—¿Qué pasa? —dijo Marlowe—. ¿Quién los manda?
—¡Cállate, hijo de puta! —gritó el bigotudo con voz aflautada—. Llévalo al coche —agregó, dirigiéndose al de la cara cuadrada. Este tomó de un brazo a Chaplin, que se había puesto de pie, y lo empujó hasta el De Soto. Al volante había un hombre pequeño, casi enano, que tenía la cabeza como la pirámide de Keops en cuyo vértice alguien había olvidado una gorra de jockey. Era jorobado. Cuando Chaplin entró al asiento trasero, encontró la boca de una escopeta sobre su frente.
—Disculpe —el jorobado abrió la boca como un tacho de basura—. Tengo mala puntería. Los dedos me tiemblan.
El de la cara cuadrada se sentó junto al actor. Dejó la ametralladora en el piso. El tambor golpeó a Chaplin en un pie. Con las manos libres, el hombre sacó una petaca de whisky del bolsillo trasero del pantalón. La abrió con los dientes y se mandó un trago que dejó la botella por la mitad. El jorobado lo miró, reclamó el whisky. Inclinó la pirámide hacia atrás y la llenó de alcohol. Afuera sonó un balazo. El chofer del taxi había disparado un 32 largo y se quedó mirando su obra como si hubiera cazado un elefante. Asomaba la cabeza negra por la ventanilla y sonreía mostrando unos dientes blancos y anchos.
El bigotudo sintió el golpe en el pecho. El metro de ametralladora se le resbaló de las manos mientras hacía un ocho con las piernas. A Soriano se le ocurrió que estaba borracho y bailaba un tango. Lo miró sin bajar las manos. El tipo se puso pálido y cayó hacia adelante en brazos de Marlowe, que trató de tomar el arma. La sangre ensució las manos del detective y la ametralladora casi se le escurrió entre los dedos. Se fue al suelo junto al muerto. Desde la sombra del bosque salió un fuego azul y el cristal del taxi estalló. El negro no gritó, pero alcanzó a abrir la puerta y cayó de costado sobre el asfalto. Soriano hizo cuerpo a tierra. Marlowe no había apuntado todavía la ametralladora, pero apretó el gatillo y disparó en dirección al bosque. El faquir había desaparecido. Una lluvia de hojas molidas como papel picado cayó sobre el camino. El cara cuadrada saltó del auto y se ocultó tras un guardabarros. Desde el volante del De Soto, el jorobado apuntó la escopeta hacia Marlowe que seguía en el suelo. El disparo fue un trueno encerrado que ensordeció a Chaplin.
Marlowe se arrastró hacia la cola del taxi. Estaba apenas a seis metros del De Soto. No quiso disparar para no herir a Chaplin. Soriano siguió apretado contra el piso y no se movió. El cara cuadrada disparó con una pistola automática. La ametralladora había quedado en el piso del auto, sobre los pies de Chaplin. Dos balas picaron cerca de Soriano, que estaba tan asustado como una liebre. Detrás del taxi, Marlowe apuntó hacia el guardabarros del De Soto y lo roció de plomo. Hubo un silencio. Los pájaros gritaron desde el bosque.
—¡Raje cuando lo cubra! —dijo Marlowe y disparó otra vez.
Soriano se arrastró hasta llegar junto a él.
—¡La puta! —dijo—. ¿En qué nos metimos?
Marlowe no contestó. Desde el De Soto salió otra perdigonada de escopeta. El detective sintió un calor en el brazo derecho y perdió el arma que cayó al suelo. Se tomó el brazo y lo apretó.
—Me dieron —dijo en voz baja—; agarre la ametralladora y haga ruido de vez en cuando.
Soriano la levantó. Pesaba más que una máquina de escribir. Apoyó el caño sobre el baúl del taxi. Desde el bosque salió una ráfaga que duró medio minuto. Cuando terminó, Marlowe asomó la cabeza.
—El hijo de puta está bien escondido. No lo vamos a sacar ni con una granada.
