Un asunto de vida y sexo (35 page)

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Authors: Oscar Moore

Tags: #Drama, #Erótico, #Romántico, #LGTB

BOOK: Un asunto de vida y sexo
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Pero cuando Hugo se levantó para irse, el motorista frustrado se incorporó de un salto y empezó a suplicar. Quería llevarse a Hugo a la cama, le rogó. Ni siquiera se habían tocado, gimió. Arrugó las tristes mejillas e hizo pucheros. Se le abrió la horrible bata que llevaba y asomó la horrible barriga, blanca, fofa y lampiña.

Hugo continuó de pie y dijo:

—El dinero, por favor.

—No puedes irte —baló el hombre.

—Me voy. Llevo dos horas aquí y eso son cuarenta libras. El dinero, por favor.

Habló con voz neutra y átona, tan desinteresada que sonaba peligrosa. Hugo sabía que el viejo estaba asustado. Pero él estaba irritado. Los denuestos habían sido interminables y aburridos, y ahora estaba tan cansado y aburrido que sólo podía pensar en un taxi que lo llevara a casa. Los taxistas siempre se llevaban la mitad de sus ganancias. Eran trayectos muy largos. Un taxi de ida y otro de vuelta. Diez libras a descontar de los ingresos. Doce libras para la agencia. Eso le dejaba dieciocho libras más propinas. Aquella noche no habría propina.

El hombre seguía suplicando. Empezó a quitarse la bata y a moverse hacia el dormitorio haciéndole guiños y gestos de invitación, como si nada de lo que le había dicho fuese verdad. Y seguramente no lo era. A Hugo le daba lo mismo. Ahora era un profesional, y a los profesionales les da lo mismo. Trabajan según las reglas, y las reglas decían que el hombre debía dinero. Hugo estaba allí para cobrarlo.

Intentó parecer duro y fuerte. El hombre sonreía. Eso le ponía nervioso. Estaban atrapados en una extraña lucha, Hugo y aquel fofo y debilucho pedazo de carne. Estaban atrapados en un extraño juego de nervios, mientras el tiempo iba pasando y se infiltraba la irrealidad de la noche.

Hugo intentó hablar con un tono inflexible.

—No pienso quedarme por más tiempo —declaró—. Quiero mi dinero ahora mismo.

El hombre le dijo que no tenía dinero en efectivo. Tendría que aceptarle un cheque. Eso no estaba permitido. Todos los pagos debían hacerse en metálico. Un cheque podía ser cancelado, devuelto o rastreado. Hugo quería acostarse, dormir y despertar en su propia cama, con rayos de sol penetrando por las altas ventanas y William preparando café y copos de avena en la cocina, en el piso de arriba. Hugo quería su dinero.

Pidió permiso para utilizar el teléfono y no esperó a que se lo concediera. Descolgó el auricular y marcó el número de Richard. Se esforzaba por parecer peligroso en lugar de cansado. Erguido, con los pies separados y las manos fuera de los bolsillos. Mirando al hombre fijamente con los ojos entornados. Se esforzaba por parecer furioso. Su madre le había dicho una vez que tenía ojos de loco. Eso le había complacido. Estar loco era mejor que ser rico. Todo el mundo te temía si estabas loco.

Richard se puso al teléfono.

Hugo intentó sacar partido del hecho de que el hombre no podía oír lo que Richard decía.

—Hola, Richard, soy Hugo. Parece que hay un problema con el señor… Estoy en su casa y no quiere pagarme.

A sus espaldas, el hombre soltó un gritito.

—Dice que no tiene efectivo. —Una pausa para mayor efecto. El hombre parecía nervioso.

—Llevo aquí más de dos horas… Dice que quiere pagar con un cheque.

Richard pidió hablar con el hombre. Hugo le pasó el auricular y se situó un poco por detrás de él, de manera que tuviera que mirarlo por encima del hombro. Hugo se metió una mano en el bolsillo. Estaba interpretando los gestos de un joven capaz de atacar en cualquier momento. Otro asesinato sangriento en un piso anónimo del noroeste de Londres. El cráneo aplastado por la estatuilla de un motorista. Sangre en la tapicería. Un cuerpo junto al teléfono. El teléfono descolgado.

