Un asunto de vida y sexo (38 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Clive lo perdió todo menos la sonrisa. La vista. Hacia el final, la capacidad de retener la orina. Las heces. La capacidad de sostenerse en pie, de enfocar la mirada, de fumar, de sujetar, de concentrarse, de pensar en nada. La capacidad. Sólo conservó la sonrisa, que aleteaba sobre su rostro como un recuerdo inconexo. En ella no había ironía. Sólo una descuidada expectación de algo agradable a punto de suceder: un olor, una palabra amable, un destello del pasado.

A los treinta y tres años, estaba senil. La enfermedad se le había comido el cerebro, devorando la materia gris como un chimpancé una pasta de té. Su cerebro se deshacía.

Hugo no había tratado mucho a Clive. En realidad, no estaban en el mismo circuito de visitas. Pero en otro tiempo se habían movido en ambientes parecidos, cuando Clive vendía caballo en un sótano de King's Road. Habían estado en las mismas fiestas ilícitas en los bloques de apartamentos de Isle of Dogs
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, en las mismas juergas nocturnas a base de MDA en cines de madrugada. Conocían al mismo grupo desde distintos ángulos. Y Hugo acompañó a uno del grupo a visitar a Clive en el hospital. Tuvo que hacerlo. Jim no hubiera podido ir por sí solo. No podía caminar tanto tiempo sin sentarse a descansar. Sólo le faltaban tres semanas para ingresar él también en el hospital.

Hugo se sentía pletórico, peligrosamente sano. Apenas osaba sonreír por miedo a parecer complacido.

No tenía por qué preocuparse. Antes de un año, también él examinaría a los visitantes tratando de distinguir a los sanos. Le gustaba verlos. Representaban una auténtica conexión con el mundo real. No le gustaba ver cómo lo veían. Componiendo las facciones en una expresión de piedad para todo uso. Reprimiendo la curiosidad.

Con Jim apoyado en el brazo y caminando como un hombre con hemorroides de tercer grado, Hugo buscó el camino al pabellón de Clive. Miradas recelosas, expresiones atormentadas, cabezas tiñosas, ojos muy hundidos en órbitas grises se volvían hacia ellos y se apartaban de nuevo, de vuelta al televisor, de vuelta al visitante que tenían en el cuarto, de vuelta a la pared. El desaliento enrarecía el aire, alfombrando el miedo, tapizando el pánico, embozando la desesperación. Las enfermeras saludaban a Jim. A Hugo ni siquiera parecían verlo. Ya tenían bastante que hacer para ir malgastando sonrisas.

La habitación de Clive estaba casi desnuda. Una botella de agua de cebada con limón. Algunas margaritas de San Miguel en una jarra de agua facilitada por el hospital. Sillas forradas de vinilo. Clive tenía una bata elegante que alguien le había regalado, pero no podía ponérsela. No le quedaba nada. Ni casa, ni pertenencias, ni entendimiento. Había caído enfermo en los Estados Unidos. Como extranjero ilegal con antecedentes de adicción a las drogas, homosexual convicto, sin residencia fija y prácticamente en la miseria, no tenía derecho a la asistencia de nadie. Iba de mal en peor. Su memoria se estaba disolviendo. El único lugar que se le ofrecía era la calle. Hasta que unos amigos hicieron una colecta para pagarle el avión de vuelta a Inglaterra. Telefonearon a alguien en Londres. Un vicario local. Amigo de su madre. Y Clive fue recibido en la Terminal 3 con una silla de ruedas.

