Trópico de Capricornio (23 page)

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Authors: Henry Miller

BOOK: Trópico de Capricornio
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Sin embargo, la auténtica razón de su aversión era que, siempre que salían juntos, a Hymie le tocaba bailar con la más fea. Y no sólo eso, sino que, además, por lo general el que pagaba era Hymie. Hasta la forma que tenía Curley de pedir dinero le irritaba: decía que era como una extorsión. Pensaba que en parte era culpa mía, que yo era demasiado indulgente con el chaval. «No tiene moral», decía Hymie. «¿Y tú? ¿Tienes tú moral?», le preguntaba yo. «¿Yo? ¡Qué leche! Soy demasiado viejo para tener moral. Pero Curley es un chaval todavía.»

— Lo que te pasa es que estás celoso —decía Steve.

— ¿Yo?
¿Celoso de él? — e intentaba desechar la idea con una risita desdeñosa. Una puya de esa clase le hacía sobresaltarse — . Oye —decía, dirigiéndose a mí—, ¿es que he estado alguna vez celoso de ti? ¿Acaso no te he pasado una chavala, siempre que me lo has pedido? ¿Te acuerdas de aquella pelirroja de la oficina SU... la de las tetas enormes? ¿Es que no era un polvete fenomenal como para pasárselo a un amigo? Pero lo hice, ¿no? Lo hice porque dijiste que te gustaban las tetas grandes. Pero no lo

haría por Curley. Es un tramposo. Que se las busque solo.

