Read Todos juntos y muertos Online
Authors: Charlaine Harris
En ese mismo momento sonó el teléfono de la habitación. Lo cogí, tratando de recuperar el aliento.
—Nena —explicó Quinn—. Lo siento. Por si no lo sabes aún, el consejo ha decidido que la reina tendrá que someterse a juicio ahora mismo. Tienes que bajar ya mismo. Lo siento —repitió—. Estoy al cargo de la organización. Tengo trabajo. Puede que esto no nos lleve demasiado.
—Vale —contesté débilmente, y colgué.
Hasta ahí llegaba mi glamurosa noche con mi nuevo novio.
Pero, maldita sea, no pensaba ponerme ropa menos elegante. Todo el mundo iría arreglado, e incluso si mi papel en la velada se había visto alterado, también merecía sentirme guapa. Bajé por el ascensor en compañía de uno de los empleados del hotel que no sabía si era una vampira o no. Lo puse muy nervioso. Siempre me hace cosquillas la incertidumbre ajena. Para mí, los vampiros brillan, aunque sea sólo un poco.
Andre me estaba esperando cuando salí del ascensor. Estaba más ansioso de lo que jamás lo había visto. No paraba de entrelazar y separar los dedos, y su labio sangraba donde lo había mordido, aunque se curó a velocidad de vértigo. Antes de esa noche, Andre no había hecho más que ponerme nerviosa. Ahora simplemente lo odiaba. Pero estaba claro que había dejado los asuntos personales al margen, hasta mejor momento.
—¿Cómo ha podido pasar? —preguntó—. Sookie, tienes que averiguar todo lo que puedas al respecto. Tenemos más enemigos de los que creíamos.
—Pensé que no habría juicio después de la muerte de Jennifer. Dado que era la cabeza visible de la acusación contra la reina…
—Eso es lo que todos pensábamos. O que, si había un juicio, no sería más que una formalidad hueca, escenificada para enterrar los cargos. Pero cuando bajamos aquí nos estaban esperando. Han pospuesto el inicio del baile por este motivo. Cógeme del brazo —mandó, y me cogió tan a contrapié que no pude evitar enlazar mi brazo con el suyo—. Sonríe —añadió—. Aparenta confianza.
Y nos adentramos en el salón de convenciones con expresión audaz; yo y mi coleguita Andre.
Menos mal que era toda una veterana en sonrisas hipócritas, porque aquello parecía una maratón para ver quién salvaba antes la cara. Todos los vampiros y su séquito de humanos nos abrieron paso. Algunos de ellos sonreían también, aunque no con amabilidad, algunos parecían preocupados y otros ligeramente a la expectativa, como si estuvieran a punto de ver una película que hubiera recibido buenas críticas.
Y una oleada de pensamientos inundó mi mente. Mantuve la sonrisa mientras caminaba y escuchaba: «Guapa… Sophie-Anne se llevará lo que se merece…, quizá pueda llamar a su abogado, comprobar si está abierta a un acercamiento hacia nuestro rey…, buenas tetas…, mi hombre necesita un telépata…, dicen que se está tirando a Quinn…, dicen que se está follando a la reina y al crío de Andre…, me la encontré en el bar…, Sophie-Anne se estrella, no le está mal empleado…, dicen que se está tirando a Cataliades…, maldito juicio, ¿dónde está la orquesta?…, espero que haya comida durante el baile, comida para personas…».
Y así sucesivamente. Algunos pensamientos estaban relacionados conmigo, la reina o Andre, otros eran simples ideas de la gente que estaba harta de esperar y quería que la fiesta diera comienzo.
Avanzamos hasta llegar a la sala donde habían celebrado la boda. Allí, casi todos eran vampiros. Una ausencia notable: camareros humanos y cualquier otro trabajador del hotel. Los únicos que circulaban con bandejas de bebidas eran vampiros. Lo que iba a ocurrir en esa sala no era para consumo humano. Si aún cabía la posibilidad de que me sintiera más nerviosa, se estaba cumpliendo.
