Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Inclinado sobre las fichas, Yilal observaba, estudiando el siguiente movimiento. Un instante, mi mirada y la de la niña mala se cruzaron. Ella sonrió y me guiñó un ojo.
—¡Gana otra vez! —exclamó Yilal, aplaudiendo.
—Pues sí,
mon vieux
, ella no tiene dónde moverse. Ganaste. ¡Choca esos cinco! Le estreché la mano y la niña mala le dio un beso.
—No volveré a jugar damas contigo, estoy harta de recibir estas palizas —dijo ella.
—Se me ha ocurrido un juego más divertido todavía, Yilal —improvisé yo—. ¿Por qué no les damos a Elena y Simon la sorpresa de la vida? Vamos a montarles un espectáculo del que tus padres se acordarán el resto de sus días. ¿Te gustaría?
El niño había adoptado una expresión cautelosa y esperaba inmóvil que yo continuara, sin comprometerse. Mientras yo desplegaba ante sus ojos ese plan que iba inventando a medida que se lo describía, me escuchaba, intrigado y algo intimidado, sin atreverse a rechazarlo, atraído y repelido a la vez por mi propuesta. Cuando terminé, estuvo quieto y mudo un buen rato todavía, mirando a la niña mala, mirándome a mí.
—¿Qué te parece, Yilal? —insistí, siempre en francés—. ¿Les damos esa sorpresa a Simon y a Elena? Te aseguro que no se olvidarán el resto de sus vidas.
—Bueno —dijo la vocecita de Yilal, mientras su cabeza asentía—. Les damos esa sorpresa.
Lo hicimos tal como yo lo había improvisado, en medio de la emoción y el desconcierto en que me sumió
oír a
Yilal. Cuando Elena vino a recogerlo, la niña mala y yo le rogamos que, luego de cenar, volvieran, ella, Simon y el niño, porque teníamos un postre riquísimo que queríamos convidarles. Elena, un poco sorprendida, dijo que bueno, sólo un ratito, porque, si no, al día siguiente al dormilón de Yilal le costaba mucho despertar. Salí como alma que lleva el diablo a la esquina de la École Militaire, a la pastelería de los
croissants
, en l'avenue de la Bourdonnais. Por fortuna, estaba abierta. Compré una torta que tenía mucha crema, y, encima, unas fresas gordas y rojísimas. Con la excitación en que estábamos, apenas si probamos la dieta de verduras y pescado que yo compartía con la convaleciente.
Cuando Simon, Elena y Yilal —ya en zapatillas y bata— llegaron, teníamos listo el café y la torta partida en tajadas, esperándolos. De inmediato advertí por la expresión de Elena que maliciaba algo. Simon, en cambio, preocupado por un artículo de un científico y disidente ruso que había leído esa tarde, estaba en la luna y nos contaba, mientras la crema del empalagoso postre le ensuciaba la barba, que aquél había visitado no hacía mucho el Instituto Pasteur y que todos los investigadores y científicos habían quedado impresionados por su modestia y su talla intelectual. Entonces, de acuerdo al disparatado guión fraguado por mí, la niña mala preguntó, en español:
—¿Cuántos idiomas creen ustedes que habla Yilal? Advertí que, en el acto, Simon y Elena, inmóviles, abrían un poco los ojos, como diciendo: «¿Qué está pasando aquí?».
—Yo creo que dos —aseguré—. Francés y español. ¿Y ustedes, qué creen? ¿Cuántos idiomas habla Yilal, Elena? ¿Cuántos crees tú, Simon? Los ojitos de Yilal iban de sus padres a mí, de mí a la niña mala y de nuevo a sus padres. Estaba muy serio.
—No habla ninguno —balbuceó Elena, mirándonos y evitando volver la cabeza hacia el niño—. Todavía no, por lo menos.
—Yo creo que… —dijo Simon y se calló, abrumado, rogando con la mirada que le indicáramos lo que debía decir.
