—¿Y qué hay que descubrir?
—Poco. Cuando usted averigüe con quién se acuesta ella por las tardes, se lo decimos al hermano y él nos da trescientos dólares. Ya me anticipó doscientos.
—¿Por qué tiene que cuidar usted al marido?
—La sigue a todas partes. Si la encuentra con el amante podría matarla. Entonces usted la sigue a ella, el marido también y yo los vigilo a todos.
—Nunca seguí a nadie, Marlowe. No tengo pasta de detective. Además, habrá que alquilar autos y yo no tengo el registro internacional.
—Pone todas las dificultades, ¿eh?
—No se trata de eso. Me parece que usted está loco.
—Comprenda. No puedo llamar al detective Archer porque él anda en cosas más importantes. Tampoco pienso pagarle a un pies planos mientras usted duerme panza arriba.
—Está bien. Voy para allá a que me explique todo. Pero le aviso que no quiero terminar en la cárcel.
—No sea cobarde. Acá la policía es amable con los blancos y los extranjeros.
A mediodía la gente se atropellaba en las veredas, corría hacia los bares para tomar café, entraba y salía de las oficinas. Soriano pagó el taxi y entró en el edificio donde alquilaba Marlowe. Cuando abrió la puerta, el detective estaba sentado frente a un hombre gordo, rubio, de mirada huidiza, que pestañeaba tras los lentes sin marcos. Marlowe se puso de pie, ceremoniosamente, y habló en inglés.
—Señor Frers, éste es el señor Osvaldo Soriano, mi socio.
Soriano estrechó la mano del hombre. Sonreía y lo hacía muy bien. Se sentó.
—Mi socio —agregó Marlowe— es detective de la sucursal Pinkerton de Buenos Aires. Colabora conmigo mientras visita Los Ángeles. Es un profesional excelente.
Richard Frers miró a Soriano, que seguía sonriendo. Se sacó los lentes y los limpió con un pañuelo. Estaba nervioso y no podía ocultarlo, aunque hacía esfuerzos por mostrarse sereno. Preguntó a Soriano:
—¿Cree que podrá averiguar lo que necesito?
Soriano puso cara de no entender, aunque no dejó de sonreír.
—Seguro. El señor Soriano averiguará todo en seguida —dijo Marlowe, mirando al argentino que entonces entendió la pregunta de Frers.
—Claro —dijo Soriano en inglés.
Se había puesto serio y pálido. Sacó un cigarrillo.
—Es poco hablador —concluyó el hombre, con un movimiento de cabeza—. Me gusta. Está lleno de charlatanes de feria este oficio. Perdonen si ofendo.
—¡Oh, no! —gritó Marlowe, levantando los brazos con un gesto ampuloso—. Lo que usted dice es muy cierto. Hay un solo inconveniente, señor Frers. El señor Soriano no se dedica habitualmente a estos casos algo... digamos... algo triviales para él. Sus honorarios son quinientos dólares.
—Usted me dijo que me costaría quinientos todo el servicio —protestó el cliente, pero sin demasiada convicción.
—Es cierto. No preví la intervención de dos profesionales a la vez. Tendrá que dejar quinientos ahora y el resto al terminar.
—Ya le di doscientos —aclaró Frers.
—Por supuesto —sonrió Marlowe—, tiene su recibo. Necesitamos otros quinientos para empezar. Los gastos los facturaremos al final.
—Está bien —Frers sacó la chequera—. Pagaré porque no soporto más esta situación. Quiero que terminen en un par de días. Un informe detallado, sin que nadie lo sepa, y mucho menos mi cuñado. Nada de violencia. Miren y vayan a contarme.
—Lo tendremos informado —dijo Marlowe—. No se preocupe. Somos discretos y pacíficos. ¿Trajo la foto de ella?
—Claro, aquí está.
