Los primeros golpes de mis botas contra la tierra sonaron secos y solitarios, pero pasado el primer kilómetro noté que una sombra me arrimaba la punta de su bastón por la espalda. Era Tino, traía la sonrisa de un crío al despertar el día de Reyes. Lo miré. En realidad me estaba buscando para fanfarronear.
—¿Qué tal dormiste, loco? —quiso saber.
Le lancé una mirada recta y poco amistosa.
—La próxima vez que busquéis un rinconcito particular para disfrutar de vuestro amor me avisas antes —dije fingiendo cierta incomodidad—, y yo decidiré si quiero o no quiero hacer cuatro kilómetros de más para acompañaros hasta la cama.
—No, Xavier, compadre, no hay joda con eso. ¿No pensarás que todo fue un quilombo para quedarnos solos? Ni en pedo, compadre, salió así, espontáneo, sin pensarlo, estábamos hablando y así, tranquilos, cómo decirte, una cosa llevó a la otra…
Lo agarré por la parte trasera del cuello y dejó de excusarse. Mi corpulencia enfrentada a su aspecto débil ofrecía una imagen hostil para cualquiera que hubiera aparecido en aquel momento. Noté que el cuerpo se le tensaba. Acerqué mi boca a su oído.
—¿Me dejarás ver las fotos?
—La concha de tu madre. —Y se escabulló de un empujón.
Mi risa enmudeció el trinar de los pájaros cercanos y Tino hizo un falso amago de romperme el bastón peregrino en la cabeza.
—Creo que me he enamorado —dijo después de un rato con cierta solemnidad.
—Creo que exageras como un argentino —quise picarle.
—Creo que eres un hijo de la grandísima puta. —Y de nuevo me lanzó el palo.
Así continuamos por un tiempo, él, metiendo el nombre de Ana en una de cada dos frases, y yo, burlándome de su abrupto enamoramiento.
Un cartel nos anunciaba la entrada en la provincia de Burgos. Tino consideró que ya habían pasado los kilómetros suficientes para que Edurne y Ana hubieran hablado de «sus cosas», y como el Apolo uruguayo que era, se marchó con pies alados en busca de las amigas navarras que debían de estar bastante más avanzadas que nosotros.
Lo perdí de vista y me detuve sobre una ligera ondulación del terreno para captar mis primeras impresiones castellanas. Los campos de cereal se extendían hermosos y adustos en todas direcciones. No sabía precisar si lo que me cautivaba de aquel paisaje era la lejanía de una encina solitaria o la nada amarilla que la envolvía por todas partes. Una especie de dualidad castellana me venía persiguiendo desde el colegio: yo amaba los campos de Machado y me dormía aburrido con los de Azorín.
Redecilla del Camino era el primer pueblo burgalés que salía al paso, y junto a su oficina de turismo me encontré a Masahichi haciéndole fotos a una casa cuyo interés no supe interpretar. Le palmeé en la espalda, y como era su costumbre, sonrió. Manu también andaba por allí, conversaba con un grupo de hombres que tendrían más o menos mi edad. Venían de Sevilla y contaban chistes. Manu se divertía y también contaba chistes. Apreté el paso y apenas saludé, había que escapar como fuera de aquel maravilloso festival del humor.
La verdad es que a partir de ahí la jornada se me hizo terriblemente monótona. Caminaba por una pista de tierra que andaba paralela a la carretera nacional, por la que cada cierto tiempo pasaban camiones ululando y levantando a su paso un ligero vientecillo, que si no fuera porque venía acompañado de ruido de motor hubiera sido agradable, pues el sol pegaba ya con severidad, y la gorra y las gafas se volvían las más preciadas compañeras. También pasaban de vez en cuando lo que yo bauticé como «taxis tramposos». Se trataba de taxis que auxiliaban a los peregrinos más indolentes que no querían cargar sus mochilas, o trasportaban peregrinos de un pueblo a otro, en función de dónde quisieran empezar o terminar la etapa. Yo había visto a gente bajarse de un taxi doscientos metros antes de entrar a un pueblo, y con las mismas irse al albergue de peregrinos y sellar la tarjeta. Yo era un perdedor nato, así que los tramposos me indignaban en todas sus versiones.
La única novedad de aquel paseo algo tedioso la encontré en el río Reláchigo que a pesar del verano recorría las tierras con alegría, y donde pude refrescarme los pies y atender debidamente al bocadillo de chorizo que llevaba empaquetado en la mochila.
