Toda la Historia del Mundo (15 page)

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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

BOOK: Toda la Historia del Mundo
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A los campesinos sirios, musulmanes o cristianos, no les expulsaron de sus tierras. El reino cristiano fue un asunto de caballeros y pronto tuvo falta de soldados. Para suplir esa escasez, se fundaron aquellas órdenes poco ordinarias de monjes guerreros que fueron los hospitalarios (en 1113) y los templarios (en 1118). Éstos fueron los que construyeron las formidables fortificaciones que podemos admirar en Siria y Jordania —aún en pie porque nunca fueron asaltadas sino evacuadas por tratados, y no hubo ningún rey con interés en desmantelarlas (como sucedió en Europa). Señalemos en concreto la imponente Kark de los Caballeros. Pero el reino latino, por la escasa inmigración europea, fue frágil.

En 1187, el sultán ayubida de Egipto y de Siria, Saladino (traducción de su verdadero nombre Sala al Din, 1138-1193), aplastó a la cruzada en Galilea y recuperó la ciudad santa en nombre del islam. Los reyes de Occidente, como el francés Felipe Augusto o el inglés Ricardo Corazón de León, hicieron un simulacro de intervención. Pero sólo estaban preocupados por sus reinos y pronto vencieron al sultán, aunque sin recuperar Jerusalén. El único con auténtico interés era el emperador germano Federico Barbarroja, que se ahogó en un río de Cilicia en ll90.

Los cruzados traen consigo una malísima reputación trenzada no tanto por los musulmanes —Saladino y Corazón de León formaban parte del mismo universo guerrero y se respetaban (Sala al Din, por otra parte, había frecuentado las escuelas cristianas)—, sino por los historiadores de la Europa moderna, fascinados por el islam y los «orientalistas».

En realidad, la noción de «guerra santa» no fue un invento de la cristiandad, sino, ya lo hemos dicho, del islam —la
yihad
—, cuatro siglos antes. Es molesto, pero indiscutible. Y los teólogos cristianos necesitaron mucha casuística para utilizarla. Además, recordemos que la primera cruzada fue una guerra defensiva —una contraofensiva victoriosa, para ser más exactos—, en respuesta a la llamada del emperador bizantino amenazado e invadido. Por lo demás, en un siglo, el islam restableció su poder en Oriente Próximo.

Si los cruzados se cubrieron de vergüenza, no fue tanto por los musulmanes como por los judíos y cristianos de Oriente.

Efectivamente, en el año 1204, el dogo veneciano Dándolo (de veinticuatro años de edad) desvió la cuarta cruzada del
Dar al islam
y conquistó la extraordinaria ciudad cristiana de Constantinopla, que, cien años antes, la primera cruzada había acudido a defender. Allí se creó un efímero imperio latino antes de que los bizantinos volvieran a instalarse en 1261 con Miguel Paleólogo.

El Occidente católico asesinó al Oriente ortodoxo. El Imperio griego, después de aquello, no será más que la sombra de sí mismo. Occidente olvidó aquella siniestra etapa y renegó de su parte bizantina (si Belgrado hubiera sido una ciudad católica, no habría sido bombardeada a finales del siglo XX). La ortodoxia lo recuerda. Hay una profunda cicatriz que explica la reticencia de los cristianos de Oriente a unirse a Roma. Y de manera aún más evidente si se tiene en cuenta que el saqueo de Constantinopla por parte de los cruzados fue bárbaro y sangriento: 1204 es la auténtica tara de la aventura de las cruzadas, su inefable vergüenza, no 1099, la contraofensiva de la cristiandad unida en contra de los guerreros turco-árabes.

Las cruzadas tuvieron efectos colaterales beneficiosos para la Europa latina. Estas permitieron a los reyes, que sólo habían participado de puntillas (volvemos a decir que con excepción de Federico Barbarroja y San Luis, quienes murieron en el intento, el primero en las aguas de un torrente anatolio en 1190, el segundo delante de Túnez en 1270), desembarazarse de sus turbulentas tropas de vasallos. Occidente ganó allí la paz, y también la autoridad real.

Por otra parte, el nuevo mundo musulmán y el nuevo mundo medieval estaban hechos para entenderse, los señores turcos tenían la misma concepción del honor que los caballeros. Los intercambios culturales fueron numerosos. El emperador germano Federico II, quien reinó de 1220 a 1250, construyó en Palermo su capital (lejos de Alemania, pues) y admiró mucho las artes musulmanas.

Sobre esta cuestión no hay que tener miedo a romper con las ideas preconcebidas de los orientalistas, que atribuyen al islam una influencia exagerada. En nada disminuye la grandeza de la civilización árabe si se dice que Occidente le debe bastante poco. La España árabe, el
al-Andalus
de Córdoba, fue brillante, y también Granada (en parte gracias a los judíos). Pero, como estaban separadas de la cristiandad por zonas de guerra, no tuvieron la importancia que se les atribuye en la actualidad.

La influencia principal que absorbió la cristiandad católica fue la de Bizancio, cuya función histórica ahora se rechaza. El Imperio de Oriente fue el que salvaguardó la cultura grecolatina. Incluso fue este Imperio el que civilizó a los beduinos de Mahoma cuando, procedentes del desierto, las caravanas de Alá conquistaron Siria y Egipto; sin su mediación, ¿cómo habrían podido aquellos nómadas leer a Aristóteles o a Platón?

