Read Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén Online
Authors: Jan Guillou
Cuando Zinki en medio de esta irritación descubrió a su eunuco bebiendo vino a escondidas de su jarra personal, se contentó con gritarle unas cuantas amenazas sobre el castigo por tal atrevimiento, aunque primero se acostó a dormir. Pero el eunuco, que con buenas razones imaginaba los terribles castigos que su señor podría inventar tras dar su cabezada, todos bien horrorosos, prefirió asestarle un golpe con su daga.
También esto podría haber parecido provechoso para los cristianos, puesto que ahora las conquistas de Zinki serían repartidas entre sus hijos y eso tomaría su tiempo y posiblemente llevaría a pequeñas guerras civiles, lo que sería una situación inmejorable para la segunda cruzada vengativa.
Pero Alá quiso otra cosa. Pues el hijo de Zinki que tomó el anillo, señal de canciller, de la mano de su padre muerto, fue Mahmud, a quien pronto llamarían Nur ed—Din, la Luz de la Religión.
Nur ed—Din había heredado las buenas características de su padre, como general siempre vencería a los cristianos. Pero su temperamento era distinto y a diferencia de la mayoría que habían luchado en la invasión europea, tomaba la fe verdadera muy en serio e hizo llamar a todos los hombres eruditos, todos los contadores de historias de los cafés y a todos con derecho a hablar en las mezquitas y a todos los que escribían versos o sabían distribuir escritos, y los convenció o les pagó para que expandiesen la leyenda de Nur ed—Din, el que nunca luchaba en beneficio propio, quien siempre obedecía los mandamientos del Corán, quien prohibía beber vino incluso a su propia guardia, quien nunca ejecutaba a los vencidos si habían capitulado, quien nunca sobrepuso sus propios intereses a los del islam. Pronto había creado un movimiento religioso. Pero se guardaba de intentar conquistar Damasco antes de tiempo y en cambio convirtió Alepo en su capital.
Con Nur ed—Din y aún más con quien llegaría después de él, Salah ed—Din, la presencia cristiana en Tierra Santa estaba condenada a la desaparición. La caída de Jerusalén sólo era cuestión de tiempo. Pero esto sólo lo puede contar quien escribe con el conocimiento del pasado y ya sabe lo que sucedió.
Cuando la noticia de la caída de Edessa se extendió por Europa, despertó tanta tristeza como horror. Era como si el mundo cristiano no pudiese imaginar cosa semejante, puesto que la conquista del Santo Sepulcro de Dios había sido una buena causa y puesto que una buena causa no podía sufrir una derrota.
Si la cristiandad no devolvía el golpe rápida y duramente, a los infieles se les podría ocurrir marchar hasta la mismísima Jerusalén, ésta era la conclusión meramente militar que aun así era de fácil comprensión incluso para los hombres de fe.
El papa Eugenio III empezó a trabajar de inmediato para lanzar una segunda cruzada en aras de asegurar el acceso de los cristianos al Santo Sepulcro y a todos los centros de peregrinación. Primero se dirigió al rey franco Luis VII, que tenía unos problemas matrimoniales tan graves que cualquier excusa para salir a combate era un asunto que había que tener en cuenta. Tanto mejor, pues, con una campaña que, además de todo lo que una guerra normalmente podía aportar, también significaría el perdón de todos los pecados de la vida y con eso un atajo al paraíso.
Pero al principio el rey Luis no tuvo éxito alguno al intentar convencer a sus vasallos acerca de una campaña tan grande y duradera. Ellos no tenían en absoluto sus mismos problemas matrimoniales y, como condes y barones, estaban satisfechos con su vida en la patria.
Luis explicó, desanimado, sus problemas ante el papa, que hizo lo único correcto en esta situación tan preocupante. Mandó llamar a Bernardo de Clairvaux bajo las sagradas banderas.
