Tras el incierto Horizonte (36 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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Bueno, ¿y por qué no? Curiosamente no tenía más sueño del que demostraba Essie. De hecho, me encontraba alerta y relajado a un tiempo, y nunca había estado tan despejado.

—Albert —pregunté— ¿hay algún progreso en relación a la lectura de los libros Heechees?

—No mucha —se disculpó—, Robin. Hay unos cuantos volúmenes más de matemáticas como el que viste, pero nada nuevo en lo que se refiere a una lengua. ¿Algo más, Robin?

Me retorcí los dedos. El pensamiento errabundo que había estado dando vueltas en lo más recóndito de mi cabeza, salió a la superficie.

—Los Números Universales —dije—. Los números que aparecían en el libro. Son los mismos que los Difuntos llamaban «Números Universales».

—Seguro que sí, Robin —asintió—. Son las constantes adimensionales del universo; al menos, las de este universo. Sin embargo, ahí está el principio de Mach, que sugiere...

—¡Ahora no, Albert! ¿De dónde supones que los sacaron los Difuntos?

Se detuvo, frunciendo el entrecejo. Sacudiendo la pipa para sacar el tabaco, miró de reojo a Sigfrid y dijo:

—Supongo que de alguna interferencia con las inteligencias artificiales Heechees. Sin duda que ha habido flujo informativo en ambos sentidos.

—¡Exacto, eso mismo pensaba yo! ¿Qué mas supones que saben los Difuntos?

—Es difícil decirlo, la información está registrada de manera bastante defectuosa. Incluso en los momentos en que la comunicación fue mejor, resultaba más bien difícil obtener respuestas claras, y ahora la comunicación ha sido interrumpida por completo.

Me puse de pie.

—¿Y qué pasará si se restablece la comunicación? ¿Y si alguien va al Paraíso Heechee para hablar con ellos?

Albert tosió y tratando de no sonar demasiado paternalista, dijo:

—Robin, varios miembros de la expedición Herter-Hall, además del chico, Wan, han fracasado en el intento de obtener de ellos alguna respuesta coherente. Incluso nuestras computadoras han tenido un éxito más que reducido, aunque —añadió de manera bastante moderada— eso se debe en parte por tener que hacerlo a través de la computadora de la nave, Vera. Están mal equipados, Robín. Y los Difuntos, mal registrados, son obsesivos, incoherentes y a menudo, irracionales.

Detrás de mí, Essie estaba de pie con la bandeja y las tazas de café. Yo apenas si había oído la campanita de la cocina que anunciaba que ya estaba listo.

—Pregúntale a él —me recomendó.

Yo preferí no disimular que no la había entendido.

—¡Demonios! —dije—. Está bien, Sigfrid, así es como trabajas. ¿Cómo se consigue hablar con ellos?

Sigfrid sonrió y separó las manos.

—Es agradable volver a hablar contigo, Robin —dijo—. Me gustaría felicitarte por tu considerable progreso desde la última vez que...

—¡Contesta a mi pregunta!

—Desde luego, Robin. Queda una posibilidad. La memoria del prospector hembra, Henrietta, parece bastante completa, dejando de lado su única obsesión, es decir, la infidelidad de su marido. Creo que si se consiguiera elaborar un programa computerizado con lo que sabemos de su marido y la enfrentáramos con ello...

—¿Falsificarle un marido, como si fuera uno de los Difuntos?

—Más o menos, Robin —asintió—. Aunque no fuera una réplica exacta. Porque, en general, los Difuntos están tan mal registrados que cualquier respuesta inadecuada por parte nuestra pasaría desapercibida. Desde luego, el programa sería bastante...

—Ahórratelo, Sigfrid. ¿Podrías escribir un programa semejante?

—Sí, con la ayuda de tu esposa, sí.

—Y una vez lo tengamos, ¿cómo nos ponemos en contacto con Henrietta?

Miró abiertamente a Albert.

—Creo que mi colega puede ser de utilidad en este punto.

—Seguro que sí, Sigfrid —contestó alegremente Albert, frotándose un pie con la punta del otro—. Punto uno: escribir el programa dotado de alternativas. Dos: pasarlo por un procesador instantáneo PMAL-2 que posea una memoria de un gigabit y todas las unidades auxiliares. Tres.: montar el procesador en una Cinco y enviarla al Paraíso Heechee. Entonces, someter a Henrietta al interrogatorio. Le concedería una probabilidad de éxito del, digamos, cero con nueve.

—¿Y por qué tenemos que enviar allí toda la maquinaria?

—Por la cuestión de la velocidad, Robín —explicó pacientemente—. Al no tener una radio ultralumínica tenemos que mandar el procesador a su lugar de trabajo.

—Pero la computadora de los Herter-Hall sí tiene una radio MRL.

—Pero es demasiado torpe y demasiado lenta, Robín. Y no has escuchado lo peor. Toda esa maquinaria es enorme. Ella sólita podría llenar una Cinco. Lo que significa enviarla sola y desprotegida al Paraíso Heechee, y no sabemos quién saldrá a recibirla al muelle de aterrizaje.

