Un mal paso (30 page)

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Authors: Alejandro Pedregosa

Tags: #Policíaco,

BOOK: Un mal paso
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—Está en la bañera —se limitó a decir pasados unos segundos.

Cuando Suso regresó al salón hizo un gesto con los labios a Cárol dando a entender que nada podía hacerse ya para salvar la vida del deán. A primera vista parecía un suicidio, no tanto por los cortes en las muñecas como por la caja vacía de ansiolíticos. No obstante, nada se sabría con certeza hasta que un forense hurgara en los secretos que don Gregorio se había llevado dentro del cuerpo.

El comisario hizo un par de llamadas para activar el protocolo típico de aquellos casos. Policía científica, médico, juez, funeraria, todos irían llegando poco a poco hasta completar una armónica reunión de profesionales de la muerte. La experiencia le decía que cuando el fiambre ya estaba frío y sin solución nadie se pegaba patadas en el culo por ir a verlo, así que podían aprovechar ese maravilloso tiempo para que Josephine comenzara a desembuchar todo lo que guardaba en su interior.

Suso le hizo un gesto a Cárol para que abriera las ventanas; si no ventilaba el piso el forense se encontraría con tres nuevos cadáveres asfixiados. El calor era sofocante y no le gustaba eso de respirar el mismo aire que los muertos. El rumor bullicioso de la calle entró en el piso junto a una ligera brisa.

Cárol regresó al salón, cogió una silla y se sentó frente a Josephine. El comisario se quedó a espaldas de la francesita; en sus últimos encuentros era su perspectiva preferida.

Josephine continuaba absorta en la nada blanca de la pared. Su cuerpo, ya menudo de por sí, aparecía ahora lánguido y desinflado, y daba la impresión de que la butaca de cuero iba a tragársela en cualquier momento como una planta carnívora a un endeble mosquito. Un papel le temblaba en la mano.

—¿Me dejas, Josephine? —dijo la inspectora quitándole el folio.

La joven no desvió ni un milímetro la vista de la pared.

Se trataba de un texto manuscrito. Las palabras se dibujaban en el papel con una caligrafía uniforme y ladeada a la derecha. Hacía mucho que Cárol no se topaba con notas escritas a mano. Hoy en día hasta los asesinos dejaban sus mensajes impresos a ordenador. Leyó en silencio.

Querida Josephine: Cuando encuentres esta carta Mauro y yo estaremos juntos y ya nadie podrá hacernos daño. Yo habré dejado de ser un obstáculo y nada te impedirá acudir a la policía y contar toda la verdad. Por favor, debes hacerlo, en cuanto termines de leer, llama a la inspectora Cárol y entrégale esta carta. Las siguientes líneas van dedicadas a ella, luego volveré contigo para despedirme.

Inspectora: escribo estas letras para defender la inocencia de Josephine. No tiene responsabilidad alguna en los acontecimientos que han venido desarrollándose en torno a ella en los últimos días, y, sin duda, se trata de una víctima más, y nunca de una cómplice o una encubridora; por favor, no descarguen sobre ella el peso de la justicia porque su único delito ha sido amar a mi hermano y, por desgracia, amarlo a destiempo. No en vano, ella conoció los hechos que voy a contarle hace apenas una semana, cuando empecé a sospechar que la aparición en Zubiri de la cabeza de Mauro tenía que ver con la «Figura decapitada y su fatídica historia.

Ayer usted me llamó para pedirme información sobre esa estatua. Desconozco cómo ha llegado usted (y recalco lo de «usted» porque sé que su jefe es incapaz) a comprender en tan poco tiempo la relación que unía a la «figura» con mi hermano y conmigo mismo. Casi me atrevo a felicitarla, porque su agudeza, de alguna manera, ha acelerado mi decisión. Llegué al mundo media hora antes que Mauro y me marcho con diez días de retraso.

Inspectora, el hombre que mató a mi hermano se llama Rubén Vázquez, vive en Pontevedra y es maestro cantero en la Escuela de Canteros de Poio. Él fue el encargado en 2005 de realizar una copia fidelísima de la «Figura decapitada» que usted anda buscando. Esa copia ha estado expuesta en el museo de la catedral desde 2005 hasta hace un par de días, cuando ordené a unos operarios que la bajaran al sótano y me inventé la historia de la restauración por si alguien (cosa poco probable) se interesaba por su paradero. ¿Dónde está la estatua original? En Roma, exactamente en la dirección que ayer le indiqué. No le mentí, o al menos no le mentí del todo.

Como ya sabrá no se trata de ningún taller de restauración, es la casa de Sandro Bertolini, un político y empresario de gran fortuna, que a su vez es uno de los principales coleccionistas de arte de Italia. La «Figura decapitada» lleva en casa de Bertolini desde 2005, cuando pagó una fortuna a Davide Leone para conseguirla.

