Travesuras de la niña mala (26 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
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—No hay ningún problema. Claro que sí.

Conversamos cerca de una hora todavía, hasta que oscureció del todo y se encendieron las vitrinas de las tiendas, las ventanas de los edificios de Saint Germain y los faroles rojos y amarillos de los autos formaron un río de luces que fluía despacio por el boulevard, frente a la terraza de La Rhumerie. Entonces, me acordé. ¿Quién le había contestado el teléfono de mi casa la vez anterior que me llamó? ¿Lo recordaba?

Me miró intrigada, sin entender. Pero, luego, asintió:

—Sí, una mujercita. Pensé que tenías una amante, pero después me di cuenta que era más bien una sirvienta. ¿Una filipina?

—Un niño. ¿Habló contigo? ¿Estás segura?

—Me dijo que estabas de viaje, creo. Nada, dos palabras. Le dejé un mensaje, ya veo que te lo dio. ¿A qué viene eso, ahora?

—¿Habló contigo? ¿Estás segura?

—Dos palabras —repitió ella, asintiendo—. ¿De dónde salió ese niño? ¿Lo has adoptado?

—Se llama Yilal. Tiene nueve o diez años. Es vietnamita, hijo de dos vecinos, amigos míos. ¿Estás segura de que habló contigo? Porque, ese niño es mudo. Ni sus padres ni yo le hemos oído nunca la voz.

Se desconcertó y por un buen momento, entrecerrando los ojos, consultó su memoria. Hizo varios gestos afirmativos con la cabeza. Sí, sí, lo recordaba clarísimo. Habían hablado en francés. Su voz era tan delgadita que a ella le pareció femenina. Medio chillona, medio exótica. Cambiaron muy pocas palabras. Que yo no estaba, que estaba de viaje. Y cuando ella le pidió que me dijera que había llamado «la niña mala» —se lo dijo en español—, la vocecita la interrumpió: «¿Qué, qué?». Tuvo que deletrearle «niña mala». Se acordaba muy bien. El niño le había hablado, no tenía la menor duda.

—Entonces, hiciste un milagro. Gracias a ti, Yilal se ha puesto a hablar.

—Si tengo esos poderes, los voy a usar. Las brujas deben ganar un montón de plata en Francia, me figuro.

Cuando, un rato después, nos despedimos en la boca del metro Saint Germain y le pedí su teléfono y su dirección, no quiso dármelos. Ella me llamaría.

—No cambiarás nunca. Siempre misterios, siempre cuentos, siempre secretos.

—Me ha hecho bien verte y hablar contigo, por fin —me calló—. Ya no me volverás a colgar el teléfono, espero.

—Dependerá de cómo te portes.

Se alzó en puntas de pie y sentí que su boca se fruncía en un rápido beso en mi mejilla.

La vi desaparecer en la boca del metro. De espaldas, tan delgadita, sin tacos, no parecía haber envejecido tanto como de frente.

Aunque seguía lloviznando y hacía algo de frío, en vez de tomar el metro o un ómnibus, preferí caminar. Era mi único deporte ahora; mis idas al gimnasio duraron pocos meses. Los ejercicios me aburrían y más todavía el tipo de gente con la que me codeaba haciendo la cinta, las barras o los aerobics. En cambio, andar por esa ciudad llena de secretos y maravillas me entretenía, y en días de emociones fuertes como éste, una larga caminata, aunque fuera bajo el paraguas, la lluvia y el viento, me haría bien.

De las cosas que la niña mala me había contado, lo único absolutamente cierto, sin duda, era que Yilal había cambiado algunas frases con ella. El niño de los Gravoski, pues, podía hablar; acaso ya lo había hecho antes, con gente que no lo conocía, en el colegio, en la calle. Era un pequeño misterio que tarde o temprano revelaría a sus padres. Imaginé la alegría de Simon y Elena cuando escucharan esa vocecita delgada, un poco chillona, que me había descrito la niña mala. Remontaba el boulevard Saint Germain rumbo al Sena, cuando, poco antes de la librería Julliard, descubrí una pequeña tienda de soldaditos de plomo que me recordó a Salomón Toledano y sus desgraciados amores japoneses. Entré y le compré a Yilal una cajita con seis jinetes de la guardia imperial rusa.