Essie estaba de nuevo sentada a mi lado, con una deliciosa expresión de preocupación en el rostro y una taza de café en la mano. La tomé automáticamente y la vacié de un sorbo.

—Has dicho que podría llenar una Cinco. ¿Significa eso que un piloto podría caber también en la nave?

—Me temo que no. Sólo quedaría espacio para otros ciento cincuenta kilos.

—¡Pues yo sólo peso la mitad de eso!

Noté que Essie se ponía tensa detrás de mí. Estábamos llegando al meollo del asunto. Por primera vez en varias semanas me sentía despejado y totalmente seguro de mí mismo. La parálisis de la inactividad iba desapareciendo por instantes. Me daba perfecta cuenta de lo que estaba diciendo, y era completamente consciente de lo que significaba para Essie. Y aun así prefería seguir adelante.

—Eso es cierto. Robín —concedió—, ¿pero es que quieres llegar allí muerto? Necesitarás agua, aire, comida. Calculando por bajo, la cantidad mínima de provisiones que necesitarías para un viaje de ida y vuelta suman un total de trescientos kilos, y no hay.,.

—Corta el rollo, Albert —espeté—. Sabes tan bien como yo que estamos hablando de un viaje sólo de ida. Hablamos de ¿cuántos son?, sí, veintidós días. Eso fue lo que tardó en llegar Henrietta. No necesito más. Sólo serán veintidós días. Cuando haya llegado al Paraíso Heechee, lo demás dará igual.

Sigfrid me miraba muy interesado pero sin decir palabra. Albert parecía preocupado.

—De acuerdo, Robín —admitió—, eso es cierto. Pero el riesgo sigue siendo enorme, sin margen para el error.

Moví la cabeza resignado. Le llevaba demasiada delantera; iba incluso más allá de lo que él era capaz, de imaginar, seguía sin comprender lo que estaba insinuando.

—Has dicho que hay una Cinco en la Luna que aceptaría ese destino. ¿Hay allí algún procesador PMAL o como quiera que se llame?

—No, Robín —contestó, pero añadió con voz triste—: No obstante hay uno en Kourou, a punto de salir para Venus.

—Gracias, Albert —dije medio en broma, porque había tenido que tirarle de la lengua para que me lo dijera. Y me senté para considerar lo que había sido dicho hasta entonces.

No había sido yo el único en escuchar atentamente. A mi lado, Essie depositó su taza de café.

—Polimath —ordenó—, ponnos con el programa Morton, con acceso informativo por modo interactivo. Adelante, Robin. Lo que tengas que hacer, hazlo.

En la proyección se oyó abrir una puerta y entró Morton, quien saludó a Albert y a Sigfrid estrechándoles las manos mientras miraba hacia mí por encima del hombro. A medida que avanzaba para sentarse iba recibiendo información, y por la cara que puso adiviné que no le gustaba lo que averiguaba. Pero me daba igual. Le dije:

—¡Morton! Hay un procesador PMAL en el muelle de despegue de la Guayana. Cómpralo.

Él se volvió hacia mí y enfrentó mi mirada.

—Robin, no sé si te das cuenta de lo rápidamente que te estás quedando sin capital. Solamente este programa te cuesta unos mil dólares por minuto. Voy a tener que vender...

—¡Pues vende!

—No es sólo eso. Si lo que estás pensando es embarcarte con esa computadora rumbo al Paraíso Heechee, ¡olvídalo! ¡Ni lo sueñes! En primer lugar, el pleito de Bover te lo prohíbe. En segundo lugar, suponiendo que lograras hacerlo, podrías hacer que recayera sobre ti una demanda por daños y perjuicios que...

—No te he pedido tu opinión al respecto, Morton. Suponte que consigo que Bover retire su pleito. ¿Podrían impedirlo?

—¡Sí! Aunque —añadió conciliador—, hay una posibilidad de que no lo hicieran. Al menos, no a tiempo para impedírtelo.

No obstante, como tu asesor jurídico tengo que advertirte..

—No tienes nada que advertirme. Compra el procesador. Albert, Sigfrid, programadlo según hemos discutido. Y ahora desapareced los tres. Que venga Harriet. ¿Harriet? Consígueme un vuelo de Kourou a la Luna, en la misma nave en que viaja la computadora que va a comprarme Morton, tan deprisa como puedas. Y mientras tanto mira si puedes localizarme a Hanson Bover. Quiero hablar con él.

Cuando hubo asentido y desapareció de la imagen, me volví para mirar a Essie. Tenía los ojos húmedos, pero sonreía.

—¿Sabes una cosa? —le pregunté— Albert no me ha llamado ni una sola vez «Rob» o «Bobby».

Ella me pasó los brazos alrededor y me apretó fuerte.

—Tal vez considere que ya no hay que tratarte como a un niño —dijo—. Y yo tampoco soy una niña, Robín. ¿O acaso crees que sólo quería recuperarme porque tenía prisa por hacer el amor? No. Se trataba más bien de que no te sintieras coaccionado por una esposa a la que consideras poco atento abandonar. Y se trataba también de que yo estuviera lo bastante repuesta para enfrentarme a ello —añadió—, cuando quiera que sea que te vayas.

