Traficantes de dinero (60 page)

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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

BOOK: Traficantes de dinero
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—¿Cómo puede quedarse sin dinero un banco?… ¡Tráigalo ahora!… Esto es una mierda… ¿dónde está el dinero?… ¡Nos quedaremos aquí hasta que el banco pague lo que debe!

Gatwick levantó los brazos.

—Otra vez les aseguro…

—No me interesan sus seguridades tramposas —la que hablaba era una mujer vestida con elegancia a quien Gatwick reconoció como una nueva residente. La mujer insistió—: Quiero mi dinero, ahora.

—Muy bien —hizo eco un hombre que estaba detrás—. Esto vale para todos.

Otros avanzaron, las voces se elevaron, las caras revelaban enojo y alarma. Alguien tiró un paquete de cigarrillos que golpeó a Gatwick en la cara. Súbitamente él comprendió que el grupo ordinario de ciudadanos, a muchos de los cuales conocía bien, se había convertido en una chusma hostil. Era el dinero, naturalmente; el dinero que hacía extrañas cosas a los seres humanos, volviéndolos ávidos, llenos de pánico, a veces subhumanos. También había temor genuino —la posibilidad, tal como la veían algunos, de perder todo lo que tenían, junto con su seguridad. La violencia, que unos momentos antes hubiera parecido increíble, amenazaba ahora. Por primera vez en muchos años, Gatwick sintió miedo físico.

—¡Por favor —suplicó—, escuchen, por favor! —Su voz se ahogó en el creciente tumulto.

Repentina, inesperadamente, cesó el clamor. Parecía que había cierta actividad en la calle y, los que estaban dentro, se esforzaron por ver. Después, en un gesto de bravura, las puertas exteriores del banco se abrieron de golpe y una procesión avanzó.

La encabezaba Edwina D'Orsey. La seguían Cliff Castleman y dos jóvenes cajeras, una de ellas la pequeña figura de Juanita Núñez. Detrás había una falange de guardias de seguridad, llevando sobre los hombros pesados sacos de lona, escoltados por sus respectivos guardias, con los revólveres desenfundados. Media docena más de personal, procedente de otras sucursales, formaba fila detrás de los guardias. Siguiendo a todos ellos —como Nuestro Señor de la Protección, atento y preocupado— venía Nolan Wainwright.

Edwina habló claramente sobre la multitud, en el casi silencioso banco.

—Buenos días, míster Gatwick. Lamento que hayamos tardado tanto, pero había mucho tráfico. Me han dicho que necesita usted veinte millones. Una tercera parte acaba de llegar. El resto está en camino.

Mientras Edwina hablaba, Cliff Castleman, Juanita, los guardias y otros atravesaban la zona cercada de la gerencia y pasaban detrás de los mostradores. Uno de los del personal recién llegado era un contador que inmediatamente se hizo cargo del dinero que llegaba. Pronto, una cantidad de suministros de crujientes billetes nuevos fueron contados y distribuidos entre los cajeros.

La multitud del banco rodeó a Edwina. Alguien preguntó:

—¿Es verdad? ¿Tienen ustedes bastante dinero como para pagarnos a todos?

—Claro que es verdad —Edwina miró las cabezas alrededor y habló para todos—. Soy Edwina D'Orsey, vicepresidente del First Mercantile American. Pese a los rumores que puedan haber oído, nuestro banco es sólido, solvente, y no tiene problemas que no podamos solucionar. Tenemos amplias reservas de caja como para pagar a cualquier depositante… en Tylersville o en cualquier parte.

La multitud del banco rodeó a Edwina. Alguien preguntó:

—Tal vez sea verdad. O tal vez lo dice usted con la esperanza de que la creamos. De todos modos, hoy retiro mi dinero.

—Es cosa suya —dijo Edwina.

Fergus W. Gatwick, que observaba, se sintió aliviado al no ser ya el centro de la atención. También sintió que el estado de ánimo de hacía unos momentos se había distendido, incluso había algunas sonrisas entre los que esperaban, a medida que mayores cantidades de dinero seguían apareciendo. Pero, aunque el estado de ánimo fuera menos cerrado, el propósito seguía en pie. Cuando se reanudó el proceso de pago, con rapidez, se hizo evidente que la «estampida» del banco no se había detenido.

Mientras continuaba la cosa, nuevamente, como legionarios de César, los guardias del banco y las escoltas, que habían vuelto a los camiones blindados, regresaron, con nuevos sacos de lona cargados de dinero.

Nadie que haya estado ese día en Tylersville olvidará jamás la inmensa cantidad de dinero desplegada a la vista del público. Ni siquiera los que trabajaban en el FMA habían visto jamás tanta cantidad reunida en un solo día. Siguiendo las instrucciones de Edwina y bajo el plan de Alex Vandervoort, la mayoría de los veinte millones de dólares traídos para luchar contra la «estampida» del banco, quedaron al descubierto, donde todos podían verlos. En la zona detrás del mostrador de los cajeros, todos los escritorios estaban libres; desde otras partes del banco se trajeron más escritorios y mesas. En todos ellos, grandes cantidades de billetes y monedas fueron amontonados, mientras el personal extra que había llegado, de alguna manera, llevaba la cuenta de los totales.

