—Son un par de locos. Primero entran sin permiso, tan rotosos como dos vagabundos, después usted se sienta en mi mejor sillón como si estuviera en su casa y me hace preguntas impertinentes. Su amigo provoca a mi secretaria y se hace golpear, luego pelean entre ustedes y se insultan. ¡Esto es demasiado!
Van Dyke abrió un cajón y sacó una pequeña pistola calibre 22 corto. Marlowe abrió los brazos.
—¡Otra vez!
Soriano levantó las manos. Por su cara redonda corrían algunas gotas de sudor. Miró a Marlowe.
—¿Ahora nos van a pegar un tiro? Yo vine a buscar información sobre Laurel y Hardy, no a jugar a los cowboys.
—¿Qué dice el gordo? No me cae simpático.
Marlowe, en inglés:
—Es un buen muchacho. Nació al sur del río Grande y le falta educación, pero no es su culpa.
Y en castellano:
—Usted no cae simpático en este edificio, compañero. Diga una frase de disculpa o va a llamar al negro.
—¡Que lo llame, qué mierda!
—No sea mal hablado, tenemos una pistola enfrente.
—¡Déjense de hablar en cocoliche! ¡Fuera de aquí! —gritó Van Dyke.
Marlowe se puso de pie.
—Vamos, Soriano. Este hombre no es el mismo que veo en las comedias de TV.
—Creí que usted era capaz de desarmar a un tipo como ése, Marlowe. Se está poniendo viejo.
—Ya verá lo que hago. Vamos.
Salieron. Marlowe cerró la puerta tras de sí y se paró frente al escritorio.
—¿Qué número tiene el matón ese? —señaló la oficina del actor.
—Marque el uno —dijo la secretaria, aterrorizada ante la mirada de los dos hombres que tenía enfrente. El detective tomó el teléfono y llamó.
—Le habla Marlowe, señor Van Dyke.
—¿Quién?
—¡Marlowe, estúpido! Mire por la ventana y me verá en la cabina del teléfono.
Hubo un ruido en la línea. Marlowe dejó el tubo y se lanzó contra la puerta que se abrió violentamente. En dos zancadas estuvo sobre el actor que miraba por la ventana. Lo levantó de las solapas y con la rodilla lo golpeó en el estómago. Soriano, que estaba parado en la puerta, hizo un gesto de sorpresa.
—Perdóneme por lo que dije antes.
—No es nada. Guarde la pistola —le entregó el arma del actor.
Van Dyke había caído de rodillas tomándose el estómago. De su boca salía una baba verde. El pelo le caía sobre la frente mientras el saco, que tenía un solo botón abrochado, estaba inflado como una bolsa.
—Déjemelo, Marlowe.
—¿Ahora que está blandito? No, compañero, no le pegue nunca a un hombre que está peleando con otro.
De pronto, por la puerta abierta, entraron tres hombres seguidos por la secretaria. Uno era el negro. La furia le había deformado el gesto y un tic le hacía temblar el labio inferior.
—¡Agarren a ése! Al gordo me lo cargo yo.
Los dos hombres se lanzaron sobre Marlowe. Uno de ellos le tiró un golpe alto que el detective esquivó. El otro, más sereno, quiso pegarle en el estómago, pero el detective se hizo a un lado y le dio un codazo en la cara. El primero, que medía menos que la estatua de Washington, lo golpeó con una cachiporra de goma y Marlowe vio dar vueltas la habitación. Cayó de rodillas junto a Van Dyke y pareció que ambos estaban rezando frente a un altar.
—¡Quietos! ¡Se terminó! —Soriano tenía la pistola de Van Dyke en la mano derecha.
Con las ropas casi destrozadas, el pantalón muy caído, la barriga hinchada y las piernas chuecas muy abiertas, parecía un cowboy tardío.
—¡Las manos arriba, vamos! —gritaba en castellano y agitaba el arma amenazadora—. ¡Usted también, Van Dyke!
