Un secreto bien guardado (27 page)

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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

BOOK: Un secreto bien guardado
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—Deja que se casen —dijo Amy rápidamente—. Nuestra Jacky nunca te perdonaría si matan a Peter y no han podido casarse. —Había un modo seguro de que su madre accediera—. ¡Imagínate que Peter se fuera y Jacky descubriera que estaba embarazada!

—¡Jesús, María y José! —Su madre se persignó—. Eso nunca ocurrirá. Oh, bueno, de acuerdo. Les diré a esos dos que adelante —suspiró—. Amy sospechaba que ya estaba resignada a que se casasen y sabía que su hija mayor apoyaría a su hermana.

Jacky Curran se convirtió en la señora de Peter Alton el último sábado de 1940. Durante las noches previas al día de Navidad, habían caído toneladas de bombas sobre Liverpool: incendiarias y muy explosivas, y minas. A veces parecía que toda la ciudad estuviera incendiada; las llamas llegaban al cielo y lo teñían de un tono rojo sangre siniestro. Cientos de personas murieron y muchos monumentos famosos de Liverpool fueron destruidos o dañados.

Después de tanta carnicería y tanto horror, los vecinos de Agate Street salieron aliviados a ver a Jacky Curran abandonar su casa para casarse con un joven encantador que acababa de incorporarse a la Marina Real. Ella estaba muy guapa con su traje azul de
tweed
y su sombrerito con plumas. Era un acto muy valiente casarse en medio de una guerra tan terrible, y también formar una familia. Jacky no se iba a casar en una iglesia como habría hecho en circunstancias normales. Pero los tiempos no eran normales y la joven pareja estaba ansiosa por casarse enseguida. A Dios no le importaría que estuvieran casados a ojos de la ley y no de los Suyos.

En aquella época había que hacerlo todo deprisa y corriendo. Una persona no podía irse a la cama con el convencimiento de que estaría viva al día siguiente. Si te ibas de casa, no podías estar seguro de que seguiría en pie cuando volvieras. Ya nada era seguro. Lo único cierto era el presente, así que había que vivir el momento por si el mañana no llegaba, al menos no para ti.

Cathy volvió a casa el día después de la boda. Habría deseado llegar a tiempo, pero los trenes eran un caos y había pasado la noche en la sala de espera para señoras de la estación de Preston. Apareció en Agate Street vestida de civil, pues su madre estaba planchándole el uniforme para que pudiera regresar rápidamente. La señora Burns estaba orgullosísima de su hija, que había sido ascendida a cabo primero y llevaba un galón en las mangas de su guerrera caqui.

La señora Curran hizo una merienda estupenda con las sobras de la recepción y una lata de jamón. La casa estaba rara sin Jacky, que se había ido de luna de miel con Peter al Lake District. La pobre Biddy parecía tan perdida que Amy la invitó a ir con ella y con Cathy al cine aquella noche.

—Gracias, hermanita —dijo Biddy con un suspiro patético.

Después, Amy y Cathy fueron al vestíbulo a ponerse al día. Se escribían a menudo, pero la última vez que se vieron fue justo después de que Amy perdiera el niño.

—No dejo de pensar en ello —le reveló Amy tristemente—. Ahora tendría nueve meses. Cada vez que veo un bebé, me imagino que es el mío.

—Tienes mucho tiempo por delante para tener otro. —Los ojos rebosaban calidez, y Amy pensó en lo buena amiga que era de Cathy, que había sido siempre.

—¿Cómo está Jack? —preguntó.

—Está en el norte de África con Harry Patterson.

—Por supuesto. Había olvidado que eran amigos.

—Camarada, lo llama Jack. Camaradas de armas. —Cathy sonrió tímidamente—. Creo que no te he dicho que nos hemos comprometido. No tengo anillo, pero vamos a casarnos en cuanto venga.

