En la platea, Mia Farrow había sentado a Soriano sobre su regazo como a un bebé y Julie Christie agitaba una carpeta frente a su cara para darle aire. El argentino ya no sangraba. Sonrió.
—¡Está vivo! ¡Está vivo! —gritó la Farrow. Todos aplaudieron. El argentino se quitó el saco.
—Téngalo —dijo a Julie Christie—: esta pelea es a muerte.
Sobre ellos pasó una silla. Un hombre menudo se puso de pie, levantó la cabeza y miró al periodista.
—No permitiré que terminen con Hollywood —declaró. Soriano lo reconoció de inmediato.
—No se meta, enano. ¿Tiene un cigarrillo? —Mickey Rooney le pegó en la cara. Las mujeres rieron. Soriano sacó un pañuelo y lo pasó por su frente—. Buen golpe —dijo.
La derecha del argentino salió como un cañonazo y dio en la nariz del petiso que se desmayó. Marlowe se hacía fuerte en la tarima de Chaplin. Jackie Coogan lloraba frente a él y trataba de tomarlo de las piernas.
—¡Papá!, ¡papá!
Marlowe se agachó y dijo paternalmente:
—No soy su papá.
—¿Y a usted quién lo conoce? —respondió Coogan y le escupió en la cara.
Media docena de policías entraron por la puerta de servicio. Llevaban cachiporras de goma y el más pequeño, que tenía galones de jefe, levantó un altoparlante.
—¡Aquí está la autoridad! —gritó—. ¡Cálmense y no entorpezcan la tarea de la ley! ¡Desalojen la sala por el pasillo cen...!
Julie Christie metió el saco de Soriano en la boca del parlante. El sargento tragó saliva, se atoró y bajó el artefacto.
—Se trabó —dijo mirando a Jane Fonda. Ella sonrió dulcemente. Puso sus manos sobre la cabeza del policía y tiró la gorra hacia abajo, tapándole los ojos.
—Eso no está bien —dijo Marlowe, que había saltado desde la tarima. Dio un golpe en la cabeza del sargento y lo dejó caer suavemente sobre él. Miró a un agente—. Tome el mando. El sargento está indispuesto.
—¿Quién es usted? —gruñó el policía que era gordo y tenía pies planos.
—Un detective —contestó Marlowe y le mostró la credencial con una mano mientras sostenía al sargento desmayado con el otro brazo.
—No se haga el vivo —dijo el policía—, podemos quitarle la licencia.
Alrededor del grupo se había formado una rueda de actores y colaboradores. Chaplin, solo, estaba parado en la tarima mientras Coogan lloraba a sus pies.
—Ingratos —farfulló.
—Soy de la escolta del señor Chaplin —dijo Marlowe—; tengo un compañero que lo custodió desde Suiza. Debo responder por él ante el gobierno.
El policía no pareció convencido. Hubo un tumulto entre el grupo y apareció Wayne.
—¡Conozco a ese hombre, es un impostor! —gritó el cowboy mientras se tapaba el ojo magullado con una mano aplastada.
—¿Quién es usted? —preguntó el policía.
—¿Yo? —Wayne rió con dificultad.— No es el momento de hacerse el estúpido.
—¿Qué dice? —gritó el gordo de pies planos—. Voy a detenerlo por desacato.
—¡No sea imbécil! —gritó Wayne—. ¿Nunca fue al cine?
—No tengo oportunidad. Pierdo mucho tiempo con granujas como usted.
Marlowe sacó una derecha corta, seca, disimulada, que acható la mandíbula de Wayne. El vaquero se dobló y cayó en brazos de Mickey Rooney. Era mucho peso para el petiso. Los dos fueron al suelo.
—Se insolentó —justificó Marlowe, mirando al policía.
—Está bien —respondió el de pies planos—, voy a pedir refuerzos. —Sacó una pistola—. Por ahora no se mueva nadie. —Salió a toda carrera.
Soriano se había deslizado por el escenario hasta la tarima de Chaplin. Dijo en castellano:
—¿Ahora tiene llorón propio? —miró a Coogan.
—¿Otra vez usted? —preguntó Chaplin en inglés—. ¿Qué se propone?