Uugh. Hugo sufrió una arcada. Se aferró a la mascarilla de oxígeno. Tragó una bocanada y cayó desfallecido, yerto sobre la almohada, con una fina película de sudor sobre la frente y el labio superior. Los ácidos de su estómago habían despertado. Les arrojó una cucharada de la papilla de Philip. El legado de Philip. Tenía que llegar allí a toda prisa. Su estómago ya no era más que un puño encogido; apretado y hostil a la comida, se dilataba de pronto y exigía ser alimentado. Al cabo de un minuto volvía a cerrarse, pero los jugos gástricos seguían agitándose en su interior, arremolinándose, chisporroteando y devorando las paredes del estómago. Recibieron la papilla con un espasmo. Hugo volvió a tenderse. Mirando al techo. Sudando ligeramente. ¿Había llegado Clive a enterarse de lo que le ocurría? Que le ocurría esto. ¿Sabía que su mente se había desintegrado o acaso la senilidad aportaba su propia anestesia? Cuanto peor estaba uno, menos se daba cuenta de lo mal que estaba. Hasta que la muerte no era más que la etapa siguiente en una lenta caída hacia el olvido. O no tan lenta. Para Clive, fue como una catarata. Cuando llegó al hospital, los médicos sólo le dieron seis semanas de vida. Una semana más tarde, redujeron este periodo a la mitad. Murió a los pocos días de la visita de Hugo y Jim.

Sus ojos nunca se posaban en ellos. Se movían dentro de las cuencas en direcciones aleatorias. Como un juguete al que se le han aflojado las pupilas. Como la vaca que sacude la cabeza en la ventanilla posterior del Ford de un dominguero. Flotaban al azar sobre Jim y sobre Hugo, y mientras Hugo permanecía sentado siguiéndolos con la mirada como un perro que observa a una mosca, Jim hablaba sin parar, envolviendo a Clive en un capullo de cháchara cordial. Puede que no entendiera las palabras, pero oía los sonidos y le hacían sonreír.

Jim dio un cigarrillo a Clive. Se le escapó de entre los dedos. No podía moverlos lo bastante deprisa. No tenían fuerza. Hurgó en su regazo buscando el cigarrillo, pero cuando lo encontró no consiguió recogerlo. Su sonrisa se transformó en una expresión de congoja. Hugo creyó que deseaba fumar, pero el charco que se formó en el suelo bajo el asiento de vinilo tenía otro significado. Jim entró en acción de un salto. Hugo se quedó en suspenso. Confundido. Intentando parecer útil. Incómodo. Las enfermeras pasaron la bayeta y le cambiaron el pijama a Clive. Mientras lo manipulaban entre las dos, él se inclinaba a uno y otro lado. Con la sonrisa otra vez en los labios, vaga y vacilante, como si acabara de recordar un chiste largo tiempo olvidado. Lo instalaron en su silla de ruedas y Jim lo sacó a la balconada.

Permanecieron unos instantes sentados en silencio, contemplando los jardines de la plaza Westminster, sintiendo el sol sobre sus caras. Hugo contempló a otro enfermo, tres o cuatro personas más allá. Lo conocía. Estaba sentado con aire intimidado, conectado a un gota a gota sobre ruedas. Su piel tenía la palidez amarillenta de un hepatítico. Sus ojos estaban hundidos y consumidos. Miraba fijamente a poco más de un palmo ante sí. Al suelo, no al jardín.

Jim siguió su mirada.

—No sabía que Steve estuviera aquí —comentó Hugo. Su voz era reseca y cascada. No esperaba encontrar a ningún amigo en el hospital. No por casualidad. Aquello estaba convirtiéndose en un club. En el reflejo pálido y enfermizo de un club.

—Lo han trasladado hace poco desde Croydon —le explicó Jim.

—¿Por qué no levanta la vista? ¿No deberíamos ir a saludarlo?

—No quiere hablar.

—¿Por qué no?

—En Croydon le operaron del hígado, y dice que la anestesia no le hizo efecto. Allí nadie le creyó. No están acostumbrados a los pacientes con SIDA, de modo que le dieron el tratamiento completo de leproso, guantes de goma y todo.

—¿Se encuentra bien?

—Míralo.

Hugo estaba mirándolo.

Steve murió al cabo de tres días, rodeado de familiares y amigos. Se despidió. Pero no volvió a sonreír.