Tal como lo expresó más tarde Nolan Wainwright, toda la operación había sido «el sueño de un asaltante de banco, la pesadilla de un encargado de la Seguridad». Por suerte, si los ladrones se enteraron de lo que estaba pasando, se enteraron demasiado tarde.

Edwina, tranquilamente competente y usando cortesía hacia Fergus W. Gatwick, lo supervisaba todo.

Fue ella quien dio instrucciones a Cliff Castleman para que empezara a buscar negocios de préstamos.

Poco antes de mediodía, con el banco todavía repleto y una línea que se prolongaba afuera, Castleman sacó una silla y se puso de pie sobre ella.

—Señoras y señores —anunció—: permítanme presentarme. Soy funcionario de préstamos en la ciudad, lo que no significa mucho, aparte de que tengo autoridad para aprobar préstamos por sumas mayores de las que generalmente se negocian en este banco. De manera que, si alguno de ustedes ha pensado pedir un préstamo, y quieren una respuesta rápida, éste es el momento. Soy comprensivo y sé escuchar y procuro ayudar a la gente que tiene problemas. Míster Gatwick que está ocupado en este momento haciendo otras cosas, me ha permitido que use su escritorio, y allí estaré. Espero que vengan ustedes a hablar conmigo.

Un hombre con la pierna enyesada, exclamó:

—Iré en seguida, en cuanto me den mi dinero. Me parece que, si este banco quiebra, pediré un préstamo. Después no tendré que pagarlo.

—Nada va a quebrar aquí —dijo Cliff Castleman. Y preguntó—: ¿Qué le pasó en la pierna?

—Me caí en la oscuridad.

—Al oírle me doy cuenta de que sigue en la oscuridad. Este banco está más en forma que cualquiera de nosotros. Y le aseguro que, si pide dinero prestado, tendrá que pagarlo o se romperá la otra pierna.

Se oyeron algunas risas cuando Castleman bajó de la silla y, poco después, algunas personas se dirigieron al escritorio del gerente, para discutir préstamos. Pero los retiros de dinero continuaban. El pánico había cedido un poco, pero nada al parecer —ni una muestra de fuerza, seguridades o psicología aplicada— podía contener la «estampida» bancaria en Tylersville.

A principios de la tarde, para los abatidos funcionarios del FMA, sólo quedaba un interrogante: ¿cuánto tiempo tardaría en propagarse la epidemia?

Alex Vandervoort, que había hablado por teléfono varias veces con Edwina, salió personalmente para Tylersville a mitad de la tarde. Estaba todavía más alarmado que por la mañana, cuando había esperado que la «estampida» terminara rápidamente. La continuación significaba que, durante el fin de semana, el pánico iba a propagarse entre los depositantes, y seguramente otras sucursales del FMA serían invadidas el lunes.

En el día de hoy, aunque los retiros en otras sucursales habían sido fuertes, no había ocurrido nada parecido a la situación de Tylersville. Pero era evidente que la misma suerte no podía prolongarse.

Alex se hizo llevar a Tylersville en una
limousine
con un chófer, y Margot Bracken le acompañó. Margot había terminado esa mañana un asunto en los tribunales más rápidamente de lo que esperaba y fue a buscar a Alex al banco para almorzar. Después, a petición de él, ella se quedó, y compartió algunas de las tensiones que invadían en ese momento el piso treinta y seis de la Torre.

En el coche Alex se echó hacia atrás, saboreando el intervalo de descanso que sabía iba a ser breve.

—Ha sido un año duro para ti —dijo Margot.

—¿Se me nota?

Ella se inclinó y le pasó con suavidad un dedo por la frente.

—Tienes aquí más arrugas. Tienes más canas en las sienes.

Él hizo una mueca.

—También estoy más viejo.

—No tanto.

—Es el precio que se paga por vivir bajo presiones. Tú también lo pagas, Bracken.

—Sí, es verdad —asintió Margot—. Lo que importa, naturalmente, es qué presiones son importantes y si valen la parte de nosotros que les damos.

—Salvar un banco bien vale un poco de tensión personal —dijo Alex agudamente—. Si no salvamos el nuestro se hará daño a una cantidad de gente que no lo merece.

—Y a algunos que lo merecen…

—En una situación de apuro se trata de salvar a todo el mundo. La recompensa queda para después.

Habían recorrido diez de las veinte millas hasta Tylersville.

—Alex: ¿están realmente tan mal las cosas?

—Si no podemos parar la «estampida» de dinero el lunes —dijo él— tendremos que cerrar. Es posible que se forme un consorcio de otros bancos para echarnos fuera… por cierto precio… tras lo cual recogerán lo que quede y, con el tiempo, creo, todos los depositantes recibirán su dinero. Pero el FMA como entidad, habrá terminado.