—En realidad, qué importa lo que nosotros creamos —intervino la niña mala—. Sólo importa lo que diga Yilal. ¿Qué dices tú, Yilal? ¿Cuántos hablas?
—Habla francés —dijo la voz delgadita y chillona. Y, después de una brevísima pausa, cambiando de idioma—: Yilal habla español.
Elena y Simon se habían quedado mirándolo, enmudecidos. La torta que Simon tenía en la mano se deslizó del plato al suelo y aterrizó en su pantalón. El niño se echó a reír, llevándose una mano a la boca y, señalando la pierna de Simon, exclamó, en francés:
—Ensucias pantalón.
Elena se había puesto de pie y ahora, junto al niño, mirándolo con arrobo, le acariciaba los cabellos con una mano y le pasaba la otra por los labios, una y otra vez, como una beata acaricia la imagen de su santo patrono. Pero, de los dos, el más conmovido era Simon. Incapaz de decir nada, miraba a su hijo, a su mujer, a nosotros, alelado, como pidiendo que no lo despertáramos, que lo dejáramos soñar.
Yilal no dijo nada más esa noche. Sus padres se lo llevaron poco después y la niña mala, oficiando de dueña de casa, hizo un paquetito con la media torta que sobraba e insistió para que los Gravoski se lo quedaran. Yo le di la mano a Yilal al despedirnos:
—Nos salió muy bien, ¿no, Yilal? Te debo un regalo, por lo bien que te has portado. ¿Otros seis soldaditos de plomo, para tu colección?
Él hizo movimientos afirmativos con la cabeza. Cuando cerramos la puerta tras ellos, la niña mala exclamó:
—En este momento, son la pareja más feliz de la tierra.
Mucho más tarde, cuando ya estaba cogiendo el sueño, vi una silueta que se deslizaba en la salita comedor y, silente, se acercaba a mi sofá cama.
Me tomó de la mano:
—Ven, ven conmigo —me ordenó.
—No puedo ni debo —le dije yo, levantándome y siguiéndola—. El doctor Pineau me lo ha prohibido. Por dos meses al menos, no puedo tocarte ni menos hacerte el amor. Y no te tocaré, ni te haré el amor, hasta que estés sanita. ¿Entendido? Nos habíamos metido ya a su cama y ella se acurrucó contra mí y apoyó su cabeza en mi hombro. Sentí su cuerpo que era sólo hueso y pellejo y sus pequeños pies helados frotándose contra mis piernas y un escalofrío me corrió de la cabeza a los talones.
—No quiero que me hagas el amor —susurró, besándome en el cuello—. Quiero que me abraces, que me des calor y que me quites el miedo que siento. Me estoy muriendo de terror.
Su cuerpecito, una forma llena de aristas, temblaba como una hoja. La abracé, le froté la espalda, los brazos, la cintura, y mucho rato estuve diciéndole cosas dulces al oído. Nunca dejaría que nadie volviera a hacerle daño, tenía que poner mucho de su parte para que se restableciera pronto y recuperase las fuerzas, las ganas de vivir y de ser feliz. Y para que se pusiera bonita de nuevo. Me escuchaba muda, soldada a mí, recorrida a intervalos por sobresaltos que la hacían gemir y retorcerse. Mucho después, sentí que se dormía. Pero a lo largo de toda la noche, en mi duermevela, la sentí estremecerse, quejarse, presa de esos recurrentes ataques de pánico. Cuando la veía así, tan desamparada, me venían a la cabeza imágenes de lo sucedido en Lagos y sentía tristeza, cólera, feroces deseos de venganza contra sus victimarios.
