Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Detrás del mostrador, la negra con ruleros seguía los compases dislocados de Los Shapis moviendo la cabeza a uno y otro lado. Arquímedes bebió un largo trago y quedó un bozal de espuma alrededor de sus labios hundidos.
—Desde que era de este tamaño, Otilita se avergonzaba de nosotros —dijo, enfureciéndose otra vez—. Ella quería ser como los blancos y los ricos. Era una chiquilla resabida, llena de mañas. Bastante despierta, pero de armas tomar. No cualquiera se manda mudar al extranjero sin tener un cobre, como hizo ella. Una vez ganó un concurso, en Radio América. Imitando a los mexicanos, a los chilenos, a los argentinos. Y tenía apenas nueve o diez años, creo. Como premio, le regalaron unos patines. Se conquistó a la familia esa donde su madre trabajaba de cocinera. Los señores Arenas. Se los ganó, le digo. La trataban como a una niñita de la casa. La dejaban ser amiga de su hija. La maleducaron, pues. Desde entonces, se avergonzaba más de ser hija de su madre y de su padre. O sea, desde chiquillita se veía lo descastada que sería de grande.
De pronto, a estas alturas de la conversación, empecé a sentirme hastiado. ¿Qué hacía aquí, metiendo la nariz en esas intimidades sórdidas? ¿Qué más querías saber, Ricardito? ¿Para qué? Empecé a buscar un pretexto para despedirme, porque, de repente, el Chim Pum Callao se volvió una jaula. Arquímedes seguía hablando de su familia. Todo lo que contaba me deprimía y entristecía más. Por lo visto, tenía un montón de hijos, con tres mujeres diferentes, «todos reconocidos». Otilita era la hija primogénita de su primera mujer, ya fallecida. «Dar de comer a doce bocas, mata», repetía, con expresión resignada. «A mí, me ha ido moliendo. No sé cómo tengo fuerzas todavía para seguir ganándome el pan, caballero.» En efecto, se lo veía gastado y frágil. Sólo sus ojos, vivos y dispuestos, mostraban voluntad de continuar; el resto de su cuerpo parecía vencido y acobardado.
Debían de haber pasado lo menos dos horas desde que entramos al Chim Pum Callao. Todas las mesas, salvo la nuestra, se habían quedado vacías. La patrona apagó la radio, insinuando que era hora de cerrar. Pedí la cuenta, pagué, y, al salir a la calle, le rogué a Arquímedes que me aceptara como regalo un billete de cien dólares.
—Si alguna vez se vuelve usted a topar allá en París con Otilita, dígale que se acuerde de su padre y que no sea tan mala hija, que en la otra vida la pueden castigar —me dio la mano el viejo.
Se quedó mirando el billete de cien dólares como si fuera un objeto caído del cielo. Creí que iba a llorar de la emoción. Balbuceó: «¡Cien dólares! Dios se lo pagará, caballero». Yo pensé: «¿Y si le dijera: Es usted mi suegro, Arquímedes, figúrese?».
Cuando, en la misma plaza José Gálvez, después de un rato apareció un taxi destartalado al que paré por señas, una nube de chiquillos desarrapados me rodeaba, con las manos estiradas, pidiendo limosna. Le indiqué al chofer que me llevara a la calle Esperanza, en Miraflores.
