A la gente no se le permitía cambiar de trabajo en tiempo de guerra, a menos que fuera transferida a otro de igual importancia. Amy no quería quedarse en los ferrocarriles de Londres, Midland y Escocia. No se le ocurría nada que pudiera hacer que fuera mejor que ser jefe de estación en Pond Wood. La línea volvía a estar en funcionamiento, pero la estación estaba cerrada hasta nuevo aviso. No quería vender billetes, contestar llamadas telefónicas ni estar detrás del mostrador de información. No era lo bastante alta o fuerte para ser portera, cosa que no hubiera hecho ni aunque midiera un metro ochenta y fuese tan musculosa como Sansón.
—Quiero alejarme de los ferrocarriles y hacer algo completamente distinto —le dijo a Leo, que le ofreció de inmediato un trabajo en su fábrica de Skelmersdale. «En un puesto de mando», le prometió.
—¿Hay alguna vacante o te la vas a inventar? —Sabía que él no quería que su nuera hiciera algo de poca monta. No le entusiasmaba el trabajo de Pond Wood, pero ella se negaba a dejarlo. Si se descuidaba, Leo le controlaría la vida. Lo cierto era que tenía el cuajo de enfadarse si ella no estaba cuando él llamaba, o aparecía inesperadamente. Ella le había dejado bien claro que no estaba preparada para estar a su disposición.
—Saldré cuando quiera, Leo, adonde quiera.
Rechazó el trabajo en Skelmersdale porque no quería deberle nada. Él le ofreció otro: un amigo suyo iba a abrir un club para el Ejército, la Marina y las Fuerzas Aéreas en el sótano de un edificio en Water Street y necesitaba una recepcionista.
—Le hablé de ti y está encantado. Significaría vestirse elegante todas las noches. Hay mucho tiempo para comprar unos cuantos vestidos de noche antes de que la ropa se racione. —Sus ojos oscuros bailaban traviesos. Sabía que a ella le apetecería.
Amy se sintió muy tentada. Era el tipo de trabajo que le encantaba. Comprar ropa era su ocupación favorita. Estaba a punto de aceptar, cuando Leo le reveló que el club sería sólo para oficiales; los demás rangos no serían aceptados.
—Eso significa que Harry, tu hijo, no podría entrar —recalcó ella, y le dejó claro que no estaba dispuesta a acercarse a ese lugar—. Los soldados y cabos son tan importantes para la guerra como los oficiales.
—No sabía que eras socialista, Amy —dijo él.
Ella lo miró con suspicacia, sin tener ni idea de lo que significaba la palabra.
—Pues lo soy —afirmó obstinada, esperando no estar haciendo el ridículo.
Al final, Amy aceptó trabajar en la cantina de la Compañía de Fabricación de Coches Mulholland, en Speke, después de ver el anuncio en el
Echo.
Los únicos coches que se producían en esos días eran para el Ejército. Ella había trabajado antes en una cantina y tenía experiencia. Los autobuses salían de diversos puntos de Liverpool a recoger a los trabajadores: uno paraba en Sheil Road, a un paseo del piso. Trabajaba en turnos: de las seis de la mañana a las dos de la tarde, y de las dos de la tarde a las diez de la noche, en semanas alternas. El turno de mañana cambiaba los sábados; en el de tarde tenía los sábados libres.
Leo opinaba que estaba desaprovechada en ese trabajo. Ella le preguntó qué tenía ella de especial.
—Soy una persona como cualquier otra —dijo.
—No lo eres, Amy —objetó él, bastante serio, sin su sonrisa habitual—. Eres realmente especial.
Esas palabras le preocuparon. Había intentado animosamente no pensar en lo impensable, pero después de que él hubiera dicho eso, le parecía imposible no preocuparse de que Leo Patterson se sintiera atraído por ella. Peor aún, en lugar de sentirse molesta, se sentía halagada. Sin duda, era un hombre muy atractivo. Sus hermanas pensaban que era la octava maravilla, hasta Jacky, que estaba locamente enamorada de Peter Alton.
