—Consúltelo con el gato. El que duerme en el diván es él. Pero háblele con calma porque no entiende español.
A las ocho Marlowe saltó de la cama y se dio una ducha. El calefón no funcionaba y el agua estaba helada. El frío de esa mañana gris, cubierta de nubes cargadas había penetrado en la casa.
El detective se vistió rápidamente, tiritando, y preparó café. En el living, sobre el diván, el argentino había dejado de roncar y desaparecía bajo dos frazadas. El gato que había dormido a sus pies, saltó al piso, se arqueó con la cola parada y fue hasta la cocina. Marlowe le puso un plato con leche y luego un puñado de carne picada que sacó de la heladera. Por la mañana el detective parecía algo más viejo. Su pelo estaba revuelto y las arrugas de la cara se veían más profundas. En la nariz, bastante achatada, había algunos barritos negros, pero hubiera tenido que acercarse al espejo para notarlos, porque ya no veía como antes. Encendió un cigarrillo y aspiró las primeras pitadas con verdadera gana. Con el cigarrillo entre los labios y la taza de café sobre la bandeja verde, se acercó al diván donde Soriano respiraba profundamente.
—¡Vamos, compañero! ¡Arriba!
Soriano abrió los ojos; en su cara había un profundo disgusto y miró al detective.
—¿Qué hora es?
—Ocho y veinte.
—¿Siempre madruga así?
—Sólo cuando tengo que ser cortés con los huéspedes. Le he preparado un baño de fragancias, aunque el agua no está muy caliente.
El argentino se sentó, se frotó la cara con las manos y miró a Marlowe.
—No me haga chistes a esta hora. Estoy dormido.
Se lavó y se vistió perezosamente mientras tomaba el café a sorbos espaciados. Sentado frente a él, Marlowe lo miraba con curiosidad.
—¿Vamos a visitar a Dick?
—¿Lo encontraremos?
—El teléfono está en la guía. Voy a llamarlo.
Tomó el aparato y disco. Contestó una voz suave.
—Me llamo Philip Marlowe y soy detective privado. Necesito hablar con el señor Dick van Dyke.
—¿Por qué asunto es, señor?
—Estoy con un periodista sudamericano y queremos hablarle sobre Stan Laurel.
—Un momento, por favor.
Dos minutos más tarde:
—¡Hola! El señor Van Dyke debe ir al estudio ahora. Tiene compromisos para todo el día. ¿Puede llamarlo mañana?
—No; deme con él, por favor.
—No estoy autorizada a pasarle llamadas.
—Dígale que quiero hablar con él.
—Espere, por favor.
Dos minutos más tarde:
—Dentro de dos horas el señor Van Dyke estará en el estudio de la Fox. Trate de verlo allí.
—No me dejarán pasar.
—Arréglese. Es detective, ¿no?
El click interrumpió la comunicación.
—Vamos —dijo Marlowe—, tiene que cumplir su promesa de pagar el gas.
Tomaron un taxi que los llevó hasta un banco y luego los dejó frente a los estudios de la Fox, en Hollywood. Era un edificio alto de cuatro plantas. Todas las ventanas estaban abiertas y por la rampa de acceso entraban y salían automóviles. Caminaron hasta la recepción.
Un negro de rostro duro, parecido a Sidney Poitier, pero más joven, estaba atendiendo a una mujer. Cuando la despidió, miró con desgano a los dos hombres.
—Me llamo Philip Marlowe. El señor Van Dyke necesita un detective y me llamó con urgencia.
Le mostró la credencial. El negro la estudió detenidamente, como si fuera una broma.
—¿Para qué necesitaría un detective el señor Van Dyke?
—Pregúnteselo.
—¿El gordo es su guardaespaldas? Parece muy blando para eso.
—No lo diga en español. No le gustan los negros y pierde la paciencia muy rápido.
—¡No me diga! No parece muy decidido.
—Una vez apiló a cuatro negros porque abrían demasiado la boca. El señor Van Dyke pidió que viniera especialmente.