Aquél fue un año malo. Éste era un año malo. El último año bueno parecía haberse perdido de vista. El último año bueno era un álbum de recuerdos que Hugo repasaba mentalmente y aparecía ante sus ojos mientras yacía oscilando entre la vigilia y el sueño, entre el oxígeno y el aire, al borde de la extinción. Repasaba aquella tarde en el parque, y cada vez percibía la amplitud del espacio y la libertad de no tener nada que hacer, y luego sentía el penetrante dolor de la ausencia de Chas.

Esto tenía que resolverlo, pero había quedado mucho sin resolver. No habían dejado las cosas en orden. No habían arreglado su separación de una forma organizada. No habían tenido tiempo. Y quizá tampoco la voluntad. Al final, Chas tenía mucho por lo que sentirse resentido.

Al principio había sido una larga carcajada. Cada vez que Hugo veía a Chas, esbozaba una sonrisa. Sin querer. La alegría le burbujeaba en la sangre. Cualquier trivialidad era divertida. Los acontecimientos más vulgares, como ir de compras, se transformaban en una aventura cómica. ¿Quién sabía qué podían ver? ¿Quién sabía a quién podían seguir? Desde que se conocieron, se habían visto casi todos los días.

La noche en que se conocieron. Hugo había pasado la escena un sinfín de veces. Rebobinando el pasado como una película familiar de imágenes temblorosas y sonido intermitente, interrumpido por las enfermeras, los médicos, las visitas y los ácidos de su estómago.

La había pasado un sinfín de veces, pero seguía siendo su favorita. Era una de las contadas ocasiones en que Hugo había tomado la iniciativa, y le había salido bien.

Estaba en una fiesta en Cambridge. Aunque aún no era un estudiante, Dolly lo había invitado. Dolly y Hugo eran unos compañeros ideales. Bebían demasiada ginebra, usaban demasiado rímel y nunca sabían cuándo había que vestir más discretamente, cerrar la boca o dejar de bailar. Ella murió cinco años después en un deportivo plateado conducido por un millonario iraní. Estaban tomando una doble curva a poco más de 140 por el lado contrario de la carretera. Al sumamente colocado joven persa no se le ocurrió ni por asomo que pudiera venir otro coche de frente. Hasta aquel momento, jamás había consentido que nada se interpusiera en su camino. Dolly fue proyectada a cuarenta metros.

Dolly ya estaba «en el rollo» y quería enseñarle a Hugo su experiencia. Y Hugo, en su último trimestre en la escuela, pasados ya los exámenes de ingreso y en espera de los resultados, era un novicio bien dispuesto. Lejos de casa, deseaba ser introducido en el libertinaje. Dolly era la compañera perfecta. Delgada, hermosa, con una resistencia a la bebida que habría avergonzado a un marinero, se pasó casi toda la adolescencia acercándose al carril rápido. Parecía estúpido que, una vez que lo había conseguido, eso mismo la matara.

Lo había invitado a una fiesta de Navidad en la facultad de arquitectura, una serie de edificios conectados por un laberinto de pasillos. Se pasaron una hora bailando el cha-cha-chá de una orquesta cubana y luego se dirigieron a la barra a recoger sendos vasos de plástico llenos de un combinado de vodka de color azul eléctrico. Derrumbados en sus asientos, cogidos de la mano, con la vista perdida sobre las mesas rebosantes de ceniceros y vasos volcados, quedaron en silencio. Hugo miró a su alrededor. Al otro lado de la sala, un joven llamativo con una camisa de un rojo muy vivo intentaba meter la lengua en la garganta de otro joven. Había algo en él que suscitó el interés de Hugo. Algo que reconocía. Algo en su desesperación y su sentido del humor. Hugo seguía mirando cuando la víctima, un muchacho de cara pálida y cabello negro, se inclinó hacia adelante y vomitó sobre la mesa.

Hugo vio su momento.

—Tengo que hablar con aquel joven de allí —le anunció a Dolly.