De un bolsillo de su saco extrajo un par de fotos. Ella era una rubia de rostro provocativo. Las cejas finas y largas formaban una curva perfecta sobre los ojos claros. Reía con maldad. Estaba volcando una copa sobre la cabeza de un hombre flaco y morocho que ponía cara de víctima. Junto a ella estaba Frers, frío e indefenso. Una silla había caído al suelo y sobre la mesa quedaban las huellas de una tormenta.
—Es la última que le sacaron. Un pequeño incidente en The Dancers, hace una semana. Su marido estaba en San Francisco y ella salió a divertirse conmigo. Compré la placa. Si él se entera podría matarla.
Frers chasqueó la lengua. Había enrojecido súbitamente. La otra foto era más clara. Ella aparecía junto a su marido en el jardín de una mansión veraniega. No reía y su cuerpo estaba tenso como el de una niña caprichosa a la que no dieron permiso para ir al cine. Soriano tomó la primera foto y miró un rato los labios gruesos y firmes de la rubia. Estaban abiertos y la lengua asomaba como acompañando una palabra cruel. Había visto pocas rubias como ésa. Tendría unos treinta y cinco años escondidos tras el maquillaje.
—Es hermosa, Marlowe, pero no me gusta —dijo el periodista en castellano.
Se mordió el labio superior y movió la cabeza.
—¿Qué dijo? —preguntó Frers.
—Dice que se quedará con la foto. Sólo como formalidad. Él mira una vez y no olvida jamás.
Frers observó a Soriano, algo extrañado. Luego sonrió.
—Los detectives se esconden tras las caras más increíbles. Yo podría haber apostado a que el señor Soriano era cualquier cosa menos sabueso. Es apasionante.
—Apasionante —confirmó Marlowe, ceremoniosamente—. Uno de los mejores detectives de Buenos Aires. En los ratos libres también escribe.
—Oiga, Marlowe —interrumpió Soriano en español—, creo que me está tomando el pelo, ¿no es cierto?
—No sea mal educado, no hable en una lengua salvaje delante de un cliente —protestó el detective en castellano.
—Déjese de bromas y pídale los datos de la rubia del cornudo.
—Señor Frers —dijo Marlowe, alegre, dirigiéndose al cliente—, ¿cómo se llaman su hermana y su cuñado?
—Ella es Diana Walcott; el marido, John Peter Walcott. Él dirige una fábrica de productos de fibra sintética.
—¿Qué clase de fibra sintética? —inquirió Marlowe.
—Bueno... es delicado... —Frers se movió en su sillón y las patas de madera crujieron bajo su peso.
—¿Judith? —preguntó Marlowe en voz baja, cómplice.
Frers asintió en silencio. Había enrojecido otra vez. En su frente aparecieron algunas gotas de sudor.
—Por favor... —musitó.
—¿Qué hace usted, señor Frers? —se ensañó el detective.
Soriano comprendía sólo parte de la conversación. Le pareció que, de pronto, Marlowe estaba a punto de perder a su cliente. Pensó en los mil dólares y sintió un cosquilleo en la garganta. Intervino. Su inglés era de lata.
—No se preocupe, Judith está en buenas manos. En dos días se la devolveré sin un rasguño.
Marlowe se puso tenso. Su garganta se inflamó como si tragara un pan entero. El color de su cara cambió dos veces antes de quedar blanco como un papel. Clavó los ojos en el argentino, ensayó una sonrisa y luego empezó a hablar en voz baja. Su castellano era perfecto.
—¡Por Dios, Soriano! Judith es una muñeca inflable. Usted es el imbécil más perfecto que conocí en mi vida.
Giró la cara mientras recuperaba su color normal. Sus ojos encontraron los lentes de Frers caídos hacia adelante. El hombre estaba rojo como un pimpollo de rosa. Sus rodillas temblaban mientras se ponía de pie.
—No lo tolero —gimió con voz rabiosa—; soy un cliente y me toman por estúpido. Devuélvanme mis doscientos dólares.
