L
a policía me interceptó a la altura de San Juan de Ortega. Estaba allí porque me habían hablado de una pequeña iglesia en la que dos veces al año tenía lugar un suceso asombroso y sencillo al mismo tiempo. Todos los días 21 de marzo y 22 de septiembre, coincidiendo con los equinoccios de primavera y otoño, el templo abandonaba el reino de las sombras y se adentraba en los dominios de la luz. Un anónimo ingeniero medieval había calculado los movimientos del sol alrededor del templo, y con exquisita precisión abrió una ventana para que los rayos del sol se colasen en la iglesia anunciando el principio de la primavera y el final del verano. La gracia estaba en que la angostura de la ventana funcionaba como un potente foco que impactaba sobre un hermoso capitel que se convertía así, por unos minutos, en un solitario actor sobre las tablas de un fabuloso escenario. Durante siglos, las personas del lugar debieron de sentir aquella iluminación como un espectáculo fascinante y sagrado.
Estábamos a principios de julio y, si no el milagro de la luz, quería yo ver al menos el famoso capitel. Pero no pudo ser. Un señor con bigote salió de un coche estacionado frente a la iglesia, me mostró su placa de policía y me pidió amablemente que le acompañase.
Yo había visto a tipos como aquel enseñar mil y una veces las placas en mil y un garitos de dudosa reputación. Se trataba de una costumbre bastante extendida dentro del gremio policial: el madero se acercaba a la barra y con cualquier excusa le mostraba al camarero su flamante placa. A partir de ahí el comerciante ya sabía que no iba a recibir un euro por las copas que el poli y su acompañante decidieran tomarse a lo largo de la noche. Un madero con mala leche puede buscarte problemas, así que pocos se negaban a la extorsión. Para alguien como yo, que siempre había intentado pagar sus vicios, actuaciones semejantes suponían un magnífico pretexto para seguir odiando a la autoridad.
Miré fijamente al tipo del bigote y le pregunté si tenía algún papel que me obligara a entrar dentro del coche. Sin ponerse nervioso me explicó que el comisario Corbalán estaba en una comisaría de Burgos y en su nombre me pedía encarecidamente que acudiera a reunirme con él. En toda mi vida la policía no me había pedido nada «encarecidamente», así que se me ablandó el corazón y accedí a acompañarle. En los veintitantos kilómetros que duró el viaje no encontramos un buen motivo para dirigirnos la palabra.
Sin duda, Corbalán quería verme por el asunto de las manos que el día anterior habían aparecido en Villamayor del Río, y que yo glosé en mi artículo con toda clase de detalles. Gonzalo me había llamado desde Barcelona para alabarme el trabajo. Estábamos copando el aburrido mes de julio con mis crónicas camineras. Las visitas en internet a mi blog se habían disparado, por primera vez en toda mi carrera resultaba un trabajador productivo para la empresa. Desde luego, no me divertían las excentricidades de un loco asesino y descuartizador, y por mí podían detener al tipo y colgarlo del pino más alto hasta que se secase como un pimiento, pero yo no tenía la culpa de que un loco pudiera campar a sus anchas por el Camino de Santiago, y mucho menos de que me hubiera elegido a mí para vocear sus barbaridades. Si los periodistas que cubrían las campañas electorales no sentían remordimientos por propagar las mentiras más grandes del universo, no me iba yo a rasgar las vestiduras por darle cancha a un demente campestre empeñado en jugar con la policía. No, no admitía lecciones de ética.
La comisaría de Burgos me resultó igual de anodina e inquietante que el resto de las comisarías de mi vida. La punta del bastón peregrino y las botas de caminante sonaban alegres por los pasillos. El señor del bigote saludaba a unos y a otros como si regresara al poblado después de una larga jornada de caza. Todos los ojos se agrandaban al ver el tamaño de la pieza cobrada. Abrió una puerta y me cedió el paso.
No sé por qué me sorprendí cuando encontré a Tino sentado junto al comisario Corbalán. Debía haber imaginado que también él, como autor de las fotos, habría sido requerido para colaborar.
—¿Te han dado ya el jamón? —le pregunté irónico.
Ambos sonrieron.
—Buenos días, señor Huguet.
—Emilio, Emilio Ribeiro —le corregí.
Me senté frente a ellos y el poli del bigote desapareció abandonándome en una intimidad no deseada. Corbalán me ofreció agua y la acepté solo para demostrarle que venía en son de paz.
—Tenía usted razón, comisario, el asesino que busca es un tipo juguetón.
Asintió y golpeó suavemente el capuchón del bolígrafo contra la mesa.
—Con los años uno va conociendo a su clientela —dijo resignado—, la única ventaja es que cuanto más se divierte el asesino con sus bromas más datos reunimos nosotros, y más cerca está el final de la partida.
—¿Eso cree?
Levantó los hombros.