En el largo trayecto, en la carcocha humeante y traqueteante, lamenté haber provocado aquella conversación con Arquímedes. Me sentía apenado hasta los huesos pensando en lo que debía de haber sido la niñez de Otilita en una de esas barriadas del Callao. Sabiendo que me era imposible acercarme a una realidad tan remota de la miraflorina que me había tocado la suerte de vivir, la imaginaba de pequeñita, en la promiscuidad y la mugre de esas casuchas contrahechas de las orillas del Rímac —al pasar junto a ellas, el taxi se llenó de moscas donde las viviendas se confundían con las pirámides de basuras acumuladas allí quién sabe desde cuándo, y la escasez, la precariedad, la inseguridad de cada día, hasta que, regalo providencial, había conseguido la madre aquel trabajo de cocinera, en una familia de clase media, en un barrio residencial, adonde había conseguido arrastrar a su hija mayor. Imaginaba las mañas, mimos, gracias, de que Otilita, la niña dotada de un instinto excepcionalmente desarrollado para la supervivencia y la adaptación, se fue valiendo hasta conquistar a los dueños de casa. Primero, se reirían de ella; luego, les caería en gracia lo vivaracha que era la hijita de la cocinera. Le regalarían los zapatitos, los vestiditos, que iban quedando chicos a la verdadera niña de la casa, a Lucy, la otra chilenita. De este modo, la hijita de Arquímedes habría ido trepando, consiguiendo un lugarcito en la familia Arenas. Hasta que, al fin, alcanzaría el derecho de poder jugar, salir, de igual a igual, como una amiga, como una hermana, con la niña de la casa, aunque ésta fuera a un colegio privado y ella a una escuelita fiscal. Ahora sí estaba claro, después de treinta años, por qué la chilenita Lily de mi infancia no quería tener enamorado ni invitaba a nadie a su casa de la calle Esperanza. Y, sobre todo, estaba clarísimo por qué había decidido montar aquel teatro, desperuanizarse, transubstanciarse en una chilenita para ser admitida en Miraflores. Me sentía enternecido hasta las lágrimas. Estaba loco de impaciencia por tener a mi mujer en mis brazos, quería acariciarla, mimarla, pedirle perdón por la infancia que tuvo, hacerle cosquillas, contarle chistes, hacer el payaso para escucharla reír, prometerle que nunca volvería a sufrir.
La calle Esperanza no había cambiado tanto. La recorrí dos veces, de la avenida Larco hasta el Zanjón, ida y vuelta. La librería Minerva seguía en la esquina frente al Parque Central, aunque ya no estaba en ella, detrás del mostrador, atendiendo a los clientes, aquella señora italiana de cabellos blancos, siempre tan seria, la viuda de José Carlos Mariátegui. No existía ya el Gambrinus, el restaurante alemán, ni la tienda de cintas y botones donde alguna vez acompañé a hacer compras a la tía Alberta. Pero el edificio de tres pisos donde vivían las chilenitas seguía allí. Angosto, apretado entre una casa y otro edificio, descolorido, con sus balconcitos de pasamanos de madera, se lo veía pobretón y anticuado. En ese departamento de cuartos oscuros y estrechos, en aquel huequito junto a la cocina que sería el cuarto de la servidumbre y donde su madre le tendería cada noche un colchón en el suelo, Otilita habría sido infinitamente menos desdichada que en la casa de Arquímedes. Y, acaso, aquí mismo, cuando era todavía una mocosita impúber, tomó ya la temeraria decisión de salir adelante, haciendo lo que fuera, de dejar de ser Otilita la hija de la cocinera y el constructor de rompeolas, de huir para siempre de esa trampa, cárcel y maldición que era para ella el Perú, y partir lejos, y ser rica —sobre todo eso: rica, riquísima—, aunque para ello tuviera que hacer las peores travesuras, correr los riesgos más temibles, cualquier cosa, hasta convertirse en una mujercita fría, desamorada, calculadora, cruel. Sólo lo había conseguido por cortos períodos y lo había pagado carísimo, dejando pedazos de su piel y de su alma en el camino. Cuando la recordé, en el peor período de sus crisis, sentada en el excusado, temblando de miedo, prendida de mi mano, tuve que hacer un gran esfuerzo para no llorar. Claro que tenías razón, niña mala, de no querer volver al Perú, de odiar al país que te recordaba todo lo que habías aceptado, padecido y hecho para escapar de él. Hiciste muy bien en no acompañarme en este viaje, amor mío.