Marlowe empezó a levantarse y se corrió hacia la pared. Con su voz gangosa repitió, sin énfasis, en inglés:
—Las manos arriba y contra la pared. —Miró al negro que tenía los ojos húmedos por la rabia—. Le dije, amigo: no se meta con el argentino, está invicto.
—¡Hijo de puta...! Lo voy a seguir hasta el infierno.
—Traduzca, Marlowe, no entiendo nada. ¿El negro está enojado?
—Un poco, pero reconoce que usted es mejor que él.
—Tenga la pistola. Yo no sé cómo se maneja el seguro.
—¡Ah, no! Usted les apuntó. Yo voy a ver qué juguetes tienen.
Marlowe palpó a cada uno. El negro tenía un revólver 38 de caño largo y los otros pistolas 45 y cachiporras. El detective guardó el arsenal en el baño y echó llave.
—Rajemos —dijo Soriano.
—¿No le va a pedir el teléfono a la chica?
—Claro. ¿Cuál es tu teléfono, querida?
La muchacha sonrió y quiso hacer un puchero, pero no le salió; dijo un número.
—Téngame la pistola, Marlowe, voy a anotarlo.
—No exagere. ¿Se cree Sam Spade? —Dos hombres habían bajado las manos y empezaban a darse vuelta—. Sin comentarios, amigos —dijo Marlowe—. Sam Spade escribirá un verso para su dama y nos vamos enseguida.
Soriano anotó el número y regresó sonriente.
—Deme la pistola.
—¿Qué diferencia hay?
—¡Deme, le digo!
El detective le entregó la pistola. Soriano se la apoyó en el pecho.
—¡Al baño! ¡Entre!
—¿Se volvió loco? —Marlowe intuyó, sin embargo, que el argentino no bromeaba. Estaba más serio que nunca. El gordo dio dos pasos atrás y dijo en inglés a la secretaria:
—Vamos, amor, lleve a mi amigo al baño.
La muchacha sonrió, divertida. Salió de la fila y empujó al detective.
—Muy bien; ¡nadie se mueva, porque lo rajo! —gritó Soriano en español.
La mujer cerró el baño y entregó la llave al argentino que parecía muy nervioso.
—Venga, señor Van Dyke —dijo en español y acompañó las palabras con un movimiento de cabeza.
El actor dio dos pasos al frente. Parecía aterrorizado. El negro habló.
—Si lo toca voy a destrozarlo, mexicano sucio.
—Argentino, compañero —aclaró en castellano—. Quédese quieto si no quiere un tiro en la panza. Usted, querida —ahora deletreaba inglés—, deme la billetera de su patrón.
En el baño, Marlowe había empezado a golpear la puerta. Gritaba.
—¡No sea imbécil, Soriano! ¡Lo van a destrozar! ¿Qué quiere hacer?
Entretanto, la mujer vaciaba la billetera de Van Dyke; los tres hombres se movían contra la pared. Marlowe gritaba en el baño, enfurecido.
—¡Tengo las armas aquí, Soriano! ¡Abra!
Soriano guardó el dinero en el bolsillo.
—Esto es un robo. Dentro de un rato tendrá la policía encima suyo —dijo Van Dyke.
—No entiendo bien qué dice —contestó Soriano en español—, pero usted no va a llamar a la policía. No le gustará pasar por estúpido. Usted, nena, vaya a soltar a mi compañero que tiene dolor de panza.
Cuando la muchacha abrió la puerta, Marlowe apareció rugiendo, con un revólver en cada mano.
—¿Terminó la broma? ¡Chiquilín estúpido! Bueno, cuando se despida nos vamos —dijo Soriano.
Salieron. Soriano echó llave a la puerta. Bajaron las escaleras y llegaron a la calle con aire indiferente. Soriano hizo señas a un taxi. Subieron. El argentino dio la dirección de la oficina de Marlowe.
—Usted me debe una explicación y mejor que sea buena.