—Así suele ocurrir, espero que en esta ocasión no sea diferente. Quizá les sorprenda, pero ya me he encontrado con unos cuantos casos en los que al asesino se le acaba la imaginación y, de alguna manera, está deseando que lo detengan, para explicarle al mundo entero los fabulosos motivos de sus crímenes.
—No pretendo desanimarle, comisario, pero me parece que a este todavía le quedan bastantes cartas en la manga para seguir jugando. Un cuerpo en trocitos da para mucho.
Tino puso cara de asco. Estaba enamorado, y el amor impide entender la realidad en toda su crudeza.
—De eso precisamente quería hablarle. —Y comprendí que estábamos pasando de los saludos protocolarios al meollo del asunto—. Los dos lugares en los que han aparecido restos del cuerpo de Mauro Andrade estaban sospechosamente cerca de una carretera nacional. En el caso de Zubiri, la 135 y en el de Villamayor del Río, la 120. Mi opinión es que el asesino juega al despiste. Sitúa sus mensajes y las partes del cuerpo en el Camino para crear confusión y alarma, pero nunca lo hace en zonas de acceso a pie, sino que se procura una fuga rápida por carretera. Sin duda, el asesino tendrá sus motivos para haber elegido el Camino Francés como escenario de sus actuaciones, pero a mí no me interesan sus motivos, lo único que quiero es detenerlo, y en ese sentido, no creo que la persona que estoy buscando sea un peregrino común, más bien diría que se trata de un automovilista.
—Tiene su lógica —admití.
—Pero además de la carretera está el asunto de la refrigeración.
Puse cara de memo.
—El forense de Pamplona dijo que la cabeza había estado sometida a bajas temperaturas antes de aparecer en Zubiri, y esta misma mañana el forense de Burgos asegura que las manos también estaban congeladas. No sabemos en cuántos pedazos estará diseccionado ahora mismo el cuerpo de Mauro Andrade, pero seguro que se encuentra bastante fresquito a la espera de una próxima entrega.
—Sorprendente —dije anotando mentalmente la información que el comisario me regalaba para futuros artículos.
Me sonrió y después miró a Tino. Mi amigo se encontraba evidentemente incómodo y yo sabía el motivo.
—Ya le has hablado de la furgoneta, ¿no?
Tino me enseñó las palmas de sus manos como si estuviera portando una bandeja invisible.
—Estaba cantado, loco. Dos y dos son cuatro, aquí y en la China. Cuando el comisario me contó la hipótesis de las carreteras y que la cabeza y las manos venían congeladas, hice la relación rápidamente y me acordé de la furgoneta que vos me contaste. No
seás
pelotudo, Xavier, tú mismo lo dijiste: en un pueblo pequeño no hay el suficiente negocio para dos empresas repartidoras de congelados.
—Puede que sea una gilipollez —les advertí.
—Puede —accedió el comisario—, pero en todo caso será una gilipollez interesante; no sabe usted la cantidad de gilipolleces sin sustancia que hay que ver en este trabajo.
A punto estuve de volver al cuerpo a cuerpo y recordarle que cada uno elige el trabajo más adecuado a sus capacidades, pero me contuve. Hubiera sido una grosería y, por ahora, el comisario se estaba comportando con educación.
—¿Cómo era esa furgoneta?
—Muy parecida a la que usted se está imaginando —dije en un intento por parecer simpático—. ¿Sabe usted si aquí hay internet? —y señalé la pantalla del ordenador que había sobre la mesa.
Se acercó al teclado, movió el ratón en ambas direcciones y la pantalla se iluminó. Quienquiera que fuera el usuario de aquel cacharro debía de ser un cursi insoportable. Un bebé con la cara pintada de payaso nos sonreía como fondo de escritorio. El comisario pinchó sobre una «e» grande y azul que el niño payaso estaba aplastando con sus manitas rollizas. Esperó unos segundos.
—Sí, hay conexión —dijo aliviado.
Me cedió su asiento y en menos de un minuto la pantalla se llenó de furgonetas de reparto con cámaras frigoríficas en la parte trasera. Las había de todos los tipos y tamaños. Afiné la búsqueda y nos quedamos con las especializadas en el sector de la hostelería. Yo podía ser un ex alcohólico pero en aquellos momentos el comisario me miraba como si tuviera al mismísimo Albert Einstein delante de sus narices.
—Muy parecida a esta —dije poniendo el dedo sobre la que más se asemejaba.
El comisario anotó la marca y el modelo en un papel.
—¿Recuerda algún detalle en particular?
Sonreí socarronamente. Me gustaba eso de que la policía me tomase en serio.
—Su principal detalle era precisamente que no tenía detalles. Se trataba de una furgoneta blanca, sencilla, sin el logotipo de una empresa que pudiera identificarla.
Continuó anotando mis impresiones en el papel. Era el primer interrogatorio de mi vida en el que me estaba divirtiendo de verdad, pero debía hacer lo posible para que no se me notase.