—Lo más increíble de todo esto es que pueda ocurrir tan súbitamente. Eso señala —dijo Alex— lo que mucha gente, que debería entenderlo, no entiende. Los bancos y el sistema monetario, que incluye grandes deudas y grandes préstamos, son una maquinaria delicada. Si se juega torpemente con ella, si se deja que algún componente quede seriamente desequilibrado, debido a la avidez, a la política o a la simple estupidez, se pone en peligro todo lo demás. Y, una vez que el sistema está en peligro… o lo esté un solo banco… y corre la voz, como generalmente sucede, la disminución de la confianza pública hace el resto. Es lo que estamos viendo ahora.

—Por lo que dices —contestó Margot— y por cosas que he oído, la avidez es la causa de lo que le está pasando a tu banco.

Alex dijo con amargura:

—Eso y un elevado porcentaje de idiotas de la Dirección —habló con más franqueza que de costumbre y aquello le alivió.

Hubo entre ambos un silencio hasta que Alex exclamó:

—¡Dios, cómo le echo de menos!

—¿A quién?

—A Ben Rosselli.

Margot le agarró la mano.

—Esta operación de rescate que estás haciendo es exactamente lo que hubiera hecho Ben, ¿verdad?

—Tal vez —suspiró—. Pero no da resultado. Por eso desearía que Ben estuviera aquí.

El chófer corrió la ventanilla divisoria entre él y los pasajeros. Habló por encima del hombro.

—Llegamos a Tylersville, señor.

—Buena suerte, Alex —dijo Margot.

Desde varias manzanas de distancia pudieron ver una fila de gente ante el banco. Otros nuevos se añadían a la cola. En el momento en que la
limousine
se detenía frente al banco un camión con paneles chirrió al detenerse del otro lado de la calle y varios hombres y una muchacha saltaron de él. Al lado del camión, en grandes letras, estaban las siglas de un canal de TV.

—¡Cristo —dijo Alex— no faltaba más que esto!

Dentro del banco, mientras Margot miraba con curiosidad alrededor, Alex habló brevemente con Edwina y Fergus W. Gatwick, y se enteró por los dos de que había poco, o nada, que pudiera hacerse ya. Alex había imaginado que el viaje era inútil, pero había sentido la necesidad de venir. Decidió que no haría daño, que incluso podía ser útil, hablar con algunos de los que esperaban. Empezó a recorrer las distintas filas de gente, presentándose tranquilamente.

Había por lo menos unas doscientas personas, una variada parte de los habitantes de Tylersville —viejos, jóvenes, maduros, hombres en ropa de trabajo, algunos cuidadosamente vestidos como para alguna fiesta. La mayoría se mostró amistosa, unos pocos no, y uno o dos decididamente enemigos. Casi todo el mundo mostraba cierto grado de nerviosismo. Había alivio en la cara de los que recibían su dinero y se iban. Una mujer mayor habló a Alex en el momento de salir. No tenía idea de que él era funcionario del banco.

—¡Por suerte ha terminado! Es el día más ansioso que he pasado en mi vida. Éstos son todos mis ahorros… todo lo que tengo… —mostró más o menos una docena de billetes de cincuenta dólares. Otros se iban, con sumas mucho mayores, o menores.

La impresión que Alex obtuvo de todos los que hablaron con él fue la misma: tal vez el First Mercantile American era un banco sólido; quizás no lo fuera. Pero nadie quería arriesgarse y dejar su dinero en una institución que podía quebrar. La publicidad que vinculaba el FMA con la Supranational había hecho su obra. Todos sabían que probablemente el First Mercantile American iba a perder una gran cantidad de dinero, porque el banco lo había reconocido. Los detalles no interesaban. Tampoco la gente a quien Alex mencionó la garantía del
Federal Deposit Insurance
confiaba demasiado en este sistema. La cantidad del seguro federal era limitada, señalaron algunos, y se sabía que los fondos del
Federal Deposit
eran insuficientes en cualquier caso mayor.

Y había también otra cosa, comprendió Alex, quizá todavía más profunda: la gente ya no creía lo que le decían; se habían acostumbrado demasiado a que les mintieran y les engañaran. En el pasado reciente habían sido engañados por el presidente, funcionarios del gobierno, los políticos, los hombres de negocios, la industria. Los empleados habían mentido, y también los sindicatos. La publicidad había mentido. Se había mentido en las transacciones financieras, incluido el
status
de las acciones y de los bonos, los informes de la bolsa y las declaraciones corporadas de los auditores. Se había mentido a veces por omisión o caminos torcidos —en las comunicaciones de término medio. La lista era interminable. El engaño había seguido al engaño hasta que la mentira —o por lo menos la distorsión y el fracaso de revelar una verdad entera— se había convertido en un sistema de vida.

Entonces: ¿por qué iba nadie a creerle a Alex, cuando aseguraba que el FMA no era un barco que se hunde y que el dinero —si lo dejaban en el banco— estaría seguro? A medida que pasaban las horas y se desvanecía la tarde, era evidente que ninguno le había creído.

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