Soriano apretó el gatillo y el culatazo lo hizo trastabillar. Cayeron más hojas molidas.
—¡Salgan! —gritó el cara cuadrada.
Hubo un silencio.
—Si salimos no vamos a dormir en casa esta noche —dijo Marlowe—. Haga ruido.
El argentino tiró hacia el De Soto, cuidando de apuntar lejos de la cabina. Algunas balas rebotaron y golpearon en el capó del taxi. El olor era penetrante. Soriano estornudó.
—¿Qué le pasa? —preguntó Marlowe—. ¿Se resfrió?
—No —respondió Soriano—; tengo alergia por el olor de la pólvora.
—¡No sean boludos, salgan! —gritó el jorobado.
Como no hubo respuesta, tiró otra vez. Estaban destrozando el taxi.
—¡Mire! —alertó Marlowe y señaló el bosque. El faquir corría agachado entre los árboles para tomar de espaldas al detective y a su compañero. Soriano lo vio una vez y nada más. Apuntó dos metros delante de la silueta y tiró. Algunas balas picaron en la tierra, otras en los árboles. Se escuchó un grito. Luego otro. El faquir salió del bosque como si alguien hubiera tocado timbre. Tropezó. Iba a caer hacia adelante, pero Soriano disparó otra vez durante veinte segundos. El impacto levantó al hombre en el aire y lo arrojó de espaldas.
—¡Lo cagué! —gritó el argentino. Miró a Marlowe. El De Soto donde estaba Chaplin se puso en marcha, arrancó de culata y luego salió a gran velocidad. El cara cuadrada intentó abrir una puerta del auto a la carrera, pero resbaló y cayó sobre el pavimento.
—¡Allá! —señaló Marlowe.
Soriano tiró, pero el hombre alcanzó a refugiarse en una alcantarilla.
—Tranquilo —dijo Marlowe—, déjelo ir.
Soriano bajó la ametralladora. Fue hacia el bosque y se paró ante el cuerpo del faquir. El muerto tenía cara de sorpresa. Soriano se inclinó y lo miró. Los ojos estaban abiertos y no se les veía el color a causa de la oscuridad.
—No lo toque —dijo Marlowe—; podría dejarle las huellas.
Se agachó y con cuidado recuperó las armas que el faquir les había quitado.
La noche se había vuelto repentinamente más negra y unas gotas de lluvia empezaban a caer. Soriano se puso a llorar. El detective pasó su brazo sano sobre los hombros del gordo. Había tres hombres muertos y dos que empezaban a sentir la lluvia. Con voz queda, entrecortada, Soriano dijo:
—¿Le curo la herida, detective? —respiró hondo—. Esta noche me siento mal.
Marlowe tenía el rostro duro y las arrugas le asomaban como cicatrices. Un mechón de pelo gris le tapaba parte de la cara. Miró a su amigo.
—No —dijo—, es un rasguño. ¿Qué le parece si damos un paseo?
—Me gusta la lluvia —balbuceó Soriano, y las lágrimas le entraron en la boca—. Es fresca... me hace recordar...
—Ya me lo contó —dijo Marlowe y sacó un cigarrillo—. Vamos.
Caminaban por la banquina, en dirección contraria al sentido del tránsito. Cada tanto pasaba un auto a gran velocidad y el ruido tardaba en perderse entre los cerros. La noche era cálida y la luna había desaparecido, tapada por las nubes negras. La lluvia caía suave pero densa. Los dos hombres se habían levantado los cuellos de sus sacos. Soriano miraba las borrosas montañas que se perdían entre la oscuridad y las nubes. Marlowe tenía el pelo bañado y lo apartaba cuando caía sobre su cara. A Soriano, el agua se le deslizaba fácilmente sobre el escaso pelo y le empapaba la camisa. En la mano derecha llevaba la ametralladora apuntando hacia el suelo. El detective había puesto la mano izquierda en el bolsillo y la otra sobre el pecho, como Napoleón. El saco estaba roto en la manga derecha. De sus labios colgaba un cigarrillo apagado. Habían dejado atrás el taxi y a tres muertos. Nadie se detenía a curiosear.
