Todos juntos y muertos (5 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Todos juntos y muertos
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—Pensaba que se casaban el pasado abril.

Le conté lo del infarto de Caroline Bellefleur.

—Para cuando se recuperó y volvieron a empezar a hablar de fechas para la boda, la señora Caroline se cayó y se rompió la cadera.

—Caray.

—Los médicos pensaban que no lo superaría, pero también ha sobrevivido a eso, así que pienso que Andy, Halleigh, Portia y Glen celebrarán una de las bodas más esperadas de Bon Temps algún día del mes que viene. Y estás invitado.

—¿Ah,sí?

Nos dirigimos al interior, ya que me apetecía quitarme los zapatos y ver lo que estaba haciendo mi compañera de piso. Traté de dar con algún recado prolongado que cargarle, ya que eran muy pocas las veces que podía ver a Quinn, que era como mi novio, si es que podía emplear esa palabra a mi edad (veintiséis años).

Lo que quiero decir es que emplearía esa palabra más tranquilamente si alguna vez pudiera bajar su ritmo de vida para echarme el lazo.

Pero el trabajo de Quinn, para una subsidiaria de Extreme(ly Elegant) Events, abarcaba mucho territorio, literal y metafóricamente. Desde que nos separamos en Nueva Orleans, tras nuestro rescate de unos secuestradores licántropos, había visto a Quinn en tres ocasiones. Estuvo en Shreveport un fin de semana, de camino a alguna parte, y fuimos a cenar a Ralph and Kacoo's, un restaurante muy popular. Lo pasamos bien esa noche, pero tuvo que llevarme a casa pronto porque al día siguiente tenía que meterse en la carretera temprano. La segunda vez, se dejó caer por el Merlotte's durante uno de mis turnos, y como era una noche floja, me pude tomar una hora libre para sentarme con él, charlar y cogernos un poco de las manos. La tercera, le hice compañía mientras cargaba su ranchera en el cobertizo de U-RENT-SPACE. Fue en pleno verano, y habíamos sudado de lo lindo. Sudor, mucho polvo, cobertizos, el vehículo ocasional cruzando el lugar… de todo menos romántico.

E incluso en ese momento, cuando Amelia bajaba las escaleras llevando obsequiosamente su bolso a la espalda para concedernos algo de privacidad, no parecía nada prometedor el hecho de que nos viéramos forzados a coger un instante al vuelo para consumar una relación que había tenido tan poco tiempo de contacto.

—¡Hasta luego! —dijo Amelia con una amplia sonrisa dibujada en la cara. Sus dientes, los más blancos que había visto, le conferían un aire a gata de Cheshire. Su pelo corto parecía rebelarse (ella decía que nadie en Bon Temps sabía hacer un corte como era debido), y su cara estaba limpia de todo maquillaje. Amelia parece una joven madre de barrio residencial que lleva una sillita de bebés adosada a la parte de atrás de su monovolumen; la clase de madre que encuentra tiempo para ir a natación, correr un poco y jugar al tenis. Lo cierto era que Amelia salía a correr tres veces a la semana y practicaba tai chi en mi patio trasero, pero odiaba meterse en una piscina y pensaba que el tenis era para (y cito) «idiotas que respiran por la boca». Yo siempre había admirado a los jugadores de tenis, pero cuando Amelia expresaba un punto de vista, se pegaba a él como una lapa—. Me voy al centro comercial de Monroe —añadió—. ¡De compras! —Y, con un saludo en plan «soy una buena compañera de piso», brincó al interior de su Mustang y desapareció…

… dejándonos a Quinn y a mí mirándonos mutuamente.

—Esta Amelia —dije, sin convicción.

—Es… única —respondió Quinn, tan incómodo como yo.

—El caso es que… —empecé a decir, justo cuando Quinn comentaba:

—Escucha, creo que deberíamos… —Y los dos nos quedamos callados. Me invitó a hablar primero con un gesto.

—¿Cuánto tiempo estarás aquí? —pregunté.