En realidad, Curley se las buscaba con mucha habilidad. Debía de tener cinco o seis en el bote al mismo tiempo, por lo que pude deducir. Estaba Valeska, por ejemplo: había llegado a tener una relación bastante estable con ella. Estaba tan encantada de tener a alguien que se la tirara sin sonrojarse, que, cuando llegó el momento de compartirlo con su prima y después con la enana, no tuvo el menor inconveniente. Lo que más le gustaba era meterse en la bañera y que él se la cepillase bajo el agua. Todo fue bien hasta que la enana descubrió el pastel. Entonces se armó una trifulca que acabó en reconciliación en el suelo de la sala. Tal como lo contaba Curley, hizo todo menos subirse a la araña. Y, además, siempre dinero en abundancia para sus gastos. Valeska era generosa, pero con la prima se podía hacer lo que se quisiera. Si llegaba a estar a menos de un metro de una picha tiesa, se derretía. Una bragueta desabrochada era suficiente para hacerle entrar en trance. Casi daba vergüenza lo que Curley le obligaba a hacer. Se complacía humillándola. Apenas podía yo censurárselo, pues era una tía increíblemente estirada y gazmoña, cuando iba vestida con su ropa de salir. Casi hubiera uno jurado que no tenía coño, por la forma como se comportaba en la calle. Naturalmente, cuando él estaba a solas con ella, le hacía pagar sus modales presuntuosos. Lo hacía a sangre fría. «¡Sácala!», decía abriéndose un poco la bragueta. «¡Sácala con la lengua!» (Se la tenía jurada a toda la pandilla, porque, según decía, se lo mamaban una a la otra a su espalda.) El caso es que, una vez que sentía su sabor en la boca, se podía hacer con ella lo que se quisiera. A veces la hacía ponerse sobre las manos y la empujaba así por toda la habitación, como una carretilla. O bien lo hacía como los perros, y, mientras ella gemía y se retorcía, él encendía un cigarrillo, indiferente, y le echaba el humo entre las piernas. En cierta ocasión le jugó una mala pasada haciéndolo de ese modo. La había magreado hasta tal punto, que ella estaba fuera de sí. El caso es que, después de casi haberle sacado brillo al culo a fuerza de barrenarla por detrás, se retiró por un segundo, como para refrescarse la picha, y entonces, muy lenta y suavemente, le introdujo una zanahoria gorda y larga por el chocho. «Esto, señorita Abercrombie», dijo, «es una especie de doble de mi picha normal», y acto seguido se separó y se subió los pantalones. La prima Abercrombie había quedado tan pasmada ante todo aquello, que se tiró un pedo tremendo y la zanahoria salió disparada. Al menos, así fue como lo contó Curley. Indudablemente, era un mentiroso rematado, y puede que no haya ni pizca de verdad en el relato, pero no se puede negar que tenía una habilidad especial para esa clase de bromas. Por lo que se refiere a la señorita Abercrombie y sus modales elegantes, pues... con un coño así siempre se puede imaginar lo peor. En comparación, Hymie era un purista. De algún modo, Hymie y su grueso pito circuncidado eran dos cosas distintas. Cuando tenía una erección personal, como él decía, se refería en realidad a que él no era el responsable. Quería decir que la Naturaleza estaba imponiéndose a través de él: a través de su grueso pito circuncidado, el de Hymie Laubscher. Lo mismo ocurría con el coño de su mujer. Era algo que llevaba entre las piernas, como un adorno, pero no era la señora Laubscher personalmente, ¿entendéis? En fin, todo esto es simplemente una introducción a la confusión sexual general que predominaba en aquella época. Era como coger un piso en el País de la Jodienda. Por ejemplo, la muchacha del piso de arriba... solía bajar a veces, cuando mi mujer estaba dando un recital, para cuidar de la niña. Era una bobalicona tan evidente, que al principio no le presté la menor atención. Pero también tenía un coño, como las demás, una especie de personal coño impersonal del que tenía conciencia inconscientemente. Cuanto más frecuentemente bajaba, más conciencia tomaba a su modo inconsciente. Una noche, estando ella en el baño, después de que hubiera permanecido en él un rato sospechosamente largo, me dio en qué pensar. Decidí espiar por el ojo de la cerradura y ver por mí mismo qué pasaba. Mira por dónde, estaba delante del espejo acariciándose la almejita. Casi hablándole, estaba. Me excité tanto, que no supe qué hacer. Volví al salón, apagué la luz, y me tumbé en el sofá a esperar a que saliera. Mientras estaba tendido, seguía viendo aquel peludo coño suyo y los dedos que parecían rasguear sobre él. Me abrí la bragueta para permitir al canario estremecerse al fresco y a oscuras, intenté hipnotizarla desde el sofá, o, al menos, intenté dejar que mi canario la hipnotizara. «Ven aquí, zorra», decía una y otra vez para mis adentros, «ven aquí y úntame ese coño encima». Debió de captar el mensaje inmediatamente, pues en un santiamén ya había abierto la puerta y estaba buscando a tientas el sofá en la oscuridad. No dije ni palabra, ni hice el menor movimiento. Me limité a mantener la mente fija en su coño moviéndose silenciosamente en la oscuridad como un cangrejo. Por fin, llegó ante el sofá y allí se quedó de pie. Tampoco ella dijo ni palabra. Se limitó a permanecer allí de pie en silencio, y, cuando le deslicé la mano por las piernas, movió ligeramente un pie para abrirlas un poco más. Creo que en toda mi vida he puesto las manos sobre unas piernas más jugosas. Era como engrudo corriéndole piernas abajo, y, si hubiera tenido carteles a mano, habría podido pegar una docena o más. Unos momentos después, con la misma naturalidad que una vaca que baja la cabeza para pastar, se inclinó y se la metió en la boca. Yo tenía nada menos que cuatro dedos dentro de ella, con los que la estimulaba hasta hacer espuma. Tenía la boca llena hasta rebosar y el jugo le corría piernas abajo. Como digo, no pronunciamos ni palabra. Éramos un par de maníacos mudos trabajando sin parar en la oscuridad como sepultureros. Era un paraíso del follaje y yo lo sabía, y estaba dispuesto a joder hasta perder el juicio, si fuera necesario. Probablemente fuese la mujer con la que mejores polvos he echado en mi vida. No abrió el pico ni una sola vez: ni aquella noche, ni la siguiente, ni ninguna. Bajaba así, sigilosamente, en la oscuridad, tan pronto como se olía que estaba solo, y me cubría completamente con el coño. Además, era un coño enorme, ahora que lo pienso de nuevo. Un laberinto oscuro y subterráneo, provisto de divanes y rincones acogedores y hojas de morera. Solía meterme en él como el gusano solitario y esconderme en una pequeña hendidura donde reinaba un silencio sepulcral; era tan apacible y tranquila, que me tendía como un delfín en un banco de ostras. Una ligera sacudida, y era como estar en el coche-cama leyendo un periódico o bien en un atolladero en el que había guijarros redondos y musgosos y puertecitas de mimbre que se abrían y cerraban automáticamente. A veces era como bajar por el tobogán, una profunda zambullida y después una rociada de hormigueantes cangrejos de mar, mientras los juncos se balanceaban febrilmente y las agallas de los pececillos me lamían como agujeros de armónica. En la inmensa gruta negra había un órgano de seda y jabón tocando una música rapaz y tenebrosa. Cuando se lanzaba a fondo, cuando soltaba todo el jugo, producía una púrpura violácea, un tinte morado intenso como el crepúsculo, un crepúsculo ventrílocuo como el que conocen las enanas y las cretinas, cuando menstrúan. Me hacía pensar en caníbales mascando flores, en bantúes enloquecidos, en unicornios salvajes apareados en camas de rododendros. Todo era anónimo y estaba sin formular. Fulano de Tal y su esposa Mengana de Tal: por encima de nosostros, los gasómetros y, por debajo, la vida marina. Como digo, de cintura para arriba, estaba chiflada. Sí, rematadamente loca, aunque todavía no de atar. Quizá por eso fuera su coño tan maravillosamente impersonal. Era un coño que destacaba de entre un millón, una auténtica perla de las Antillas, como la que Dick Osborn descubrió leyendo a Joseph Conrad. Se hallaba en el vasto Pacífico del sexo, un centelleante arrecife de madréporas humanas. Sólo un Osborn podría haberla descubierto, con la latitud y longitud de coño correctas. Encontrarla de día, verla enloquecer poco a poco, era como atrapar una comadreja a la caída de la noche. Lo único que tenía que hacer era tumbarme en la oscuridad con la bragueta abierta y esperar. Era como Ofelia resucitada de repente entre los cafres. No podía recordar ni una palabra de lengua alguna, sobre todo el inglés. Era una sordomuda que había perdido la memoria, y con ella el refrigerador, los rulos, las pinzas y el bolso. Estaba más desnuda incluso que un pez, exceptuando la mata de pelo entre las piernas. Y era más escurridiza incluso que un pez, pues, al fin y al cabo, un pez tiene escamas y ella no tenía. A veces no estaba claro si estaba yo dentro de ella o ella dentro de mí. Era la guerra declarada, el nuevo pancracio, en que cada uno de nosotros se mordía el culo propio. El amor entre los tritones y la compuerta abierta de par en par. Amor sin género y sin desinfectante. Amor en incubación, como el que practican los glotones de América más allá del lindero del bosque. A un lado, el Océano Ártico; al otro lado, el Golfo de México. Y, aunque nunca aludíamos a él explícitamente, siempre estaba con nosotros King Kong, King Kong dormido en el casco hundido del Titanic entre los fosforescentes huesos de los millonarios y las lampreas. No había lógica alguna que pudiera alejar a King Kong. Era el armazón gigantesco que sostiene la efímera angustia del alma. Era la tarta de boda con piernas peludas y brazos de un kilómetro de largos. Era la pantalla giratoria por la que van pasando las noticias. Era el orificio del revólver que nunca disparó, el leproso armado de gonococos con los cañones recortados.