¿Qué más habría de cierto en la historia de la niña mala? Probable mente, que Fukuda la había largado de mala manera y que estuvo —acaso lo estaba todavía— enferma. Saltaba a la vista, bastaba ver esos huesos salientes, su palidez, sus ojeras. ¿Y la historia de Lagos? Tal vez fuera verdad que tuvo problemas con la policía. Era un riesgo que corría en los negocios sucios en que la había enredado su amante japonés. ¿No me lo dijo ella misma en Tokio, entusiasmada? La ingenua creía que esas aventuras de contrabandista y traficante, jugarse la libertad en los viajes africanos, condimentaban la vida, la hacían más suculenta y divertida. Me acordaba de sus palabras: «Haciendo estas cosas, vivo más». Bueno, quien juega con fuego tarde o temprano termina por chamuscarse. Si de veras había estado presa, era posible que la policía la violara. Nigeria tenía fama de ser el paraíso de la corrupción, una satrapía militar, su policía debía de ser putrefacta. Violada por sabe Dios cuántos, brutalizada horas de horas en un cubil inmundo, contagiada de una enfermedad venérea y de ladillas y, luego, curada por matasanos que usaban sondas sin desinfectar. Me asaltó una sensación de vergüenza y de cólera. Si le había pasado todo aquello, incluso sólo algo de aquello, y estuvo al borde de la muerte, mi reacción tan fría, de incrédulo, había sido mezquina, la de un resentido que sólo quería desfogar su orgullo herido por aquel mal rato de Tokio. Hubiera debido decirle algo cariñoso, simular que la creía. Porque, aun cuando lo de la violación y la cárcel fueran mentiras, era cierto que andaba hecha una ruina física. Y, sin duda, medio muerta de hambre. Te habías portado mal, Ricardito. Muy mal si era verdad que recurría a mí porque se sentía sola e insegura y yo era la única persona en el mundo en quien confiaba. Esto último debía ser exacto. Ella nunca me había amado, pero me tenía confianza, el cariño que despierta un criado leal. Entre sus amantes y compinches de ocasión, yo era el más desinteresado, el más devoto. El abnegado, el dócil, el huevón. Por eso te eligió para que cremaras su cadáver. ¿Y echaras sus cenizas al Sena o las guardaras en una pequeña urna de porcelana de Sévres, en tu velador?

Llegué a la rue Joseph Granier mojado de pies a cabeza y muerto de frío. Me di una ducha caliente, me puse ropa seca y me preparé un sándwich de queso y jamón que acompañé con un yogur de frutas. Con mi cajita de soldaditos de plomo bajo el brazo, fui a tocar la puerta a los Gravoski. Yilal estaba ya acostado y ellos terminaban de cenar unos espaguetis con albahaca. Me ofrecieron un plato pero sólo les acepté una taza de café. Mientras Simon examinaba los soldaditos de plomo y bromeaba que con esos regalos yo quería hacer de Yilal un militarista, Elena advirtió en mi cautela algo raro.

—A ti te ha pasado algo, Ricardo —me dijo, escrutándome los ojos—. ¿La niña mala te llamó? Simon alzó la cabeza de los soldaditos y me clavó la vista.

—Acabo de pasar con ella una hora, en un
bistrot
. Está viviendo en París. Es una ruina humana y pasa apuros, anda vestida como pordiosera. Dice que el japonés la largó, después de que la policía de Lagos la detuvo, en uno de esos viajes que hacía por África, ayudándolo en sus tráficos. Y que la violaron. Que le contagiaron ladillas y un chancro. Y que, después, en un hospital de mala muerte, casi la rematan. Puede ser cierto. Puede ser falso. No lo sé. Dice que Fukuda la largó temiendo que la Interpol la tuviera fichada y que los negros le hubieran contagiado el sida. ¿Verdad o invención? No tendré nunca maneras de saberlo.