—Tengo que marcharme mañana —dijo—. Podría quedarme en Monroe o en Shreveport.

Volvimos a quedarnos mirándonos. No puedo leer la mente de los cambiantes, no como las de los humanos corrientes. Puedo percibir propósitos generales, y el suyo era, bueno, un deseo resuelto.

—Bien —dijo, y se puso sobre una rodilla—. Por favor —suplicó.

Tuve que sonreír, pero aparté la mirada.

—Lo único es que… —traté de decir otra vez. Habría sido mucho más fácil tener esa conversación con Amelia, que era sincera en extremo—. Ya sabes que tenemos, eh, mucha… —Hice un gesto reiterativo con la mano.

—Química —completó él la frase.

—Eso —dije—. Pero si no conseguimos vernos más de lo que lo hemos hecho en los últimos tres meses, no estoy muy segura de querer dar el siguiente paso —odiaba decirlo, pero era necesario. Lo último que necesitaba era sufrir más—. Tengo muchas ganas de acostarme contigo —dije—. Muchas. Pero no soy el tipo de mujer que se conforma con un rollo de una noche.

—Tendré unas largas vacaciones cuando concluya la cumbre —explicó Quinn, y supe que estaba siendo completamente sincero—. Un mes. Vine para preguntarte si podía pasarlo contigo.

—¿De veras? —no pude evitar sonar incrédula—. ¿En serio?

Me sonrió. Quinn tiene la cabeza afeitada y suave, es de tez aceitunada y tiene una recia nariz. Su sonrisa le provoca hoyuelos en las comisuras de los labios. Sus ojos son de, color púrpura, como un pensamiento en primavera. Es grande como un luchador profesional, y da el mismo miedo. Alzó su gran mano, como si estuviese pronunciando un juramento.

—Sobre un montón de Biblias —dijo.

—Sí —expresé, después de escrutar mis miedos interiores y asegurarme de que eran nimios. Además, puede que no tenga un detector de mentiras incorporado, pero habría sabido si me decía aquello sólo para meterse bajo mis faldas. Cuesta mucho leer a los cambiantes, sus cerebros son muy feroces y parcialmente opacos, pero me habría enterado de ser mentira—. Entonces, sí.

—Oh, vaya. —Quinn respiró hondo, y su sonrisa iluminó la habitación. Pero al instante siguiente, su mirada se concentró de esa manera que tienen los hombres cuando están pensando específicamente en el sexo. De repente, estaba de pie rodeándome con los brazos como si fuesen sogas bien apretadas.

Su boca encontró la mía. Empezamos donde lo habíamos dejado besándonos. Su boca era muy inteligente, y su lengua muy tibia. Sus manos empezaron a examinar mi topografía. Bajaron por la línea de mi espalda hasta la curva de mis caderas, para volver a subir hasta los hombros y enmarcarme la cara un instante y descender de nuevo en una tentadora caricia en el cuello con la leve punta de sus dedos. Entonces, esos mismos dedos hallaron mis pechos, me quitaron la camiseta y los pantalones, y exploraron un territorio donde antes sólo habían estado brevemente. Le gustó lo que encontró, si es que «Hmmm» podía considerarse como una declaración de deleite. A mí me lo decía todo.

—Quiero verte —dijo—. Quiero verte entera.

Nunca había hecho el amor de día. Parecía muy (excitantemente) pecaminoso pugnar con los botones antes de la puesta de sol, y me alegré de llevar un sujetador de encaje blanco tan bonito con unas diminutas braguitas. Cuando me arreglo, me gusta hacerlo en todos los sentidos.

—Oh —exclamó, al ver mi sujetador, que contrastaba maravillosamente con mi moreno veraniego—. Oh, madre mía. —No eran las palabras, sino la expresión de profunda admiración. Ya me había quitado los zapatos. Afortunadamente, esa mañana había prescindido de aquellas medias hasta la rodilla, tan poco sexys, optando por llevar las piernas al aire. Quinn se tomó su tiempo acariciándome el cuello con la nariz y abriéndose camino a besos hasta el sujetador mientras yo pugnaba por desabrocharle el cinturón, aunque, como estaba inclinado mientras yo lidiaba con la dura hebilla, la cosa no fue tan rápida como hubiera sido deseable.

