Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
Y ahora, hecho una ruina, se ha convertido en un sacristán de la iglesia y se para ante el altar, encanecido, encorvado y ajado, mientras el ministro da su bendición a la mezquina colecta que se destinará para construir una nueva bolera. Quizá necesitara experimentar el nacimiento del alma, para alimentar aquel tumor en forma de esponja con la luz y el espacio que la iglesia congregacionalista ofrecía. Pero qué pobre sustitutivo para un hombre que había conocido los placeres de la comida que el cuerpo apetecía y que, sin remordimientos de conciencia, había colmado hasta su alma, parecida a una esponja, con una luz y un espacio profanos, pero radiantes y terrestres. Pienso de nuevo en su decorosa barriguita sobre la que llevaba atada la gruesa cadena de oro y me parece que con la muerte de su panza sólo quedó con vida la esponja de un alma, una especie de apéndice de su muerte corporal. Pienso en el ministro que lo había tragado como una especie de devorador de esponjas inhumano, el guardián de un
wigwam
cubierto de escalpelos espirituales. Pienso en lo que siguió a continuación como una especie de tragedia en esponjas, pues, aunque prometió luz y espacio, tan pronto como desapareció de la vida de mi padre, todo el etéreo edificio se desplomó. Todo ocurrió del modo más corriente y natural. Una noche, tras la reunión habitual de los hombres, el viejo vino a casa con semblante apenado. Le habían comunicado aquella noche que el ministro los dejaba. Le habían ofrecido un puesto más ventajoso en el municipio de New Rochelle y, a pesar de su gran renuencia a abandonar a sus fieles, había decidido aceptarlo tras mucho meditarlo: en otras palabras, como un deber. Iba a significar ingresos mayores, desde luego, pero eso no era nada en comparación con las graves responsabilidades que iba a asumir. Lo necesitaban en New Rochelle y obedecía a la voz de su conciencia. El viejo contó todo eso con la misma mojigatería con que el ministro había pronunciado sus palabras. Pero en seguida se vio claro que el viejo se sentía herido. No lograba entender por qué no podían encontrar otro ministro en New Rochelle. Dijo que no era justo tentar al ministro con un salario mejor.
Lo necesitamos aquí,
dijo desconsolado, con tal tristeza que casi sentí ganas de llorar. Añadió que iba a hablar francamente con el ministro, que, si alguien podía convencerlo para que se quedara, era él. Ciertamente, los días siguientes hizo todo lo que pudo, ante el gran embarazo del ministro sin duda alguna. Era penoso ver la expresión de desconcierto con que volvía de aquellas conferencias. Era la expresión de un hombre que intentara agarrarse a una paja para no ahogarse. Naturalmente, el ministro siguió en sus trece. Ni siquiera cuando el viejo se derrumbó y se echó a llorar delante de él pudo inducirle a cambiar de idea. Aquél fue el momento crucial. Desde aquel momento el viejo experimentó un cambio radical. Pareció amargarse y volverse displicente. No sólo olvidó bendecir la mesa, sino que, además, se abstuvo de ir a la iglesia. Volvió a su antigua costumbre de ir al cementerio a tomar el sol en un banco. Se volvió adusto, luego melancólico, y, por último, apareció en su rostro una expresión de tristeza permanente, una tristeza teñida de desilusión, de desesperación, de futilidad. No volvió a mencionar el nombre del ministro, ni la iglesia, ni a ninguno de los sacristanes con los que en otro tiempo había estado asociado. Si por casualidad se los cruzaba en la calle, les daba los buenos días sin pararse a estrecharles la mano. Leía los periódicos asiduamente, desde la primera página hasta la última, sin hacer comentarios. Hasta los anuncios leía, sin dejarse ninguno, como sí intentara taponar un enorme agujero