El primer día de Amy en Mulholland le tocó el turno de tarde, y aquella mañana llegó la primera carta que recibía de Barney desde hacía meses.
Estaba prisionero en un campo de guerra en Alemania, en una zona llamada Baviera. No era una carta muy larga. Volvería a escribirle, prometía, en cuanto se estableciera, y le contaría lo que había ocurrido durante los últimos meses.
Amy tenía un grueso fajo de cartas esperando a ser enviadas por medio de la Cruz Roja, pues le había estado escribiendo casi cada día sin tener una dirección adonde mandárselas. Partes de la carta de Barney habían sido tachadas. Leo dedujo que lo había hecho el censor; ella le había dejado leer la carta, menos la última hoja en la que Barney le decía lo mucho que la quería y la echaba de menos.
—El censor debe de haber pensado que era información sensible —había comentado Leo.
—¡Ya! —se burló Amy—. ¡Qué trabajo más horrible, leer las cartas de otras personas y tener que tachar trozos!
—Algunos lo encuentran interesante.
—No son más que fisgones. Es peor que ser espía.
Así pues, una Amy mucho más feliz apareció en la cantina de Mulholland aquella tarde. Las otras cuatro mujeres que trabajaban allí —Gladys, Em, Tossie y Joan, cuyas edades iban desde los veinticinco a los cincuenta años— no se sintieron precisamente encantadas con aquella bonita joven con su elegante vestido de lino rojo y zapatos de charol negro de tacón, que parecía no haber tenido un día de trabajo duro en toda su vida.
Como Em, la de veinticinco años, explicó más tarde:
—Pensamos que eras una pija que estaba exhibiéndose ante sus amigos trabajando con la plebe.
—Me olvidé de cambiarme —admitió Amy con una risa cristalina cuando llegó allí por primera vez y Gladys, la de sesenta años, le preguntó de mal humor si estaba segura de que había ido al sitio adecuado.
—La sala de cócteles está arriba —dijo con un sonoro suspiro.
Amy oyó las groseras palabras y vio las miradas de desprecio de las mujeres como quien oye llover. Tenía una carta de Barney y no le importaba nada más.
—He tenido noticias de mi marido esta mañana por primera vez desde hace meses —contó muy animada—. Me dijeron que había sido hecho prisionero no mucho después de lo de Dunkerque. Llevaba esperando ansiosa una carta suya desde entonces. Oh, ¿qué clase de cafetera es esta? La cantina donde trabajé antes tenía una de gas, pero explotaba continuamente; era peligrosísima. Cada vez que se encendía, esperábamos que explotase. ¿Esta es eléctrica?
El hecho de que el marido de Amy fuera un prisionero de guerra sin duda habría sido suficiente para que las mujeres le cogieran cariño, pero el hecho de que hubiera trabajado antes en una cantina y no se creyera mejor que las demás hizo que la quisieran más aún. Antes de que acabara el día, ya eran amigas íntimas.
Amy se fue a casa a las diez, con todo el cuerpo latiéndole de dolor, y eso que Joan, que parecía ser la encargada, le había encontrado un trabajo en el que estar sentada, aplanando con un rodillo metros y metros de masa y cortándola en círculos para hacer tartas de mermelada. Se había enterado de que el marido de Joan estaba en la Marina Mercante y que tenía muchos problemas con su hija de quince años, que salía con un tipo que le doblaba la edad.
Em, soltera, cuidaba de dos tías muy mayores, y Tossie era una viuda de treinta y pocos años que, gracias a la guerra, se lo estaba pasando como nunca.
—Jamás pensé que llegaría un día en que volvería a bailar —le dijo a Amy en el descanso de media tarde—. Estoy ganando más dinero que nunca en mi vida. Voy a la peluquería una vez a la semana. Si mi marido estuviera vivo, me mataría. Ron odiaba que me lo pasara bien.
