—Si bajo solo, nadie hablará conmigo.
—¿Por qué no te llevas el cuaderno que nos han dado y escribes una carta a casa? —propuso Barney. Habría bajado a la sala, pero pensar en Fairfax siguiéndolo dos escalones por detrás le dio arcadas. Estaba deseando escribir a Amy, pero lo haría cuando estuviera solo, para poder pensar claramente lo que le salía del alma.
—No estoy de humor para escribir una carta —dijo Fairfax con voz ofendida.
Barney no contestó.
Cinco días más tarde llegó el comandante del campo. Se llamaba Frederick Hofacker y tenía el rango de coronel. Nadie presenció su llegada, pero era imposible no escuchar el ruido que hizo la pequeña caravana de automóviles que lo trajo, el sonoro ruido de botas sobre los suelos de piedra y las órdenes que se gritaron.
Se establecieron reglas, que hasta entonces habían sido inexistentes. Los prisioneros debían estar levantados a las siete y en la cama a las diez, cuando se apagaban las luces, después de lo cual no se podía hablar. Debían hacer ejercicio al aire libre al menos dos horas al día. Tenían que lavarse sus propios platos después de las comidas y hacerse las camas. A los que llegaran tarde a las comidas no se les serviría, y la insubordinación se castigaría encerrando al culpable en el sótano y sometiéndolo a una dieta de pan y agua durante tres días. Cualquiera que intentara escapar sería fusilado. La última frase la repitió dos veces.
Los domingos, se les informó también, habría una misa católica en la sala, seguida de un servicio dirigido por un pastor luterano para aquellos que tuvieran otras creencias, lo que incluía todas las religiones del mundo.
—No suena demasiado mal —comentó Barney cuando leyó la hoja escrita.
—Pero dos horas de ejercicio al aire libre, Barney —se quejó Fairfax—, ¡todos los días!
—Me pregunto qué estarán haciendo nuestros soldados rasos —dijo Barney, pensativo—. Apuesto a que están durmiendo en un dormitorio atestado en lugar de dos por habitación, y me sorprendería que los alimentaran tan bien como a nosotros.
Fairfax ignoró el comentario. En esos días la única persona que le importaba era él mismo.
—¿Tenemos que ir a misa?
—Aquí no lo dice. Yo iré al servicio católico.
—No sabía que eras católico, Barney.
—No lo soy, pero mi mujer sí. Lo haré por ella. —Era el lugar perfecto para rezar por Amy, pensar en ella en paz, sentirse más cerca de ella. Trató de imaginar la expresión de la cara de su madre si descubría que había ido a una misa católica, pero le resultó imposible.
El coronel Hofacker llevaba una semana en el campo desde que apareció una mañana ante los prisioneros cuando estos estaban fuera. Los hombres llegaron corriendo, cojeando o sencillamente andando, después de haber dado diez vueltas alrededor de la Colmena.
Barney fue el primero en llegar a la línea de meta —dos cubos volcados— y el primero en ver al alto e impecable oficial alemán que caminaba arriba y abajo —unos pasos en una dirección, unos pasos en la otra— con una mano detrás de la espalda y la otra alrededor de una vara corta que llevaba debajo del brazo. Dos soldados armados con rifles parecían proporcionarle algo parecido a una guardia; pero relajada. Era un día caluroso y Barney pensó que se debían estar asando con aquel ajustado uniforme gris de cuello alto, los pantalones de montar y las botas relucientes.
—Siempre ganas —comentó Jay, que llegó trotando.
—Soy el que está más en forma, es por eso. —Barney corrió en el sitio, levantando las rodillas y agitando los brazos en el aire como si se estuviera ahogando. Si las circunstancias hubieran sido diferentes, se habría sentido eufórico corriendo al aire libre, con aquel aroma a pino. Llevaba una camiseta color caqui, pantalones cortos y zapatillas de deporte, que le había conseguido el coronel Campbell. También le había proporcionado otra guerrera, una gorra y un capote, todo lo cual le quedaba grande, aunque era mejor que si le quedara pequeño. No preguntó, pero sospechaba que llevaba la ropa de un hombre muerto.
El capitán MacDermott, de los Highland Rangers, se acercó paseando, tras haber caminado alrededor de la meseta un par de veces. Era el prisionero más bajo de la Colmena, más incluso que Eddie. No medía más de un metro sesenta y cinco, y tenía un sentido del humor contagioso.
—Tenemos que fabricarte una copa, Patterson, con tu nombre grabado en ella —dijo—. Oye, creo que ese de allí es el coronel Hofacker. Menudo lechuguino, francamente. Beau Brummell nunca morirá mientras él viva.
Hizo una señal a Clive Cousins, un teniente segundo, para que avisara a los oficiales de menor rango. Cousins había estudiado para ser subastador antes de la guerra y tenía una voz muy potente. Bramó una orden y los hombres formaron en dos líneas y se pusieron firmes, mientras Eddie Fairfax llegaba jadeando, con la cara empapada de sudor.
—Creo que he corrido once veces en vez de diez —masculló mientras se ponía al final de la primera fila. Nadie lo creyó.