que tuviese ante los ojos constantemente. No volví a verle reír nunca más. Como máximo, nos mostraba una especie de sonrisa cansada, desesperanzada, una sonrisa que se desvanecía al instante y que nos ofrecía el espectáculo de una vida extinta. Estaba muerto como un cráter, muerto sin la menor esperanza de resurrección. Ni aunque le hubiesen dado un estómago nuevo o un nuevo y resistente tracto intestinal, habría sido posible devolverlo de nuevo a la vida. Había dejado atrás el aliciente del champán y las ostras, la necesidad de luz y espacio. Era como el dodo, que entierra la cabeza en la arena y pía por el culo. Cuando se quedaba dormido en la poltrona, se le caía la mandíbula inferior como un gozne que se hubiera soltado; siempre había roncado lo suyo, pero entonces roncaba más fuerte que nunca, como un hombre que estuviera verdaderamente muerto para el mundo. De hecho, sus ronquidos se parecían mucho al estertor de la muerte, salvo que se veían interrumpidos por un silbido prolongado e intermitente como el de los vendedores de cacahuetes. Cuando roncaba, parecía estar desmenuzando el universo entero para que nosotros, los que lo sucedíamos, tuviéramos suficiente leña para toda la vida. Era el ronquido más horrible y fascinante que he oído en mi vida: era estertoroso y estentóreo, mórbido y grotesco; a veces era como un acordeón al plegarse, otras veces como una rana croando en las ciénagas; a un prolongado silbido seguía a veces un resuello espantoso, como si estuviera entregando el alma, después volvía a subidas y bajadas regulares, a un tajar constante y sordo como si estuviese desnudo hasta la cintura, con un hacha en la mano, ante la locura acumulada de todo el batiburrillo de este mundo. Lo que daba a aquellos espectáculos un carácter ligeramente demencial era la expresión de momia de la cara en que sólo los grandes belfos cobraban vida, eran como las branquias de un tiburón en la superficie del océano en calma. Roncaba como un bendito en el seno de las profundidades, sin que lo molestara un sueño ni una corriente, nunca inquieto, nunca importunado por un deseo insatisfecho; cuando cerraba los ojos y se desplomaba, la luz del mundo se iba y quedaba solo como antes de nacer, un cosmos que se desintegraba. Estaba allí sentado en su poltrona como Jonás debió de estar sentado en el cuerpo de la ballena, seguro en el último refugio de una mazmorra, sin esperar nada, sin desear nada, no muerto sino enterrado vivo, tragado entero e ileso, con los gruesos belfos oscilando suavemente con el flujo y el reflujo del blanco aliento del vacío. Estaba en la tierra de Nod buscando a Caín y a Abel pero sin encontrar a un ser vivo, ni una palabra, ni un signo. Se sumergía con la ballena y rascaba el helado y negro fondo; recorría millas y millas a toda velocidad, guiado exclusivamente por las lanudas crines de los animales submarinos. Era el humo que salía en volutas por las chimeneas, las densas capas de nubes que oscurecían la luna, el espeso légamo que formaba el resbaladizo suelo de linóleo de las profundidades oceánicas. Estaba más muerto que los muertos por estar vivo y vacío, más allá de cualquier esperanza de resurrección, en el sentido de que había traspasado los límites de la luz y el espacio y estaba cobijado con seguridad en el negro agujero de la nada. Era más digno de envidia que de compasión, pues su sueño no era una calma pasajera ni un intervalo, sino el sueño mismo que es el abismo y, por eso, al dormir se hundía, se hundía cada vez más en el sueño al dormir, en la más honda profundidad profundamente dormido, el más profundo y más dulce de los sueños del sueño. Estaba dormido.
Está
dormido.
Estará
dormido. Duerme. Duerme.
Padre, duerme, te lo ruego, porque los que estamos despiertos bullimos de horror...