—La saga se pone cada día más interesante —exclamó Simon, estupefacto—. Sea o no cierto, es una historia formidable.

Él y Elena se miraron y me miraron y yo sabía muy bien en qué pensaban. Asentí:

—Se acuerda muy bien de la llamada que hizo a mi casa. Le contestó, en francés, una vocecita delgada, chillona, que le pareció la de una asiática. Le hizo repetir varias veces «niña mala», en español. Eso no se lo puede haber inventado.

Vi que Elena se demudaba. Pestañeaba, muy rápido.

—Yo siempre creí que era cierto —murmuró Simon. Tenía la voz alterada y había enrojecido, como si se ahogara de calor. Se rascaba la barba pelirroja con insistencia—. Le di todas las vueltas del mundo y llegué a la conclusión de que tenía que ser cierto. Cómo se iba a inventar Yilal lo de «niña mala». Qué felicidad nos das con esta noticia,
mon vieux
.

Elena asentía, cogida de mi brazo.

Sonreía y hacía pucheros, a la vez.

—Yo también supe siempre que Yilal había hablado con ella —dijo, deletreando cada palabra—. Pero, por favor, no hay que hacer nada. Ni decirle nada al niño. Todo vendrá solo. Si tratamos de forzarlo, puede haber un retroceso. Debe hacerlo él, romper esa barrera por su propio esfuerzo. Lo hará, en el momento debido, lo hará muy pronto, verán.

—Éste es el momento de sacar el cognac —me guiñó un ojo Simon—. Ya ves,
mon vieux
, tomé mis precauciones. Ahora estamos preparados para las sorpresas que nos das, de tanto en tanto. ¡Un excelente
Napoléon
, verás!

Tomamos esa copa de cognac, sin hablar casi, sumidos en nuestras propias reflexiones. El licor me hizo bien, pues la caminata bajo la lluvia me había enfriado. Al despedirme, Elena salió conmigo hasta el rellano:

—No sé, se me acaba de ocurrir —dijo—. Tal vez tu amiga necesite un examen médico. Pregúntale. Si ella quiere, yo lo puedo arreglar en el Hospital Cochin, con los
copains
. Sin que le cueste nada, quiero decir. Me imagino que no tiene seguro, ni nada que se le parezca.

Se lo agradecí. Se lo consultaría, la próxima vez que habláramos.

—Si es verdad, debió ser terrible para la pobre —murmuró—. Una cosa así deja cicatrices atroces en la memoria.

Al día siguiente, regresé rápido de la Unesco, para alcanzar a Yilal. Veía en la televisión un programa de dibujos animados y tenía a su lado los seis jinetes de la guardia imperial rusa, formados en línea. Me mostró su pizarra: «Gracias por el lindo regalo, tío Ricardo». Me estiró la mano, sonriendo. Me puse a leer
Le Monde
mientras él, con la atención hipnótica de costumbre, se enfrascaba en su programa. Después, en vez de leerle algo, le hablé de Salomón Toledano. Le conté de su colección de soldaditos de plomo, que yo había visto invadiendo todos los vericuetos de su casa, y de su increíble facilidad para aprender idiomas. Era el mejor intérprete que había habido en el mundo. Cuando, en su pizarra, me preguntó si podía llevarlo a casa de Salomón a ver sus batallas napoleónicas y le expliqué que había fallecido muy lejos de París, en Japón, Yilal se entristeció. Le mostré el húsar que guardaba en mi velador y que me había regalado el día que partió a Tokio. Al poco rato, Elena vino a llevárselo.

