Read Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén Online
Authors: Jan Guillou
Pero lo aguantaba, pues tenía una tarea que debía cuidar con responsabilidad. Después de un tiempo se atrevía a levantar un poco la mirada. Y luego alzó inevitablemente la vista a sus pechos bajo las finas ropas de verano y a sus alegres sonrisas picaras y sus ojos curiosos.
Ella se llamaba Birgite y tenía un pelo fuerte y cobrizo, recogido en una sola trenza por la espalda, tenía la misma edad que él y a menudo quería que le enseñase de nuevo cosas que él sabía que ella ya conocía. Y cuando se sentaba junto a ella podía sentir el calor de sus muslos, y cuando ella hacía ver que era torpe, la cogía de las manos para volver a enseñarle cómo se hacían los nudos.
Él no entendía que ahora era un pecador y por eso el padre Henri tardó en descubrir lo que estaba sucediendo. Pero entonces ya era demasiado tarde.
Ella era lo más hermoso que Arn había visto jamás, posiblemente a excepción de
Chamsiin
. Y empezó a soñar con ella por las noches, tanto que se despertaba mancillado sin haberlo hecho. Empezaba a soñar con ella durante el día cuando debía ocuparse en otras cosas. Cuando el hermano Guilbert una vez le dio una bofetada por no haberle prestado atención en un ejercicio, apenas comprendió lo que pasaba.
Cuando Birgite dulcemente le pidió traer un poco de aquellas hierbas del monasterio que tenían un olor de ensueño, él suponía que se trataba de la melisa o de la lavanda. Una pregunta furtiva al hermano Lucien decidió rápidamente la cuestión; a todas las mujeres les encantaba la lavanda, murmuró el hermano Lucien despistadamente sin imaginarse el fuego que acababa de encender.
Al principio, Arn sólo sacaba unas ramas a escondidas de vez en cuando. Pero cuando le dio un beso en la frente rápidamente y sin que nadie los viera, perdió la razón por completo y la próxima vez se llevó una brazada entera que Birgite, gorjeando de alegría, en seguida se llevó a su casa. La vio correr velozmente con los pies desnudos, salpicando la arena.
En esa posición, lánguido y con la mirada perdida, encontró el hermano Guy a su joven discípulo. Y con eso se acabó bruscamente el amorío.
Porque al mismo tiempo, y para dilema suyo, el hermano Lucien había descubierto grandes y misteriosos agujeros entre sus plantas de lavanda.
Arn fue castigado con dos semanas a pan y agua y aislamiento para la reflexión y oración la primera semana. Como no tenía una celda propia sino que compartía su descanso nocturno con varios aprendices, tuvo que hacer su penitencia en una celda libre dentro del departamento cerrado del claustro. Lo único que llevaba consigo eran las Sagradas Escrituras, el ejemplar más viejo y más gastado, pero nada más.
Podía comprender uno de los dos pecados que había cometido, pero no el otro, por mucho que lo intentase sinceramente, por mucho que pidiese el perdón de la Virgen Santa.
Había robado lavanda, eso era un pecado concreto y comprensible. La lavanda era una mercancía deseada fuera del monasterio, algo que el hermano Lucien vendía con gran éxito. Arn sencillamente había confundido lo que era
gratia
, como el método de enseñar a tejer redes, con lo que era para sacar ingresos, como la forja de espadas del hermano Guilbert o las plantas del hermano Lucien, aunque no todas las plantas. En realidad, algunas plantas también eran
gratia
, como la manzanilla.
El padre Henri también lo había tomado en consideración. Aunque un robo era un robo, y en ese caso un crimen enorme contra las reglas del monasterio; sin embargo, era algo que había ocurrido por imprudencia juvenil cuando menos. El padre Henri se había informado minuciosamente de la opinión del hermano Guy sobre lo ocurrido, lo que acabó con un reproche también para el hermano Guy, ya que tomaba los errores de Arn con mucha ligereza, empezando una explicación atolondrada diciendo que si el padre Henri hubiese visto a la chica, no le parecería tan misterioso. Eso no debería haberlo dicho el hermano Guy, cosa que descubrió rápida y palpablemente.
El pecado número dos y más grave fue que hubiese sentido deseo. Si ya hubiese sido un hermano dentro de la orden, lo habrían castigado con medio año a pan y agua y a trabajar solamente con los restos de la cocina y las letrinas.
Igual de fácil que le resultaba ahora a Arn, desde su aislamiento, comprender el pecado de haber robado la lavanda —un pecado del que se podía arrepentir sinceramente sin problema—, igual de imposible le resultaba comprender cómo podía ser peor anhelar y soñar con Birgite que robar. Es que era imposible no hacerlo. Ni su cilicio lo quitaba, ni el frío nocturno en la celda, tampoco la dura litera de madera sin pieles de cordero ni mantas. Cuando estaba despierto la veía ante sus ojos. Si por fin se dormía, soñaba con su cara pecosa y sus ojos pardos o con sus pies desnudos que corrían rápidamente como los de un cabrito por la arena; además, su cuerpo se comportaba de una manera vergonzosa en cuanto se dormía. Por las mañanas, cuando los hermanos entraban un cubo con agua helada a su celda, lo primero que tenía que hacer era meter aquello tan vergonzoso allí para enfriar aquel pecado demasiado evidente.
