Toda la Historia del Mundo (19 page)

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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

BOOK: Toda la Historia del Mundo
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Capítulo
16
Las reformas y las guerras de religión

L
AS COSTUMBRES
de los papas del Renacimiento, quienes tenían amantes e hijos (César y Lucrecia Borgia) y vivían de un modo más bien poco evangélico, escandalizaba, cuando menos, a muchos creyentes, hasta el punto de hacerse evidente que la Iglesia tenía una gran necesidad de realizar reformas.

La Iglesia católica ya las había experimentado, y sin ruptura: la reforma gregoriana, la reforma franciscana. Si los cristianos de Oriente detestaban a los de Occidente, no era tanto por una cuestión de costumbres o de dogmas, sino por el saqueo de Constantinopla que los 'navegantes venecianos y los caballeros latinos realizaron en 1204, y que dejó fuertes resentimientos.

En el siglo XVI, la reforma trajo consigo cismas. Pero aquello no estaba previsto. Seamos conscientes de nuestra deformación óptica: nosotros conocemos el final, pero la mayoría de los acontecimientos podrían haberse desarrollado de otro modo. Nada está escrito, y los historiadores, desde que existen, se divierten reescribiendo la Historia: «Si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta...».

A un monje alemán, en concreto, le parecía escandaloso lo que sucedía en Roma. Sobre todo, el tráfico al que se dedicaban los papas, al convertir en mercancías los asuntos del Templo; por ejemplo, el comercio de indulgencias (la remisión de las penas por medio del pago de una cantidad de dinero). Martín Lutero (1483-1586) colgó en las puertas de la iglesia del castillo de Wittenberg noventa y cinco propuestas para condenar aquel tráfico. Las más diversas presiones no pudieron hacer que se retractase; al contrario, en 1520 publicó un manifiesto,
A la nobleza de la nación alemana,
y quemó la bula del Papa que le condenaba.

Su protesta estaba perfectamente fundada, los papas del Renacimiento guardaban muy poco parecido con Jesús de Nazaret. La desgracia llegó porque los papas no tomaron en serio a Lutero (tres siglos antes, Inocencio III había sabido recibir la lección de Francisco de Asís). Por eso se produjo la ruptura y el nacimiento de una reacción evangélica que se llamó «protestantismo». Hay que señalar que Lutero había sacado del Evangelio su gusto por la pureza, pero no el de la igualdad: al estallar en Alemania una revuelta campesina en 1525, se decantó por la opción de los príncipes cuando éstos decidieron reprimir con sangre el levantamiento.

Con Lutero, quien tradujo la Biblia al alemán, la nación alemana tomó conciencia de sí misma. Lutero desempeñó para los alemanes la misma función que Juana de Arco había desempeñado para los franceses —con la diferencia de que Juana de Arco se había preocupado por los pobres, mientras que Lutero era apasionadamente «reaccionario»—. La identidad nacional alemana conservará una huella de aquello. El aspecto obediente y disciplinado que se adjudica a los alemanes, su aspecto oscuro (las malas lenguas llaman a ese aspecto «germánico»), debe mucho al luteranismo.

Alemania se dividió en dos, el norte y el sur de la antigua
limes
romana, católicos y protestantes.

Muchos de los príncipes alemanes utilizaron este pretexto para liberarse de Roma y confiscar los bienes de la Iglesia. El emperador católico Carlos V, a pesar de haber desterrado a Lutero por decisión de la dieta de Worms, no pudo detener la reforma y se vio obligado a comprometerse con ella. El gran maestre, católico, de la orden militar de los Caballeros Teutones, Alberto de Brandeburgo, utilizó como pretexto su conversión al protestantismo para crear en 1524 el ducado de Prusia (de
este
modo entró Prusia en la Historia) y fundar la universidad de Konigsberg (Kaliningrado). Muchos otros príncipes se convirtieron al luteranismo, entre ellos, los reyes de Suecia y Dinamarca. En 1530, la dieta de Augsburgo enunció la regla:
Cujus regio, ejus religio.
Los sujetos deben profesar la misma religión que sus príncipes. Una reacción de libertad frente al Papa y el emperador, los amos lejanos, se había transformado en un recrudecimiento de la servidumbre a favor de los «príncipes», amos demasiado cercanos.

En 1534, el rey de Inglaterra Enrique VIII (1491-1547), que quería divorciarse a pesar de la negativa del Papa (una negativa política, no religiosa), se fijó en el luteranismo para dar con una cómoda salida. Rompió con Roma y fundó el «anglicanismo». En realidad, un catolicismo cismático, la Iglesia anglicana —sobre todo, los altos rangos de la Iglesia— permanece dentro del modelo católico.

A partir de 1588 nace en Londres un importantísimo teatro con Shakespeare:
Ricardo III
se representó en 1592. De este modo, Inglaterra hizo (casi al mismo tiempo que Prusia) una ruidosa entrada en la competición cultural. Pero Enrique VIII tropezó en su propio reino con un fuerte bando fiel a Roma y tuvo que dar la orden de ejecutar a su canciller Tomas Moro, amigo de Erasmo, en 1535.

