Tríada (87 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Tríada
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Aquellos treinta y cuatro, en cambio, habían optado por seguir a Alexander en su incursión suicida. La mayoría eran jóvenes que, después de varios meses de estar encerrados en la Fortaleza, ansiaban entrar en combate. Pero también estaba Covan, y Shail, y otro caballero de Nurgon que se había unido a última hora. Habían avanzado por el bosque joven, guiados por Alexander, hacia el sur. Y ahora estaban allí, en silencio, aguardando... ¿el qué?

Shail observó a su amigo, inquieto. Lo había seguido hasta allí, a pesar de que todavía se sentía débil, porque confiaba en él, pero estaba empezando a dudar que hubiera sido buena idea. Calmó a su nimen, que empezaba a chasquear las pinzas de la boca, nervioso.

La mayor parte de los voluntarios del grupo montaban en nimens también. Los caballeros de Nurgon, en cambio, seguían montando a caballo; y cuidaban extraordinariamente bien de sus monturas, porque sólo había cuatro caballos en la Fortaleza, y no tenían posibilidad de obtener más, a no ser que los robasen del campamento enemigo. Porque si bien los szish combatían casi siempre a pie, las tropas de Vanissar y Dingra contaban con un buen número de jinetes en sus filas.

Observó con atención el campamento enemigo. Las tropas de los szish ya estaban listas para entrar en combate, y esperaban ante el bosque, en perfecta formación, un poco más hacia el norte, justo en el lugar donde, detrás de los árboles, se alzaba la Fortaleza. Aguardaban con paciencia, sabiendo de antemano que el escudo no tardaría en caer. Y cuando lo hiciera, no tendrían más que avanzar en línea recta hasta los muros de Nurgon. Incluso habían preparado ya los arietes y las escalas.

—Desde luego, no se molestan en ocultar sus intenciones —murmuró alguien.

—Eso es porque ya sabían que nosotros estamos al corriente de su intención de atacar esta noche.

—Pero ¿cómo lo sabían? —se preguntó Shail.

—Tal vez ellos mismos enviaron al semiceleste para advertirnos... o para amedrentarnos —dijo Covan, pero Alexander negó con la cabeza.

—No lo creo. Estoy seguro de que Mah-Kip actuaba de buena fe.

—Pues entonces... ¿cómo lo sabían?

Alexander se encogió de hombros.

—Son sheks —dijo solamente, como si eso lo explicara todo.

No parecía prestar atención al ejército de szish, sin embargo. Su mirada estaba clavada en la retaguardia del campamento, donde los soldados humanos estaban acabando de avituallarse. Por lo visto, y a diferencia de los hombres-serpiente, no confiaban mucho en que el escudo fuera a caer aquella noche. En el sector donde estaba acampado el ejército de Dingra había bastante animación.

—El rey Kevanion todavía está en el campamento —murmuró Alexander—. Seguramente está terminando de armarse.

Covan lo miró. No le gustó el brillo salvaje que alimentaba las pupilas de su antiguo discípulo.

—¿En qué estás pensando?

Alexander sacudió la cabeza.

—Os he traído a este lugar porque, si hemos de atacar el campamento, tiene que ser desde aquí. El grueso del ejército szish se ha reunido en la linde del bosque, más hacia el norte.

Rodearemos el campamento por el sur y atacaremos por detrás.

—¿A las tropas de Dingra?

—No. Al sector de los raheldanos. A las catapultas.

Covan asintió enseguida, con un brillo de entendimiento en los ojos.

—Los raheldanos han movido todos sus carros hacia la primera línea de batalla. Los usarán para abrirse paso por el bosque. Pero han dejado las catapultas en la retaguardia. Las movilizarán cuando hayan abierto espacio suficiente entre los árboles como para que puedan cruzar el bosque con comodidad.

Alexander sonrió como un tiburón.

—Eso si para entonces queda algo que movilizar.

Raheld era un reino de artesanos, y su ejército no valía gran cosa. Pero fabricaban armas de muy buena calidad, y algunas de ellas requerían ser manejadas por técnicos raheldanos. Como los carros de combate acorazados que habían llegado apenas unos días antes, y que ahora aguardaban un poco más lejos, al frente del ejército szish, a que el escudo feérico les dejara vía libre para penetrar, como pudieran, por los estrechos senderos de la espesura.

Y como las catapultas, que esperaban, silenciosas, al fondo del campamento.

—El ejército de Dingra está muy cerca —objetó Covan—. Atraeremos su atención.

Alexander sonrió de nuevo.

—Mejor aún.

Los otros lo miraron, inquietos. Sospechaban que había algo más detrás de aquello, algo más que destruir catapultas. Covan temía que Alexander deseara en realidad encontrar al rey Kevanion y vengar con su muerte la caída de la Orden de Nurgon. Pero parecía tan sereno y tan seguro de sí mismo que no tuvo más remedio que darle un voto de confianza.

Seguían siendo treinta y cuatro personas que iban a hacer una incursión en un campamento de unos cuantos miles de soldados. Pero contaban con el factor sorpresa.