Aterrizamos en Cayena de noche cerrada y lloviendo a mares. Bover me esperaba medio adormilado en un butacón de la terminal del aeropuerto mientras yo liquidaba el papeleo en la aduana. Le agradecí reiteradas veces el que hubiera venido a esperarme, pero se mostró indiferente, y dijo:

—Sólo nos quedan dos horas. Vamos a por ello.

Harriet había fletado un transporte aéreo. Despegamos por encima de las palmeras en el momento en que el sol asomaba por encima del Atlántico. Cuando llegamos Kourou era ya de día, y el módulo lunar se erguía junto a su torre de soporte. Era pequeño si se lo comparaba a los gigantes que despegan de cabo Kennedy o de California, pero el Centro Espacial de la Guayana, al estar en el ecuador, efectúa lanzamientos seis veces más precisos, por lo que sus cohetes no necesitan ser tan grandes. La computadora estaba ya cargada y bien sujeta, por lo que Bover y yo subimos a bordo de inmediato. Un ruido terrible. Una sacudida. Con el desayuno —que no hubiera debído tomar en el avión— en la boca, me encontré de pronto de camino.

Llegar a la Luna lleva tres días. De los cuales pasé tanto tiempo como pude durmiendo, y el resto, hablando con Bover. Era el período de tiempo más prolongado que pasaba alejado de mis comodidades en, por lo menos, doce años, y aunque pensé que se me haría eterno, se me pasó volando. Me despertaron las sacudidas de la desaceleración, y vi el rostro cobrizo de la Luna. Ya estábamos allí.

Teniendo en cuenta lo lejos que había llegado a volar, no dejaba de ser curioso que pisara la Luna por vez primera. No sabía qué esperar de la ocasión. Me cogió absolutamente desprevenido: la acrobática y danzarina sensación de no pesar más que una pelota de goma y la voz de tenor aflautada que salió de mi garganta en la tenue atmósfera del veinte por ciento de helio. En la Luna no se respiraba la mezcla Heechee. Aquí las perforadoras Heechees podían trabajar con la mayor facilidad, y con toda la luz solar de que se disponía era sencillísimo mantenerlas trabajando con un mínimo esfuerzo. El único problema consistía en llenarlas de aire, por lo que añadían helio, mucho más barato y fácil de conseguir que el N2.

El huso Heechee en la Luna está cerca de la "base de lanzamientos, o para ser más exactos, la base de lanzamientos está donde está porque es allí donde los Heechees habían excavado más de un millón de años antes. Todo estaba bajo la superficie, incluidos los muelles de atraque, situados al abrigo de una hendidura. En cierta ocasión, un par de astronautas americanos habían pasado un fin de semana deambulando por allí, Shepard y Mitchell, sin darse cuenta en ningún momento. Ahora una comunidad de más de mil personas vivía en el túnel en forma de huso, y los nuevos túneles crecían en todas direcciones, mientras que la superficie lunar se había visto convertida en un amasijo de emisoras de microondas, reflectores y tuberías.

—Eh, tú —le dije al primer individuo de aspecto robusto que vi—, ¿cómo te llamas?

Se me acercó medio flotando de modo perezoso, mordiendo un cigarrillo apagado.

—¿Y a ti qué te importa?

—Están sacando cierto cargamento del interior del módulo. Lo quiero a bordo de la Cinco que está en el muelle de despegue ahora. Necesitarás a media docena de ayudantes, y probablemente un equipo de descarga, y el trabajo va a ser duro.

—Ya —dijo—, ¿y tiene la necesaria autorización?

—Te la mostraré cuando te pague —le dije—. Y la paga será de mil dólares por barba, con una gratificación especial de diez mil dólares para ti si lo hacéis en menos de tres horas.

—Hum. Veamos cuál es la carga.

Salía en aquel momento de la nave. La observó cuidadosamente, se rascó durante un ratito y se lo pensó otro poco. Y lo hizo todo acompañándose de unas cuantas palabras dichas de vez en cuando, por las que me pude enterar de que se llamaba A. T. Walthers, Jr., y de que había nacido en los túneles de Venus. Por el brazalete que llevaba en la muñeca constaté que había probado suerte en Pórtico, y por el hecho que desempeñaba tareas un tanto extrañas en la Luna, constaté que su suerte no había sido buena. Bueno, la mía tampoco lo había sido las dos primeras veces; y de sopetón, cambió. En qué sentido, era difícil saberlo.

—Puede hacerse, Broadhead —dijo por fin—, pero no disponemos de tres horas. El simpático de Herter volverá a la
carga
dentro de veinte minutos, de manera que habrá que descargarlo antes.

—Tanto mejor —le contesté—. Bien, ¿por dónde quedan las oficinas de la Corporación de Pórtico?

—Al final del huso. Cerrarán dentro de una media hora,

Tanto mejor, volví a pensar, pero me lo callé, arrastrando a Bover detrás de mí, medio bailé en la liviana atmósfera mientras desandábamos nuestro camino en dirección a la caverna en forma de huso donde estaban las oficinas de la zona, y encaminé nuestros pasos al despacho de la jefa de Embarques.

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