En Francia, Juan Calvino (1509-1564) se unió a la Reforma y se exilió en Suiza, donde escribió en 1539
La institución de la religión cristiana.
Desde 1541 hasta su muerte, fue el dictador de la ciudad de Ginebra, en donde aplicó un protestantismo mucho más radical que el de Lutero: el calvinismo.

En Ginebra, una especie de policía religiosa a orillas del lago Lemans comprobaba que los fieles no disfrutaban del placer, llegando hasta a probar las comidas de los albergues para verificar que no estuvieran demasiado buenas; en caso contrario se imponía una multa o la prisión. Los talibanes no inventaron nada. Los protestantes, a quienes los bienpensantes
[10]
contemporáneos presentan en la actualidad como cristianos iluminados, fueron, a menudo, unos fanáticos (similares a las sectas fundamentalistas americanas). Por otra parte, en 1553,Calvino (a pesar de todo, un genial ensayista: su
Institu
ción
es una obra maestra de la lengua francesa) no dudó en condenar a la hoguera a su amigo Miguel Servet, sospechoso de desviacionismo.

Así, a mediados del siglo XVI, la Europa latina estaba en plena crisis: una buena parte de ella había abandonado la Iglesia católica para unirse a los luteranos; Inglaterra había provocado un cisma y, en Francia, los calvinistas intentaban desde Ginebra empujar a su país hasta el protestantismo. Era evidente que la partida se iba a jugar en Francia. Si ésta se inclinaba hacia la Reforma, se impondría el protestantismo; si permanecía dentro del catolicismo, la Reforma quedaría como algo «regional», porque Francia en aquel entonces era la mayor potencia del mundo (y lo seguiría siendo hasta Waterloo).

El calvinismo consiguió muchos adeptos en Francia, sobre todo entre los nobles iluminados. En la noche del 23 al 24 de agosto de 1572, la regente Catalina de Médicis, tras urdir el intento de asesinato del almirante De Coligny, jefe de los partidarios de la Reforma, arrancó a su hijo, el rey Calos IX, la orden de masacrar a los jefes protestantes reunidos en París para los esponsales de Enrique de Navarra con Margarita de Valois (la reina Margot). Hubo más de tres mil muertos, entre ellos Coligny. Entonces se desencadenaron las guerras de religión entre protestantes y católicos. El rey, influenciable y frágil, sobrevivió pocos meses. (Enrique II, su padre y esposo de Catalina, había muerto trece años antes en un torneo, debido a un desgraciado golpe de lanza.)

Enrique III, hermano de Carlos IX, tenía más sentido común. Un personaje complejo, culto, homosexual, que concedía demasiado crédito a sus «jovencillos», aunque conservaba el sentido de Estado.

Cuando los partidarios del catolicismo se hicieron poderosos bajo la dirección de los Guises (la Liga), Enrique III aprovechó la reunión de los Estados Generales en Blois (1588) para llamar a sus habitaciones al duque de Guise, jefe de la Liga. Este último había dejado escapar palabras imprudentes, dando a entender que se iba a sustituir al rey y que él ceñiría la corona. No tuvo ese placer: los guardias de Enrique III lo mataron. A pesar de que, por lo general, se habla del «asesinato del duque de Guise», se trató más de una ejecución que de un asesinato. El legítimo soberano mandó ejecutar a un rebelde, católico, es verdad, pero también sedicioso. El pobre Enrique III sí será realmente asesinado un año más tarde por un monje de la Liga.

Según la orden de sucesión monárquica, al no haber dejado descendencia el hijo de Catalina de Médicis, la Corona debía recaer en Enrique de Navarra. Pero éste era protestante.

Dos principios se enfrentaban en aquel momento decisivo: el religioso (el de Lutero:
Cujus regio, ejes religio)
y el de legitimidad (el de los juristas). Aunque Enrique era protestante, también era de un modo incuestionable el rey legítimo. Los católicos «iluminados» estaban de acuerdo en ello. Pero las masas populares de Francia se mantenían obstinadamente católicas.

Enrique de Navarra tuvo la suficiente inteligencia como para entenderlo: abjuró del protestantismo y así pudo, en 1549, entrar en París. A él se le adjudica la frase: «París bien vale una misa». Si no fue él quien la pronunció, seguramente la pensó. En 1598, ya rey coronado, Enrique IV promulgó el famoso edicto de Nantes, que concedía a los protestantes una cierta libertad religiosa.

A pesar de que el edicto mantenía la prudencia, sus consecuencias ideológicas son inmensas. A partir de su promulgación, se puede disociar religión y ciudadanía. Con esa disociación, el protestante renegado se revela infinitamente más progresista que Lutero y Calvino. Podría decirse que la concepción francesa del laicismo no nació, como se piensa, en 1905, sino en 1598...