Di un largo paseo por las calles de Miraflores siguiendo los itinerarios de mi juventud: el Parque Central, la avenida Larco, el Parque Salazar, los malecones. Tenía el pecho estrujado por la urgencia de verla, de oír su voz. Por supuesto, nunca le diría que había conocido a su progenitor. Por supuesto, jamás le confesaría que sabía su verdadero nombre. Otilia, Otilita, qué risa, no le iba para nada. Por supuesto, me olvidaría de Arquímedes y de todo lo que le había escuchado esta mañana.
Cuando llegué a su casa, el tío Ataúlfo estaba ya acostado. La viejita Anastasia me había dejado la comida servida en la mesa, bajo una cubierta para que se conservara caliente. Comí sólo un bocado y, apenas me levanté de la mesa, fui a encerrarme en la salita. Me molestaba hacer una llamada internacional, porque sabía que el tío Ataúlfo no me dejaría pagársela, pero tenía tanta necesidad de hablar con la niña mala, de oír su voz, de decirle que la extrañaba, que me decidí. Sentado en el sillón de la esquina en el que el tío Ataúlfo leía sus periódicos, donde estaba la mesita del teléfono, con la habitación a oscuras, la llamé. El teléfono repiqueteó varias veces sin que nadie lo levantara. ¡La diferencia de horas, claro! En París eran las cuatro de la madrugada. Pero, precisamente, era imposible que la chilenita —Otilia, Otilita, qué risa— no oyera el teléfono. Si estaba en el velador, junto a su oreja. Y ella tenía el sueño muy ligero. La única explicación era que hubiera salido en uno de esos viajes de trabajo a los que la enviaba Martine. Subí a mi cuarto arrastrando los pies, frustrado y tristón. Por supuesto, no pude pegar los ojos porque cada vez que sentía llegar el sueño, me despertaba, sobresaltado y lúcido, viendo dibujarse en las sombras el rostro de Arquímedes, mirándome burlón y repitiendo el nombre de su hija mayor: Otilita, Otilia. ¿Sería posible que? No, una idea estúpida, un ataque de celos ridículos en un cincuentón. ¿Otro jueguecito, para tenerte intranquilo, Ricardito? Imposible, cómo hubiera podido sospechar ella que la ibas a llamar por teléfono hoy, a estas horas de la noche. La explicación lógica era que no estaba en casa porque había salido en viaje de trabajo, a Biarritz, a Niza, a Cannes, a cualquiera de esas ciudades balneario donde se celebraban convenciones, conferencias, encuentros, bodas y demás pretextos que buscaban los franceses para beber y comer como heliogábalos.
La seguí llamando los tres días siguientes y nunca contestó el teléfono. Consumido por los celos, ya no vi nada, ni a nadie, y sólo conté los días eternos que faltaban para tomar el avión de vuelta a Europa. El tío Ataúlfo advirtió mi nerviosismo, a pesar de que yo exageraba los esfuerzos por parecer normal, y acaso justamente por eso. Se limitó a preguntarme dos o tres veces si no me sentía bien, porque apenas probaba bocado y porque no acepté una invitación a salir a comer y a una peña criolla a escuchar a mi cantante preferida, Cecilia Barraza, que me hizo el amable Alberto Lamiel.
Al cuarto día partí de regreso a París. El tío Ataúlfo escribió a la niña mala de su puño y letra una carta pidiéndole perdón por haberle robado a su marido estas dos semanitas, pero, añadía, esta visita del sobrino había sido milagrosa, lo había ayudado a sortear un mal trance y asegurado una larga longevidad. No dormí, no comí, las casi dieciocho horas que tomó el vuelo, por una larguísima escala del avión de Air France en Pointe-à-Pitre, para reparar una avería. ¿Qué me esperaría esta vez, al abrir la puerta de mi departamento de la École Militaire? ¿Otra cartita de la niña mala, diciéndome, con la frialdad de antaño, que había decidido partir porque ya estaba harta de esa aburrida vida de ama de casa pequeñoburguesa, cansada de preparar desayunos y tender camas? ¿Podía seguir con esas gracias, a su edad?
