Read Todos juntos y muertos Online
Authors: Charlaine Harris
—Bueno —dijo, pensándoselo mejor—, ¿qué tal si te prometo no enrollarme con ningún tío?
Bob sentó los cuartos traseros, enrollando su cola en las patas delanteras. Parecía adorable mientras contemplaba a Amelia con esos ojos amarillos que no parpadeaban. Parecía que se lo estaba pensando.
—Rrrr —respondió al fin.
Amelia sonrió.
—¿Crees que eso es un sí? —dije—. Si es así, recuerda… que a mí sólo me gustan los chicos, así que no me mires.
—Oh, no creo que tratase de tirarte los tejos de todos modos —contestó Amelia.
¿He dicho que Amelia peca a veces de un poco de falta de tacto?
—¿Y por qué no? —pregunté, sintiéndome insultada.
—No escogí a Bob al azar —dijo ella, todo lo azorada que podía parecer—. Me gustan delgaduchos y oscuros.
—Tendré que vivir con eso —bromeé, procurando parecer profundamente decepcionada. Amelia me arrojó una bola de té y yo la cogí al vuelo.
—Buenos reflejos —dijo, asombrada.
Me encogí de hombros. Si bien hacía una eternidad que había ingerido sangre de vampiro, parecía que algo de ella seguía presente en mi cuerpo. Siempre he sido una persona saludable, pero, de un tiempo a aquella parte, apenas si recordaba lo que era un dolor de cabeza. Y me movía un poco más deprisa que el resto de la gente. No era la única persona que disfrutaba de los efectos secundarios de la ingesta de sangre vampírica. Ahora que los efectos son del dominio público, los propios vampiros se han convertido en presas. El cultivo de su sangre para venderla en el mercado negro se ha convertido en una profesión tan peligrosa como lucrativa. Esa misma mañana, había oído en la radio que un drenador había desaparecido de su apartamento de Texarkana después de que le concedieran la condicional. Si te ganas la enemistad de un vampiro, has de saber que te puede esperar mucho más tiempo que cualquiera.
—Puede que sea la sangre de hada —comentó Amelia, mirándome de forma pensativa.
Volví a encogerme de hombros, esta vez con expresión de «no sigas con el tema». Recientemente, había averiguado que había parte de hada en mi ascendencia, y no era algo que me alegrara precisamente. Ni siquiera sabía de qué parte de mi familia procedía ese legado, mucho menos de quién concretamente. Todo lo que sabía era que, en algún momento del pasado, algún miembro de mi familia tuvo un encuentro íntimo y personal con un ser feérico. Me pasé un par de horas explorando los árboles genealógicos y la historia familiar que mi abuela tanto se había esmerado en recopilar, pero no encontré ninguna pista.
Como si el mero pensamiento la hubiera invocado, Claudine llamó a la puerta trasera. No es que hubiera llegado gracias a unas livianas alas, sino en su coche. Claudine era un hada de pura sangre, y tenía otros medios para desplazarse, aunque sólo los empleaba en casos de emergencia. Es muy alta, con una densa melena negra, y grandes ojos rasgados a juego. Tiene que cubrirse las orejas con el pelo ya que, a diferencia de su hermano mellizo, Claude, no se ha redondeado quirúrgicamente las puntas afiladas.
Claudine me abrazó entusiasmada, relegando a Amelia a un saludo en la distancia. No eran precisamente almas gemelas. Amelia había adquirido la aptitud mágica, mientras que Claudine era mágica hasta el tuétano. Cierta desconfianza era la tónica entre ambas.
Claudine viene a ser la criatura más alegre que he conocido nunca. Es muy amable, dulce y servicial, como una GirlScout sobrenatural, no sólo porque lo lleva en su naturaleza, sino porque trata de ascender en la cadena mágica para convertirse en un ángel. Esa noche, la cara de Claudine estaba inusualmente seria. Mi corazón dio un vuelco. Me apetecía irme a la cama y echar de menos a Quinn en privado. También quería relajarme de lo nerviosa que me había puesto en el Merlotte's. No me apetecía recibir malas noticias.