Con el mundo que se alejaba revoloteando en las últimas alas de un ronquido sordo veo abrirse la puerta para dar paso a Grover Watrous. «¡Cristo sea con vosotros!», dice arrastrando su pie deforme. Ya es un joven hecho y derecho y ha encontrado a Dios. Sólo hay un Dios y Grover Watrous lo ha encontrado, así que no hay nada más que decir, excepto que todo tiene que volver a decirse en el nuevo lenguaje de Dios que habla Grover Watrous. Ese nuevo y brillante lenguaje que Dios inventó especialmente para Grover Watrous me intriga enormemente, primero porque siempre había considerado a Grover un redomado zoquete, segundo porque noto que ya no tiene manchas de tabaco en sus ágiles dedos. Cuando éramos niños, Grover vivía en la puerta contigua a la nuestra. Me visitaba de vez en cuando para practicar un dúo conmigo. A pesar de que sólo tenía catorce o quince años, fumaba como un carretero. Su madre no podía hacer nada para impedirlo, porque Grover era un genio y un genio tenía que tener un poco de libertad, sobre todo cuando además tenía la mala suerte de haber nacido con un pie deforme. Grover era el tipo de genio que florece en la suciedad. No sólo tenía manchas de nicotina en los dedos, sino que llevaba las uñas negras de porquería que se le rompían tras horas de practicar, por lo que imponían a Grover la cautivadora obligación de arrancárselas con los dientes. Grover solía escupir uñas rotas junto con partículas de tabaco que se le quedaban entre los dedos. Era delicioso y estimulante. Los cigarrillos dejaban agujeros quemados en el piano y, como observaba mi madre críticamente,
deslustraban
las teclas. Cuando Grover se marchaba, la sala apestaba como la trastienda de una funeraria. Apestaba a cigarrillos apagados, a sudor, a ropa sucia, a los tacos de Grover y al calor seco que dejaban las mortecinas notas de Weber, Berlioz, Liszt y compañía. Apestaba también al oído supurante de Grover y a sus dientes cariados. Apestaba a los mimos y lloriqueos de su madre. Su propia casa era un establo divinamente apropiado para su genio, pero el salón de nuestra casa era como la sala de espera de una funeraria y Grover era un zafio que ni siquiera sabía lavarse los pies. En invierno la nariz le goteaba como una alcantarilla y Grover, por estar demasiado absorto en su música para preocuparse de limpiarse la nariz, dejaba chorrear el moco frío hasta que le llegaba a los labios donde una blanca lengua muy larga lo chupaba. A la flatulenta música de Weber, Berlioz, Liszt y compañía añadía una salsa picante que volvía tolerables a esas mediocridades. De cada dos palabras que salían de los labios de Grover una era un taco, y una expresión frecuente era: «No hay modo de que me salga bien este trozo de los cojones.» A veces se enfadaba tanto, que se ponía a aporrear el piano con los puños como un loco. Era su genio que le salía por donde no debía. De hecho, su madre atribuía gran importancia a aquellos arrebatos de cólera; la convencían de que llevaba algo dentro. La otra gente decía sencillamente que Grover era insoportable. No obstante, se le perdonaban muchas cosas por su pie deforme. Grover era lo bastante taimado como para aprovecharse de aquel defecto; siempre que quería algo a toda costa, le daba dolor en el pie. El piano era el único que no podía respetar aquel miembro tullido. Así, pues, el piano era un objeto al que maldecir y dar patadas y aporrear hasta hacerlo añicos. En cambio, si estaba en forma, Grover se pasaba horas sentado al piano; de hecho, no había quien lo arrancara de él. En esas ocasiones su madre se quedaba parada en el césped delante de la casa y acechaba a los vecinos para sacarles unas palabras de elogio. Se quedaba tan embelesada con la «divina» interpretación de su hijo, que olvidaba hacer la comida. El viejo, que trabajaba en las alcantarillas, solía llegar a casa malhumorado y hambriento. A veces subía directamente a la sala y arrancaba de un tirón a Grover del piano. También él usaba un vocabulario bastante grosero y cuando se lo soltaba al genio de su hijo, no le quedaba a Grover gran cosa que decir. En opinión del viejo, Grover era sencillamente un hijoputa holgazán que era capaz de hacer mucho ruido. De vez en cuando amenazaba con tirar el piano de los cojones por la ventana... y a Grover con él. Si la madre era lo bastante temeraria como para intervenir durante esas escenas, él le daba un bofetón y le decía que se fuera a la mierda. También tenía sus momentos de debilidad, naturalmente, y entonces preguntaba a Grover qué matraqueaba, y si éste decía, por ejemplo «hombre, pues, la sonata
Pathétique»,
el viejo buitre decía: «¿Qué diablos significa eso? ¿Por qué no lo expresan en cristiano?» La ignorancia del viejo era más insoportable todavía para Grover que su brutalidad. Sentía auténtica vergüenza de su viejo y, cuando éste no estaba delante, lo ridiculizaba sin piedad. Cuando se hizo un poco mayor, solía insinuar que no habría nacido con un pie deforme, si el viejo no hubiese sido tan cabrón y despreciable. Decía que el viejo debía de haber dado una patada a su madre en el vientre, cuando estaba encinta. Esa supuesta patada en el vientre debió de haber afectado a Grover de diversas formas, pues cuando llegó a ser un joven hecho y derecho, como decía, se entregó a Dios con tal pasión, que no podías sonarte la nariz delante de él sin pedir permiso a Dios primero.