—¿Se la lleva de recuerdo? —preguntó Marlowe, y miró la ametralladora.
—¿Qué? —Soriano caminaba ensimismado, con los ojos fijos en el horizonte. Siguió la mirada del detective y comprendió—. Ah, sí... No sé qué hacer con ella. ¿La dejo?
—Tírela en el bosque, pero antes limpie las huellas con el pañuelo.
—¿Y las que dejamos en el taxi?
—En un taxi viajan cientos de personas por día —dijo Marlowe, con voz dura—. La policía no investiga tanto aquí.
—Tiene razón.
Soriano sacó un pañuelo arrugado y lo pasó por toda el arma, como si la estuviera lustrando. Marlowe observaba curioso.
—En el bosque —repitió.
Soriano corrió hasta el bosque, entró un par de metros y tiró la ametralladora entre un pastizal. Antes de guardar el pañuelo se lo pasó por la cara, lo escurrió y se lo puso en el bolsillo del pantalón. Encendió un cigarrillo y tiró el fósforo entre los yuyos.
—Podrían acusarnos de quemar bosques —dijo, secamente.
Marlowe no contestó.
Llegaron a un camino secundario, de tierra, que estaba convertido en un lodazal. Se arremangaron los pantalones y empezaron a caminar por él. Tres horas más tarde la lluvia seguía cayendo. Estaban empapados, pero seguían adelante. La marcha se hacía difícil. Subían y bajaban por ondulaciones suaves. La noche era tan negra que no veían el camino y tropezaban constantemente. Hacía dos horas que no pronunciaban una palabra. Se quedaron sin cigarrillos. Soriano había juntado las colillas en un bolsillo, pero las guardaba para más adelante. Ignoraban adónde llevaba el camino. Cada tanto un relámpago iluminaba el cielo y Soriano aprovechaba para mirar alrededor. Luego esperaba ansioso otro golpe de luz. Marlowe iba con la mirada fija, pero no parecía pensar. Tenían hambre, pero eso era lo último que el argentino había dicho dos horas atrás. El único sonido era un suave picoteo de la lluvia sobre la tierra y algún trueno. El camino se internaba en el bosque. Soriano creyó ver fuego a lo lejos. Un relámpago disolvió la imagen.
—Hippies —dijo Marlowe, en voz baja.
Soriano miró a su compañero, sacó dos colillas del bolsillo y las encendió. Le pasó una al detective.
—¿Nos darán bola? —preguntó.
—No sé —respondió Marlowe—, supongo que sí. Tendrán café.
Se escuchaba el rasguido de una guitarra. No había voces, pero sí una melodía suave. Marlowe miró su reloj. Eran las cinco de la mañana. Cruzaron el campo y se aproximaron al lugar donde veían el fuego. La guitarra cesó. Se acercaron al grupo. Cuatro muchachos y dos chicas rodeaban un fuego vivo donde hervía una cafetera golpeada y sucia de tizne. Uno de los jóvenes sostenía la guitarra. Los recién llegados se pararon frente a ellos. Una docena de ojos los escrutaron sin violencia, sin amor, sin nada. Los hippies estaban sucios, barbudos, abrigados con ponchos indios unos, con sacos rotos los otros. Uno era negro. Las dos muchachas, rubias; una parecía delgada y frágil y la otra una estrella de cine desteñida y rebelde.
—¿Hay café? —preguntó Marlowe.
Alguien sacó la cafetera del fuego y sirvió en un par de latas de conserva sin manija. Marlowe y Soriano se sentaron y bebieron rápidamente un café que era fuerte. Se sacaron los zapatos y arrimaron los pies embarrados al fuego. Una lona cubría parte de la reunión, aunque entre los árboles no penetraban sino algunas gotas. A medida que la tierra se secaba, Marlowe y Soriano la arrancaban de sus piernas con una rama.
—Quítense los pantalones —dijo el negro, que estaba tendido de espaldas y acariciaba el cabello de una joven flaca.