—Le voy a decir la verdad. Tomé prestados unos dólares del señor Van Dyke. Me pareció que usted es demasiado orgulloso para pedir favores.
—¡¿Qué?!
—¿No ve? Ya está escandalizado. Si armamos tanto lío, ¿qué más da echar mano a una billetera?
—Usted es un inmoral...
—¡Ufa...! Deme un sermón, ahora. Usted no está complicado. Lo metí en el baño, ¿no?
—Eso me duele. ¿Quién es usted para juzgar mi conducta? ¿Por qué no me dejó participar? Se cree más vivo porque es joven, ¿eh?
Hubo un largo silencio. Por fin bajaron del auto. Fueron sin hablar hasta el ascensor. De pronto, Marlowe dijo:
—Tome las llaves. Váyase a casa. Tengo ganas de pegarle y creo que voy a hacerlo.
—Escuche, Marlowe...
—¡Váyase!
El detective tomó el ascensor y cerró la puerta rápidamente. Soriano se quedó solo. Su cara se había puesto roja. Salió a la calle y paró un taxi. Dio la dirección de Marlowe. Sacó el dinero y lo contó: había setecientos ochenta dólares. Sintió una sensación de angustia. Bajó dos cuadras antes y se detuvo a comprar una botella de whisky.
Cuando entró en la casa, el gato fue hacia él y se sentó en medio del living. Soriano abrió la heladera, sacó leche y llenó un platito. El gato tomó un poco y se sentó a mirar al argentino. Éste se sirvió un vaso de whisky con hielo, miró la pared y sintió un frío en la espalda.
—¡Mierda, Marlowe! ¡Nos habían roto la ropa!
Sólo los ojos del gato, ardientes como brasas de cigarrillos, vigilaban en la oscuridad. Soriano estaba tendido en el diván con la ropa puesta. Dejaba colgar un brazo en cuya mano había un cigarrillo apagado. Roncaba estrepitosamente. La radio sonaba baja, algo lejana y sola. El gato había buscado un lugar entre las piernas del periodista y miraba la puerta de calle. Cuando ésta se abrió, la escena se modificó ligeramente. El gato saltó al suelo y el estallido de luz le cerró las pupilas. Soriano, sacudido por el ruido, dejó de roncar y se acomodó en el diván con un gesto de disgusto. Siguió durmiendo.
Marlowe tenía el pelo revuelto. La corbata abierta colgaba desde el medio del pecho y estaba sucia. El traje sin planchar tenía un aspecto andrajoso. El saco estaba desgarrado en el brazo derecho hasta el codo, y el pantalón se había roto en un siete a la altura de la rodilla derecha.
Tambaleó. Sus ojos estaban vidriosos y opacos como el café. La culata de la pistola asomaba entre el cinturón y el elástico del calzoncillo.
—¡Levántese, Soriano!
El argentino empezó a incorporarse con lentitud; trataba de entreabrir los ojos, atacados por la luz. De entre sus dedos cayó el cigarrillo apagado. Protestó.
—¿Qué hora es?
Se sentó en el diván, la cara cubierta por las manos; el pelo estaba sucio y tenía el color del barro. Abrió los dedos y entre ellos sus ojos observaron al detective que estaba parado, inclinado hacia adelante. Oscilaba. A Sonano se le ocurrió que era un capricho de la luz.
—Está borracho —dijo en un tono neutro.
—¡Levántese!
—¿Por qué no se da una ducha? Ya conectaron el gas.
—¡Le voy a romper la cara, gordo estúpido!
Escupió al suelo. El gato miró la saliva y bajó las orejas.
—No me provoque. Tiene una pistola y está borracho.
—¿Una pistola?
—En la cintura.
Marlowe bajó la vista. Tiró de la empuñadura y sacó la pistola.
—No es mía. La última vez que la vi, hace muchos años, la usaba un detective sobrio, que pagaba sus impuestos y tenía clientes importantes y enemigos que podían emboscarlo en un callejón.