Fue allí, en el vacío de la hernia, donde hice mis tranquilas meditaciones a través del pene. En primer lugar debo citar el teorema binomio, expresión que siempre me había dejado perplejo; lo coloqué bajo la lupa y lo estudié de pe a pa. Estaba el Logos, que en cierto modo había identificado siempre con el aliento; descubrí que, al contrario, era una especie de éxtasis obsesiva, una máquina que seguía moliendo maíz mucho después de que se hubieran llenado los graneros y de que hubiesen expulsado a los judíos de Egipto. Estaba Bucéfalo, más fascinante para mí quizá que ninguna otra palabra de todo mi vocabulario: lo sacaba a relucir siempre que estaba en un aprieto, y con él, naturalmente, Alejandro y todo su séquito imperial. ¡Qué caballo! Engendrado en el Océano Indico, el último de la estirpe, y nunca apareado, excepto con la Reina de las Amazonas durante la aventura mesopotámica. ¡Estaba el gambito escocés! Expresión asombrosa que no tenía nada que ver con el ajedrez. Siempre lo imaginaba como un hombre con zancos, página 2498 del diccionario de Funk y Wagnell. Un gambito era una especie de salto en la oscuridad con piernas mecánicas. Un salto sin objeto:
¡de ahí, gambito!
Más claro que el agua y lo más sencillo del mundo, una vez que lo comprendías. Además estaba Andrómeda, y la Gorgona Medusa, y Castor y Pólux, de origen divino, los gemelos mitológicos eternamente fijos en el efímero embeleso. Estaba la lucubración, palabra claramente sexual y que, sin embargo, sugería connotaciones cerebrales inquietantes. Siempre «lucubraciones de media noche», en que la media noche adquiría un significado siniestro. Y, además, la «tapicería de Arras». En una u otra época, habían apuñalado a alguien «tras la tapicería de Arras». Vi una palia hecha de amianto y en ella había un rasgón tremendo como el que podría haber hecho el propio César.