Marlowe se puso de pie y dio una vuelta alrededor del escritorio hasta quedar frente a Frers. Su rost ro era duro como una pared.
—Mire, señor, los métodos de mi socio para seleccionar clientes están fuera de discusión. Si se ha sentido incómodo le pido perdón, pero usted no contestó mi pregunta y él se puso algo duro. Es muy celoso de su profesión. Ya sabe cómo son los argentinos: Miami está repleto de cubanos por culpa de uno de ellos.
Frers dudó un instante y luego se sentó otra vez. Soriano observaba la escena sin intervenir. Marlowe miró al argentino y le dijo en inglés, para que escuchara el cliente:
—El señor Frers no está acostumbrado a sus métodos de selección. Le ruego que disimule su celo mientras trabaja conmigo. Úselo en la Pinkerton, acá estamos entre amigos.
Y agregó en castellano:
—Retardado mental.
Soriano estaba pálido. Dijo en el inglés de lata:
—¿Cómo es ella? Su carácter, digo...
Frers bajó la cabeza, pensativo, más tranquilo, pero algo confundido ante la firmeza de los dos hombres que tenía adelante.
—Quiere más datos —insistió Marlowe, con una sonrisa.
—Es una chica algo dura pero sensible. Nos llevábamos muy bien hasta que se casó con Walcott. Él es un tipo muy celoso, un enfermo casi. Ella y yo salíamos juntos muchas veces y él me miraba muy mal al día siguiente.
—Entonces usted trabaja también con los plásticos sintéticos —concluyó Marlowe.
—Sí. Walcott me dio trabajo en el departamento de inspección de productos. Él nunca me quiso. Tampoco a Diana. Ella es un objeto en sus manos. Creo que le daría lo mismo tener a su lado una Judith. Es un tipo cruel. Ahora ella se encuentra con otro hombre, lo sé. Tengo miedo de que John la mate. Creo que contrató a unos matones para que la siguieran.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Marlowe.
—Ella me lo insinuó. Está muy feliz y no puede ocultarlo. Una mujer sólo es tan feliz cuando encuentra al hombre de sus sueños. También me dijo que la seguían.
—Creo que si esto es exacto vamos a ser muchos detrás de una sola mujer —dijo Marlowe—. Deje los quinientos y vaya a su casa. Lo llamaremos en cuanto tengamos información.
Frers se puso de pie. Firmó un cheque y lo dejó sobre el escritorio. Estrechó la mano de Marlowe y saludó a Soriano con un movimiento de cabeza. Parecía más tranquilo.
—Confío en ustedes —dijo. Luego, salió.
Cuando cerró la puerta, Soriano se puso de pie, nervioso.
—Una rubia fatal, un marido cornudo y celoso, un hermano maniático y varios guardaespaldas. No, Marlowe, no voy a dejar que me agujereen en Los Ángeles por quinientos dólares. Sígala usted; yo escribo los informes.
—No se achique. ¿No tiene sangre? Sé cómo manejar estos asuntos. Déjelo por mi cuenta. Esto va a ser una procesión de hombres detrás de una rubia posiblemente frígida. Yo voy a cerrar la procesión y a cuidar que no pase nada extraño. Usted tiene que alquilar un auto con chofer y seguirla. Cuando ella entre a algún lado, la espera. Manténgase siempre a una cuadra de distancia. Probablemente los otros estén más cerca. Si ve entrar sospechosos, vaya tras ellos. Donde usted entre, allá estaré yo.
—¿Y por qué no vamos juntos?
—Sería muy evidente. Caeríamos en alguna trampa. Yo iré detrás de todos con la pistola preparada.
—Bueno, que sea lo que Dios quiera... Mi vieja cree que estoy en Los Ángeles calentando sillas de bibliotecas.
—No se deje traicionar por Edipo. Éste es un país agitado.