Chas estaba gritando, desasiéndose furiosamente del repentino abrazo de su víctima descompuesta.

Dolly sonrió.

—Pídele fuego —le dijo—. Se nos han acabado las cerillas. —Y apuró su combinado azul eléctrico.

—Perdón —dijo Hugo al joven de la camisa roja—. Ya sé que estás muy ocupado, pero he pensado que quizá podrías darme fuego.

Chas contempló a Hugo, de pie a su lado, con el cabello lacio por el sudor y una maltratada boa de plumas que hacía resaltar su exceso de maquillaje torpemente aplicado.

—¿Por qué crees que estoy ocupado?

—Pareces tener muchas cosas sobre la mesa —señaló Hugo, mirando la vomitona.

—Demasiadas. ¿Dónde te sientas?

—Allí. Con Dolly.

—Parecéis mucho más interesantes que estos medio lelos. Estoy seguro de que no os importará que me siente con vosotros.

Hugo, que estaba demasiado complacido y demasiado borracho para tratar de mostrarse ingenioso, se limitó a sonreír de oreja a oreja.

Chas apenas dirigió la palabra a Dolly. Ya se conocían de antes y no se interesaban. Pero Hugo y Chas hablaron toda la noche. Poco antes eran dos perfectos desconocidos. Al cabo de un instante se hallaban sumergidos en su mutua compañía, y buscaban atropelladamente palabras para contarse historias. Era como si tuvieran que ponerse al corriente de todo lo que habían pensado hasta ese momento. Y cada vez adivinaban los pensamientos del otro antes de que hubiera terminado la frase. Hugo nunca había hecho amistad con nadie de un modo tan rápido y tan profundo. Dolly se quedó dormida mientras conversaban, y no despertó hasta que terminó la fiesta y los tres tuvieron que marcharse.

Nueve meses más tarde, cuando Hugo regresó a Cambridge como estudiante, su primera salida fue a la fiesta gay que un pub local organizaba los lunes por la noche. Estaba parado en un rincón, intentando encontrar la mejor manera de moverse, de sostener un vaso de cerveza, de aparentar seguridad y de no pisar a nadie, cuando de pronto, de entre la niebla de humo, sudor y luces intermitentes de discoteca, surgió una voz familar.

—Nos conocemos, ¿verdad?

Hugo se volvió hacia Chas y la conversación empezó de nuevo. Y ya no se interrumpió. Hasta ahora. Hasta dos meses antes. Cuando Chas ingresó en el hospital afectado por una repentina neumonía. Ése fue su fin. Ya no volvieron a hablarse.

No había visto morir a Chas.

No estaba con él cuando se fue.

Hubiera debido morir él primero. No era lógico. Hugo llevaba más tiempo enfermo. Y Chas había estado constantemente a su lado, visitándolo todos los días. Pero cuando Chas cayó enfermo, se hundió como una piedra. Se dejó llevar por el pánico. No estaba Hugo con él para sostenerle la mano, para hablar de sus temores. Chas llevaba mucho tiempo temiendo lo que le esperaba. Iba acumulando el pánico como un montón de platos sucios a los que volvía la espalda con la esperanza de que no se derrumbaran. Cuando Hugo recibió la mala noticia no se asustó tanto como él.

Estaban juntos cuando sucedió. En una oficina. En el lugar de trabajo de Hugo. Por el momento. Entonces trabajaba en una revista. Chas estaba ayudando, cubriendo la baja de alguien. Un día de paga. De charla pagada. A Hugo le encantaba. Hacía que el trabajo se pareciese a un buen café por la mañana. Le recordaba los juegos que se inventaba con su hermana pequeña. Sentados ante la mesa del comedor, rodeados de folletos y catálogos birlados en las tiendas de la Calle Mayor, haciendo llamadas telefónicas imaginarias y escribiendo cartas a imaginarios desconocidos que habitarían arriba o abajo. Las cartas eran en «escritura de persona mayor», garabatos ininteligibles en trozos de papel del tamaño de una palabra.

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