—Nada —dijo el argentino y se acercó al grupo que rodeaba a un policía y a Marlowe. Los otros cuatro agentes formaban una fila ordenada—. ¿Qué pasa? —preguntó a uno de cara redonda y bigote que parecía una cerca de ligustrinas.
—No sé —dijo el policía—; había un lío y nos llamaron. Cuando le diga a mi mujer que estuve acá y vi a todas estas celebridades no lo va a creer.
—Llévese uno de muestra —dijo Soriano en español y se metió entre la gente. Sacó un cigarrillo y lo encendió.
—Acá está prohibido fumar —dijo un hombre de traje azul con cara de funcionario.
Soriano forcejeó hasta llegar al centro de la reunión. Apareció tras el policía y alcanzó a ver la pistola que golpeaba el pecho de Marlowe.
—Usted me gusta. Hágase cargo de la situación con mi apoyo —dijo el agente al detective.
Soriano no pudo escuchar. Sacó el revólver, lo tomó por el caño y con la culata golpeó al policía que cayó hacia adelante, sobre Marlowe.
—No hago más que sostener policías —gruñó el detective—. Usted siempre tan oportuno.
El argentino miró a su alrededor.
—¿Por qué? —preguntó.
—Por nada —contestó Marlowe en castellano—, ¿golpea a todos los canas que encuentra de espaldas?
—Le estaba apuntando a usted —se disculpó Soriano.
—¡Latinoamericano! —gritó Jane Fonda y abrazó a Soriano. El argentino la besó en la boca.
—¡Un nuevo romance ha nacido en Hollywood! —gritó un periodista que gesticulaba frente a una cámara de la NBC.
—¡Mierda! —gritó Marlowe en inglés—. ¿Está loco?
—Por favor, no diga malas palabras —lo amonestó el periodista de la NBC—. Estamos en el aire. ¡Esto es sensacional!
Soriano apartó a la Fonda. Afuera se escuchaban sirenas. Levantó su saco del suelo y se lo puso. Estaba estropeado.
—Mejor nos vamos, Marlowe. Creo que el plan no salió bien.
Por la entrada principal irrumpió una docena de policías armados con lanzagases.
—Cagamos —dijo Soriano en voz baja—, otra vez adentro.
La multitud empezó a moverse como un hormiguero espantado. Wayne se incorporó y enfrentó a Marlowe.
—No sé quién es usted, pero dedicaré el resto de mi vida a buscarlo.
—No se moleste —dijo el detective, y metió una mano en el bolsillo—. Tome mi tarjeta.
—Voy a triturarlo, proyecto de detective. Se lo juro.
—Péguele, Marlowe —dijo Soriano e hizo un gesto con el puño.
—No. Ahora hay que salir de acá —miró a Wayne—. ¡Hasta la vista, vaquero!
La sala se había convertido en un gallinero donde nadie ponía orden. La gente corría de un lado a otro buscando la salida, derribaba butacas y todo lo que hallaba a su paso. Los policías no podían hacerse oír y se conformaron con bloquear las puertas. A medida que la gente iba acercándose a la salida era llevada a una sala contigua. Marlowe miró hacia el escenario y vio a Chaplin acurrucado en un rincón. Estaba despeinado y tenía miedo.
—¡Sígame! —gritó a Soriano.
Abriéndose paso entre la gente llegaron al escenario y subieron. El detective se acercó a Chaplin. Un hombre rubio, corpulento como un ropero, lo apartó de un empellón.
—¿Adónde cree que va? —vociferó. Marlowe lo estudió, miró a Soriano. El argentino sacó su revólver y apuntó.
—Quieto —dijo Marlowe—; el gordo está caliente hoy. Acérquese, amigo.
El ropero avanzó con los brazos pegados al cuerpo y el mentón echado hacia adelante, como preparándolo para una paliza. El detective le pegó en la mandíbula. Fue un golpe justo, preciso. El ropero vaciló, pero sus ojos dijeron que eso no era bastante para un hombre como él. Soriano dio un paso al frente y le pegó en la nariz. El mueble levantó un brazo para devolver el golpe, pero Marlowe le pegó otra vez en el mentón. Cayó sobre el escenario y por el ruido que hizo se diría que había roto veinte tablas del piso.
