gris pálido, camisa blanca y corbata plateada. Tenía el aspecto de un director de banco o de un abogado. Nadie imaginaría que había sido un heroico soldado que había luchado durante la guerra. Era la primera vez que estaban los dos solos.
Él le dijo que estaba fantástica.
—Esperaba que aparecieses con los ojos hundidos como Susan Hayward en aquella película,
¡
Quiero vivir!
¿La has visto?
—Si es esa en la que sale en la cárcel, no, Harry, no la vi porque resulta que yo misma estaba en la cárcel. ¿No moría en la cámara de gas?
—Sí —confirmó él tristemente—. ¿He metido la pata?
—Sí, pero no importa. —Le sonrió disculpándolo.
—¿Qué te parece tu hija? —preguntó él.
—Es encantadora. Creo que ha decidido que le gusto bastante, después de todo. Esperaba frialdad, indiferencia, incluso hostilidad, pero ha sido muy agradable, aunque un poco tímida.
—Dadas las circunstancias, sería de lo más irónico que no fuera agradable —soltó Harry.
—Harry, cariño —dijo Amy con paciencia—, Pearl cree que asesiné a su padre.
—Lo sé, lo sé. Pero es consciente de que hubo circunstancias atenuantes.
—Haya o no circunstancias atenuantes, apuñalar a alguien y matarlo es una decisión muy extrema, sobre todo si es tu marido. —Llegó un camarero y retiró los platos; ella confiaba en que no hubiera oído el último comentario.
—¿Crees que Pearl recordará alguna vez que lo hizo ella?
Amy se estremeció.
—Espero que no. Pero si lo hace, espero que para entonces esté felizmente casada con ese simpático novio suyo que tiene ese niño tan mono. —Por alguna extraña razón, Gary, con sus ojos inocentes y su buen carácter, la había conmovido más que ninguna otra cosa desde que había vuelto a casa.
Harry se pasó el resto de la comida hablando de Cathy.
—Me gustaría verla más —dijo, triste de nuevo.
—¿Por qué no quedas con ella la próxima vez que os veáis? —Él llevaba detrás de Cathy desde el día en que se habían conocido los cuatro en Southport hacía tantos años.
Suspiró melancólico.
—No querrá que le dé la lata un vejestorio como yo.
—Por amor de Dios, Harry, sólo tienes cincuenta y cinco años. Eso no es ser precisamente anciano.
—La verdad es que tengo cincuenta y cuatro —precisó él rápidamente.
—Eso es ser menos anciano todavía. —Le apeteció golpearlo con una cuchara. —Cuando volvamos a casa de Cathy, invítala a salir.
—Puede que lo haga.
Amy se despertó en medio de un sueño que no podía recordar, sólo que había sido uno de esos sueños pesados y tristes que hacen que todo parezca inútil. Eran las seis menos cuarto. Se quedó tumbada en la cama, llorando en silencio, sin querer molestar a Cathy, que finalmente se levantó, se duchó y llamó a la puerta de Amy, diciendo su nombre.
Amy no respondió. Oyó a Cathy hacer el té y esperó que no le subiera una taza y dejara dormir a su amiga. Abajo, la radio se encendió y Amy empezó a llorar más fuerte, sollozando incontroladamente sobre la almohada. Pensó que lo había estado llevando muy bien y se había sentido muy orgullosa de sí misma. Le había impresionado la conversación que había tenido con Harry el día anterior. Había sido civilizada, pertinente, incluso divertida. Pero eso fue ayer y hoy era hoy, y se sentía francamente desanimada, como si ya no tuviera sentido seguir viviendo.
Era una tontería, pero le hubiera gustado que Gary estuviera allí, sentado a los pies de la cama y mirándola con sus ojos verdes, hablando de sus «cubos» de pintura y del gato que tenía en Uganda. Tenía la misma edad que Pearl cuando ella ingresó en la cárcel, y le hacía sentir lo mucho que se había perdido.
¿Sería demasiado tarde para convertirse en profesora?
Era una idea tan ridículamente estúpida que dejó de llorar y se puso a reír compulsivamente. Oh, sí, se la rifarían. Alguien que había estado en la cárcel por asesinato sería una excelente profesora.
Al parecer había dejado de llorar... hasta la próxima vez. Se puso la bata color lila que le había comprado Nellie y bajó.