Alexander repartió instrucciones muy precisas. Cuando se hubo asegurado de que todo el mundo había entendido lo que quería hacer, se volvió hacia Shail.

—Quédate en la retaguardia —le dijo—. Cuando veas que todos están ocupados con nosotros, acércate a las catapultas y préndeles fuego. Pero no gastes toda tu energía mágica en hechizos de ataque. Que te quede suficiente para hacer una teletransportación de emergencia.

—No puedo teletransportaros a todos.

—A todos, no. Sólo a aquellos que estén malheridos y no puedan moverse. O en el peor de los casos... a los supervivientes. Shail asintió.

Alexander dio una última mirada circular; después alzó la cabeza hacia las lunas y sonrió.

—Es la hora —dijo solamente.

—El unicornio viene hacia aquí —anunció Ashran; volvió la cabeza hacia el exterior, y las tres lunas se reflejaron en sus ojos plateados—. Por desgracia, no viene lo bastante deprisa. —Se volvió hacia Zeshak—. Quizá no ha captado la gravedad de la situación.

La serpiente entornó los ojos. Había aprisionado a Christian entre sus anillos; el joven no podía moverse, y le costaba esfuerzo respirar. A los pies de Ashran, Jack no se encontraba en mejor situación que él. El Nigromante lo había agarrado por la nuca, como si fuera un cachorro extraviado, y las yemas de sus dedos se clavaban en su piel como una garra de hielo. Jack se sentía tan débil que apenas podía moverse. Se había revuelto contra Ashran, furioso, con las escasas fuerzas que le restaban. El Nigromante no sólo no había soltado su presa, sino que le había transmitido algo a través de sus dedos, como una especie de descarga eléctrica que había atravesado la piel del chico y lo había sacudido por dentro, produciéndole un insoportable y agónico dolor. Con un grito, Jack había sentido cómo su cuerpo se retorcía y se arqueaba bajo el oscuro poder del Nigromante; su vista se había nublado, todos sus nervios habían respondido a aquella tortura. Pero el muchacho había luchado, una y otra vez, hasta que, exhausto, se había dejado caer a los pies de su enemigo, demasiado débil como para resistirse. La mano de Ashran seguía sujetando su nuca, como un férreo collar, pero, si Jack no se movía, el dolor no lo atormentaba. Aprendió a quedarse quieto y a esperar.

Respirando con dificultad, se arriesgó a mirar a Christian, atrapado por el pesado cuerpo de serpiente de Zeshak. El joven no había luchado, como Jack. Había comprendido al instante que no valía la pena; que sin Haiass, que había quedado abandonada en un rincón, y sin su capacidad de transformación, que le había sido arrebatada inexplicablemente, no podría liberarse del asfixiante y mortífero abrazo del shek.

Jack aguardó durante un buen rato que su compañero de infortunio estableciera contacto telepático con él. Mantuvo su mente alerta, pero no recibió ningún mensaje de Christian, ni siquiera una señal de que él estaba receptivo y listo para actuar si era necesario. Se preguntó, inquieto, si Zeshak había bloqueado su mente, si tenía poder para aislarlo de aquella manera.

En cualquier caso, las cosas estaban muy mal. Todavía se sentía furioso por la facilidad con que Ashran los había atrapado. «¿Y todo para esto? —se preguntó, con amargura—. Yandrak sobrevivió a la conjunción astral, viajó hasta otro mundo, se reencarnó en un bebé humano... que creció durante trece años, que perdió a sus padres entonces, que comenzó a entrenarse, que luchó, y sufrió, y maduró, y aprendió a ser dragón, y murió para todos, comprendió muchas cosas, y regresó a casa, y llegó a su destino, y todo ello porque supuestamente había una profecía que debía cumplirse... ¿y todo eso para llegar hasta aquí, para caer bajo el poder de Ashran a la primera de cambio? ¿Dónde está la profecía ahora? ¿Qué dicen los Oráculos a esto?»

Todo aquello le parecía una broma de los dioses. Y una broma de muy mal gusto.

Se había preguntado por qué seguían vivos todavía, por qué Ashran no los había matado aún, al menos a él. Entonces fue cuando se dio cuenta de que Ashran y Zeshak parecían estar aguardando algo, y comprendió el qué... o a quién.

Estaban esperando a Victoria. Tenían la total seguridad de que acudiría a la torre, que se las arreglaría para llegar, no importaba cómo, simplemente porque Jack y Christian estaban allí, en peligro, sufriendo.

«Pero no tiene sentido —pensó Jack—. Ashran sabe que la profecía habla de ella también. Sabe que, si ella viene, la profecía puede cumplirse. ¿Por qué no evitarla ahora, que todavía está a tiempo?»

Además, había sentido desde el principio la mirada de hielo de Zeshak clavada en él. El shek deseaba matarlo, lo deseaba con toda su alma, pero Ashran había dicho que esperara... y el poderoso rey de las serpientes luchaba por dominar su instinto, cuya llamada se volvía más y más urgente a cada instante.