—Descansen —voceó Cousins.
En ese momento, el comandante avanzó y se colocó delante del capitán MacDermott, mirándolo desde arriba. Los dos hombres se saludaron, el alemán golpeando los talones y levantando el brazo con un movimiento rígido y mecánico que lo hizo temblar de tensión.
—¡
Heil
Hitler! —ladró. Se escucharon unas cuantas risitas.
Al principio, el capitán MacDermott pareció desconcertado.
—¡Dios salve al rey! —murmuró.
Un joven oficial alemán se adelantó y se inclinó ligeramente. Era afeminado, con los labios pequeños y redondos.
—Traduciré para el coronel Hofacker —dijo con voz suave y sólo un atisbo de acento alemán—. Le ruega que vuelva a poner firmes a sus hombres para que pueda pasarles revista.
—¡Atennnción! —gritó Cousins. Se escucharon más risitas. El capitán MacDermott frunció el ceño y movió imperceptiblemente la cabeza. Quería indicar con ese gesto que no sería muy práctico agraviar innecesariamente al enemigo. A partir de ese momento no hubo más risas.
El coronel Hofacker caminó despacio ante la primera fila de hombres, deteniéndose un instante delante de cada uno y mirándolo fijamente, como si estuviera tratando de memorizar cada cara. De cerca resultó ser un individuo poco atractivo, de al menos cincuenta años, con la cara picada de viruela y una nariz extrañamente plana y un poco torcida. Barney se imaginó un puño aterrizando en ella con una fuerza considerable tiempo atrás, desfigurándola. A pesar de su aspecto poco agraciado, el coronel estaba claramente orgulloso de sí mismo. «La octava maravilla», habría dicho Amy. Se deducía por la arrogante expresión de los ojillos y por el modo en que se pavoneaba con sus anchos hombros echados hacia atrás. Al mismo tiempo parecía enfermizo. Tenía el blanco de los ojos visiblemente amarillento.
Barney, en la segunda fila, sintió una incomodidad que pronto se convirtió en náuseas cuando el hombre se detuvo ante él algo más que unos segundos, clavándole los ojillos en los suyos. El fijó la mirada en la nuca del hombre de delante y trató de hacer como que el coronel era invisible.
Hofacker terminó su inspección.
—
Danke sch
ö
n
—le dijo al capitán MacDermott, inclinándose rígidamente. Tras decir esto se marchó, seguido por el traductor y los guardias armados.
Unos días más tarde, Eddie Fairfax se puso enfermo. Empezó con fiebre y un dolor de cabeza que lo mantuvo despierto gimiendo durante toda la noche, y a Barney con él. A la mañana siguiente, el capitán King consiguió localizar unas aspirinas, pero no le hicieron efecto. A medida que avanzaba el día, Eddie empeoró. Perdió el conocimiento y su respiración se volvió estertórea y trabajosa.
Como no había nadie con conocimientos médicos entre los prisioneros y la enfermería del piso de abajo aún no estaba preparada, el coronel Campbell fue a ver al comandante para pedir un médico para el enfermo. Volvió quince minutos más tarde furioso. Le habían dicho que el coronel Hofacker estaba demasiado ocupado para atenderlo.
—Hablé con el intérprete, que me aseguró que le haría llegar el mensaje. Le advertí de que si no se hacía nada, su maldito comandante sería denunciado por no respetar la Convención de Ginebra sobre el tratamiento de los prisioneros de guerra. —El coronel rezongó—. El tipo se limitó a observarme con la mirada vacía. Sabía tan bien como yo que ahora mismo, las posibilidades que tengo de denunciar algo que ocurra en este maldito lugar a una persona de autoridad son nulas.
—No me gustó el coronel Hofacker desde el principio —opinó el capitán King.
Esta conversación se produjo delante de la habitación de Barney y Eddie. Barney escuchaba apesadumbrado. De un modo que nunca comprendería, apreciaba a Eddie. No, no lo apreciaba, más bien se sentía responsable de él. En ese momento, Barney era la única persona que tenía Eddie para salir adelante.
—Patterson —dijo el coronel—, será mejor que busque otro sitio para dormir esta noche. Puede que lo que tenga Fairfax sea contagioso.
—Si es así, señor, probablemente lo habré cogido ya. Si no le importa, me quedaré por si Fairfax necesita algo.
—Buen chico, Patterson. Pero insisto en que baje a cenar. Me ocuparé de que alguien le eche un vistazo al paciente mientras usted está ausente.
No fueron los gemidos y la respiración pesada de Eddie los que mantuvieron despierto a Barney toda la noche, sino su silencio. Yacía como un cadáver en la cama, sin moverse, haciendo apenas algún sonido. Barney miraba hacia abajo una y otra vez desde su litera para asegurarse de que seguía vivo, y se sentía aliviado al ver que le temblaban los párpados o que se movía la manta una mínima fracción de un centímetro como prueba de que seguía respirando.