—¡Oh, Cathy, estoy contentísima! —gritó Amy—. Pero ¿por qué no os casasteis mientras él estaba en Inglaterra?

—No nos dimos cuenta de lo mucho que significábamos el uno para el otro hasta que estuvo en África —dijo Cathy soñadora—. Me pidió la mano por carta.

—Durante un tiempo, creí que acabarías con Harry Patterson. Recuerdo que me contaste que había ido a verte la Navidad pasada y que os entendisteis muy bien.

—Así fue. —Cathy parecía confusa—. Siempre me ha gustado Harry, desde el día en que nos conocimos en el muelle de Southport, y me gustó más aún cuando vino a verme a Keighley. Después me mandó una especie de carta de amor y yo le contesté, pero luego no volví a saber nada de él. Tampoco me importa —suspiró alegremente—, es a Jack a quien quiero, no a Harry.

Amy se sintió muy emotiva.

—¿No sería genial que tuviéramos las dos un niño al mismo tiempo? —Su rostro se entristeció—. Aunque las oportunidades de que tú veas a Jack son mucho mayores que las que yo tengo de ver a Barney. Pueden pasar años antes de que se acabe esta estúpida guerra y él vuelva a casa.

—Nunca se sabe, Amy Los milagros ocurren.

Amy consiguió sonreír a inedias.

—¿Puedo ser dama de honor en tu boda?

—Puedes ser madrina. —Cathy no dejó traslucir lo herida que se había sentido cuando Amy se casó con Barney sin decirle una palabra, a su mejor amiga. Pero eso era el pasado, y ella no era de las que lloraban sobre la leche derramada.

Harry Patterson yacía completamente inmóvil encima de la cama de campaña. Estaba acostado sobre la ropa de cama y lo único que llevaba puesto era un calzoncillo de algodón. A pesar de ello, sudaba por cada uno de sus poros y se sentía desagradable e incómodamente húmedo.

El calor no le sentaba nada bien. No lo había advertido hasta llegar al norte de África en agosto y experimentar temperaturas desconocidas en las Islas Británicas. Había descubierto que era sensible al sol y se quemaba enseguida si se exponía en exceso, de modo que le salían feas ampollas por toda la piel. Por fortuna, el Ejército lo comprendió y se le permitió trabajar bajo un toldo la mayor parte del tiempo. Eso significaba que había pelado una cantidad increíble de patatas, y lavado un montón de platos. Se preguntaba qué diría su padre si lo supiera. ¿Le importaría que uno de sus hijos se ocupara de tareas de tan poca relevancia? Harry lo dudaba. A papá le importaría si fuera Barney.

El problema de las noches como aquella, en que era imposible dormir y a él le costaba respirar, era que no podía dejar de tener pensamientos sombríos. El más sombrío de todos era preguntarse por qué le había contado a Jack Wilkinson que no estaba interesado en Cathy Burns.

—Es una buena chica —le había dicho—. Me gusta mucho, pero no es nada serio.

Eso fue justo después de lo de Dunkerque. Mientras Harry se divertía en Essex, a Jack lo enviaron a Leeds a que le examinaran el tobillo. Al principio pensaron que estaba roto, pero al final resultó ser una torcedura grave. Jack le había escrito: «¿Recuerdas aquella chica a la que fuiste a ver en Keighley en Navidad, Cathy Nosequé? ¿La cosa va en serio entre vosotros? Hay un baile allí el sábado, pero de momento sólo puedo bailar con una pierna. No estoy pensando en seducirla, pero recuerdo que dijiste que teníais muchas cosas de las que hablar y sería estupendo conocer a una chica con la que se pueda tener una conversación...».

«Cathy y yo sólo somos amigos», le contestó Harry. «Se apellida Burns y está en la oficina financiera. Estoy seguro de que se alegrará de verte.»

Jack no volvió a escribir y Harry se llevó la sorpresa de su vida cuando su amigo se reincorporó a su unidad, que estaba entonces en Cirenaica, con el tobillo curado y la noticia de que estaba enamorado de Cathy Burns.