—Sí… No… Yo creía… Bueno, sí… No, claro que no. Lo siento… Anotaré mi número al dorso. —El hombre hablaba con voz chillona. Las manecillas habían avanzado ya media hora. Hugo se preguntó por qué antes no se movían tan deprisa.

El hombre colgó el auricular. Parecía completamente desprovisto de energía. Desinflado. Extendió un cheque a Hugo y Hugo se marchó sin decir palabra.

No era siempre fácil este trabajo.

Pero a veces era tan fácil que le daban ganas de reír.

A veces no ocurría nada en absoluto. Hugo llegó al Hilton una noche, acicalado, seguro de sí, bien planchado (nunca lo habían interpelado; daba la imagen de huésped a la perfección, solía decirse mientras subía para ver a unos huéspedes que no se parecían a él en nada). Llamó a la puerta, la 701, y le abrió un guardaespaldas con la pistola aún colgada del hombro. Se mostró muy correcto. No sonrió. Hugo se lo agradeció: cada sonrisa escondía una risa. El guardaespaldas era serio y cortés. Hugo era un regalo para su jefe, y no debía ser incomodado ni tratado inadecuadamente. Le invitó a tomar asiento. Hugo se encontraba en el recibidor de una gran suite. A través de la puerta abierta vio a un grupo de hombres con lujosos atuendos árabes. Estaban sentados mirando un vídeo, con sus caftanes y tocados. En la pantalla del televisor, dos tipos violaban brutalmente a un transexual con tetas y polla. Los árabes sentados permanecían impasibles, y, fuera de la vista, se oía un murmullo de conversación. Hugo no tenía ni idea de quiénes eran, de si eran de la realeza, jeques del petróleo o comerciantes de pornografía. Apenas alcanzaba a verles las caras.

Uno de ellos se volvió y lo contempló con bastante detenimiento. Hugo se irguió en la silla y no sonrió. Lo estaban evaluando. Era sopesado en el platillo de los esclavos por hombres demasiado ricos como para preocuparse por sus sentimientos. Se le empezó a poner dura. La arrogancia de aquellos hombres le atraía. Se sentía como un regalo que irían desenvolviendo poco a poco delante del televisor, su cuerpo iluminado por la parpadeante luz del vídeo porno.

Alguien cerró la puerta y el murmullo de conversación se volvió casi inaudible. Hugo contempló el cuadro que tenía delante, en la pared del recibidor. Habían elegido una pintura que hiciera juego con la tapicería de las sillas y las pantallas de las lámparas. Hugo se preguntó si habría un artista, en algún lugar, que trabajara en encargos de este tipo. Le proporcionaban los códigos de color y él se limitaba a pintar a juego. Se preguntó también si tendría que acostarse con todos. De ser así, seguro que uno u otro se lo follaría. No se puede manejar a cuatro hombres a la vez. Y los árabes siempre tenían una polla muy gorda. Se corrían enseguida, pero aun así hacía daño, y no les gustaba usar lubricante ni poppers. Las nalgas de Hugo se tensaron sobre la tapicería de la silla.

Regresó el guardaespaldas.

—Muchísimas gracias por haber venido. No es usted exactamente lo que deseaban. —Lo dijo con tal tacto y cortesía que Hugo sintió deseos de preguntarle: «Bien, ¿y tú qué dices, entonces? ¿Quieres que nos lo montemos?» Pero al momento recordó que era un puto. Nadie elegía a un puto. Nadie elegía al chico de alquiler rechazado.

El guardaespaldas depositó algo en la mano de Hugo. En el ascensor, Hugo abrió la mano. Había cien libras en billetes nuevos de a veinte. Hugo se quedó mirando a Hugo en el espejo del ascensor. Ninguno de los dos sabía muy bien qué pensar del otro. Por lo tanto, se dirigieron finas sonrisas acuosas. Aquello era demasiado irreal. Soltaron una risita nerviosa, pero el gorgoteo de la risa no llegó a cuajar.