Claudine se sentó frente a mí y me sostuvo las manos sobre la mesa de la cocina. Sin mirar a Amelia, le dijo:
—Date un paseo, bruja —y me quedé boquiabierta.
—Zorra de orejas puntiagudas —murmuró Amelia, levantándose con su taza de té.
—Asesina de compañeros —repuso Claudine.
—¡No está muerto! —estalló Amelia—. ¡Sólo es… diferente!
Claudine bufó, lo cual no resultó ser una mala respuesta.
Estaba demasiado cansada para reprender a Claudine por su grosería sin precedentes, y me sujetaba las manos con demasiada fuerza como para alegrarme por su reconfortante presencia.
—¿Qué pasa? —pregunté. Amelia salió de la cocina como una exhalación y oí sus fuertes pasos al subir las escaleras.
—¿No hay vampiros por aquí? —preguntó Claudine con voz ansiosa. ¿Sabéis lo que siente un adicto al chocolate ante un helado de chocolate con doble ración de tropezones de chocolate? Pues así es como se sienten los vampiros ante las hadas.
—No. No hay nadie, salvo tú, Amelia, Bob y yo —dije. No iba a negarle la personalidad a Bob, aunque a veces era muy difícil de recordar, sobre todo cuando era necesario limpiarle la caja de los excrementos.
—¿Vas a acudir a esa cumbre?
—Sí.
—¿Por qué?
Buena pregunta.
—La reina me paga por ello —respondí.
—¿Tanto necesitas el dinero?
Empecé a desestimar su preocupación, pero luego me lo pensé en serio. Claudine había hecho mucho por mí, y lo mínimo que podía hacer por ella era sopesar lo que me decía.
—Hombre, puedo pasar sin él —dije. Después de todo, aún conservaba parte del dinero que Eric me había pagado por ocultarlo de un grupo de brujas. Pero ya había gastado una porción, como suele pasar con el dinero; el seguro no había cubierto todo lo que resultó dañado por el incendio que consumió mi cocina el invierno anterior, y había comprado nuevos accesorios, aparte de hacer una donación al departamento de bomberos voluntarios. Acudieron muy deprisa e hicieron grandes esfuerzos por salvar mi cocina y mi coche.
Y Jason había necesitado ayuda para pagar la factura del médico por el aborto de Crystal.
Sentía que echaba de menos esa capa de protección que separa la solvencia de la bancarrota. Me apetecía reforzarla, ensancharla. Mi pequeño barco navegaba por aguas financieras peligrosas, y me apetecía contar con un remolcador cerca para mantenerlo a flote.
—Puedo pasar sin él —expresé, más firmemente—, pero no quiero.
Claudine suspiró. Su expresión estaba llena de preocupación.
—No puedo ir contigo —dijo—. Ya sabes cuántos vampiros nos rodean. Ni siquiera puedo disfrazarme.
—Lo comprendo —contesté, algo sorprendida. Jamás se me pasó por la cabeza que fuese a venir.
—Y creo que habrá problemas —dijo.
—¿De qué tipo? —La última vez que asistí a una reunión social de vampiros hubo muchos problemas, muy graves, de lo más sangrientos.
—No lo sé —dijo Claudine—, pero siento que se aproximan, y creo que deberías quedarte en casa. Claude está de acuerdo.
A Claude le importaba un bledo lo que pudiera pasarme, pero Claudine fue lo bastante generosa para incluir a su hermano en su amable gesto. Hasta donde yo sabía, el mayor beneficio que podía sacar el mundo de Claude era estético. Era profundamente egoísta, carecía de don de gentes y era absolutamente precioso.
—Lo siento, Claudine, y te echaré de menos mientras esté en Rhodes —dije—. Pero me he comprometido a ir.