En estos tiempos, Bernardo de Clairvaux era el hombre más importante del mundo espiritual y probablemente el mejor orador del mundo mundano. Al conocerse la noticia de que Bernardo iba a hablar en la catedral de Vézelay en marzo de 1146, llegaron tales cantidades de gente que era obvio que en la catedral no habría espacio suficiente. En su lugar se construyó una plataforma de madera a las afueras de la ciudad y Bernardo no habló mucho rato antes de que los diez mil o muchos más congregados empezaron a aclamar las cruces.
Habían preparado una gran cantidad de cruces de tela, que Bernardo empezó a distribuir ahora, primero al rey y a sus vasallos, ya que ni siquiera los condes y los barones contrarios pudieron resistir la ola de entusiasmo y convicción que ahora se hacía camino, y luego a todos los demás. Al final, Bernardo tuvo que rasgar sus propias vestiduras para dar a los nuevos reclutas una cruz de tela que lucir en señal de que ahora, por un lado, se habían conjurado a la Guerra Santa, y por otro, estarían preparados a recibir, tras un pequeño esfuerzo, el eterno perdón de todos sus pecados.
Bernardo escribió al papa, no sin cierto orgullo, sobre su contribución:
Tú me ordenaste. Yo obedecí. Y la fuerza que dio la orden hizo que mi obediencia diese fruto. Abrí la boca. Hablé y pronto se había multiplicado hasta innumerable la cantidad de cruzados. Pueblos y ciudades yacen ahora abandonados. Hay apenas un hombre por cada siete mujeres, por doquier se ven viudas cuyos maridos todavía están con vida.
Y la iluminación cristiana en Europa se extendía ahora con la misma fuerza que la iluminación de Nur ed—Din en torno a Alepo, aunque un pueblo no podía saber nada de la semejanza con el otro. Bernardo de Clairvaux tuvo que salir a un largo viaje y día tras día repetir lo que había dicho, primero a Borgoña, luego a Lorena y Flandes.
Pero puesto que la iluminación se había extendido hasta Alemania, aparecieron los problemas de siempre, los mismos que en la primera cruzada. El arzobispo de Colonia tuvo que llamar a Bernardo con prisa, ya que un monje cisterciense llamado Pedro
el Venerable
había viajado por Alemania con un mensaje que era el de Bernardo cuando se trataba de Tierra Santa, pero uno totalmente diferente cuando de los judíos en Europa se trataba.
A raíz de sus sermones estallaron pogromos en Colonia, Maguncia, Worms, Spies y Estrasburgo. Los judíos fueron asesinados; en algunos lugares, hasta la última vida.
Bernardo tuvo que imponer una penitencia a Pedro
el Venerable
de mantener silencio durante un año, arrepentirse, volver inmediatamente a su monasterio de Cluny y, en adelante, no meterse más en asuntos que no fuesen de su comprensión.
Después de esto, Bernardo tuvo que repetir su gira francesa en Alemania donde, pese a verse obligado a trabajar con traductores, tuvo la misma respuesta para la Guerra Santa. Pero ahora, además, debía esforzarse duramente para parar la persecución a los judíos, repitiendo, por tanto, una y otra vez que «quien sea que ataque a un judío para quitarle la vida, es como si hubiese golpeado al propio Jesucristo».
Con eso, las masas exaltadas pudieron concentrarse de nuevo en lo que importaba y la segunda cruzada era un hecho. El rey alemán Conrado cerró una alianza con el rey Luis VII y pronto un ejército innumerable se abría camino saqueando por Europa, dirigiéndose a la Guerra Santa. En Hungría y en los Balcanes, sin embargo, era como si Dios hubiese enviado una plaga, como si fuesen todas las plagas de Egipto de golpe. Avanzaban innumerables como los saltamontes y los sapos.
A la llegada a la cristiana Constantinopla, los ejércitos francés y alemán habían creado tanta enemistad entre ellos, mayoritariamente causada por las disputas sobre quién tenía derecho a saquear a quién primero y quién sería el segundo en saquear, que decidieron tomar diferentes caminos hasta Jerusalén a partir de Constantinopla. Conrado iría por el interior de Oriente Medio y Luis seguiría la costa, y así ambos se encontrarían en Antioquía.