Aquella noche, Hugo regresó en taxi a casa sin mirar el taxímetro.

Hubo otros que le dieron dinero por no hacer nada. El príncipe de suntuosas alfombras en Regents Park, que se llenó el gaznate de whisky y la nariz de cocaína y acto seguido lo despidió con una enorme sonrisa, diciéndole cuánto se alegraba de haberlo conocido. El hombre que estaba pasando un cumpleaños deprimente y contrató a dos prostitutos —uno blanco y uno negro— para que se sentaran en el dormitorio a ver la televisión. Hugo y su colega negro permanecieron allí sentados con el hombre y su confidante, un bailarín de ballet con cara de Nureyev y voz melindrosa. Vieron «Veinticinco años de orquesta norteamericana». Un buen programa, pero era noche de sábado. Hugo quería hacer su trabajo e irse. Estuvieron un buen rato sentados en la cama los cuatro, mirando la tele. Apenas se hablaron. Finalmente, el anfitrión salió del cuarto. El bailarín de voz melindrosa les dio cincuenta libras a cada uno. Les sonrió y se marcharon. Fue la primera vez que le pagaban por ver la televisión.

Con su trabajo de puto, Hugo hizo mucho dinero pero ningún amigo. Había esperado conocer a alguien. Un magnate. Un personaje de la televisión. Por debajo de su cortés fachada y sus sonrisas automáticas, acechaba la ambición, todavía inconcreta, de convertirse en una estrella. Pero dónde, de qué, para quién y cómo eran detalles que aún no había decidido.

De alguna manera, eso implicaba la apreciación de sus iguales, la admiración de sus inferiores y el reconocimiento benévolo de sus superiores. De alguna manera, implicaba ser reconocido pero no atropellado por las multitudes: conseguir mesa en los restaurantes y provocar susurros en los vestíbulos de hotel. De alguna manera, prescindía del rastro de chantaje que había ido dejando como un reguero de pólvora hasta su puerta, semidesvalido en las garras de su propia sexualidad (cuántos hombres, cuántos muchachos saldrían a la luz para vender sus relatos verídicos). De alguna manera, implicaba apariciones en programas de tertulia y lentos descensos por escalinatas iluminadas, una estrella desbordante de réplicas ingeniosas preparadas para seguir a las penetrantes preguntas hábilmente sugeridas por él mismo. Hugo solía ensayarlas para sí mientras andaba por la calle, atrayendo la desconcertada y sonriente atención de los transeúntes.

«Bien, la primera vez, que yo recuerde… Sí, Michael, aquello fue muy… No, Russell, ya sabes que no es…» Dominaba este parloteo inane hasta en los gestos y las sonrisas. Miradas cautivadoras al público, guiños de complicidad a la primera fila. Y trajes a medida. Nunca previsible. Siempre un poco desviado por su propia tangente. Una atracción constante, pero rara vez visible.

Hugo creía que la celebridad era una de las llaves que abrían la puerta mágica. Al cruzarla, se entraba en un mundo en el que, de pronto, en lugar de trabajar por todo, todo empezaba a trabajar para uno. Se encontraba el despacho de billetes para el tren de la abundancia, la entrada a la cinta transportadora de la fama y la fortuna, y la vida se convertía en un largo juego de sociedad lleno de regalos y apariciones especiales, alimentado por alguna que otra ocurrencia nueva, joya literaria nueva, artículo nuevo, o relato, o quizá nada en absoluto.

De un modo callado e inquieto, Hugo creía que el juego de buscarse la vida le proporcionaría esa llave. Creía que encontraría a un hombre, alguien que ya estuviera al otro lado de la puerta mágica con un abono de temporada para el tren de la abundancia, que le haría cruzar el umbral sin formular preguntas. Así que, ¿cómo iba a resistirse cuando Richard le llamó para anunciarle que tenía un trabajo sorpresa con una celebridad de la televisión? ¿Cómo podía renunciar a la posibilidad de un billete gratuito a la fama y la fortuna?