La visita a la clínica de Petit Clamart, del doctor André Zilacxy, francés de ascendencia húngara, resultó un paseo campestre. Ese día salió un sol radiante que hacía brillar los altos álamos y plátanos de la floresta. La clínica estaba al fondo de un parque con estatuas desportilladas y un estanque con cisnes. Llegamos allí al mediodía y el doctor Zilacxy nos hizo pasar de inmediato a su despacho. El local era una antigua casa señorial del siglo XIX, de dos plantas, con escalinata de mármol y balcones enrejados, modernizada por dentro, a la que le habían añadido un pabellón nuevo, con grandes ventanales de vidrio, tal vez un solárium o un gimnasio con piscina. Por las ventanas del despacho del doctor Zilacxy se veía a lo lejos gentes que se movían bajo los árboles y, entre ellas, batines blancos de enfermeras o médicos. Zilacxy parecía también provenir del siglo XIX, con su barbita recortada en cuadrado, que enmarcaba un rostro enteco y una calva reluciente. Vestía de negro, con un chaleco gris, un cuello duro que parecía postizo, y, en lugar de corbata, una cinta doblada en cuatro a la que sujetaba un prendedor bermellón. Tenía un reloj de bolsillo, con leontina dorada.
—He hablado con mi colega Bourrichon y he leído el informe del Hospital Cochin —dijo, entrando en materia de golpe, como si no pudiera permitirse perder el tiempo en banalidades—. Tienen ustedes suerte, la clínica está siempre llena y hay gente que espera mucho para ser admitida. Pero, como la señora es un caso especial pues viene recomendada por un viejo amigo, le podemos hacer un sitio.
Tenía una voz muy bien timbrada y unas maneras elegantes, algo teatrales, de moverse y de lucir las manos. Dijo que la «paciente» recibiría una alimentación especial, de acuerdo con una dietista, para que recobrara el peso perdido, y que un monitor personal dirigiría sus ejercicios físicos. Su médico de cabecera sería la doctora Roullin, especialista en traumas de la índole del que la señora había sido víctima. Podría recibir visitas dos veces por semana, entre las cinco y las siete de la noche. Además del tratamiento con la doctora Roullin, participaría en sesiones de terapia de grupo, que él dirigía. A menos que hubiera alguna objeción de su parte, la hipnosis podría ser empleada en el tratamiento, bajo su control. Y que —hizo una pausa para que supiéramos que venía una aclaración importante si la paciente, en cualquier instancia del tratamiento, se sentía «decepcionada», podría interrumpirlo de inmediato.
—No nos ha ocurrido jamás —añadió, haciendo chasquear la lengua—. Pero la posibilidad está ahí, por si alguna vez sucede.
Dijo que, luego de charlar con el profesor Bourrichon, ambos habían coincidido en que la paciente debería permanecer en la clínica, en principio, un mínimo de cuatro semanas. Luego, se vería si era aconsejable prolongar su permanencia o podía continuar su recuperación en casa.
Respondió a todas las preguntas de Elena y mías —la niña mala no abrió la boca, se limitaba a escuchar como si la cosa no fuese con ella— sobre el funcionamiento de la clínica, sus colaboradores y, luego de una broma sobre Lacan y sus fantasiosas combinaciones de estructuralismo y Freud que, apuntó sonriendo para tranquilizarnos, «no ofrecemos en nuestro menú», hizo que una enfermera llevara a la niña mala al despacho de la doctora Roullin. La estaba esperando, para conversar con ella y mostrarle el establecimiento.
Cuando nos quedamos solos con el doctor Zilacxy, Elena abordó con precaución el delicado asunto de cuánto costaría el mes de tratamiento. Y se apresuró a precisar que «la señora» no tenía ningún seguro ni un patrimonio personal y que asumiría el costo de la cura el amigo que estaba aquí presente.
—Cien mil francos, aproximadamente, sin contar los medicamentos que, bueno, difícil saberlo de antemano, deberían significar un veinte o treinta por ciento más, en el peor de los casos —hizo una pequeña pausa y tosió antes de añadir—: Se trata de un pre cio especial, dado que la señora viene recomendada por el profesor Bourrichon.