—Bueno, vayan al segundo piso. Será mejor que Dick se ponga contento de verlos porque si no tendrán un disgusto.
Tomaron el ascensor repleto. Soriano preguntó, todavía soñoliento:
—¿Qué dijo el negro?
—Usted lo impresionó, compañero. A la salida le pedirá un autógrafo.
Llegaron a una antesala donde mucha gente caminaba de un lado hacia otro. La recepcionista escribía a máquina, rubia y lejana. Los dos hombres caminaron por un pasillo, doblaron, abrieron un par de puertas y por fin entraron en una sala a oscuras. En una pequeña pantalla se veía una película de cowboys. Avanzaron a tientas en la oscuridad.
—¡Que se sienten! —gritó un vozarrón desde la cabina de máquinas. Hallaron dos butacas libres en el extremo de una fila y se sentaron.
—¿Qué hacemos acá? —dijo Soriano en voz baja.
—No sé. Nunca vengo al cine tan temprano.
Se levantaron. Marlowe tropezó con un pie. Caminaron hasta la puerta donde se veía una luz roja. Al asomarse al pasillo, vieron a dos hombres que corrían hacia la sala. Uno era el negro de la recepción.
—¡Párense! —gritó.
Marlowe empujó a Soriano hacia atrás.
—¡Métase adentro!
Se perdieron en la oscuridad del microcine. De un golpe el negro abrió la puerta. Soriano pasó entre dos filas de butacas tratando de agacharse. Sintió que alguien lo tomaba del saco. Forcejeó, pero fue inútil. Tiró con toda su fuerza y giró bruscamente, golpeando con el puño derecho. El bulto dio un grito, tropezó y cayó sobre dos hombres que estaban sentados. La fila de butacas se tambaleó. En el pasillo se encendió una linterna.
—¡No hagan ruido! —gritó el operador desde la cabina de máquinas. Marlowe saltó de una lila a otra y empujó a un hombre que cayó pesadamente, arrastrando tres butacas.
—¿Puede levantarse, Soriano?
Un grito ahogado le respondió. Luego hubo un ruido sordo y el crujido de maderas rotas.
—¡Estoy bien, compañero, pero no se ve un car...!
Soriano escuchó que un gong sonaba junto a su oreja derecha y cayó hacia atrás. Trató de sostenerse. Sintió que sus dedos desgarraban tela y antes de llegar al piso se dio vuelta. Lanzó una patada y un grito de mujer le avisó que había dado en el blanco. La proyección seguía; en la pantalla, un grupo de vaqueros montaba sus caballos y se lanzaba hacia el horizonte, mientras el sol despuntaba tras las colinas.
—¡Paren, carajo! —gritó el vozarrón de la cabina, mientras Marlowe corría hacia allí. La puerta se abrió y un hombre de mameluco salió iluminado desde atrás por los carbones de las máquinas. Murmuraba palabrotas. Llevaba una barreta en la mano, pero no alcanzó a levantarla: Marlowe le dio con la derecha en la mandíbula primero y con la rodilla en la ingle después. El operador no llegó a gemir; cayó hacia adelante. Marlowe le cerró la puerta y la sala quedó otra vez a oscuras.
Soriano advirtió que la confusión aumentaba a su alrededor. El golpe en la oreja le abrió una furia que nunca había sentido antes. Avanzó hacia un costado como borracho, tropezó con algo, oyó una voz gangosa y entrecortada y golpeó furiosamente con la derecha calculando la altura de la cabeza. Alguien bufó. Soriano creyó que su puño estallaba. Cuando lo tocó con la mano los vidrios de unos anteojos estaban todavía clavados en sus dedos. Saltó sobre la butaca. Sintió un golpe terrible y luego un estruendo como si hubiera volcado un camión. Trató de abandonar el lugar. Gigantescas sombras de cabezas se proyectaban en la pantalla donde se leía:
JOHN WAYNE en
Marlowe no alcanzaba a entender qué pasaba. Estaba algo inquieto por la suerte del argentino, cuando escuchó más gritos y golpes en medio de la sala. Una mujer gritaba, desesperada:
—¡Papá! ¡Papá! Hay sangre, mi Dios, hay sangre. ¡Papá!