Apenas me detuve en Castildelgado ni en Vitoria de Rioja. Deseaba llegar pronto a Belogrado y ganarle al descanso las horas que la noche anterior había perdido junto al cura Gabriel. El Camino se alternaba entre el asfalto de la carretera y la pista de arena paralela. Mis pensamientos, ante la falta de alicientes, se entretenían en las bobadas más insustanciales y hasta creo que por primera vez en mi vida podría haber dejado la mente en blanco. Sí, hubiera sido maravilloso caminar los seis kilómetros que me quedaban narcotizado por mi propia estupidez, pero para mi desgracia el azar me reservaba una nueva sorpresa en una zona de recreo a la entrada de un pequeño pueblo, Villamayor del Río, donde un grupo de caminantes se arremolinaba en torno a una mesa de piedra que alguna diputación bondadosa había instalado allí para descanso y disfrute de los peregrinos. El grupo no superaba las diez personas y al acercarme me llamó la atención el silencio viscoso que los envolvía. A medida que avanzaba hacia ellos el silencio se iba quebrando en favor de una especie de murmullo bisbiseante que todavía no alcanzaba a interpretar. Era evidente que observaban algo con gran interés, un animalillo silvestre quizás acostumbrado a comer los pedazos de comida que la gente le ofrecía. Alguien notó que mi presencia junto al grupo era ya una realidad, se volvió y me hizo señales para que me acercase y pasara a formar parte del pequeño corro que miraba la mesa con avidez. No se trataba de ningún animal, sino de un par de manos. Un par de manos con sus antebrazos y todo. Se las veía ajadas porque la falta de riego sanguíneo las había marchitado pero, de alguna manera inexplicable, también estaban frescas, como recién salidas de un museo de cera. Los dedos, antes de la amputación, habrían sido finos y hermosos, y uno de ellos se adornaba con un anillo ancho que parecía de plata. Las manos, muy limpias y blancas, estaban posadas sobre un folio y lo apresaban con la yema de los dedos como si no se fiaran de los caprichos del viento. El folio y las manos compartían una blancura casi idéntica. Bastaba un pequeño ejercicio de imaginación para ver al cuerpo ausente sentado frente a nosotros ofreciéndonos con sus manos evidentes el folio inmaculado. ¿Inmaculado? No. Utilicé los codos contra los riñones de mis espantados compañeros y me abrí camino hasta situarme en primera fila. El dedo índice de la mano derecha estaba posado sobre la letra «E» y el dedo gordo de la izquierda caía sobre la letra «o». Entre ambas, once compañeras perfectamente impresas en fuente Times New Roman de tamaño 12.
El folio no mentía:
Eu nom te espero
.
Eu nom te espero
E
l café–bar Derby era toda una institución en la ciudad. Un incontable número de santiagueses se había sentado en sus sillas para desayunar, tomar cañas o cobijarse de la lluvia el tiempo justo de un café.
Conservaba el Derby un aire de meriendas burguesas, con conversaciones lentas y camareros de chaleco y pajarita. Sus amplios ventanales funcionaban como extraña frontera de los años: fuera estaba el siglo XXI, con sus urgencias, sus compras y sus sonidos afilados; dentro, el siglo XIX se conservaba intacto, y tan solo un par de pantallas, más o menos discretas, habían conseguido perturbar ligeramente la estética del Derby.
A Cárol le gustaba tomar allí el aperitivo del mediodía, aunque Suso a veces oponía resistencia. El comisario prefería los locales populares y ligeramente desordenados, donde los parroquianos miraban pensativos el interior de su vaso y no se preocupaban por el modelito de la mesa de al lado.
Cárol estaba fuera fumándose un cigarrillo y Suso permanecía sentado con la vista perdida en el tránsito de la calle. Una Estrella Galicia se le calentaba en las manos y aprovechaba la fugaz soledad para ordenar sus ideas con respecto a Marina. Al día siguiente habían quedado de nuevo y él, contrariado todavía por la última reunión, no sabía si acudir o cancelar la cita con cualquier excusa peregrina.
La puerta se abrió y Cárol, en una pequeña transgresión, lanzó dentro del local el humo que le quedaba en los pulmones.
—¿Por dónde íbamos? —preguntó la inspectora.
—Por Davide Leone.
—Eso, Davide Leone —dijo ella recuperando el hilo de la conversación interrumpida—. Sus amigos no quieren colaborar.
El comisario la miró al tiempo que bebía de la botella.
—En seis días no he podido hacerme con una copia de los documentos, ni siquiera me han dejado verlos. Los contactos de Leone no han funcionado, ni dentro ni fuera de Italia. No les interesa nuestro caso y no están dispuestos a sacar los documentos de donde los tengan enterrados para ayudar a la policía. Son inflexibles: en agosto se los entregarán a un periódico israelí para que los haga públicos, y a partir de ahí nos regalan las copias que queramos. Ayer, antes de coger el avión de regreso, Davide me llamó para asegurarme que lo sigue intentando, que espera convencerlos en los próximos días, pero sé que no va a conseguir nada, ha caído en desgracia dentro de su grupo de camaradas, le reprochan haber compartido la información con alguien tan ajeno a ellos como Mauro.
—Tienen motivos para estar disgustados con él.
Cárol cabeceó indecisa.
—No lo sé, precisamente la situación ajena de Mauro lo convertía en una buena salvaguarda.