Pude comprobar que Quinn había estado ocupado. La plataforma baja había sido retocada. Habían quitado el
ankh
gigante y habían incluido dos atriles. Allí donde Misisipi y su amado habían jurado sus votos, a medio camino entre los dos atriles, había una silla parecida a un trono. Sentada, había una anciana con el pelo blanco y revuelto. Jamás había visto una vampira convertida a esa edad y, aunque me había jurado que nunca volvería a hablar con Andre, no pude evitar comentárselo:
—Es la Antigua Pitonisa —explicó, ausente. Escrutaba la muchedumbre en busca de Sophie-Anne, supuse. Divisé a Johan Glassport. Después de todo, el abogado asesino sí que tendría su momento de gloria. El resto del contingente de Luisiana lo acompañaba, todos a excepción de Eric y Pam, a quienes vi cerca del escenario.
Andre y yo tomamos asiento en la banda derecha. En la izquierda había un grupo de vampiros que no eran fans nuestros. Destacaba entre ellos Henrik Feith. Henrik había pasado de ser un cachorro asustadizo a una bola de ira. Nos clavó una mirada incendiaria. Hizo de todo, menos lanzar bolas de fuego.
—¿Y a ése que le pasa? —preguntó Cleo Babbitt, sentándose a mi derecha—. ¿La reina le ofrece acogerlo bajo su protección porque está solo e indefenso, y así se lo agradece? —Cleo llevaba un esmoquin tradicional y no le quedaba nada mal. Su marcialidad le sentaba a la perfección. Su chico llavero parecía mucho más femenino que ella. Me pregunté acerca de su inclusión en el grupo, que estaba compuesto mayoritariamente por vampiros y otros seres sobrenaturales. Diantha se inclinó hacia delante desde la fila de atrás para darme un golpecito en el hombro. Vestía un corpiño rojo con volantes negros y una falda de tafetán a juego. No había mucho busto con que rellenar el corpiño. En la otra mano llevaba una consola de videojuegos portátil.
—Mealegrodeverte —dijo, sin apenas separar cada palabra. Me esforcé por sonreírle y volvió su atención a la consola.
—¿Qué nos pasará a nosotros si Sophie-Anne es hallada culpable? —preguntó Cleo, y todos nos quedamos mudos.
Eso, ¿qué nos iba a pasar si condenaban a Sophie-Anne? Con Luisiana en una posición debilitada, con el escándalo que rodeaba la muerte de Peter Threadgill, todos corríamos peligro.
La verdad es que no sé por qué no lo había pensado antes, pero el caso es que así era.
En un instante, comprendí que no me lo había planteado porque había crecido como una ciudadana humana libre de los Estados Unidos; no estaba acostumbrada a ver mi destino en peligro. Bill se había unido al pequeño grupo que rodeaba a la reina y, mientras lo miraba, se arrodilló junto a Eric y Pam. Andre se levantó de su silla a mi izquierda y, con uno de sus acelerados movimientos, cruzó la sala para arrodillarse junto a ellos. La reina permanecía ante ellos, como una diosa romana aceptando un tributo. Cleo siguió mi mirada y sus hombros se crisparon. No tenía intención de arrodillarse ante nadie.
—¿Quién compone el consejo? —pregunté a la vampira morena, quien indicó con la cabeza a un grupo de cinco vampiros que se sentaban justo delante del escenario bajo, encarando a la Antigua Pitonisa.
—El rey de Kentucky, la reina de Iowa, el rey de Wisconsin, el rey de Missouri y la reina de Alabama —dijo, identificándolos en orden. Yo sólo había conocido a Kentucky, aunque reconocí a la agobiante Alabama de su conversación con Sophie-Anne.
El abogado de la otra parte se unió a Johan Glassport en el escenario. Algo en el abogado de Arkansas me recordó al señor Cataliades, y cuando hizo un gesto de la cabeza hacia nosotros, vi que Cataliades se lo devolvía.
—¿Se conocen? —le consulté a Cleo.