—Le dije que no le pegue a un hombre indefenso —protestó Marlowe.
—¿Ah sí? —contestó el argentino—. ¿Qué hizo usted cuando yo le estaba apuntando?
—Oiga, no empiece. Mejor hablamos con este caballero —señaló a Chaplin, que miraba como si esperara su turno para entrar en el degolladero. Marlowe se acercó—. Encantado —dijo, y extendió su mano—. Soy Philip Marlowe, detective privado. Éste es un amigo argentino. ¡Ah, ustedes ya se conocen!
—Sí —respondió Chaplin sin estrechar la mano del detective—. Entró en mi habitación y quiso golpearme.
—No puedo creerlo, él no le pegaría a un enano.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Chaplin, molesto.
—Nada. Que es un tipo pacífico.
—Matones —contestó el cómico—. Pude ver lo que hicieron aquí. Han arruinado la fiesta, me han puesto en ridículo. Cualquiera se hace famoso a costa mía.
—Mire, señor —dijo Marlowe, muy serio—, yo tenía un asunto pendiente con este vaquero barato y debía acariciarlo un poco, aquí o en el infierno. El señor Soriano quería conversar con usted y no pudo hacerlo porque es algo torpe con el inglés. Todo eso provocó alguna confusión, lo admito, pero no creo que haya que exagerar.
—Ustedes golpearon a mis guardias y me maltrataron. ¡Voy a destruirlos!
—¿Usted también? —preguntó en inglés, y agregó en español—: No nos quieren aquí, Soriano.
—No nos quieren en ninguna parte —respondió el periodista—, hay que cambiar de aire.
—Escuche, señor Chaplin —Marlowe se inclinó hacia adelante, comprensivo—, admito que usted no esté contento con la fiesta. Los americanos somos muy desagradecidos, pero ahora vamos a salir a tomar aire y usted vendrá con nosotros.
—¿Es un secuestro?
—A medias. Yo tengo una pistola y mi compañero un revólver. Saldremos de aquí juntos, como buenos amigos. Una vez afuera queremos charlar con usted media hora. Eso es todo.
—No voy a salir con ustedes —protestó el actor—; creo que van a chantajearme.
—¡Mire, payaso! —dijo Marlowe, furioso—. ¡Levántese y mueva su esqueleto! Si dice algo a los policías lo dejo seco ahí mismo. No estamos bromeando. A cualquier pregunta conteste que somos sus guardaespaldas. ¡Vamos, camine!
Chaplin se levantó. Marlowe caminó adelante del actor y Soriano cerraba la fila. El detective sacó su pistola y fue apartando gente con los codos y las manos. Jane Fonda se acercó a ellos.
—¿Le gustó la fiesta, señor Chaplin? —preguntó—. Hollywood no era tan complicado en su tiempo, ¿verdad?
—No —contestó el cómico.
—Hollywood no existe ya —dijo la Fonda levantando los hombros—; sólo quedan algunos viejos, un puñado de matones y algunos hippies. Se terminó la farsa.
Besó al viejo en la mejilla y luego miró a Soriano.
—¿De dónde sacó al latinoamericano?
—Me está secuestrando —dijo Chaplin.
—¡Qué divertido! —contestó ella y se perdió entre la gente.
Avanzaron. Al llegar a la puerta, Marlowe se acercó a un teniente de policía y se identificó.
—Nos llevamos al señor Chaplin —dijo—, su salud no resiste estas demostraciones y tiene dolor de muelas.
—Está bien —dijo el oficial—. Ojalá pudiera firmarme un autógrafo.
—Lo siento, teniente —dijo Marlowe—. Es un hombre difícil.
Pasaron al salón contiguo. Soriano había puesto una mano sobre el hombro del actor y lo guiaba a través del recinto donde la concurrencia fumaba y comentaba lo sucedido. Recorrieron varios pasillos, preguntaron por la salida y llegaron a la calle. Era una noche tibia y algunos relámpagos la iluminaban. Marlowe llamó un taxi. Dio la dirección de su casa y pidió al chofer que diera un rodeo por la ruta de las colinas.