Se los sacaron y los arrimaron al fuego. Marlowe se quitó el saco. La joven desteñida lo miró. Buscó un trozo de camisa y limpió el brazo herido del detective con agua caliente. Luego lo vendó con fuerza. Uno de los muchachos abrió un paquete de Marlboro. Fumaron todos menos uno, que había empezado a tocar otra vez la guitarra. Los recién llegados se sintieron bien. Soriano pensó que era la primera vez que alguien les tendía la mano sin preguntar nada. Se recostaron en el pasto. Estaban cansados y tenían sueño. Alguien les puso un par de galletas duras y sin gusto al alcance de las manos. Comieron acostados.
Soriano sintió que una mano pasaba sobre su cabeza. Levantó la vista y vio a la chica flaca que lo tocaba sin mirarlo. Sonrió y se durmió lentamente. El detective miraba a su compañero y a la rubia. La pistola le molestaba y la dejó en el suelo. Tenía frío y se puso el saco. Cerró los ojos. Soñó algo que luego no recordaría. Empezó a amanecer fuera del bosque. Un ruido despertó a Marlowe, que instintivamente tomó el arma. A dos metros, Soriano y la muchacha flaca estaban abrazados. Se habían quitado la ropa y hacían un ruido leve, inútilmente furtivo. El negro estaba tirado contra un árbol y armaba un cigarrillo. Miraba el bosque. Por fin, cruzó sus ojos con los del detective. Marlowe cerró otra vez los párpados. Sonrió, pero en el estómago tenía un peso extraño. Se levantó. El negro le pasó el cigarrillo. El detective aspiró un par de pitadas y lo devolvió. Fumaron en silencio; miraban el fuego. Marlowe sintió que ni las piernas ni los brazos le respondían. Vio al negro con alas de murciélago. Percibió una caída en la tensión de los músculos y vagamente pensó en morir. Se tocó la cara. Un paisaje vasto y desolado lo absorbía. Sus ojos asomaban en medio de ese desierto y no podían ver sino al negro con alas de murciélago. Marlowe se sintió inmóvil, duro, salvaje, terrible, pero inútil. Soriano se acercó a él. Lo vio caído sobre la tierra, en calzoncillos, aunque con el saco puesto.
—Hola, amigo —dijo el detective, con voz pastosa—. Todavía estoy vivo.
Por la mañana se levantó un viento frío y seco que parecía surgir de los pasos de las montañas. Se filtraba entre los árboles del bosque y traía olor a barro.
Todos se despertaron alternativamente y se refugiaron tras los troncos más gruesos. Pasado el mediodía, la joven flaca se levantó, encendió el fuego y preparó café para todos. Los fue despertando de a uno, en silencio. El viento silbaba entre las ramas, pero casi no llegaba a molestarlos en el lugar en que estaban. Marlowe se incorporó lentamente, estiró sus músculos y los sintió débiles. Las piernas no le respondieron como él hubiera querido. Pidió un cigarrillo y se aproximó al fuego. El negro se acercó y le devolvió la pistola. Se quedó mirando los ojos del detective. Le sostuvo la mirada durante varios segundos y luego tomó café a grandes sorbos. Soriano tenía sueño y estaba cansado. Le dolían las piernas y la espalda por la caminata y por haber dormido en el suelo. Sonrió y dijo a Marlowe, en castellano:
—Me parece mentira, pero no soñé nada. Ni siquiera tuve pesadillas. Creo que no entiendo lo que pasó.
El detective lo miró. Sus ojos parecían enterrados en un abismo negro.
—Se cargó a un tipo. Tiene que irse.
—¿Irme? —Soriano se puso serio y un estremecimiento lo recorrió. Agregó—: Rajar, ¿eso quiere decir?
Marlowe tomó un sorbo de café y pitó el cigarrillo. Dos hippies se internaron en el bosque y los otros estaban en silencio. Parecía que no habían hablado jamás.
—¿Cree que esto se arregla durmiendo tranquilo? —dijo Marlowe.
—No creo nada. Lamento haberlo metido en un lío.