—Sí, buena mierda de explotadores imperialistas criminales. ¡Qué boludo soy! Ya ni siquiera espero que los yanquis vayan a matarme a mi país; vengo directamente a la boca del tigre.
—No llore, Soriano. Es un tigre de papel.
Soriano se sentó junto al chofer, un negro enorme al que le faltaba un ojo y fumaba con boquilla. Marlowe se apoyó en la ventanilla abierta y miró a su compañero sin demasiada confianza.
—No se meta en líos y recuerde las instrucciones que le di. No intervenga para nada. Donde ella entre, usted espera. Tiene viáticos para media docena de cafés por la tarde. ¿Entendido?
—Sí. ¿Cree que habrá tiros?
—No, no fantasee. Es un caso de infidelidad y celos. Esta noche tendremos todo resuelto.
El negro miraba sonriente, como si lo divirtiera el diálogo entre los dos hombres. Colocó un cigarrillo en la boquilla y puso en marcha el motor del Ford. Marlowe se apartó.
—Apúrese. A las cuatro, la señora Walcott saldrá de su casa. El chofer tiene la dirección; háblele en español. Es portorriqueño.
—Muy bien. Hasta luego, Marlowe. ¡Cuídese!
El detective rió y levantó un brazo para saludar al coche que partía. Tomaron una avenida de doble mano, donde los autos se pasaban velozmente unos a otros. A los costados se elevaban las palmeras deshojadas, frías, las casas eran chalets de una sola planta, envejecidos y decadentes. Soriano miraba en silencio mientras fumaba un cigarrillo. La carretera ondulaba sobre un cerro, hacía una ese y luego subía hasta la cima. Cuando tomaron la segunda curva, Soriano miró hacia abajo y el horizonte le pareció una nebulosa, un sueño sin sentido. Los Ángeles estaba sumergida en el humo y se extendía subiendo y bajando a lo lejos, entre los cerros, hacia el mar. Del otro lado, el valle mezclaba el verde de la vegetación con algunos cuadros limpios en los que se veía una quinta o un club nocturno. Otra vez el argentino se sintió extraño en medio de esa ciudad. Cerró los ojos y se vio caminando por calles desiertas, ensombrecidas por edificios altos e interminables. Pensó en Marlowe, en la soledad que lo rodeaba; lo vio caído en el baño, herido y balbuceante; lo vio en su oficina, alegre ante la posibilidad de ganarse unos dólares y tuvo la sensación de que lo conocía desde siempre, de que podría volver a encontrarlo en cualquier esquina de Buenos Aires. Giró la cabeza otra vez y halló la sonrisa del negro que manejaba con la pericia de un profesional.
—¿Queda muy lejos? —dijo Soriano en español.
—¿Qué? —preguntó el chofer en inglés.
—Si queda muy lejos —insistió el argentino en su idioma.
—No entiendo —contestó en inglés el chofer, que sostenía la boquilla entre sus dientes muy blancos.
—¿No habla español? —se sorprendió el periodista.
—No —dijo el negro, muy divertido—, el que habla español es Freddy.
—¿Freddy?
—El que se fue con su compañero. Como él es argentino pidió chofer portorriqueño.
—No, no. El argentino soy yo. Hay una confusión —dijo Soriano, algo alarmado.
—¡Qué lío! —rió el negro—. Entonces el patrón se equivocó. Le dijo a Freddy: "Anda con el sudamericano. Es blanco, pero ustedes son todos la misma roña." El patrón es algo duro con los negros, pero nos paga bien. Es el mejor blanco que conozco, perdóneme usted.
—No le entiendo —dijo Soriano en inglés, con gesto contrariado—, hábleme pausadamente, tal vez comprenda algo.
—Vea, señor, a mí me pagan para manejar, no para charlar con los blancos. Me dice adónde vamos y yo manejo. Me dice que pare y yo paro, me dice que volvamos y vuelvo. ¿Entendió eso?
—No mucho.