—¿Cree usted que podría reconocerla si la vuelve a ver?
Ladeé la cabeza a derecha e izquierda. A mi actuación no le vendrían mal unos segundos de suspense. Cerré los ojos y puse un gesto riguroso.
—Seguro.
—Pues me temo que tendré que volver a molestarlo en cuanto localicemos una furgoneta con estas características.
Le señalé la mochila con la vieira peregrina colgando.
—Ya sabe dónde encontrarme.
Apenas contenía la euforia. Antes de salir por la puerta ejecutaría el gran final de mi representación. Pensaba dejarlos literalmente boquiabiertos. Me incorporé en un amago de despedida y metí la mano en el bolsillo trasero de los pantalones. Saqué un pequeño trozo de papel que tenía guardado para la ocasión.
—Una última cosa —dijo, y presagiando algún inconveniente devolví el papel al bolsillo del que había salido y regresé a mi asiento—. Debo pedirle un último favor.
—Usted dirá.
—He hablado esta mañana con Gonzalo Mirto, el director de su periódico, y le he pedido por el bien de la investigación que se suspendan momentáneamente la edición de sus artículos tanto en papel como en internet.
Le cacé la mirada al vuelo. Sus ojos intentaban escabullirse y se sentía evidentemente abochornado. No era justo y él lo sabía. Yo estaba colaborando y si hubiera esperado tan solo unos segundos le habría regalado una valiosa información antes de abandonar el despacho, pues, por alguna razón desconocida, aquel poli había empezado a caerme bien; pero no, de sobra sabía yo que los polis buenos siempre acaban jodiéndote. Intenté razonar y, de paso, salvarlo de aquel gesto lastimoso que le estaba atrapando el rostro.
—Usted acaba de decir que cuantas más señales deja el asesino más cerca están de su captura. Mis artículos le ofrecen la notoriedad que él busca; si no hay artículos probablemente abandone el juego, y ustedes necesitan que siga jugando, necesitan más pruebas.
Corbalán asintió. Tino se liaba un cigarrillo simulando estar ausente de aquella habitación, pero nos escrutaba con el rabillo del ojo.
—Tiene usted toda la razón. —Y se rascó el interior de la oreja como si algo le pitara por dentro—. Pero como ya sabe soy un poli mediocre y los polis mediocres no discuten las órdenes que vienen de arriba. Estamos en año Xacobeo, el Papa irá dentro de unos meses a Santiago, el Camino se encuentra atestado de peregrinos, y «la gente de arriba» no entiende que se utilice uno de los principales periódicos del país para dar pábulo a un loco. No se puede sabotear el año Xacobeo.
Me revolví en el asiento. Aquello había que discutirlo.
—¿Y qué le ha dicho Gonzalo?
Alejó su mirada de la mía y la dejó tirada por el suelo.
—No hay elección, él lo ha comprendido. Me ha dicho que se pondría en contacto con usted a lo largo de la mañana.
Lo creía. Gonzalo y el comisario eran de esa clase de personas que se rebelan contra las injusticias lejanas, pero cuando algo feo ocurre en el patio de su casa cierran las ventanas y se retiran enarbolando la bandera blanca del sentido común. Yo era diferente, por eso ellos siempre sobrevivirían a todas las catástrofes y yo iba por la vida de terremoto en terremoto.
—Le voy a hacer una pregunta, comisario, y le ruego que me conteste con franqueza. Si «la gente de arriba», como usted los llama, le propusiera su participación en un asunto inmoral, hacer desaparecer a un hombre, por ejemplo, y así salvaguardar el bien común y la tranquilidad de la mayoría, ¿se pondría de su lado?
Los ojos del comisario emergieron de las profundidades y me pareció que se agarraban a los míos para no hundirse de nuevo.
—Pedirle que deje de escribir artículos no es lo mismo que matar a un hombre.
—Ya lo sé —respondí intentando que mi indignación no se hiciera evidente—. Matar a un hombre es matar a un hombre.
Levanté la mochila del suelo y con un solo movimiento la colgué sobre mis hombros.
El comisario se había equivocado. Si hubiera mantenido la boca cerrada un minuto más yo le habría entregado el papel que guardaba en mi bolsillo y quizá, solo quizá, le hubiera puesto en bandeja al asesino que andaba buscando, pero ahora, con la censura cerrándome la boca, no me daba la gana colaborar. Yo podía comprender muchas cosas pero la censura sencillamente me sacaba de mis casillas. Ya debería estar escarmentado después de toda una vida paseando por las redacciones de los periódicos: lo que no sale en los medios no existe, así de simple; de manera que si nadie hablaba del asesino de Mauro Andrade, el asesino dejaría de existir. Era una tesis estúpida, pero los poderosos de todas las épocas se habían agarrado a ella como a un clavo ardiendo. Y siempre se equivocaban.