Enrique IV fue un gran rey que, junto a sabios ministros como Sully, restableció la ley y el orden y, por lo tanto, la prosperidad. Se conoce su deseo de que todos los franceses pudieran comer su cazuela de pollo en paz («la fractura social», ¡ya!). Vividor, buen amante (un mujeriego), buen dirigente, el 14 de mayo de 1610 moría asesinado por un fanático católico llamado Ravaillac. Pero, gracias a él, el catolicismo (un catolicismo tolerante) había ganado la partida en Europa. Francia no había cambiado.

Aquella victoria de la Iglesia fue mucho mayor porque por fin había comprendido la lección de Lutero y emprendía su reforma. La «Contrarreforma». Desde 1544 hasta 1563, el concilio de Trento, en el que se reunieron los principales obispos y teólogos, sentó las bases de aquella reforma católica.

La Iglesia abrió multitud de seminarios (por una extraña paradoja, en la actualidad también se llaman «seminarios» a las reuniones civiles, a menudo comerciales) destinados a formar a un nuevo clérigo, digno y culto, que pudiera compararse con los pastores protestantes.

Los papas volvieron a tener fe (Pío V). Surgieron muchos héroes católicos, entre ellos Ignacio de Loyola (1491-1556), español que fundó su orden en Montmartre. El 15 de agosto de 1534 creó allí la orden de los Jesuitas, religiosos modernos, sabios, cultos, y fundamentalmente entregados por entero al papado. Muy dóciles y algo maquiavélicos, supieron emplear medios inteligentes «para mayor gloria de Dios»
(Ad majorem Dei
gloriam). Los ejercicios espirituales
de san Ignacio fueron un
best-seller.

Muchos misioneros fueron jesuitas. Pues la Iglesia católica quería evangelizar el mundo. Como los americanos y filipinos ya eran católicos por el hecho de la conquista española, el jesuita Francisco Javier se dirigió, en 1549, a Japón, en donde el catolicismo vivió un gran éxito (que se quebró un siglo más tarde a causa de las persecuciones). Otro jesuita, Mateo Ricci, dejó caer los fundamentos del cristianismo en China y se convirtió en el primer «sinólogo». En Pekín, capital de China desde el siglo anterior, este jesuita admiró enormemente la elegancia de las costumbres en la corte de los emperadores Ming. Multitud de personas cultas chinas se convirtieron, puesto que Ricci adoptó una actitud conciliadora respecto a los ritos del confucionismo, actitud que no siempre se entendió en Roma (la querella de los «ritos chinos»). Ricci se consideraba una especie de mandarín católico. En la India, otro misionero, Nobili, se vestía como un brahmán y se creía un gurú. En Paraguay, los jesuitas lograron proteger eficazmente a los guaraníes de la rapiña colonial (véase la película
La misión).

Y en Europa, la Iglesia católica también recuperaba terreno.

Sin embargo, Inglaterra, convertida en una gran potencia marítima bajo el mandato de la reina Isabel I (1558-1603) —la Inglaterra isabelina—, se le escapaba. En 1588, el rey de España Felipe II, muy católico, envió contra Inglaterra una inmensa flota, «la Armada Invencible», que quedó disuelta en gran medida más por el mal tiempo que por los marinos ingleses (Drake). Sólo regresaron a Cádiz sesenta y tres de los ciento treinta navíos que partieron. Aquella batalla marcó el principio de la supremacía marítima británica.

Pero Irlanda se mantenía obstinadamente fiel al Papa y al catolicismo triunfante en Europa central y oriental (Polonia).

Y, sobre todo, había muchos genios que le rendían honores. Obispos progresistas: Carlos Borromeo (1538-1583) en Milán, Francisco de Sales (1567-1622) en Annency. Místicos de un extraordinario talento literario: la madre Teresa de Ávila (1515-1582) y su amigo Juan de la Cruz (1542-1591), reformadores de los Carmelitas, fueron grandes poetas.
El libro de las moradas
de santa Teresa y
La noche oscura
de san Juan de la Cruz, publicados en 1588 (año de la derrota de la Armada. ¡Las auténticas victorias son ideológicas!); siguen siendo obras maestras de la literatura castellana y espiritual. Por eso Carlos V no estaba equivocado al dirigirse a Dios en español. En el mismo momento, Felipe Neri fundaba en Roma la orden de la Oratoria.

Mientras el protestantismo, algo «iconoclasta», no conseguía inventar su arquitectura, los jesuitas lanzaron una moda que causó furor: la del Barroco. Se inauguró en Roma, en 1568, con la iglesia de
Ges
y triunfará desde Salamanca hasta Cracovia, e incluso en México...

Aquellos acontecimientos dejaron sus huellas. El presidente americano Bush hijo es protestante fundamentalista. Sin embargo, la Unión Europea sigue siendo tan católica que su bandera es la de la Virgen María y se puede hablar de una «Europa vaticana».

Si el Renacimiento fue un período de humanismo y gloria, también fue un período de tragedia: se produjo la muerte de las civilizaciones precolombinas y se vivieron las guerras de religión.

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