Y cuando debía concentrarse y dedicarse a las Sagradas Escrituras era como si el mismo diablo lo llevara justo a aquellos pasajes que no debía leer. Conocía tan bien las Sagradas Escrituras que intentaba abrirlas con los ojos cerrados. Y aun asile salían cosas como:
El amor es inquebrantable como la muerte;
la pasión, inflexible como el sepulcro.
¡El fuego ardiente del amor
es una llama divina!
El agua de todos los mares
no podría apagar el amor;
tampoco los ríos podrían extinguirlo.
Si alguien ofreciera todas sus riquezas a cambio del amor, burlas tan sólo recibiría.
(El Cantar de los Cantares, 8, 6—8)
Por mucho que Arn intentase usar sus conocimientos sobre cómo leer e interpretar las palabras de Dios, no podía entender el amor como pecado. Esta fuerza, de la que el mismo Dios Padre hablaba como una bendición para el hombre, que era tan fuerte que un océano no podía ahogarla, ni que ningún hombre, por rico que fuese, podría comprarla con monedas de plata, esta fuerza que era tan imposible de doblegar como la muerte, ¿cómo podía ser pecado?
Cuando Arn en su segunda semana a pan y agua pudo empezar a hablar, el padre Henri se encargó severamente de él para, tras ponerse de acuerdo en aquello del robo de la lavanda, intentar hacer entender a aquel ardiente joven qué era el amor. ¿No lo había descrito el mismo san Bernardo más claro que el agua?
El hombre empieza por amarse a sí mismo por sí mismo. El siguiente paso en la evolución es que el hombre aprenda a amar a Dios, aunque todavía por sí mismo y no por Dios.
Luego el hombre aprende a amar a Dios de verdad y ya no por sí mismo, sino por Él. Finalmente, el hombre aprende a amar al hombre pero únicamente por Dios.
Lo que sucedía en ese proceso de evolución era que cupiditas, o el deseo, lo que está en el fondo de toda apetencia humana, ha quedado controlado y se transforma en caritas, de tal manera que todos los deseos bajos son eliminados y el amor se vuelve puro. Todo esto era elemental, ¿verdad?
Arn aceptó a regañadientes que sí, que era elemental, él como otros muchos de Vitae Schola conocían bien todos los textos de Bernardo de Clairvaux. Pero tal como lo entendía Arn, debían de existir dos tipos de amor. Era verdad que amaba al padre Henri, al hermano Guilbert, al hermano Lucien, al hermano Guy, al hermano Ludwig y a todos los demás. Sin duda, podía mirar con sus ojos azules directamente a los ojos pardos del padre Henri y asegurarlo, y sabía que el padre Henri podía ver hasta el fondo de su alma.
Pero ésa no podía ser toda la verdad… y de pronto citaba, sin poder detenerse, largos párrafos de El Cantar de los Cantares.
¿Qué quería decir Dios, pues, con esto? ¿Y de qué hablaba Ovidio en los textos que Arn había leído de pequeño y por error? ¿No se asemejaba Ovidio sospechosamente a la Palabra de Dios en ciertos aspectos?
Tras su irrefrenable erupción, Arn bajó la cabeza, avergonzado. Nunca había entrado en una polémica tan impertinente contra el padre Henri y se esperaba, y además no lo encontraría injusto, un castigo de dos semanas más a pan y agua, pues se había mostrado impenitente.
Pero la reacción del padre Henri fue completamente diferente, más bien como si se hubiese alegrado de lo que había oído, aunque naturalmente no podía compartir la opinión de Arn.
—Tu voluntad es firme, tu mente todavía libre, a veces indomable como aquellos caballos que enseñas a montar, porque te he visto, ¿sabes? —dijo el padre Henri pensativamente—. Eso es bueno, porque más que otra cosa he temido quebrar tu libre voluntad y que no entiendas a Dios el día que te llame. Eso es una cosa. Ahora hablemos de por qué estás equivocado.
El padre Henri lo explicaba todo con mucha tranquilidad. Era cierto que Dios había infundido una libido al hombre que no era vergonzoso, pues de eso hablaba por ejemplo El Cantar de los Cantares. Naturalmente, la finalidad divina de esto era que el hombre tenía como misión poblar la tierra y se cumplía mejor siendo esta actividad especial exigida para la labor algo agradable. Y en un lazo bendecido por Dios, el matrimonio, con el propósito de concebir hijos, este deseo era agradable ante los ojos de Dios y en absoluto pecaminoso.
En seguida Arn llegó a la conclusión completamente absurda de que un hombre y una mujer debían esperar a encontrar alguien a quien amar y luego obtener la bendición de su libido bajo el matrimonio. Al padre Henri le divirtió enormemente esta idea estrambótica.