Todos los reproches morales que usted vaya a hacerme a partir de ahora ya me los hice yo durante todos estos años, y esta carta será, sin duda, la mejor manera de reconciliarme con la honradez que perdí en 2005, cuando mi hermano Mauro me convenció para lucrarnos ampliamente con un negocio infame. ¿Por qué acepté? Porque nunca he sabido negarle nada a Mauro, y aún hoy, si viviera para proponerme cualquier otra fechoría, aceptaría sin vacilar. Mauro era un hombre ambicioso, qué duda cabe, pero juzgar los pecados del espíritu es algo que solo corresponde a Dios. Ni a usted ni a mí. No hay que darle más vueltas.

Davide Leone y Sandro Bertolini se conocían de antiguo. Habían hecho negocios con anterioridad. Davide sabía del especial interés que el magnate tenía por las figuras del románico gallego y que estaba dispuesto a desembolsar una gran cantidad de dinero a cambio de adornar su colección privada con un original del «taller de los paños mojados». Davide se lo comentó a Mauro y juntos idearon el plan. Se necesitaba un tallista de confianza, capaz de encontrar una piedra con unas características lo más semejantes posibles a la «Figura decapitada». Rubén era el mejor, no solo de Galicia, a pesar de su juventud se había hecho un nombre dentro de la cantería internacional, y empezaban a lloverle encargos de cierta consideración. Mauro lo conocía bien y sin ser grandes amigos tenían una relación más que cordial. La única cuestión era saber si Rubén estaba dispuesto a ganarse varias decenas de miles de euros. Lo estaba. Ya tenían cantero.

Pero todavía les quedaba un escollo por salvar, aunque era un escollo tan insignificante que lo dejaron para el final, cuando la copia de la «Figura decapitada» ya estaba casi lista. El escollo era yo. Mi labor consistiría en permanecer callado y cerrar el museo durante un par de días con la excusa de unas reformas que nadie, dentro del cabildo, se iba a atrever a discutirme. El cambio se efectuó sin problemas. La figura original viajó hasta Roma y la copia se quedó en el museo. Desde entonces, como comprenderá, el mayor de los silencios cayó sobre el asunto. Permanecimos tranquilos. Las propiedades de la Iglesia son de la Iglesia, nadie iba a venir desde fuera a pedirnos pruebas de autenticidad.

Cuando vi que era Rubén Vázquez quien abordaba a mi hermano en el metro de Roma comprendí al instante que no solo quería vengarse por la relación entre Mauro y Josephine. Más allá de eso estaba el interés por manchar definitivamente la reputación de Mauro y la mía propia, como participantes imprescindibles en el expolio de la estatua. Quizá sea ese el único acto tolerable de este asesinato, pero convendrá conmigo en que bastaba con ir a un juzgado, no era necesario descuartizar a un hombre.

Y poco más. Un año más tarde, en 2006, Josephine llegó a Santiago para estudiar su doctorado, conoció a Rubén y ahí empezó el inicio de toda esta barbarie por entonces imprevisible; pero esa historia, como comprenderá, no me corresponde a mí contarla.

Así que ya sabe todo lo que tiene que saber. Josephine y yo reconocimos de inmediato a Rubén en el vídeo que nos mostró el comisario, pero ella guardó silencio con la única intención de protegerme. Delatar al asesino suponía delatarme a mí como partícipe del expolio. Es inocente, inspectora. El silencio de estos días ha supuesto para Josephine una dolorosa cadena de la que ahora mismo la libero.

Rubén Vázquez gana finalmente. Asesina a un hermano y encierra al otro en un callejón sin más salida que la cárcel o la muerte. Yo ya he elegido. Adiós, inspectora.

Josephine (vuelvo ahora contigo), eres libre. No te culpes nunca por lo que ha pasado. Siempre hiciste de manera honesta lo que tu corazón te dictaba; en eso, dicen, consiste el buen amor. Yo nunca llegaré a saberlo, creo que la única forma de amor que he conocido fue la torpe y enfermiza devoción que desde niño sentí por Mauro, y es evidente que a algo semejante no se le puede llamar «buen amor».

Adiós, Josephine, que Dios te bendiga.

Llama ahora mismo a la policía, y por lo que más quieras: respétame y no entres en el cuarto de baño.

* * *

Cárol extendió el brazo y le entregó a Suso la carta. El comisario se alejó hasta la ventana para aprovechar la claridad de la luz natural.

La inspectora, más allá de encajar todas las piezas del enmarañado engranaje de las estatuas, comprendía ahora unas cuantas cosas más. Sabía, por ejemplo, los motivos que tuvo Leone para intentar seducirla. Pues ¿qué no haría una españolita
feiña
y regordeta si llegase a enamorarse de un tipo como Leone? Cualquier cosa que él le pidiera, desde luego, como creerle a pies juntillas y dedicarse a husmear en las miserias orientales de judíos y palestinos, mientras el verdadero rumbo de la investigación apuntaba al más occidental de los occidentes, a Muxía.

Cárol ignoraba cuánto de verdad había en la desaparición del mapa con los futuros asentamientos de colonos judíos, pero lo que tenía absolutamente claro es que aquel mapa, de existir, no guardaba relación alguna con la muerte de Mauro.