Para no pensar mucho en la niña mala me fui a un cine, en el Barrio Latino. En la sala oscura y cálida, llena de estudiantes, de un cinema de la rue Champollion, mientras seguía distraído las aventuras de un western clásico de John Ford,
La diligencia
, en mi cabeza aparecía y reaparecía la imagen deteriorada, desastrada, de la chilenita. Ese día y todo el resto de la semana, su figura estuvo siempre en mi memoria, igual que la pregunta para la que no hallaba nunca respuesta: ¿Me había dicho la verdad? ¿Era cierto lo de Lagos, lo de Fukuda? Me atormentaba el convencimiento de que nunca lo sabría con certeza total.

Me llamó a los ocho días, a mi casa, también muy de mañana. Después de preguntarle cómo estaba —«Bien, ahora ya bien, como te dije»—, le propuse que comiéramos juntos, esa misma noche. Aceptó y quedamos en encontrarnos en el viejo Le Procope, de la rue de L'Ancienne Comédie, a las ocho. Llegué antes que ella y la esperé en una mesita junto a la ventana que daba al pasaje de Rohan. Llegó casi enseguida. Mejor vestida que la última vez, pero también pobremente: bajo el feo sacón asexuado llevaba un vestido azul oscuro, sin escote ni mangas, y calzaba unos zapatos de medio taco, llenos de resquebrajaduras, recién lustrados. Me resultaba extrañísimo verla sin anillos, ni reloj, ni pulseras, ni pendientes, ni maquillaje. Al menos, se había limado las uñas. ¿Cómo había podido enflaquecer tanto? Parecía que podía trizarse, con un simple resbalón.

Pidió un consomé y un pescado a la plancha y apenas probó un sorbo de vino durante la comida. Masticaba muy despacio, con desgana, y le costaba tragar. ¿Era cierto que se sentía bien?

—Se me ha reducido el estómago y casi no tolero la comida —me explicó—. Con dos o tres bocados, me siento llena. Pero este pescado está muy rico.

Acabé tomándome yo solo toda la jarra de Côtes du Rhône. Cuando el mozo trajo el café para mí y la infusión de verbena para ella, le dije, cogiéndole la mano:

—Por lo que más quieras, te suplico, júrame que es verdad todo lo que me contaste el otro día en La Rhumerie.

—Nunca más me vas a creer nada de lo que te diga, ya lo sé —tenía un aire fatigado, de hastío, y no parecía importarle lo más mínimo que la creyera o no—. No hablemos más de eso. Te lo conté para que me permitieras verte, de cuando en cuando. Porque, aunque tampoco me lo creas, hablar contigo me hace bien.

Tuve ganas de besarle la mano, pero me contuve. Le transmití la propuesta de Elena. Se me quedó mirando, desconcertada.

—Pero ¿ella sabe de mí, de nosotros?

Asentí. Elena y Simon sabían todo. En un arranque, les había contado toda «nuestra» historia. Eran muy buenos amigos, no tenía nada que temer de ellos. No la denunciarían a la policía como traficante de afrodisiacos.

—No sé por qué les hice esas confidencias. Tal vez porque, como todo el mundo, necesito de vez en cuando compartir con alguien las cosas que me angustian o me hacen feliz. ¿Aceptas la propuesta de Elena? No parecía muy animada. Me miraba inquieta, como temiendo que fuera una celada. Aquella luz, color miel oscura, había desaparecido de sus ojos. También la picardía, la burla.

—Déjame pensarlo —me dijo, al fin—. Veremos cómo me siento. Ahora, ya estoy bien. Lo único que necesito es tranquilidad, descanso.

—No es verdad que estés bien —insistí—. Eres un fantasma. En la flacura en que estás, una simple gripe te puede llevar a la tumba. Y no tengo ganas de cargar con ese trabajito siniestro de incinerarte, etcétera. ¿No quieres ponerte bonita otra vez?

Se echó a reír.

—Ah, o sea que ahora te parezco fea. Gracias por la franqueza —me apretó la mano que yo le tenía siempre cogida y, un segundo, se animaron sus ojos—. Pero sigues enamorado de mí, ¿no es cierto, Ricardito?

—No, ya no. Tampoco volveré a enamorarme nunca de ti. Pero no quiero que te mueras.

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