La última vez que esto ocurrió, tras quedarse tranquilo porque Eddie estaba aún en el mundo de los vivos, Barney no se molestó en tumbarse. Las agujas fosforescentes del reloj marcaban las tres menos cuarto. El silencio casi podía palparse. Se sentó en la cama, apoyó la cabeza contra la pared y se quedó pensativo. Echaba tanto de menos a Amy que le dolía. La imaginó durmiendo en la cama del pequeño piso donde habían pasado sólo cuatro meses juntos, aunque había sido la parte más importante y sorprendente de su vida. Cerró los ojos y le tocó el pelo, las mejillas, la curva de la barbilla, sus hombros. Después retiró las mantas y vio que tenía el camisón enredado en las piernas...
—Perdone.
Barney se sobresaltó tanto que soltó un grito.
—¿Sí? —preguntó cuando vio entrar en la habitación al traductor alemán.
—Siento haberlo asustado, pero me preocupaba que al llamar su amigo pudiera despertarse —dijo el hombre disculpándose con su suave voz.
—¿Qué quiere? —Su irritación se vio contenida al tener que hablar en susurros.
—Al comandante le gustaría verlo.
—¿Ahora? —Volvió a mirar su reloj—. Son las tres de la mañana.
—Ahora. ¿Quiere venir, por favor? —El hombre le indicó que se levantara.
Barney no se movió.
—¿Para qué me quiere el comandante?
—Él se lo dirá. Creo que tiene que ver con su amigo. —El hombre deslizó la mirada sobre Barney.
—De acuerdo. —Era una extraña petición a una hora extraña, pero Barney no dudó. Saltó de la litera, se vistió y siguió al traductor fuera de la habitación, cerrando suavemente la puerta tras de sí.
Bajaron al silencioso comedor, normalmente saturado de ruido y de voces pero ahora desierto, y recorrieron un pasillo que él no había visto nunca. Su guía abrió una puerta y entraron en una pequeña habitación con dos escritorios, ambos equipados con una máquina de escribir y un teléfono. El traductor llamó a una puerta que había en la esquina y, sin esperar respuesta, hizo un gesto a Barney para que entrara, cerrando la puerta tras él.
Era como un mundo diferente. Barney parpadeó incrédulo al ver los ricos tapices y los coloristas cuadros al óleo que cubrían las paredes de piedra; el escritorio, el aparador, la mesa circular y las sillas negras y doradas; la media docena de alfombras de vistosos dibujos. Había un jarrón con flores en la mesa, cuyo aroma perfumaba la sobrecalentada habitación. Un fuego de leña ardía en la chimenea.
En un sofá tapizado de color carmín situado en medio de la habitación, el coronel Hofacker, comandante de la Colmena, estaba medio sentado, medio tumbado, fumando un cigarrillo con una boquilla de marfil. Llevaba una bata de seda negra sobre un pijama a juego. Uno de sus pies, cubiertos por unas zapatillas negras, yacía sobre una alfombrilla; el otro estaba apoyado en el sofá. Su pelo era abundante, negro y más largo de lo habitual en el Ejército. Miró a Barney y sonrió. Este no le devolvió la sonrisa. Había algo en aquel hombre... no le salía la palabra... ¡decadente!, eso era. Y parecía sorprendentemente malsano, como si se estuviera quedando sin piel.
—¿Qué desea? —preguntó cortésmente, recordando que lo habían llevado a ver a aquel hombre por algo que tenía relación con Eddie, y no serviría de nada ser desagradable.
—Siéntese, teniente.
—Prefiero quedarme de pie, gracias.
—Como quiera. —El comandante se encogió de hombros.
—Creí que usted no hablaba inglés.
—Se oyen conversaciones muy interesantes si los demás piensan que no sabes lo que están diciendo. —Hubo una pausa y luego dijo—: Es usted un joven muy hermoso, teniente Patterson.
—¿Eli? —Era lo último que Barney esperaba oír. Para su desgracia, notó que se había ruborizado.
—Tengo debilidad por los jóvenes hermosos —continuó diciendo el coronel con voz sedosa—. ¿Está dispuesto a complacer mi debilidad, teniente?
—¡Por el amor de Dios, no! —gritó Barney. Retrocedió unos pasos para aumentar la distancia entre ellos.
—¿Ni siquiera para ayudar a su amigo? —El hombre volvía a sonreír. Se llevó el cigarrillo a los labios y exhaló una nube de humo.
—No —masculló Barney—. Por ninguna razón en el mundo.
—Si cambia de opinión, un médico atenderá al teniente Fairfax dentro de media hora. —Alcanzó el cenicero que había en el asiento junto a él y apagó el cigarrillo—. Hay un buen médico en el pueblo más cercano y yo podría enviar un coche a recogerlo y traerlo aquí.
—Le aseguro que no cambiaré de opinión.
Cuando Barney volvió, la respiración de Eddie había cambiado. Las inspiraciones eran muy cortas e iban acompañadas de un sonido rasposo, ahogado. ¿Era un estertor?, se preguntó Barney, horrorizado. ¿Y si Eddie moría y él podía haberlo salvado? La conducta homosexual no le resultaba del todo extraña. No la había practicado, pero la había conocido en Oxford. Para algunos chicos, era algo natural; para otros, era una especie de diversión.