—Son cuñados —repuso ella, dejando a mi imaginación cuál podría ser el aspecto de una demonio. Seguro que no todas se parecerían a Diantha.
Quinn saltó del escenario. Lucía un traje gris, con camisa blanca y corbata, y portaba una larga vara cubierta de grabados. Hizo una seña a Isaiah, rey de de Kentucky, que se deslizó sobre el escenario. Con gran ceremonia, Quinn le entregó la vara a Kentucky, que iba mucho más elegante que en la anterior ocasión que lo vi. El vampiro golpeó la vara en el suelo y se hizo un profundo silencio. Quinn se retiró al fondo del escenario.
—Soy el maestro disciplinario electo de esta sesión judicial —anunció Kentucky, con una voz que llegó con facilidad a los cuatro rincones de la estancia. Alzó la vara para que no pasara desapercibida—. Siguiendo las tradiciones de la raza vampírica, os conmino a presenciar el juicio a Sophie-Anne Leclerq, reina de Luisiana, por el cargo de asesinato de su esposo, Peter Threadgill, rey de Arkansas.
Sonó de lo más solemne con la profunda y arrastrada voz de Kentucky.
—Llamo a los abogados de las dos partes para que se dispongan a presentar sus casos.
—Estoy listo —dijo el semidemonio—. Soy Simón Maimonides, y represento al afligido Estado de Arkansas.
—Estoy listo —contestó nuestro abogado asesino, leyendo el panfleto—. Soy Johan Glassport, abogado de Sophie-Anne Leclerq, acusada falsamente del asesinato de su esposo.
—Antigua Pitonisa, ¿estás preparada para oír la causa? —preguntó Kentucky, y la arpía volvió la cabeza hacia él.
—¿Es que es ciega? —susurré.
—De nacimiento —asintió Cleo.
—¿Cómo es que se encarga de juzgar? —pregunté, pero las miradas severas de los vampiros que nos rodeaban me recordaron que de nada servía susurrar ante su agudo oído, y que lo más educado sería callarme.
—Sí —dijo la Antigua Pitonisa—. Estoy lista para oír la causa. —Tenía un acento muy marcado que no alcancé a definir. Hubo una oleada de expectación entre los asistentes.
Bien, que empiece el juego.
Bill, Eric y Pam se apoyaron en la pared mientras Andre volvía conmigo.
El rey Isaiah volvió a hacer ostentación de la vara.
—Que la acusada se adelante —ordenó, no sin una buena dosis de dramatismo.
Sophie-Anne, envuelta en su aspecto delicado, avanzó hasta el escenario, escoltada por dos guardias. Al igual que el resto de nosotros, se había preparado para el baile. Vestía de púrpura. Me pregunté si el color real había sido una coincidencia. Probablemente no. Tenía la impresión de que Sophie-Anne preparaba sus propias coincidencias.
El vestido era de cuello y mangas largas, con cola.
—Está preciosa —murmuró Andre, con la voz llena de reverencia.
Sí, sí, sí. Tenía cosas más importantes en mente que admirar a la reina. Las guardias eran las Britlingen, probablemente instadas a desempeñar esa función por el propio Isaiah, y al parecer habían incluido unas armaduras de etiqueta en sus maletas interdimensionales. Iban de un negro ligeramente brillante, como una lenta corriente de agua oscura. Clovache y Batanya acompañaron a Sophie-Anne hasta la plataforma baja y dieron un paso atrás. De ese modo, estaban cerca de la prisionera y de su patrón; la situación ideal, supuse, desde su punto de vista.
—Henrik Feith, expón tus argumentos —dijo Isaiah, sin más ceremonia.
La exposición de Henrik fue prolongada, ardiente y repleta de acusaciones. Más tranquilo, testificó que Sophie-Anne se casó con su rey, firmó los contratos de rigor y empezó a maquinar inmediatamente para conducir a Peter hasta un enfrentamiento fatal, a pesar de su temperamento angelical y su adoración hacia su nueva reina. Era como si Henrik hablara de Kevin y Britney, en vez de dos antiguos y astutos vampiros.