Calló un momento y atrapó con un gesto la mirada del comisario que ya se iba hacia la cristalera.
—Pero no es eso lo que me preocupa, Suso, hay algo más.
—Algo más —repitió el comisario.
No era sencillo de contar, pero en fin.
—La noche antes de regresar Davide Leone intentó llevarme a la cama.
—¡
Rediola
!
Soltó la cerveza de golpe. Podía haber intentado una broma pero la cara de Cárol no parecía divertida. Desde luego, la inspectora no era ninguna mentecata y Suso suponía que en lo más recóndito de su intimidad habría algún escarceo oculto, sobre todo porque Suso siempre pensó que a la pequeña y regordeta Cárol aquel marido silencioso, alto y desgarbado, en el fondo, se le quedaba corto. De todas formas no estaba bien eso de mezclar el sexo con el trabajo.
De entre todas las posibilidades que tenía Suso eligió la más caballerosa.
—Si no quieres no tienes por qué contarme.
—No hay nada que contar, Suso. La única noticia es esa, que intentó llevarme a la cama.
—Y tú no…
—Yo no, Suso.
Como la conversación empezaba a incomodarle, el comisario decidió permanecer en silencio.
—Y créeme que el tipo era uno de los hombres más apetecibles que se han dignado mirarme, pero no dejé que entrara en mi habitación.
—Claro —dijo el comisario.
—Claro, ¿por qué? —le replicó la inspectora algo encrespada.
—No, por nada, mujer, es un decir.
Cárol arrugó las cejas. Puede que Suso no la estuviera comprendiendo.
—No soporto a los hombres que entienden el galanteo como una forma de arte. Son patéticos, y el pobre Davide Leone pertenece a esta estirpe de donjuanes tan arraigada en Italia, que intentan pagarte todo lo que comes y bebes porque piensan que es su obligación de macho y, de paso, dan a entender que ya empiezas a deberles algo.
El comisario probó suerte con un último trago, pero la cerveza estaba vacía. ¿Y si mandaba a Cárol como su representante a la reunión de mañana con Marina? Seguro que entre ellas se entendían.
—Pero aunque no soporte a los
latin lover
tampoco fue esa la razón por la que no lo dejé que traspasara la puerta de mi habitación.
Bueno, se iba a hacer de rogar.
—¿Entonces?
—Entonces está el equilibrio estético.
—¿Qué es eso?
—El equilibrio estético es una ley fácilmente demostrable que dice que los guapos se acuestan con los guapos y los feos con los feos. Y esa falta de equilibrio al intentar seducirme, esa desproporción me hace sospechar que hay algo extraño detrás de todo este asunto.
—No veo bien dónde está la desproporción.
—Suso, el judío estaba para hacerle siete favores seguidos, y yo soy una mujer más bien tirando a fea, sin mucho pecho, que alcanza con tacones el uno sesenta y con unas buenas cartucheras adornándome el culo. Nunca, ni después de un ataque nuclear que mermara la población femenina, Davide Leone se fijaría en mí. Y sin embargo se puso muy pesado. No hay proporción y la falta de proporción siempre oculta algún desajuste.
El comisario pensó que se sentía afectada por un repentino brote de inseguridad, y aunque el pudor le frenaba consideró que debía levantarle el ánimo.
—No digas tonterías, Cárol, tú también estás para siete favores.
Cárol abrió los ojos y Suso bajó la mirada. «Mierda», se había excedido en el piropo.
—No te enteras, Suso —le recriminó sin acritud—, y te agradezco el esfuerzo pero no me refiero a mi aspecto físico, eso ya lo superé en la adolescencia; lo que pretendo decirte es que Leone debía de tener algún motivo poderoso para querer acostarse conmigo, y desde luego, no era el sexual.
El comisario asintió dando a entender que ya la seguía.
—¿Y cuál crees que pueda ser ese motivo?
—Ni idea, quizá quería seducirme para que no abandonemos la pista de Roth, algo así como una compensación por el tiempo perdido, o una forma de tenerme atrapada mientras llega agosto y tenemos acceso a los documentos.
Suso cabeceó.
—Pues sí que es educado… Una compensación —dijo con media sonrisa.
Pero al instante un gesto de alarma le inundó la cara. Fátima, la siquiatra del «loco de los papeles», acababa de entrar al local en compañía de una mujer morena, alta y con las piernas tan largas como un flamenco. Se sentaron a pocos metros de los policías. Sus miradas chocaron y a Suso le pareció que de alguna manera invisible ella le volvía a enseñar su dedo corazón.
—No mires —dijo Suso casi sin despegar los labios—, es la siquiatra, la amiga de Fiz Couñago.
—Esto es un pueblo.
—Sin duda —convino el comisario.
El móvil de Cárol vibró sobre la mesa. Estiró el cuello para ver quién llamaba; antes de cogerlo arqueó los labios.