Naturalmente, no se le ocurrió pensar que si una celebridad de la televisión llamaba a una agencia de chicos era porque quería un prostituto, no un protegido. El cliente buscaba una polla y un juego de músculos armoniosamente desarrollados, no un cerebro y una gran facilidad para las agudezas. Si lo hubiera pensado, tal vez habría podido ganar jugando a perder. Sin embargo perdió porque, de un modo repentino, inadvertido pero inaceptable, se mostró tal como era. Fuera quien fuese. Fuera quien fuese, su lugar aún estaba más en casa con pan y mermelada que durmiéndose ante un huevo con patatas fritas en Barclay Brothers.

El cliente era un famoso presentador de un programa de entrevistas. Su programa se emitía los sábados por la noche. Era parte del mundo al que Hugo aspiraba. No era lo que Hugo quería ser cuando llegara allí. Era todo lo que a él le disgustaba de ese mundo. Pagado de sí, chismoso, fatuo, desesperado, soberbio, patético, fofo, rijoso.

Hugo era su regalo de cumpleaños.

Era una noche libre. Hugo no solía trabajar en sábado, y cuando recibió la llamada estaba a punto de salir de casa para reunirse con un grupo de amigos. Richard le dijo que era un cliente especial, pero no quién era. Le dijeron que la paga sería mayor. Quizá creyera que había posibilidades de hacer carrera, pero para Richard una vida en los medios de comunicación junto a los nombres de neón no era una carrera; una carrera eran las comodidades y alicientes de una vida como mantenido de un pederasta famoso. Cenas con celebridades quebradizas, fines de semana en el campo, veranos en alguna Riviera, Navidades en Australia y todo el año prisionero, pieza de exhibición para ser envidiada por los amigos.

Hugo llegó a una planta baja en Kensington. Distrito W8. Como el Hilton, aquel barrio ya era territorio familiar. El Hilton significaba árabes. Kensington, ingleses. En general Hugo prefería a los árabes. Eran más despreocupados y más corteses. Los ingleses siempre tenían miedo y a menudo se mostraban groseros. El presentador de televisión era muy inglés y muy grosero.

Le abrió la puerta un rubio de anchos hombros y cara pálida que no significó nada para Hugo. El hombre sonrió sin cambiar de expresión. Tenía algo de vidrioso. Como untado de vaselina.

Pasaron a una sala que pretendía ser una biblioteca. Todo era cálido, rosado y abrillantado, desde el cuero de los sofás hasta los lomos de los libros. Parecía el anuncio de un club del libro en algún suplemento dominical. Hugo sonrió para sus adentros y algo se escapó al exterior. El presentador de televisión estaba acostumbrado a estudiar a la gente. No se le escapaba una sonrisa presuntuosa, y la de Hugo no le pasó por alto.

Desde el instante en que Hugo entró en la habitación, el hombre se puso en guardia. Le dijo a Hugo que era su regalo de cumpleaños. Hugo percibió la desilusión en su voz. Pero no era éste el problema. El problema era que Hugo no podía olvidarse de Hugo. Normalmente, a estas alturas ya se habría anestesiado: decía lo mínimo, actuaba lo mínimo, bajaba la voz, hablaba en monosílabos y esperaba el momento de desnudarse. Prefería empezar lo antes posible. Pero aquella noche Hugo no podía desconectarse. Se sentía en guardia. No podía hacerse callar. La atmósfera era sarcástica. Con púas. Tenía que defenderse.

El Señor Presentador de Televisión estaba disgustado porque Hugo carecía de la musculatura que él deseaba. Los músculos se habían puesto de moda, y estaban dejando sin trabajo a Hugo. Pectorales, deltoides, tiroides, zomboides… Para que alguien te quisiera, necesitabas un surtido completo de abultamientos anómalos y curvas antinaturales. La silueta de Hugo, esbelta y lisa de los pies a la cabeza, se había quedado anticuada.

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