También un ejército de cruzados ingleses había salido para unirse a la enorme expedición. Pero los ingleses quedaron atrapados en Portugal, donde sitiaron Lisboa, que aunque fuese de difícil comparación con Jerusalén, sin embargo era musulmana.
Tras un sitio de cuatro meses, prometieron el salvoconducto a los defensores, la guarnición se rindió y luego los cristianos tuvieron una dura faena de crucificar, despellejar y trocear, decapitar y quemar, violar y saquear en el nombre de Dios y por la eterna salvación de sus almas. Después de eso, los ingleses hartos de Guerra Santa se fueron a casa, a excepción de aquellos que se quedaron construyendo pequeñas colonias.
El rey Conrado de Alemania, que había elegido el camino por el interior de Oriente Medio, más peligroso, creyendo que habría más que saquear allí que en el camino costero, recibió una dura lección sobre lo que podía suceder cuando un ejército de guerra europeo fuertemente equipado se enfrentaba a la ligera caballería oriental superior. Fue atacado por las fuerzas turcas en Dorylaeum y perdió nueve décimas partes de su ejército.
Al encontrarse los dos ejércitos en Antioquía, el francés, bastante menos mermado que el alemán, fueron recibidos con honores por el canciller local, el conde Raimundo. También se unió el rey Balduino de Jerusalén, y llegó el momento de una fiesta, en primer lugar, y luego de una meticulosa planificación.
Los guerrilleros recién llegados al ejército de Dios seguramente no sabían quién era Zinki ni mucho menos que estuviese muerto y que ahora se enfrentarían a un enemigo mucho peor: su hijo Nur ed—Din.
Naturalmente, los francos cristianos del lugar sabían mucho mejor de qué se trataba. Una opción era ir ahora directamente hacia Edessa para reconquistar la ciudad. Primero porque fue la caída de Edessa lo que puso en marcha toda la cruzada. Segundo porque una victoria de ese calibre tendría una gran importancia sicológica para ambas partes.
Otra opción era ir a Alepo, directamente hacia el enemigo principal Nur ed—Din haciéndose cargo de la lucha que tarde o temprano tendría lugar, por lo que mejor ahora cuando se era más fuerte.
Por el contrario, el rey Luis y el rey Conrado, que no sabían mucho acerca de la situación en esta parte del mundo en la que ahora se encontraban, se pusieron de acuerdo en atacar Damasco. Coincidían bastante en que si se pudiese conquistar la segunda ciudad más importante después de Jerusalén, se habría comenzado la cruzada con una gran victoria, cosa que sería conocida por el mundo entero. Además, aunque eso tal vez no lo dijeron tan alto, o tal vez sí lo hicieron, Damasco sería un fantástico botín para saquear. Fuera como fuese, pronto habrían recuperado todos sus gastos.
Los francos del lugar intentaron en vano explicar el error de atacar Damasco, pero fueron acallados por los dos reyes que, por una parte, estaban de acuerdo, y por otra parte, dominaban los dos ejércitos más grandes.
Así pues, todo el ejército cristiano se dirigió hacia Damasco. Una completa locura en más de un sentido.
Damasco no sólo era la ciudad musulmana más importante de la región, sino que también era la única ciudad musulmana aliada de Jerusalén. Si ahora se rompía el pacto, sería señal de que la palabra cristiana no era de fiar, lo cual preocupaba especialmente a los templarios quienes, como era bien sabido, constituían la columna vertebral de toda la caballería occidental.
Lo peor de todo era que se seguía el juego de Nur ed—Din, el hombre que en esta parte del mundo predicaba la unidad contra los infieles y la pureza de espíritu como remedio contra todas las derrotas anteriores. No podrían haber encontrado una manera mejor de unir a los musulmanes que atacando Damasco.