Bla, bla, bla. El abogado de Henrik lo instó a seguir y seguir, y Johan no puso objeción a ninguna de las altisonantes declaraciones del interpelado. Comprobé que Johan pensaba que Henrik perdería simpatías dada su efervescencia y falta de moderación (por no hablar del aburrimiento), y no le faltaba razón si había que hacer caso de los leves gestos y el lenguaje corporal de los asistentes.
—Y ahora —concluyó Henrik con lágrimas rojizas recorriendo sus mejillas—, sólo quedamos un puñado en todo el Estado. Ella, la asesina de mi rey y su lugarteniente Jennifer, me ha ofrecido un lugar a su lado. Y casi fui lo bastante débil como para aceptar, por temor a convertirme en un descastado. Pero es una mentirosa y no dudará en matarme también.
—Eso se lo ha dicho alguien —murmuré.
—¿Qué? —La boca de Andre estaba justo a la altura de mi oído. Mantener una conversación privada rodeada de vampiros no es una empresa fácil.
Alcé una mano para pedirle silencio. No, no estaba escuchando la mente de Henrik, sino la de su abogado, quien no contaba con tanta sangre demoníaca como Cataliades. Sin darme cuenta, me incliné hacia delante sobre mi asiento, estirando el cuello hacia el escenario para escuchar mejor. Escuchar con mi mente, quiero decir.
Alguien le había dicho a Henrik Feith que la reina planeaba matarlo. Había estado dispuesto a dejar pasar la demanda, ya que la muerte de Jennifer Cater había acabado con su principal promotora. Nunca había ocupado un puesto de suficiente entidad en el escalafón como para hacerse con el mando; no tenía ni la astucia ni el deseo para ello. Prefería pasar a servir a la reina. Pero si de verdad pretendía matarlo… él lo haría antes por el único medio que asegurara su posterior supervivencia: la ley.
—No quiere matarte —dije, sin saber muy bien lo que estaba haciendo.
Ni siquiera fui consciente de que me había puesto de pie hasta que noté que las miradas de todos los asistentes convergían en mí. Henrik Feith me miraba asombrado y boquiabierto.
—Dinos quién te ha dicho eso y sabremos quién mató a Jennifer Cater, porque…
—Mujer —mandó una voz poderosa que consiguió callarme en el acto—. Guarda silencio. ¿Quién eres y qué derecho tienes a interponerte en este solemne proceso? —La Pitonisa parecía muy decidida para alguien con un aspecto tan frágil como el suyo. Estaba inclinada hacia delante en su trono, taladrando el aire en mi dirección con sus ojos ciegos.
Vale, levantarme en una sala llena de vampiros e interrumpir su ritual es la mejor forma de acabar con una mancha de sangre en mi precioso vestido.
—No tengo ningún derecho en el mundo, majestad —continué, y oí cómo Pam reía a varios metros a mi izquierda—. Pero conozco la verdad.
—Oh, entonces mi papel sobra en este proceso, ¿no es así? —croó la Antigua Pitonisa con su pesado acento—. ¿Por qué habré salido de mi cueva para impartir una sentencia?
Eso, por qué.
—Puedo conocer la verdad, pero me falta la capacidad de hacer que se cumpla la justicia —añadí, con toda honestidad.
Pam volvió a reír. Estaba segura de que era ella.
Eric había estado apoyado en la pared con Pam y Bill, pero en ese momento dio un paso al frente. Podía sentir su presencia, fría y firme, muy cerca de mí. Me infundió cierto coraje. No sabía cómo, pero lo sentía, como una fuerza creciente donde antes sólo habían estado mis rodillas temblorosas. Una estremecedora sospecha me golpeó como un tren de mercancías. Eric me había transmitido la sangre suficiente para asemejarme lo más posible, desde el punto de vista sanguíneo, a un vampiro; y mi extraño don había dado el salto hacia un terreno letal. No estaba leyendo la mente del abogado de Henrik, sino la del propio Henrik.