Miró su reloj, se puso de pie y nos indicó que, si nos decidíamos, pasáramos por la administración a rellenar los formularios.
Tres cuartos de hora después apareció la niña mala. Estaba contenta de su conversación con la doctora Roullin, que le había parecido muy juiciosa y amable, y con la visita a la clínica. El cuartito que ocuparía era pequeño, cómodo, muy bonito, con vistas sobre el parque, y todas las instalaciones, el comedor, el salón de gimnasia, la piscina temperada, el pequeño auditorio donde se impartían las charlas y se pasaban documentales y películas, eran modernísimos. Sin discutirlo más, fuimos a la administración. Firmé un documento por el cual me comprometía a asumir todos los gastos y entregué un cheque de diez mil francos como depósito. La niña mala alcanzó un pasaporte francés a la administradora y ésta, una mujer muy delgadita, con moño y una mirada inquisidora, le pidió más bien su carné de identidad. Elena y yo nos mirábamos inquietos, esperando una catástrofe.
—No lo tengo todavía —dijo la niña mala, con absoluta naturalidad—. He vivido muchos años en el extranjero y acabo de volver a Francia. Ya sé que debo sacarlo. Lo haré cuanto antes.
La administradora apuntó los datos del pasaporte en una libreta y se lo devolvió.
—Se interna mañana —nos despidió—. Llegue antes del mediodía, por favor.
Aprovechando el precioso día, algo frío pero dorado y con un cielo limpísimo, dimos una larga caminata por la floresta del Petit Clamart, sintiendo crujir bajo nuestros pies las hojas muertas del otoño. Almorzamos en un pequeño
bistrot
a la orilla del bosque, donde una chimenea chisporroteante calentaba el local y enrojecía las caras de los parroquianos. Elena tenía que ir a trabajar, de manera que nos dejó en las puertas de París, en la primera estación de metro que encontramos. En todo el viaje hasta la École Militaire, ella estuvo callada, con su mano en la mía. A ratos la sentía estremecerse. En la casita de Joseph Granier, apenas entramos, la niña mala me hizo sentar en el sillón de la sala y se dejó caer en mis rodillas. Tenía la nariz y las orejas heladas y temblaba de tal manera que no podía articular palabra. Le entrechocaban los dientes.
—La clínica te va a hacer bien —le dije yo, acariciándole el cuello, los hombros, calentándole con mi aliento las orejitas heladas—. Te van a cuidar, te van a engordar, te van a quitar estos ataques de miedo. Te van a poner bonita y podrás convertirte otra vez en el diablito que has sido siempre. Y, si la clínica no te gusta, te vienes aquí, al instante. En el momento que tú digas. No es una cárcel, sino un lugar de reposo.
Apretada a mí no respondía nada, pero tembló mucho rato antes de calmarse. Entonces, preparé una taza de té con limón para los dos. Conversamos, mientras ella iba alistando su maleta para la clínica. Le alcancé un sobre donde había puesto mil francos en billetes para que se llevara consigo.
—No es un regalo, sino un préstamo —le bromeé—. Me lo pagarás cuando seas rica. Te cobraré intereses altos.
—¿Cuánto te va a costar todo esto? —me preguntó, sin mirarme.
—Menos de lo que yo pensaba. Unos cien mil francos. ¿Qué me importan cien mil francos si puedo verte bonita de nuevo? Lo hago por puro interés, chilenita.
No dijo nada un buen rato y siguió haciendo su maleta, enfurruñada.
—¿Tan fea me he puesto? —dijo, de pronto.
—Horrible —le dije yo—. Perdóname, pero te has convertido en un verdadero espanto de mujer.
—Mentira —me dijo, lanzándome de media vuelta una sandalia que se estrelló contra mi pecho—. No debo estar tan fea cuando ayer, en la cama, tuviste el pajarito parado toda la noche. Estuviste aguantándote las ganas de hacerme el amor, santurrón.