—Es una chica genial —dijo, frotándose alegremente las delgadas manos. Le dio un golpe tan fuerte a Harry en el hombro que este parpadeó—. Gracias, amigo. Es el mayor favor que me ha hecho nadie nunca. Te estaré agradecido durante el resto de mi vida.

En la tienda que compartía con otros dos hombres, Harry flexionaba los dedos de los pies; tenía calambres, además de otras desgracias. Detrás de él, Jack dormía plácidamente. Unas semanas antes había pedido la mano de Cathy por carta y ella había aceptado. No tenía idea de cuándo volverían a verse, pero sabía que entonces se casarían.

Harry gimió. Ni siquiera el hecho de que estuvieran ganando la guerra era suficiente para hacerlo feliz. Los Aliados habían tomado Sidi Barrani, Sollum y Fort Capuzzo, y habían hecho miles de prisioneros italianos. En ese momento tenía demasiado calor, le dolía la cabeza y tenía calambres en los dos pies; pero el peor dolor de todos lo tenía en el corazón, porque Jack y Cathy se habían enamorado. Era culpa suya: prácticamente había arrojado a Cathy a los brazos de Jack, y no podía culpar a nadie sino a sí mismo.

13.- Pearl

Mayo, 1971

Me fui a la cama pronto porque me di cuenta de que Charles y Marion estaban deseando discutir. No intenté dormir, era demasiado temprano, así que me quedé sentada leyendo un libro. Apenas salía del salón, cuando mis tíos se estaban tirando los trastos a la cabeza.

Cerré de mala gana la puerta de la habitación, pero podía oírlos incluso con la puerta cerrada. A decir verdad, aquello me preocupaba. Marion solía tratar a Charles con dureza, pero a él parecía no importarle. De hecho, solía bromear acerca de sus constantes críticas y su mal humor; pero ahora parecía que no estaba dispuesto a aguantarlo más. Me preguntaba por qué.

—¿Por qué eres así, Charles? —Marion se estaba preguntando lo mismo.

La risa de Charles sonó como un ladrido.

—¿Te refieres a por qué estoy harto de tu falta de caridad, de tu mezquindad, de tu obsesión por lo que piensan los vecinos y por otras mil cosas?

—Antes nunca te había importado —dijo Marion. Apreté los dientes al oír este comentario tan poco afortunado.

Charles debió de pensar lo mismo.

—¡Ja! —volvió a ladrar—. ¿Así que estás de acuerdo en que eres poco caritativa, mezquina y estás obsesionada por los vecinos?

—No, no, claro que no. —Sonaba tan confusa que me dio pena, aunque en general estaba de parte de Charles en caso de pelea. No es que hubiera participado en alguna, ni había dado mi opinión, aunque me la pidieran. Con una prudencia propia de una persona mayor, me había jurado a muy temprana edad permanecer siempre neutral.

—Siento hacerte infeliz, Charles —dijo Marion humildemente. Era la primera vez que la oía disculparse por algo serio.

—Me llamo Charlie —le espetó mi tío furioso—. Todo el mundo me llamaba Charlie, mis padres, mis hermanas y mis amigos, hasta que llegaste tú y decidiste cambiarlo por Charles porque sonaba mejor. Recuerdo el modo en que te enfadabas con mi madre cada vez que me llamaba Charlie.

—Siempre me gustó tu madre, Charles. Es sólo que Charlie me parece muy vulgar.

—A Charlie Chaplin no se lo parecía. ¡Oh!, y qué suerte, la pobre mamá. Te gustaba. Eso debería salir en los papeles. Y otra cosa: se suponía que debía referirme a ella en público como «madre», no como «mamá». ¿Quién demonios te crees que eres? ¿De la realeza? ¿La reina de Saba? —Parpadeé. Ahora se estaba burlando. No me sorprendería que se hubiera estado guardando todo aquello durante años—. Si recuerdo bien, tus padres eran unos gitanos que vivían en una caravana sucia y se ganaban la vida vendiendo basura de puerta en puerta. Y tú, tú no llevaste bragas hasta los doce años.