Cuando el ejército cristiano empezó a moverse hacia Damasco, al principio los habitantes de la ciudad no se lo creían, puesto que sonaba a locura. Pero en seguida las palomas mensajeras iban y venían en todas las direcciones y todos los hermanos de Nur ed—Din y otros aliados llegaron con grandes ejércitos desde el Norte, el sur y el este.
Después de sólo cuatro días de sitio de Damasco, los cristianos estuvieron rodeados por un ejército mucho más grande y además habían elegido acampar en el lugar menos apropiado, al sur de la ciudad, donde no había ninguna protección y donde los damasquinos habían tenido tiempo de sobra para llenar todos los pozos. El jefe de los templarios consideró que esta preparación táctica era tan evidentemente inútil que la única explicación posible era el soborno, que el rey Luis o el rey Conrado hubiesen cobrado para perder.
Las posiciones cristianas pronto resultaron insostenibles, ni siquiera era cuestión de levantar la maquinaria de sitio, sencillamente se trataba de salir por piernas.
Cuando el ejército cristiano levantó el campamento empezando la retirada hacia el sur, fueron atacados por la ligera caballería árabe que, siempre fuera de alcance, derramaba con flechas a los fugitivos. Las pérdidas fueron enormes y el hedor de los cadáveres permaneció denso durante meses sobre gran parte de Tierra Santa.
Así acabó la segunda cruzada. Cuatro días de lucha y una tremenda pérdida causada más por estupidez que por otra cosa.
El rey Conrado de Alemania, como siempre fuertemente en desacuerdo con el rey Luis, tomó el camino a casa por tierra cuidadosamente a lo largo de la más segura costa mediterránea de Oriente Medio.
El rey Luis ya no tenía un ejército tan grande y por ello eligió el camino por el mar desde Antioquía hacia Sicilia. Curiosamente, su flota fue saqueada en el trayecto por la flota bizantina. Tanto el rey Luis como el rey Conrado perdieron para siempre todo tipo de interés por nuevas cruzadas.
El rey Luis, en efecto, tuvo unos tremendos problemas con su esposa al llegar a casa. La segunda cruzada era un fracaso atroz. Nur ed—Din pronto podría ocupar Damasco sin levantar una sola espada ni disparar una sola flecha.
Ahora, según la lógica, el reino cristiano estaría condenado a la destrucción. No se podría esperar nada más desde Europa. Por ahora, ninguno de los grandes países de Europa enviaría una nueva expedición después del fracaso que se acababa de presenciar, por mucho y muy bien que hablasen Bernardo de Clairvaux y otros acerca de la salvación y el perdón de todos los pecados para quienes fuesen a la Guerra Santa. Aun así, pasaría tiempo antes de que Jerusalén fuese liberada por los fieles. Y no le sería dada a Nur ed—Din la gracia de limpiar la ciudad santa de los bárbaros y sanguinarios ocupantes europeos.
Eso era debido a una orden monástica. Los templarios tenían el mismo origen religioso que la orden cisterciense, era el mismo Bernardo de Clairvaux quien había escrito las reglas monásticas para los templarios. Al principio había sido pensada como una especie de fuerza policial religiosa que protegería a los peregrinos cristianos en los caminos entre Jerusalén y el río Jordán, ante todo. Pues molestamente los bandoleros árabes habían encontrado tanto fácil como lucrativo robar a esta continua corriente de peregrinos camino de bañarse en el Jordán. Pero la idea de monjes combatientes, que al principio podía parecer paradójica, tuvo una rápida difusión lejos de Tierra Santa y muchos de los mejores caballeros de Europa se sintieron llamados. Sin embargo, fueron pocos los elegidos. Solamente los mejores y más serios religiosos tuvieron la oportunidad de ser admitidos como hermanos de la orden. Con los templarios se creó la mejor fuerza caballeresca que jamás hubiese montado con lanza y espada en Tierra Santa. Más bien, en cualquier país.