Como digo, era una meditación muy sosegada, del tipo de aquella a la que debieron de entregarse los hombres de la antigua Edad de Piedra. Las cosas no eran ni absurdas ni explicables. Era un rompecabezas que, cuando te cansabas de él, podías apartar con dos dedos. Todo podía apartarse con facilidad, hasta el Himalaya. No llevaba absolutamente a ningún sitio y, por esa razón, era deleitoso. El grandioso edificio que se podía construir durante un polvo largo podía derribarse en un abrir y cerrar de ojos. Lo que contaba era el polvo y no la construcción. Era como vivir en el Arca durante el Diluvio, donde no faltara nada, ni siquiera un destornillador. ¿Qué necesidad había de asesinar, violar o cometer incesto, cuando lo único que le pedían a uno era que matase el tiempo? Lluvia, lluvia, lluvia, pero dentro del Arca todo seco y calentito, una pareja de cada especie y, en la despensa, jamones de Westfalia, huevos frescos, aceitunas, cebollitas en vinagre, salsa de Worcestershire y otras golosinas. Dios me había escogido a mí, Noé, para fundar un nuevo cielo y una nueva tierra. Me había dado un barco con todos los maderos calafateados y secados adecuadamente. También me había conferido el saber para navegar por los mares tempestuosos. Tal vez cuando dejara de llover habría otros tipos de saber que adquirir, pero para el presente bastaba con el saber náutico. El resto era ajedrez en el Café Royal, Segunda Avenida, sólo que tenía que imaginar a un contrincante, una ingeniosa mente judía que hiciese durar la partida hasta que cesaran las lluvias. Pero, como he dicho antes, no tenía tiempo para aburrirme: estaban mis viejos amigos, Logos, Bucéfalo, la tapicería de Arras, la lucubración, etc. ¿Para qué jugar al ajedrez?

Encerrado así durante días y noches sin interrupción, empecé a comprender que el pensamiento, cuando no es masturbación es lenitivo, curativo, placentero. El pensamiento que no te lleva a ningún sitio te conduce a todas partes: todas las demás clases de pensamiento discurren por carriles y, por lejos que lleguen, al final siempre acaban en la estación o en el depósito de máquinas. Al final siempre hay un farol rojo que dice: ¡ALTO! Pero cuando el pene se pone a pensar, no hay alto ni obstáculo: es una fiesta perpetua, el cebo fresco y el pez que pica. Cosa que me recuerda a otra gachí, Verónica no sé qué más, que siempre me hacía pensar en cosas inoportunas. Con Verónica siempre había un forcejeo en el vestíbulo. En la pista de baile creías que iba a hacerte un regalo permanente de sus ovarios, pero, tan pronto como salía afuera, empezaba a pensar, a pensar en el sombrero, en su bolso, en su tía que estaba esperándola arriba, en la carta que había olvidado echar, en el empleo que iba a perder: toda clase de pensamientos absurdos e inoportunos, que no tenían nada que ver con la situación del momento. Era como si de repente hubiera conectado el cerebro con el coño: el coño más despierto y sagaz que se pueda imaginar. Era casi un coño metafísico, por decirlo así. Era un coño que resolvía problemas, y no sólo eso, sino que, además, lo hacía de modo especial, con un metrónomo. Para aquella clase de lucubración rítmica dislocada era esencial una luz mortecina peculiar. Tenía que haber suficiente oscuridad para un murciélago, y, aun así, bastante luz para encontrar un botón que por casualidad se desprendiera y rodase por el suelo del vestíbulo. Me parece que queda claro lo que quiero decir. Una precisión vaga y, sin embargo, minuciosa, una conciencia firme que simulaba distracción. Y vacilante e indecisa al mismo tiempo, de modo que nunca se podía determinar si se trataba de chicha o de limonada.
¿ Qué es esto que tengo en la mano? ¿Bueno o superior?
La respuesta era siempre muy fácil. Si la agarrabas por las tetas, chillaba como una cotorra; si le metías mano bajo el vestido, culebreaba como una anguila; si la apretabas demasiado, te mordía como un hurón. Se resistía y se resistía y se resistía. ¿Por qué? ¿Qué se proponía? ¿Cedería al cabo de una hora o dos? Ni soñarlo. Era como una paloma intentando volar con las patas atrapadas en una trampa de acero. Fingía no tener patas. Pero, si hacías un movimiento para liberarla, amenazaba con desplumarse sobre ti.

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