—¡Charles! —masculló Marion.

Hubo una pausa. Sospeché que él se arrepintió de haber dicho eso. Acabó diciendo que lo sentía, pero no parecía que lo sintiera.

—Yo nunca traté de cambiarte, Marion, pero tú te empeñaste en cambiarme. Personalmente, no me parece que fuera tan malo.

—Eres un hombre maravilloso, Charles —afirmó Marion con voz temblorosa, pero él no estaba de humor para escuchar palabras dulces.

—Llevamos casados más de treinta años. ¿Te das cuenta de que es la primera vez que dices algo así?

Hubo otra pausa, más larga que la primera. Marion preguntó:

—¿Por qué te comportas como si me odiases?

—No te odio. —Sonaba cansado, como si toda su ira hubiese desaparecido—. Pero a veces me disgustas. No me gustó que dijeras que Amy no sería bienvenida en esta casa. Amy es mi hermana y la quiero. Se ha pasado veinte años en la cárcel y tú tienes tan poca piedad y bondad que te niegas a que entre en nuestra casa. —Lo imaginé caminando por la habitación, con las manos en los bolsillos o agitando los brazos—. Después te quejaste de tener que invitar a cenar a Cathy Burns. ¡A Cathy, nada menos! ¿No recuerdas cómo le apoyó a Amy cuando Barney volvió de la guerra? —Se oyó un golpe, como si Charles le hubiera dado una patada a algo, al aparador tal vez—. La gota que colmó el vaso fue que te quejaras del coche del amigo de Pearl. Francamente, Marion, nunca creí que pudieras ser tan mezquina. Es una caja oxidada, un montón de chatarra, pero ¿a quién le importa una mierda lo que piensen los vecinos? Pearl nos dijo en qué situación se encontraba el chico: está buscando trabajo, y si no lo encuentra pronto, tendrá que volver a marcharse al extranjero. Comprar un coche barato me parece una decisión inteligente. Si tanto te avergüenza que esté aparcado delante de nuestra casa medio minuto, entonces vete a vivir a otra casa.

Marion tragó saliva.

—¿Lo dices en serio, Charles?

—Sí, Marion. Sí, creo que sí.

Entonces sonó el teléfono. En ese momento me tumbé en la cama y me puse la almohada sobre la cabeza. No quería oír nada más. Cuando salí, ya no se escuchaban ruidos abajo. Me pregunté si se habrían ido juntos a la cama o si uno de los dos estaría durmiendo en el cuarto de invitados.

Durante media hora estuve dando vueltas en la cama. Cuando me convencí de que me sería imposible dormir, bajé de puntillas a por un vaso de agua. Al volver, pasé junto al armario donde estaba guardada la carpeta con los papeles sobre mi madre. En ese momento deseaba con todas mis fuerzas ver una foto de mi padre, el hombre que se convirtió en un monstruo. Saqué la carpeta, y cuando estaba a punto de subir a mi cuarto, oí una voz.

—¿Eres tú, Pearl?

Fui al salón y encontré a Charlie sentado en el sofá con la luz apagada. Las cortinas estaban descorridas y la luna llena, junto a la luz de la farola, iluminaba la habitación, de modo que Charles era claramente visible.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Tenía sed y no podía dormir —expliqué—. Y se me ocurrió mirar la carpeta.

—¿Oíste lo que se ha dicho?

—No pude evitarlo. Cerré la puerta, pero aun así pude oíros. Finalmente, me escondí bajo la almohada. —Debí haberlo hecho al principio de la pelea, no casi al final.

—Lo siento, cariño. —Dio una palmadita al espacio que había junto a él en el sofá—. Ven, siéntate un minuto.

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