—Lo sé, Zeshak —dijo Ashran, respondiendo a un mudo comentario telepático de él—. Pero no todo termina en la profecía, créeme. No nos estamos jugando tanto como piensas. Controla tu odio, al menos un rato más, y después todo habrá acabado. —Se volvió hacia él—. ¿Acaso no confías en mí, que os traje de vuelta a casa, que os he entregado el gobierno de Idhún... que he acabado con la amenaza de los dragones?

Zeshak entornó los ojos.

—Sigue confiando en mí, pues —sonrió Ashran—. No te arrepentirás.

Jack recordó entonces que la profecía no aseguraba que fueran a vencer. Simplemente decía que un dragón y un unicornio se enfrentarían a Ashran, que sólo ellos tendrían alguna posibilidad de derrotarle. Aun así...

«A menos —pensó—, que ya sepa que no vamos a vencer.»

Sheziss le había dicho que la profecía había sido modifica—( da para que Christian pudiera estar incluido en ella. Si esto era así, si el Séptimo estaba detrás de todo aquello, si la profecía acababa por favorecerlo a él, no era de extrañar que aquellos dos esperaran con tanto interés a Victoria. Independientemente de que Ashran tuviera intención de utilizar el poder del último unicornio.

Jack dejó caer la cabeza, mareado y derrotado. «No entiendo nada», pensó.

Y fue entonces cuando Ashran dijo que Victoria estaba en camino, pero que iba demasiado lenta. Jack trató de levantar la cabeza, preguntándose qué significaba aquello. Ellos habían dejado a Victoria en la Torre de Kazlunn. Christian había cerrado el Portal, por lo que la chica no podría seguirlos a través de él. Si tenía que acudir hasta allí caminando, tardaría varios días en llegar. A no ser, claro... que Ashran hubiera reabierto el Portal.

Pero por lo que Jack sabía, Ashran no podía abrir desde allí el Portal de la Torre de Kazlunn. De lo contrario, la habría conquistado mucho tiempo atrás, habría podido atacarlos aquellos días que habían permanecido los tres allí encerrados. Si no había entendido mal, el Portal tenía una doble entrada, una en cada torre. Uno podía abrir y cerrar la entrada de la torre de partida, pero no la de la torre de destino. Christian había podido abrir y cerrar tras de sí el Portal de la Torre de Kazlunn; pero no el de la Torre de Drackwen, que ya estaba abierto... porque Ashran lo había dejado abierto para ellos. De la misma manera, Ashran podía abrir y cerrar el Portal de la Torre de Drackwen, pero no el de Kazlunn.

Christian había sellado el Portal de la Torre de Kazlunn de forma que Victoria no pudiera traspasarlo. Probablemente, Ashran sí podría, pensó Jack... si estuviera en el lugar adecuado. Pero no lo estaba. Así que, aunque quisiera, Ashran no podía franquear a Victoria la entrada a su torre. Christian ya se había encargado de eso.

Entonces, ¿cómo pretendía Ashran que Victoria llegara tan pronto? ¿Y por qué tenía tanta prisa? Tal vez el hechizo que mantenía presos a Jack y a Christian tuviera un tiempo limitado... Se aferró a esa esperanza.

Zeshak habló entonces, pero Jack no captó sus pensamientos, que había enfocado solamente a Ashran. Sabía que había hablado, porque miró fijamente al Nigromante, y éste asintió, conforme.

—El anillo, sí. Lo había olvidado. Vale la pena intentarlo.

Los ojos de Zeshak brillaron malévolos cuando contrajo sus anillos en torno al esbelto cuerpo de Christian. El muchacho abrió los ojos súbitamente, jadeó, y su rostro se crispó en una mueca de dolor. Se oyó un crujido desagradable.

Lejos de allí, Victoria gimió sobre el lomo de Sheziss. Respiró hondo y se llevó a los labios la piedra de Shiskatchegg, que relucía, de nuevo, con un resplandor rojizo.

—Voy, Christian —susurró—. No tardaré. Aguanta.

Apretó los dientes, intentando olvidar la angustia que le producía la certeza de saber que Jack y Christian estaban sufriendo. Momentos antes, también había sentido la agonía de Jack. No tenía nada parecido a un anillo mágico que la uniera a él, pero sentía su sufrimiento muy dentro, en el fondo de su corazón. Tragando saliva, se inclinó sobre el ondulante lomo de Sheziss.

—¿No puedes ir más deprisa? —chilló, para hacerse oír por encima del sonido del viento que silbaba en sus oídos. «Sabes que no», replicó la shek. Victoria respiró hondo.

—Tiene que haber algo que yo pueda hacer —murmuró para sí misma.

Sintió, nuevamente, que Ashran volvía a hacer daño a Jack y a Christian, allá, en la Torre de Drackwen. Dejó escapar un quejido de angustia, pero se sobrepuso. Y cuando alzó la cabeza, el viento despejó el cabello de su cara, y la luz de las tres lunas reflejó la expresión de su rostro. A simple vista, Victoria es? taba serena e impasible, pero sus ojos emanaban, de nuevo, aquella terrible oscuridad que delataba la cólera y el dolor del unicornio herido.

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