Gladys era una mujer gruñona que sólo veía la parte negativa de la vida. Pero era evidente que las demás mujeres la apreciaban mucho. Se reían de su cara triste y de su mal humor.
Cuando llegó a casa, Amy se metió en la bañera y dejó que los latidos se desvanecieran hasta que se sintió adormecida. Al día siguiente podría dormir todo lo que quisiera, o podía levantarse temprano e ir de compras. Le vendrían bien unos zapatos planos. ¿Sería posible conseguir unos zapatos planos elegantes?
Hirvió leche para hacerse un cacao y releyó la carta de Barney. Después de beberse el cacao, se metió en la cama agarrada a la carta. Barney le había robado el corazón. Apretó la hoja contra sus labios. «Barney», susurró. «Oh, Barney».
Amy estaba trabajando mucho más que en Pond Wood, pero tenía más tiempo libre. Había olvidado lo que era ir de compras tranquilamente, al cine o a comer. Habían estrenado muchas películas preciosas desde que estaba encerrada en Pond Wood:
Amarga victoria
y
La solterona,
con Bette Davis;
Ninotchka,
con Greta Garbo, y la película más maravillosa que se había hecho jamás,
Lo que el viento se llev
ó
,
protagonizada por Clark Gable y Vivien Leigh y otros muchos actores muy conocidos. Amy fue a verlas todas con Em, a quien le chiflaba el cine y conocía la vida de todas las estrellas famosas.
—Mi amiga Cathy estaba enamorada de Clark Gable —le dijo a Em cuando salieron del cine—. Tengo que escribirle y preguntarle si ha visto
Lo que el viento se llev
ó
.
Cathy contestó que había visto la película, pero que ya no estaba enamorada de Clark Gable. «Yo era joven entonces», escribió, como si a los dieciocho fuese tan vieja como las montañas. «Es guapísimo, pero prefiero a los hombres de carne y hueso, no a los de celuloide».
Los bombardeos empezaron a ser cada vez más frecuentes. El capitán Kirby-Greene y los señores Porter, la pareja mayor que vivía en el segundo piso de la casa de Newsham Park, habían convertido el espacioso sótano en un refugio digno de reyes. Habían aparecido sillones como por arte de magia, así como una mesita, una radio de pilas que podía seguir funcionando cuando se iba la luz, un hornillo de cámping gas para preparar bebidas calientes, un lote de libros, aportación del capitán, que recorría las librerías de segunda mano en busca de libros de tema náutico. Había dos biografías de Nelson y detalladas descripciones de batallas navales de cientos de años atrás.
Los Porter bajaban al sótano hacia las ocho todas las noches, eso si la sirena antiaérea no había sonado ya; ella, provista de su calceta, y él, con unos cuantos periódicos para leer, incluido los «malditos socialistas».
—Supongo que no le hace daño a nadie enterarse de los puntos de vista de los demás —decía gruñón en defensa de su compra de semejante basura izquierdista.
El capitán, siempre preocupado por hablar con alguien, estaba atento para oír el clic de la puerta del sótano antes que la alarma, y entraba en cuando lo oía.
Clive y Veronica Stafford, que vivían en el tercer piso, eran los dos altos y huesudos, con rasgos anodinos y pálidos ojos azules. Se les habría podido tomar fácilmente por hermanos, un parecido al que contribuía el hecho de que los dos llevaran gafas sin montura. Casi siempre llegaban a mitad de una discusión por algo que Clive consideraba que era culpa de Veronica: había olvidado llevarse un pañuelo al trabajo; había tenido demasiado calor, o frío, en la cama por la noche; su pluma se había quedado sin tinta; un cordón de su zapato se había partido y Veronica debería haberse fijado en que estaba empezando a desgastarse.