—Quítate la camisa —dije, y me salió una voz tan ronca como la suya—. Yo no la llevo, tú tampoco deberías.

—Vale —contestó, y en un abrir y cerrar de ojos su camisa había desaparecido. Cualquiera podría esperar que Quinn fuera peludo, pero no lo era. Lo que sí es, es musculoso hasta el enésimo grado, y en ese momento su piel aceitunada estaba muy bronceada. Sus pezones eran sorprendentemente morenos y estaban (no tan sorprendentemente) duros. Ay madre, estaban justo a la altura de mis ojos. Pugnó con su propio cinturón del demonio mientras yo empezaba a explorar un bulto duro con la boca y la mano. Todo el cuerpo de Quinn sufrió una sacudida y dejó de hacer lo que estaba haciendo. Hundió sus dedos en mi pelo para apretar mi cara contra él, suspiró, aunque le salió más como un gruñido que hizo vibrar todo su cuerpo. Con la mano que me quedaba libre, aferré sus pantalones y él reanudó su pugna con el cinturón, aunque de manera distraída.

—Vamos al dormitorio —señalé, aunque no me salió como una sugerencia tranquila y desapegada, sino más bien como una desgarrada exigencia.

Me cogió en volandas y le rodeé el cuello con los brazos mientras volvía a atacar su preciosa boca con mis besos.

—No es justo —dijo—. Tengo las manos ocupadas.

—La cama —exigí, y él me depositó sobre la cama y se echó encima de mí—. La ropa —le recordé, pero él tenía la boca llena de mi sujetador y mi pecho y no respondió—. Oh —gemí. Podría haber repetido eso, o un llano «sí» unas cuantas veces. En ese momento, un pensamiento estalló en mi cabeza—. Quinn, ¿tienes…? Ya sabes. —Nunca antes había tenido la necesidad de esas cosas, ya que los vampiros no pueden dejar embarazada a una chica o transmitirle una enfermedad venérea.

—¿Por qué crees que aún tengo los pantalones puestos? —explicó, sacando un pequeño paquete del bolsillo trasero. En ese momento, su sonrisa era mucho más salvaje.

—Bien —dije desde el corazón. Habría saltado de cabeza desde la ventana si hubiésemos tenido que dejarlo ahí—. Ya te puedes quitar los pantalones.

Ya había visto a Quinn desnudo antes, pero bajo unas circunstancias decididamente más estresantes (en medio de un pantano, bajo la lluvia, mientras nos perseguían unos licántropos). Quinn se quedó junto a la cama y se quitó los zapatos, los calcetines y, finalmente, los pantalones, lentamente para regalarme la vista. Al desprenderse de ellos, reveló unos calzoncillos bóxer que parecían vivir bastante estresados. Con un rápido movimiento, también se deshizo de ellos. Tenía un trasero duro y respingón, y la línea que iba de la cadera al muslo me hacía la boca agua. Tenía varias cicatrices finas y blancas repartidas al azar por el cuerpo, pero parecían formar una parte tan natural de él que no me impidieron admirar la belleza de su poderoso cuerpo. Estaba arrodillada sobre la cama mientras lo hacía.

—Ahora, tú —pidió él.

Me desabroché el sujetador y me lo deslicé por los brazos.

—Oh, Dios —exclamó él—. Soy el hombre más afortunado del mundo. —Tras una pausa, prosiguió—: El resto.

Me incorporé junto a la cama mientras terminaba lo que había empezado.

—Esto es como estar ante un bufé —dijo—. No sabría por dónde empezar.

Me toqué los pechos.

—Primera parada —sugerí.