—Permanecer en la estela de un vampiro —explicó Claudine lúgubremente— te marcará como una de los suyos, sin remedio. No volverás a ser una inocente espectadora. Demasiadas criaturas sabrán quién eres y dónde encontrarte.
No era tanto lo que decía como la forma de hacerlo lo que me provocó escalofríos por todo el cuerpo. Tenía razón. No contaba con defensa alguna, aunque estaba convencida de que ya estaba demasiado hundida en el mundo de los vampiros como para salir de él.
Sentada allí, en mi cocina, con los últimos rayos de sol de la tarde colándose por la ventana, tuve una de esas iluminaciones que te cambian para siempre. Amelia guardaba silencio en el piso de arriba. Bob había regresado para sentarse junto a su cuenco de comida y contemplar a Claudine. Ésta brillaba bajo el torrente de sol que le caía directamente sobre la cara. A la mayoría de nosotros, eso nos revelaría cada mínimo defecto de la piel. Pero Claudine no dejaba de parecer perfecta.
No estaba segura de poder comprender jamás a Claudine y su forma de ver el mundo, y tenía que admitir que sabía aterradoramente poco acerca de su vida; pero estaba bastante segura de que se había entregado genuinamente a mi bienestar, por la razón que fuese, y que de verdad temía por mí. Y aun así, sabía que acudiría a Rhodes con la reina, con Eric, el innombrable y el resto de la comitiva de Luisiana.
¿Tenía curiosidad sobre la agenda de los vampiros en la cumbre? ¿Deseaba la atención de más miembros de la sociedad de los no muertos? ¿Deseaba ser conocida como una fanática de los vampiros, esos humanos que simplemente adoran a los muertos andantes? ¿Anhelaba alguna parte de mí tener la oportunidad de estar cerca de Bill implícitamente, aun en busca de algún sentido emocional a su traición? ¿O era Eric? Sin saberlo, ¿acaso estaba enamorada del extravagante vikingo que era tan guapo, tan bueno haciendo el amor y tan político a la vez?
Se antojaba un prometedor saco de problemas para la nueva temporada de las radionovelas.
—Sintonízame mañana —murmuré. Cuando Claudine me miró de soslayo, continué—: Claudine, me avergüenza hacer algo que no tiene sentido desde muchos puntos de vista, pero quiero el dinero y lo voy a hacer. Volveré para verte. No te preocupes, por favor.
Amelia irrumpió de nuevo en la habitación y empezó a hacerse otro té. No se quedaría mucho tiempo.
Claudine pasó de ella.
—Me voy a preocupar —dijo, sin más—. Se avecinan problemas, mi querida amiga, y caerán directamente sobre tu cabeza.
—Pero ¿acaso sabes cómo o cuándo?
Meneó la cabeza.
—No, sólo sé que se avecinan.
—Mírame a los ojos —susurró Amelia—. Veo un hombre alto y moreno…
—Cállate —le dije.
Nos dio la espalda e hizo un excesivo aspaviento.
Claudine se fue poco después. En lo que quedó de visita, no recuperó en ningún momento su típico aire alegre. Nunca volvió a hablar de mi viaje.
A la segunda mañana después de la boda de Jason, ya me sentía mejor. Tener una misión ayudaba. Debía estar en Prendas Tara cuando abriese, a eso de las diez. Necesitaba recoger la ropa que Eric mencionó que necesitaría para la cumbre. No tendría que estar en el Merlotte's hasta las cinco y media de esa tarde, así que gocé de esa agradable sensación de tener todo el día por delante para mí.
—¡Hola, chica! —dijo Tara, saliendo de la trastienda para saludarme. Su ayudante a tiempo parcial, McKenna, me lanzó una mirada y siguió ordenando la ropa. Supuse que estaba reubicando en su sitio las prendas que no lo estaban; al parecer, las empleadas de las tiendas de ropa se pasan mucho tiempo haciendo eso. McKenna no hablaba y, si mucho no me equivocaba, trataba de evitar hacerlo conmigo a toda costa. Eso me dolía, ya que había ido al hospital a visitarla cuando la operaron de apendicitis un par de semanas atrás, y también le había comprado un pequeño regalo.