Veronica aducía que el zapato lo llevaba él en el pie, no ella; que él había sido el último en usar la pluma, luego ¿cómo iba a saber ella si le faltaba tinta? Él debería haberse dado cuenta de que no llevaba el pañuelo en el bolsillo; estaba dormida cuando él tenía demasiado calor o frío en la cama, y por tanto no podía haber hecho nada para solucionarlo.
—Deberías estar más atenta, Vee. —A Clive no le gustaba perder en una discusión.
—Haré lo que pueda en el futuro —decía Veronica, o algo parecido, con un atisbo de sarcasmo en la voz que su marido no advertía. También hacía muecas a sus espaldas en cuanto él se daba la vuelta. Le había comentado a Amy que esperaba que llamasen a filas a su marido cualquier día.
—Tiene que darse cuenta de que hay cosas más importantes de las que preocuparse que no tener un pañuelo o que se gasten los cordones de los zapatos —había dicho.
La señora Curran y Amy trabajaban en los mismos turnos. A veces, Amy iba derecha desde Mulholland a Agate Street y pasaba la tarde con su madre, o se iban juntas de compras a Strand Road, Bootle o South Road en Waterloo.
Un día de finales de octubre, Amy llegó a su casa y se encontró, por primera vez, a su madre esperándola. El capitán Kirby-Greene la había interceptado y estaba en su salón, bebiendo un té muy fuerte y comiendo galletas de higo cuando Amy entró.
—Debe de haber gastado toda su ración de té —susurró mamá mientras Amy y ella subían las escaleras. El capitán no quería dejarla marchar—. Me pregunto de dónde habrá sacado las galletas de higo. Siempre han sido mis favoritas.
»Supongo que habrás adivinado lo que ha pasado —dijo unos minutos después, cuando estaba tomando una taza de té muy flojo en casa de Amy, que no tenía una sola galleta. Cuando su hija contestó que no tenía ni idea de lo que había ocurrido, ella continuó—: nuestra Jacky y Peter quieren casarse. El problema es que él no es católico, aunque está dispuesto a convertirse. A sus padres no les importa; ya los he conocido y son muy agradables.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Quieren casarse enseguida, ese es el problema —suspiró mamá—. Jacky sólo tiene diecisiete años y necesita mi permiso para casarse. No puede hacerlo a mis espaldas como hiciste tú. Lo siento, cielo, pero es verdad, ¿no? —dijo cuando su hija abrió la boca para protestar.
—Supongo que sí —tuvo que admitir Amy. Ella había esperado hasta su dieciocho cumpleaños, pero a Jacky le faltaba un año para cumplirlos.
—Nada de «supongo», Amy; pero no vamos a hablar de eso ahora: lo hecho, hecho está. La que me preocupa es Jacky. Deberían haber llamado a filas a Peter hace tiempo, si no fuera porque su padre lo necesita en la granja, pero, ante la insistencia de Peter, su padre ha encontrado a otra persona que lo ayude, dejándolo libre para incorporarse al Ejército. No sé... —dijo irritada la señora Curran—, ninguno de mis hijos se casa normalmente. Charlie se casó con una mujer muy rara que no tiene un solo pariente en este mundo; tú te casaste con un protestante en una de esas oficinas del Registro, y ahora Jacky va a hacer lo mismo. No hay tiempo para que Peter reciba clases para convertirse en católico. ¿Qué demonios debo hacer, Amy? ¿La dejo casarse o no? —puso la taza y el plato en el suelo y encendió un cigarrillo—. Estoy fumando como una carretera —señaló—. Debería fumar menos, no más. La última vez que compré un paquete de cigarrillos tuve que tirarme prácticamente al suelo delante de Ernie McIlvanny para que me lo vendiera. —Ernie McIlvanny tenía una tienda de golosinas y tabaco en la esquina de Agate Street con Marsh Lane—. Cuando se acabe la guerra, no volveré a su maldita tienda.