Durante el viaje los dos amigos hablaron en castellano. Habían sentado a Chaplin entre ambos.
—Tendrá que hablarle rápido, compañero —dijo Marlowe—; aunque no lo parezca, esto es un secuestro y en California se puede ir a la cárcel para toda la vida por eso.
—No es un secuestro —replicó Soriano—; lo invitamos a tomar un café y luego podrá irse.
—¿Y si después hace la denuncia?
—Podemos probar que no hubo violencia —respondió el argentino.
—¿Ah, sí? —preguntó Marlowe con tono burlón—. ¿Qué dirá usted cuando declaren los tipos que nos vieron armados? ¿O cuando Jane Fonda diga que lo escuchó hablar de secuestro?
—Pare, compañero —Soriano cambió el tono de voz, que se hizo inseguro—. ¿Lo dice en serio?
—Claro. No estoy jugando.
—Ustedes son criminales. ¿Adónde me llevan? —preguntó Chaplin.
El chofer negro manejaba con calma. Pasó por Bel Air, subió por una suave colina rodeada de árboles y enfiló hacia el Norte. Chaplin golpeó el vidrio. El negro miró por el espejo, dio vuelta la cabeza y abrió la ventanilla de separación.
—Dígame —habló mecánicamente.
—Estos hombres me han secuestrado —dijo el actor con voz temblorosa—; haga algo. Soy Charles Chaplin.
—¿Sí? —el chofer parecía divertido—. Yo soy Luther King y predico en los ratos libres.
Soriano, que había entendido, lanzó una carcajada. Marlowe golpeó el hombro de Chaplin con el puño y dijo en inglés:
—Oiga, Chaplin, el whisky era muy fuerte allí, ¿eh?
El chofer rió.
—Hoy es el día de los locos —dijo—; por la tarde llevé a un tipo que dijo ser Frank Sinatra. Será mejor que me vaya a dormir pronto. Mi mujer se enoja si le voy con estos cuentos. Ella trabaja en una fábrica de salchichas y no ve...
—¡Esto es cierto! —gritó Chaplin—. ¡Cuidado!
La sonrisa se borró de la cara del negro. Un De Soto azul se cruzó delante del taxi y frenó bruscamente. El negro giró el volante de un golpe y apretó los frenos, pero no pudo evitar el choque con el guardabarros del otro auto. Tres hombres habían saltado al camino. Las ametralladoras con las que apuntaban tenían un metro de largo y los tambores parecían ruedas de carro. Corrieron hacia el taxi.
—¡Abajo! ¡Vamos! —gritó un matón flaco, alto, que tenía cara de faquir.
Marlowe había sacado la pistola y Soriano buscaba su revólver en el bolsillo derecho del pantalón. No lo halló; estaba en el izquierdo.
—No tire —dijo Marlowe—; no se haga el loco.
—¿Esperan una invitación por correo? —dijo otro hombre de cara cuadrada y ojos pequeños.
Bajaron con las manos en alto. El faquir les quitó las armas. Chaplin permanecía en el auto. Temblaba y sentía frío. El tercer hombre, que tenía un enorme bigote amarillo, descuidado y manchado de nicotina, se acercó al auto, pateó la puerta que estaba entreabierta y metió el caño de la ametralladora por el hueco.
—Vamos, abuelo —graznó—, sin hacer chistes.
Chaplin lo miró. Su rostro pasó del temor al enojo.
—Están equivocados —dijo con voz dura—, esto puede costarles caro.
El hombre estiró el cuerpo, puso una mano gigante alrededor del cuello del actor y tiró hacia afuera. Chaplin salió despedido como una sardina. Cayó en cuatro patas sobre el césped húmedo. Dos autos pasaron por la ruta. Uno tenía el escape abierto. Un relámpago interrumpió la oscuridad por un instante. El bosque comenzaba a tres metros de la banquina. Era tupido y sombrío. El tipo con cara de faquir retrocedió hacia el follaje hasta desaparecer entre las sombras. Desde allí apuntaba en dirección al grupo.