Delante del detective, dos hombres peleaban trabajosamente entre sí. Hacía dos minutos que cambiaban golpes y ninguno caía.
LOS HÉROES NO MUEREN NUNCA
¡Una película excepcional donde John Wayne lucha contra indios y bandidos!
La pantalla tembló, mientras en un bar Wayne golpeaba a diestra y siniestra a varios bandidos que se lanzaban sobre él.
¡NO DEJE DE VER ESTA COLOSAL PELÍCULA!
Marlowe se abrió paso entre varias personas. Un gordo cayó sobre él sin intentar agarrarse.
—¡Soriano!
—No grite, acá estoy —la voz del periodista sonaba cercana. El detective alcanzó a ver su figura contra la pared. Tres hombres forcejeaban en medio del pasillo.
Uno de ellos dio un golpe a Marlowe que cayó sentado. Una mujer que corría hacia la salida tropezó con el cuerpo y se fue de narices sobre las butacas. Dio un grito lastimoso y luego empezó a aullar con voz fina y quebrada. Un guardia empezó a disparar al aire. Los tiros sonaban como bombas.
¡ACOMPAÑE A JOHN WAYNE EN SUS AVENTURAS!
¡VÉALO HACER JUSTICIA!
Marlowe se había puesto de pie, ayudado por Soriano. Miró hacia la pantalla y sus ojos se abrieron como dos monedas enormes.
—¡Mierda, Soriano! ¿Usted ve lo mismo que yo, o estoy loco?
—No entiendo nada, compañero. ¿Qué hace peleando con Wayne?
¡NADIE DETIENE AL IMPLACABLE JOHN WAYNE!
En la pantalla, Wayne golpeaba con puños y pies a Philip Marlowe, mientras dos hombres lo sujetaban. De pronto la película se apagó y sólo quedó un rectángulo de luz. La pelea había parado también en la sala. Marlowe y Soriano se abrieron paso hacia la salida.
—¿Adónde va, amigo? —Un guardia uniformado, que tenía una linterna en la mano y con la otra trataba de parar una hemorragia de la nariz, interceptó al detective.
—¡A buscar a la policía, imbécil! —gritó Marlowe, indignado.
—Éste puede salir, es actor —indicó el guardia—. Nadie más sale de acá, señores. ¡Ahora va a venir la policía!
El detective y su compañero corrieron por el pasillo iluminado. Se cruzaron con dos hombres y una mujer vestida de uniforme blanco, y Marlowe casi derriba a la enfermera. Al doblar, ambos se detuvieron bruscamente. Marlowe sacó un atado de cigarrillos, pero estaba destrozado. Soriano buscó entre sus ropas y encontró los suyos. Entonces vio su mano derecha, herida, que conservaba algunos vidrios incrustados. Marlowe encendió los cigarrillos y dijo:
—No lo crea, Soriano: usted no es el toro salvaje de las pampas.
Caminaron en silencio. Doblaron a la izquierda primero y a la derecha después. De pronto Soriano se detuvo frente a una puerta y sonrió.
—Un baño. No daba más.
Entraron. Se ubicaron frente a dos mingitorios y estuvieron un largo rato. Un hombre de traje gris y anteojos se puso entre ellos. Marlowe lo miró.
—Perdóneme, ¿sabe dónde podemos encontrar al señor Dick van Dyke?
—Sigan el pasillo hasta hallar una oficina con su nombre. ¿Vienen del lío? —movió la cabeza indicando la dirección del microcine. Marlowe dijo que sí—. ¿Qué pasó? Todo el mundo está agitado por eso —preguntó el hombre mientras se apartaba del mingitorio y abrochaba la bragueta.
—No sé —contestó Marlowe—; una gresca a oscuras.