La conversión de Grover se produjo inmediatamente después de que el viejo se desinflase, y por eso es por lo que me he acordado de ella. Nadie había visto a los Watrous por unos años y después, en medio de un maldito ronquido, podríamos decir, allí entró Grover pavoneándose, impartiendo bendiciones e invocando a Dios como testigo mientras se remangaba las mangas para librarnos del mal. Lo que primero noté en él fue el cambio en su apariencia personal; se había lavado en la sangre del cordero. Estaba tan inmaculado, realmente, que casi emanaba de él un perfume. También su lenguaje se había limpiado; en lugar de blasfemias feroces, ahora sólo había bendiciones e invocaciones. No era una conversación lo que sostenía con nosotros, sino un monólogo en que, si había alguna pregunta, él mismo la contestaba. Al tomar el asiento que se le ofrecía, dijo con la agilidad de una liebre que Dios había entregado a su amado Hijo único para que pudiéramos disfrutar de vida eterna. ¿Queríamos realmente esa vida eterna... o íbamos a limitarnos a revolearnos en los goces de la carne y a vivir sin conocer la salvación? La incongruencia de mencionar los «goces de la carne» a una pareja entrada en años, uno de cuyos miembros estaba profundamente dormido y roncando, no se le pasó por la cabeza, desde luego. Estaba tan vivo y alborozado en el primer acceso de la misericordiosa gracia de Dios, que debió de haber olvidado que mi hermana estaba mochales, pues, sin siquiera preguntar cómo estaba, empezó a arengarla con aquella palabrería espiritual recién descubierta, a la que ella era enteramente impenetrable, porque, como digo, le faltaban tantos tornillos, que, si hubiera estado hablando de espinacas picadas, le habría causado el mismo efecto. Una frase como «los placeres de la carne» significaba para ella algo así como un bello día con una sombrilla roja. Por la forma como estaba sentada al borde de la silla y moviendo la cabeza, yo veía que lo único que esperaba era que él se parase a recobrar aliento para contarle que el pastor -
su
pastor, que era un episcopalista— acababa de regresar de Europa y que iba a haber una tómbola en el sótano de la iglesia en la que ella ocuparía una caseta llena de tapetes procedentes de las rebajas de los almacenes. De hecho, es cuanto él hizo una pausa, le soltó todo el rollo: sobre los canales de Venecia, la nieve de los Alpes, los coches de dos ruedas de Bruselas, el extraordinario
liverwurst
de Munich. No sólo era religiosa, mi hermana; es que estaba completamente chiflada. Grover acababa de decir algo sobre que había visto un nueva cielo y una nueva tierra...
pues el primer cielo y la primera tierra habían llegado a su fin,
dijo, mascullando las palabras en una especie de
glissando
para revelar un mensaje profético sobre la Nueva Jerusalén que Dios había establecido en la tierra y en que él, Grover Watrous, que en otro tiempo había usado un lenguaje grosero y había estado desfigurado por un pie deforme, había encontrado la paz y la calma de los justos.
«No habrá más muerte...»,
empezó a gritar, cuando mi hermana se inclinó hacia delante y preguntó con toda inocencia si le gustaba jugar a los bolos, ya que el pastor acababa de instalar una bolera muy bonita en el sótano de la iglesia y sabía que le gustaría ver a Grover, pues era un hombre encantador y bondadoso con los pobres. Grover dijo que jugar a los bolos era pecado y que él no pertenecía a ninguna iglesia porque Dios lo necesitaba para cosas más elevadas. «El que se supere heredará todas las cosas», añadió, «y yo seré su Dios, y él será mi hijo». Volvió a hacer una pausa para sonarse la nariz en un pañuelo blanco muy bonito, con lo que mi hermana aprovechó la ocasión para recordarle que en otro tiempo siempre le goteaba la nariz pero que nunca se limpiaba. Grover la escuchó muy solemnemente y después observó que se había curado de muchos malos hábitos. En aquel momento el viejo se despertó y, al ver a Grover en persona sentado junto a él, se asustó mucho y por unos momentos pareció que no estaba seguro de si Grover era un fenómeno mórbido del sueño o una alucinación, pero la vista del pañuelo blanco le devolvió la lucidez. «¡Ah, eres tú!», exclamó. «El chico de los Watrous, ¿verdad? Bueno, hombre, ¿y qué haces aquí, por todos los santos?»