Descubrí que la lengua de Quinn era un poco más áspera que la de cualquier hombre. Boqueaba y emitía sonidos incoherentes cuando pasó de mi pecho derecho al izquierdo, tratando de decidirse sobre cuál le gustaba más. No pudo escoger de inmediato, lo cual no me supuso inconveniente alguno. Cuando se centró en el derecho, yo me estaba apretando contra él y haciendo sonidos que describían con toda claridad mi desesperación.

—Creo que me saltaré el segundo plato y pasaré directamente al postre —susurró con una voz oscura y ronca—. ¿Estás lista, nena? Suena a que sí. Siento que lo estás.

—De sobra —dije, extendiendo una mano hacia abajo, entre los dos, para aferrar la extensión de su sexo. Se estremeció de pies a cabeza cuando lo toqué. Se puso el preservativo.

—Ahora —gruñó—. ¡Ahora! —lo guié hacia mi entrada, alzando las caderas para darle la bienvenida—. He soñado con esto —dijo, y penetró en mí hasta el fondo. Aquello fue lo último que cualquiera de los dos pudo decir.

El apetito de Quinn era tan impresionante como su sexo.

Disfrutó tanto del postre, que decidió repetir.

Capítulo 3

Estábamos en la cocina cuando volvió Amelia. Había dado de comer a Bob, su gato. Se había portado tan bien antes, que se merecía una mínima recompensa. El tacto no suele venir de serie con Amelia.

Bob pasó de su pienso para centrarse en observarnos mientras Quinn freía unas lonchas de beicon y yo troceaba unos tomates. Había sacado el queso, la mayonesa, la mostaza y los encurtidos, cualquier cosa imaginable que un hombre querría en su sándwich de beicon. Me había puesto unos viejos shorts y una camiseta. Quinn había cogido su bolsa de la ranchera y se había puesto su ropa informal: una camiseta sin mangas y unos pantalones desgastados.

Amelia revisó a Bob de la cabeza a la cola cuando se volvió hacia los fogones, y luego posó su mirada en mí, acompañándola con una amplia sonrisa.

—¿Os lo habéis pasado bien, chicos? —dijo, soltando las bolsas de la compra sobre la mesa de la cocina.

—Llévalas a tu habitación, por favor —contesté, porque, de lo contrario, Amelia nos hubiese hecho admirar todas y cada una de las cosas que había comprado. Entre forzados pucheros, agarró sus bolsas y se las llevó al piso de arriba. Volvió al cabo de un minuto, y le preguntó a Quinn si quedaba beicon suficiente para ella.

—Claro —dijo Quinn, gustoso, poniendo unas cuantas lonchas más en la sartén.

Me encantan los hombres que saben cocinar. Mientras yo preparaba los platos y los cubiertos, era bien consciente de la ternura que sentía bajo el ombligo, así como de mi abrumadoramente relajado humor. Saqué tres vasos del armario, pero olvidé lo que iba a hacer de camino a la nevera, ya que Quinn se apartó un momento del fogón para darme un rápido beso. Sus labios eran tan tibios y firmes que me recordaron a otra cosa suya que había estado tibia y firme. Recordé, como si de un instante de revelación se tratara, la primera vez que Quinn entró en mí. Habida cuenta de que mis únicos encuentros sexuales previos habían sido con vampiros, que sin duda van más por el lado frío de las cosas, os podéis imaginar la desconcertante experiencia que puede suponer un amante que respira, a quien le late el corazón y que tiene un pene cálido. De hecho, los cambiantes suelen ser un poco más calientes que los humanos normales. A pesar del preservativo, pude sentir su calor.

—¿Qué? —preguntó Quinn—. ¿A qué viene esa mirada? —Sonreía interrogativamente.

Le devolví la sonrisa.

—Sólo estaba pensando en tu temperatura —dije.

—Eh, ya sabías lo caliente que me pones —declaró, sonriente—. ¿Qué me dices de lo de leer los pensamientos? —dijo, más en serio—. ¿Cómo fue?

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