—El socio comercial de Northman, Bobby Burnham, ha llamado para decir que necesitabas ropa para un viaje —comentó Tara. Asentí, procurando aparentar que era algo dado por hecho—. ¿Te vendría bien ropa informal? ¿O prefieres algo más de negocios? —Me lanzó una mirada decididamente falsa, y supe que estaba enfadada conmigo porque me tenía miedo—. McKenna, puedes llevarte esa carta a la oficina de correos —le dijo Tara, con toda la intención en la voz. McKenna se fue por la puerta trasera, la carta bajo el brazo como si fuese una fusta de caballería.
—Tara —le dije—, no es lo que piensas.
—Sookie, no es asunto mío —respondió, esforzándose por sonar neutral.
—Yo creo que sí —expliqué—. Eres mi amiga, y no quiero que pienses que me voy de viaje con un puñado de vampiros por diversión.
—Entonces, ¿por qué vas? —La expresión de Tara se desprendió de toda falsa alegría. Estaba seria a más no poder.
—Me pagan por asistir a una reunión con unos cuantos vampiros de Luisiana. Haré las funciones de contador Geiger para ellos. Les diré si un humano se la quiere colar, y sabré lo que los humanos de otros vampiros pensarán. Sólo será por esta vez. —No podía darle más explicaciones. Tara había catado el mundo de los vampiros más de lo que hubiese querido, y casi murió en el proceso. No quería saber más de ello, y no podía culparla. Pero eso no le facultaba para decirme lo que tenía que hacer o no. No había dejado de meditar acerca de todo el asunto, incluso antes del sermón de Claudine, y no pensaba dejar que nadie me apeara de mis decisiones una vez las hubiese tomado. Comprar la ropa estaba bien. Trabajar para los vampiros, también… siempre que no hubiese humanos muertos en el menú.
—Hace la tira que somos amigas —dijo Tara en voz baja—. Para lo bueno y para lo mano. Te quiero, Sookie, y siempre te querré; pero está claro que no pasamos por nuestro mejor momento. —Tara había sufrido tantas decepciones y preocupaciones a lo largo de su vida, que ya no quería exponerse a más. Así que estaba cortando amarras conmigo, y pensaba llamar a J.B. esa noche para reanudar su relación carnal, y lo haría prácticamente a mi salud.
Era una extraña forma de escribir mi prematuro epitafio.
—Necesito un vestido de noche, estilo cóctel, y algo bonito para ponerme a diario —señalé, comprobando mi lista de forma bastante innecesaria. No pensaba perder más el tiempo con Tara. Me lo pensaba pasar muy bien, por muy amargada que pareciese. Se había pasado, me dije.
Disfruté comprando ropa. Empecé con un vestido de noche y otro de cóctel. También me llevé dos trajes, como de negocios (aunque no del todo, porque no me veo con telas rayadas). También cayeron dos pares de pantalones, unas medias, unos leggings, un par de camisones y algo de lencería.
Me debatía entre el deleite y la culpa. Me gasté más dinero de Eric del que era necesario, y me pregunté qué pasaría si me preguntaba qué había comprado. Entonces sí que me sentiría mal. Pero era como si me hubiese dado un ataque de frenesí comprador, en parte debido a una pura alegría y en parte por mi enfado hacia Tara, por no hablar del temor que me inspiraba la expectativa de acompañar a un grupo de vampiros a cualquier parte.
Con otro suspiro, éste más callado e íntimo, devolví la lencería y los camisones a su sitio. No eran indispensables. Me dio pena desprenderme de ellos, pero en general me ayudó a sentirme mejor. Comprar ropa para satisfacer una necesidad concreta era algo correcto, como un sano almuerzo. Pero la ropa interior era algo muy distinto, como pasarse con el dulce o atiborrarte a golosinas; que sabes que te encantan pero no te convienen.