Soriano se lavó la cara y empezó a secarse con el pañuelo.
—Ustedes intervinieron, ¿eh?
—Gracias por todo, amigo —interrumpió Marlowe y luego de hacer una seña a Soriano, salieron.
—¿Qué le dijo?
—Es al final del pasillo.
Llegaron a la oficina. La puerta era de vidrio y adentro se veía una muchacha pequeña de piernas gruesas y muy blancas, que ordenaba papeles sobre un escritorio. Entraron. Marlowe dijo:
—Nos espera el señor Van Dyke.
La mujer los miró detenidamente de arriba abajo. Luego sonrió incrédula.
—¿No deberían pasar por el sastre primero? Al señor Van Dyke no le gusta la gente desaliñada.
—No se ría de los pobres, hija. Tuvimos un accidente.
—¿En el microcine? Andan buscando a dos provocadores que armaron un lío.
—¡No me diga! Anuncie a Philip Marlowe, por favor.
—Pierde el tiempo. El señor Van Dyke está muy ocupado.
Marlowe hizo un gesto de disgusto, dio vuelta a la mesa y caminó hacia la puerta que decía "Privado, hágase anunciar". Soriano fue tras él. La muchacha lo tomó de la manga y dio un salto.
—¿Adónde van? ¿Quieren que me echen?
—No se preocupe, hermosa, usted debería aparecer en las películas —dijo Soriano en su idioma.
—¿Qué dice?
—Nada —contestó el argentino, ahora en inglés, mientras entraba por la puerta que Marlowe había dejado abierta.
—¿Otro más? —dijo el hombre alto, morocho, que vestía traje gris hecho a medida.
—Él quiere hablarle de Laurel y Hardy —dijo Marlowe señalando a su compañero. Soriano arrastraba a la muchacha que seguía reteniéndolo de una manga y tironeaba.
—No entiendo —dijo Van Dyke, con gesto impaciente—. ¿Qué pasa con Laurel y Hardy?
—Usted los conoció ¿verdad? —preguntó el detective.
—A Stan sí, a Hardy lo vi sólo un par de veces.
Soriano dio un paso adelante, tratando de zafarse de la mujer que lo tenía agarrado de la manga.
—Usted fue alumno de Laurel —dijo en castellano—. Yo quiero saber algunas cosas sobre sus últimos días. Estoy escribiendo una novela.
—¿Usted es español o mexicano? —preguntó el actor en inglés.
—Argentino. Estoy enojado con usted.
—¿Está qué? —dijo Van Dyke, frunciendo el rostro.
—Dice que está enojado, señor Van Dyke. Vino a decirme que usted contrató a un escritor para que contara un montón de mentiras sobre Laurel.
—¿Mentiras? Laurel aprobó todo lo que decía el libro.
—Eso no quiere decir que no fueran mentiras —contestó Marlowe, mientras se sentaba en un sillón. Miró a Soriano, sonrió, levantó las cejas y dijo en español—: ¿Va a llevarse a la muchacha? No cabrá en el diván.
Ella seguía aferrada al brazo del argentino.
—Usted es detective. Dígale que me suelte.
—Dice mi amigo que lo suelte.
La muchacha dio un paso hacia atrás. Sorpresivamente fría y resuelta, levantó un brazo y cruzó la cara de Soriano con una bofetada. El periodista se tocó la mejilla con una mano, hizo un gesto de furia amenazante, y la mujer desapareció tras la puerta. Marlowe, muy serio, miró a su compañero.
—¡Qué golpe! Debe dolerle.
—¡Déjese de bromas! Hoy me han pegado más que en toda mi vida.
—¡Esta comedia es incomprensible, señores! ¡Váyanse o llamaré a la guardia! —dijo Van Dyke, bastante molesto.
—¿Oyó, Marlowe? Eso lo entendí. Si viene el negro se arma otra vez y no quiero recibir más palizas.
—No asuste a mi amigo, señor Van Dyke. Sea más cortés.