El arqueólogo, con su perfecta dentadura, su sonrisa ligeramente nostálgica y sus trazas de irresistible semental, era un fabuloso hijo de puta que había intentado hacerle perder el norte. Davide Leone no iba a ponerse en contacto con ella próximamente, tal y como Belén Castresana le había anunciado, y si permanecía oculto en algún recóndito lugar de Roma, no era por miedo a los sicarios de Amos Roth ni a los servicios secretos israelíes, sino que se escondía de la inquietante deriva que había tomado el caso Andrade tras la aparición de las manos de Mauro. Porque, a pesar de su finísima arrogancia de Robin Hood justiciero, Davide Leone no era más que un simple estafador de guante blanco, un maldito expoliador que empleaba sus dotes seductoras para salir airoso de los diferentes enredos en los que se iba metiendo. No, Davide Leone no era una presa digna de asesinos tan cualificados como los agentes del Mosad, su altura criminal era más pedestre, más de andar por casa, como la de Rubén Vázquez mismamente. Por eso ella y Suso alcanzaban a desvelar este tipo de misterios, porque, al fin y al cabo, no afectaban a personajes «intocables» sino a gente corriente: sencillos ciudadanos que de la noche a la mañana, y en busca de acallar sus demonios particulares, se colocan al otro lado de la frontera, donde los celos, la envidia, la ambición y la venganza dejan de ser pecados más o menos veniales para convertirse en magníficos argumentos de asesinato.

Les quedaba mucho trabajo por hacer; además del tal Rubén Vázquez, había que encontrar a Davide Leone y, ya puestos, rescatar la «Figura decapitada» de la mansión de un político italiano. De todo ello, esto último se le antojaba a Cárol lo más complicado.

El comisario, después de leer la carta, la posó con intencionada delicadeza en las manos de Josephine, que por entonces habían dejado de temblar. Dos lágrimas perfectas le corrían mejilla abajo, y Suso imaginó que también ella, de un momento a otro, se iba a convertir en estatua.

—Josephine —le dijo con voz tenue, como si no quisiera sacarla del arrobamiento—, tenemos que coger a Rubén antes de que siga haciendo tonterías, ¿dónde está?

Lentamente movió la cabeza a izquierda y derecha. En un esfuerzo notable consiguió despejar los ojos de la pared, quizá por eso las lágrimas le caían ahora más vivas y constantes. El comisario ya sabía que cuando Josephine lloraba sus ojos eran inofensivos. Se podía bucear en toda su belleza sin miedo a ahogarse.

—No lo sé. Lo he llamado varias veces y su número ya no existe; le he enviado mensajes por internet y tampoco responde. —Se calló unos segundos y miró en dirección a la ventana que Cárol había abierto. La carta resbaló de sus manos y cayó al suelo—. Lo dice bien claro: ya no me espera.

Capítulo 30

E
ra la mañana del 7 de julio, y yo estaba en la redacción del periódico. Del techo colgaba una pantalla que emitía un canal de información continua. En aquellos momentos los pocos que estábamos allí mirábamos con interés la multitud blanca y roja que corría delante de una manada de toros. Era San Fermín, el verano ya estaba encima y la escasez de noticias nos permitía momentos de relajación.

El teléfono móvil vibró sobre mi mesa, y alguien que pasaba por allí me avisó.

—¡Xavier, el teléfono!

Me acerqué para ver de qué se trataba. Un mensaje acababa de aterrizar en mi buzón de entrada. Lo abrí: «Mira
El correo gallego
, versión digital». Nada más, ni siquiera un saludo, un nombre o una despedida. Busqué el número de origen pero el mensaje había sido enviado desde una página web, con lo que no pude saber quién me hacía semejante recomendación.

Supuse, mientras metía en internet la dirección de
El correo gallego
, que se trataría de Ana y Edurne, que, como siempre, andarían justas de saldo y querrían mostrarme cualquier noticia relacionada con el Camino para removerme la nostalgia.

No tuve que buscar mucho. En cuanto la página se cargó, y después de cerrar la publicidad de un coche velocísimo, apareció ante mis narices la foto de alguien que yo conocía bien. Me quedé lívido. No tanto por la foto en sí, que también, sino por el texto que podía leerse a sus pies: «La policía solicita la ayuda ciudadana para localizar al presunto asesino de un catedrático de la Universidad de Santiago». A pesar del calor de julio la mano se me quedó helada sobre el ratón. Cuando pude moverla, puse el cursor sobre el titular y una línea azul subrayó las palabras. Pinché. La foto se amplió y junto a ella apareció un texto que me apresuré a leer.

La noticia informaba del interés de la policía por localizar al hombre de la foto, que presuntamente había asesinado a Mauro Andrade, un catedrático de Historia del Arte de la Universidad de Santiago que desapareció hacía un par de semanas en Roma, y cuyos restos fueron hallados en distintas partes del Camino de Santiago. La policía había filtrado la foto a los medios de comunicación en espera de que alguien lo pudiera reconocer y diera pistas sobre su actual paradero.

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