No. Cuando abrí la puerta del departamento de Joseph Granier —la mano me temblaba y no conseguía encajar la llave en la cerradura—, ahí estaba ella, esperándome. Me abrió los brazos con una gran sonrisa:
—¡Por fin! Ya me estaba cansando de andar solita y abandonada.
Se había vestido como para una fiesta, con un vestido muy escotado y los hombros al aire. Cuando le pregunté a qué se debían esas elegancias, me dijo, mordisqueándome los labios:
—A ti, tonto, a quién se van a deber. Te he estado esperando desde la mañanita, llamando a Air France todo el tiempo. Me dijeron que el avión se había quedado varias horas en la Guadalupe. A ver, déjame ver cómo te han tratado en Lima. Vienes con más canas, me parece. De tanto extrañarme, supongo.
Parecía contenta de verme y yo me sentía aliviado y avergonzado. Me preguntó si quería tomar, comer algo, y, como me vio bostezando, me empujó hacia el dormitorio: «Anda, anda, échate a dormir un rato, yo me ocupo de tu maleta». Me quité los zapatos, el pantalón y la camisa y, simulando dormir, la espié con los ojos entrecerrados. Desempacaba despacio, concentrada en lo que hacía, con mucho orden. Iba separando la ropa sucia y la metía en una bolsa que luego llevaría a la lavandería. La limpia, la acomodaba cuidadosamente en el clóset. Las medias, los pañuelos, el terno, la corbata. De tanto en tanto echaba una mirada a la cama y me parecía que su expresión se tranquilizaba al verme allí. Tenía cuarenta y ocho años y nadie lo creería viendo su silueta de modelo. Estaba muy bonita con ese vestido verde claro, que dejaba sus hombros y parte de su espalda desnuda, y maquillada con tanto esmero. Se movía despacio, con gracia. En una de ésas la vi acercarse —yo cerré los ojos del todo y entreabrí la boca, simulando dormir— y sentí que me cubría con la colcha. ¿Podía ser una farsa todo aquello? Jamás de los jamases. Pero, por qué no, con ella la vida podía volverse en cualquier momento teatro, ficción. ¿Le preguntaría por qué no me había contestado el teléfono estos últimos días? ¿Trataría de averiguar si había estado en viaje de trabajo? ¿O, mejor, te olvidabas de ese asunto y te sumergías en esta tierna mentira de la felicidad doméstica? Sentía un cansancio infinito. Más tarde, cuando estaba empezando a pescar el sueño de verdad, la sentí que se echaba a mi lado. «Qué tonta, te he despertado.» Estaba vuelta hacia mí, y con una de sus manos me revolvía los cabellos. «Estás llenándote de canas, viejito», se rió. Se había quitado el vestido y los zapatos y la enagua que llevaba era de un tono mate claro, parecido al de su piel.
—Te he extrañado —me dijo, de pronto, poniéndose muy seria. Me clavaba sus ojos color miel de una manera que, de golpe, me recordó la mirada fija del constructor de rompeolas—. En las noches, no podía dormir, pensando en ti. Casi todas las noches me he masturbado, imaginando que me hacías venirme con tu boca. Una noche lloré, pensando que te podía pasar algo, una enfermedad, un accidente. Que me llamarías para decirme que habías decidido quedarte en Lima con una peruanita y que no te vería más.
Nuestros cuerpos no se tocaban. Ella tenía siempre su mano sobre mi cabeza, pero, ahora, pasaba las yemas de sus dedos sobre mis cejas, mi boca, como para verificar que estaban de verdad allí. Sus ojos seguían muy serios. Había en el fondo de sus pupilas un brillo acuoso, como si estuviera conteniéndose las ganas de llorar.
—Una vez, hace un montón de años, en este mismo cuarto me preguntaste qué era para mí la felicidad, ¿te acuerdas, niño bueno? Y yo te dije que era el dinero, encontrar un hombre poderoso y muy rico. Me equivocaba. Ahora sé que tú eres para mí la felicidad.