Pero Arn no se rendía, animado a ello por el temple inesperadamente dócil del padre Henri. Porque, seguía argumentando Arn, si el amor en sí, es decir, el tipo de amor del que hablaba El Cantar de los Cantares, no era nada malvado sino todo lo contrario, bajo ciertas premisas establecidas, algo agradable a los ojos de Dios, ¿por qué estaba todo eso prohibido a quienes eran los más fieles en las viñas del Señor? Mejor dicho, ¿cómo podía ser el amor un pecado severo que mereciera pan y agua y cilicio, si a la vez era una bendición para el hombre?
—Bueno —decía el padre Henri, disfrutando visiblemente de la cuestión—, Para empezar, por supuesto hay que diferenciar entre el mundo superior y el inferior. Platón, ¿sabes? Nosotros pertenecemos al mundo superior, es el punto de partida teórico establecido, pero supongo que querrás más sustancia que eso, porque tú ya conoces a tu Platón. Piensa en los verdes campos alrededor de Vitae Schola, piensa en todas las hierbas y frutas del hermano Lucien y los conocimientos que divulga a nuestro prójimo, piensa en el arte de forjar del hermano Guilbert y su cría de caballos o en el manejo de la pesca del hermano Guy. Date cuenta de que no hablo con metáforas, sino que me mantengo en el plano práctico. Cuando piensas en todo eso, ¿qué significa?
—Hacemos un bien a nuestro prójimo. Al igual que el Señor siempre es nuestro pastor, nosotros podemos, o por lo menos a veces, podemos ser los pastores de los hombres. Les damos una vida mejor a través de nuestros conocimientos y nuestro trabajo, ¿es eso lo que quieres decir, padre?
—Sí, hijo mío, eso es precisamente lo que quiero decir. Somos los conocedores de Dios fuera en lo desconocido; por cierto, ¿quién dijo eso?
—
El venerable
san Bernardo, naturalmente.
—Sí, claro. Probamos lo desconocido, domamos la naturaleza, doblegamos el acero de una manera nueva y encontramos remedio contra el mal, hacemos que el pan alcance mejor. Eso es lo que hacemos en la práctica y a eso añadimos los conocimientos que divulgamos, de la misma manera que cuando sembramos el trigo, acerca de las palabras del Señor y cómo deben interpretarse. ¿Hasta ahí me sigues?
—Claro, pero… cómo puede… —empezó a decir Arn, demasiado obsesionado con las ganas de contrariar, tuvo que contenerse y empezar de nuevo—. Perdona, padre, ¿y si vuelvo a formular la pregunta de forma concreta? Perdóname si soy impertinente, entiendo todo lo que has dicho sobre nuestra obra. ¿Pero por qué entonces los hermanos nunca pueden gozar de las alegrías del amor? Si el amor es bueno, ¿por qué precisamente nosotros tenemos que renunciar a él?
—Se puede explicar a dos niveles —dijo el padre Henri, todavía con desenfado y visiblemente divertido por las cavilaciones de su discípulo—. Nuestra elevada vocación, nuestro trabajo como los siervos de Dios más perseverantes de la tierra tiene un precio. Y el precio es que debemos dedicar toda nuestra alma y nuestro cuerpo a servir a Dios. Si no, no podríamos conseguir algo duradero. ¡Imagínate que los hermanos tuviesen mujeres e hijos por todas partes! ¿Cómo sería? Por lo menos la mitad de nuestro tiempo lo ocuparíamos en otras cosas diferentes de las que hacemos ahora. Y empezaríamos a preocuparnos por pertenencias, nuestros hijos deberían heredar, ¡imagínate sólo una cosa como ésa! Nuestro voto de pobreza tiene en mucho la misma función que nuestro voto de castidad. No tenemos nada y después de nosotros la Iglesia es dueña de todo lo que hemos usado y creado.
Arn callaba, cavilando. Veía la lógica de lo que explicaba el padre Henri, también estaba agradecido porque el padre Henri hubiese elegido explicarse con ejemplos mundanos inferiores en lugar de sumergirse en las teorías de Platón y de san Bernardo sobre las almas del hombre en diferentes dimensiones. Pero aun así no estaba satisfecho, notaba como si faltase algo en la lógica, aunque uno se podría preguntar por qué la automancillación era una cosa tan terrible. ¿Tal vez como una gula del alma? ¿O algo que alejaba los pensamientos de Dios? En efecto, era imposible pensar en Dios a la vez que se hacía aquello, admitió sonrojándose.
Cuando el padre Henri vio que Arn había entendido y aceptado, por lo menos en parte, las sencillas explicaciones que le había dado, decidió, visiblemente aliviado, que la semana de penitencia que le quedaba la haría en las cocinas de los hermanos provenzales. Eso continuando a pan y agua, lo cual sería una prueba bastante dura precisamente en las cocinas, pero reconfortante para la voluntad del alma.
Las cocinas eran el lugar de trabajo más intenso en toda la Vitae Schola. Los hermanos que trabajaban en los campos iban a casa para la misa vespertina, los hermanos que trabajaban en las forjas, en las carpinterías, las canteras, las hilanderías, las herrerías, las tejeras, las vaquerizas, la cría de corderos o de abejas o en los huertos, todos tenían sus descansos nocturnos del trabajo y todos tenían tiempo para leer sin retrasar por ello sus tareas diarias.