—Un gran hombre.
—Un hombre, compañero. ¿Se burla?
—No me burlo.
—¿Va a pelear o no?
—No.
Hubo un silencio. Los dos hombres se miraron largamente. De los ojos de Marlowe saltaron dos lágrimas transparentes como gotas de agua, corrieron entre las arrugas de la cara y cayeron al suelo. El ruido fue terrible en la habitación vacía; la pistola había escapado de las manos del detective. El gato corrió a refugiarse en la cocina. Marlowe alzó las manos y las puso muy cerca de sus ojos nublados. Estaban raspadas y sangrantes, sucias de tierra. Las bajó y sus ojos apenas sostuvieron la mirada del argentino.
—Me caí.
—¿Anduvo jugando a la mancha?
Otra vez se miraron. Marlowe sacudió la cabeza y las lágrimas saltaron de sus ojos. Retrocedió hasta la pared.
—Deme café.
Soriano se puso de pie, apagó la radio y caminó lentamente hasta la cocina. Encendió el gas y puso el agua. Escuchó los pesados y vacilantes pasos del detective que entró en el baño. Marlowe se paró frente al espejo. Miró sus manos desgarradas, su imagen gastada, las ropas abiertas. Tragó. Tenía la boca seca y afiebrada. Abrió la ducha y metió la cabeza en el agua. Tuvo un mareo. Soriano escuchó el ruido seco y luego sintió un dolor en el pecho. Llenó una taza de café y fue hasta el baño.
—¡El café! —gritó a través de la puerta.
No hubo respuesta. Una furia súbita, desesperada, se apoderó del periodista. La taza salió despedida contra la puerta y se hizo añicos. El café formó figuras que cambiaron hasta agotarse en pequeños ríos que fluyeron hacia el piso. De una patada abrió la puerta del baño.
El cuerpo del detective estaba estirado y parecía un pescado fláccido sobre el que alguien habría abandonado un traje gris. La mitad del cuerpo colgaba dentro de la bañadera y el agua le mojaba el torso. El detective se movió, intentó levantarse, pero volvió a caer. Un hilo de sangre le marcaba el pómulo derecho. Se incorporó muy despacio. Giró la cabeza mojada, sucia, sangrante, y fijó sus ojos en el hombre que estaba parado a sus espaldas.
—Váyase —murmuró.
—Usted me da pena, detective. Ya no reconoce ni su propia pistola. Un trago lo pone belicoso y después se cae solo.
Marlowe se puso de pie. Se sentía mal, pero de pronto descubrió que tenía la mente despejada y fría. Pasó junto a Soriano sin mirarlo, atravesó la puerta y entró al living. Encendió un cigarrillo. El gato cruzó la habitación a la carrera y maulló frente al detective. Marlowe lo levantó y el animal desapareció entre sus brazos.
—Me caí, Soriano. Me lastimé y rompí el único traje decente que me quedaba. Estoy viejo y le agradezco que me lo recuerde. Usted es un joven valiente que roba una billetera con una pistola en la mano, pero antes me encierra en el baño para que no me dé vergüenza. Le agradezco también. El viejo Marlowe no sirve para carterista ni para borracho.
—No se ponga dramático.
—No, pierda cuidado. Yo también me sentí joven el día en que un actor viejo y destrozado vino a decirme que se estaba muriendo. Le dije que se fuera a un asilo de ancianos. No me hizo caso. Se murió en una pensión, como un perro.
—Mire, Soriano, es fácil y podemos ganarnos quinientos en un par de días.
Al otro lado de la línea, en casa de Marlowe, el periodista tardó en despertarse completamente. Por la ventana se filtraba una luz débil. Eran las diez de la mañana.
—No sea ridículo, Marlowe. Es como si yo le pidiera que escriba una novela.
—No me desafíe. Faulkner terminó
La paga del soldado
en un mes.
—Está alegre esta mañana.
—Es un caso simple. Usted sigue a la mujer y yo al marido.