En realidad, de las cien informaciones asimiladas por la cristiandad medieval, la mitad proceden de la Iglesia católica romana (a su vez influida por Bizancio. Todos los concilios fundacionales del cristianismo se reunieron cerca de Bizancio), un tercio de Constantinopla (los cruzados, que no dejaban de atravesar las tierras bizantinas para dirigirse hacia Oriente, contribuyeron a ello de manera importante), y sólo un 20% del islam —como mucho—. Se puede discernir, bajo la exageración de la función civilizadora del islam, una especie de «odio a sí mismo» de los occidentales. En cualquier caso, esto no tiene nada de científico.

El efecto más importante de las cruzadas fue el de haber restablecido la preponderancia marítima de Occidente. Ello se debe en gran parte a las ciudades comerciantes y a sus galeras. A Venecia y a Génova principalmente. Ya hemos mencionado la mala actuación del
dogo
de Venecia en 1204. Pero, desde el principio, los navegantes italianos tuvieron una participación decisiva en las cruzadas.

Las dos ciudades son tan opuestas en todo como las dos orillas típicamente mediterráneas que las albergan. En Génova, la montaña se lanza al mar; en Venecia ocurre al contrario, la laguna es la que inunda la tierra llana. Las dos ciudades fueron competidoras y se enfrentaron en guerras (la más encarnizada, la guerra de Chioggia, entre 1378 y 1381, vio a los genoveses instalarse hasta en los alrededores de la laguna veneciana), pero acabó triunfando Venecia. Aquí se puede apreciar un determinismo geográfico: las calas genovesas separan las ciudades empujando hacia la dispersión, mientras que para dominar las traidoras aguas de la laguna, se impone un fuerte poder centralizado.

Tras 1204, Venecia dominó un auténtico imperio marítimo, una talasocracia: Dalmacia, Split, Zara, Grecia y sus islas. Poseía Creta y Chipre. El Peloponeso fue veneciano hasta el siglo XVIII, y las islas Jónicas hasta que Napoleón las ocupó. La
Serenísima
comerciaba desde China hasta el Báltico (Marco Polo era veneciano). Practicaba la contabilidad por partida doble, la letra de cambio. Su arsenal, en donde se construían las galeras de combate, fue durante mucho tiempo la gran fábrica del mundo. Dante habla de ello en
La divina comedia
. Génova nunca supo sobrepasar los picos que la dominan; Venecia, al contrario, consiguió un vasto dominio terrestre (Verona, Padua).

Venecia se mantuvo como una República medieval aristocrática: «la Serenísima República dominante». Nosotros solemos llamarla «Serenísima» (muy tranquila); los contemporáneos la llamaban la «Dominante». De cualquier modo, su gobierno fue muy admirado. El Senado había comprendido que era necesario pagar dignamente a los obreros; por lo tanto, Venecia no conoció las luchas sociales que desgarraron otras ciudades medievales. También escapó de la tiranía y se mantuvo como República. Y para terminar, Venecia supo inventar una arquitectura admirada por Froissart, quien la evocaba como «la más triunfal ciudad» que él jamás había visto.

De este modo, los navegantes italianos dominaron el Mediterráneo, igual que lo hicieron los fenicios y griegos dos mil años antes.

El apogeo medieval llegó a su fin en el siglo XV.

Primero hubo una gigantesca y mortífera epidemia de peste. La «gran peste» asoló Europa de 1347 a 1352, sin llegar a desaparecer del todo en los años posteriores. De esta época datan las
Danzas macabras
. La mitad de la población europea y quizá asiática (puesto que la epidemia llegaba de China) murió en pocos años. Ni siquiera había tiempo para enterrar a los muertos, a los que se quemaba o amontonaba en fosas comunes.

Una catástrofe formidable. Pero la cristiandad mostró su solidez sobreviviendo a ella. Al mismo tiempo —y quizá porque, como dice el refrán, «las desgracias nunca vienen solas»—, el «óptimo climático» llegó a su fin. El clima global se enfrió, haciendo salir a los vikingos de Groenlandia. Entonces empezaron climatologías más duras. Se trata de lo que los especialistas han llamado «una era glacial menor»: no una auténtica glaciación, sino un evidente enfriamiento. El Sena se helaba en invierno. Esta era glacial menor durará seis siglos —hasta la guerra de 1914-1918—. El calentamiento climático del que tanto se habla, y no sin razón, empezó realmente a partir de 1960.

Con la peste y el frío, los tiempos felices de la cristiandad medieval habían terminado. Pero hoy en día podemos situar aquellos siglos entre los más fecundos de la humanidad y comparar el «milagro gótico» con el «milagro griego» incluso concediendo ventaja al primero (la mujer, la técnica) sobre el segundo; más aún si tenemos en cuenta que la curva del progreso no se ha detenido desde la Edad Media.

Capítulo
13
El nacimiento de las naciones. La guerra de los Cien Años

E
L SIGLO
XIV conoció otra catástrofe: la guerra de los Cien Años. A Hugo Capeto le sucedieron en Francia sus descendientes directos hasta 1328. En esa fecha, se enfrentaron dos candidatos al trono: el hijo de un hermano del rey difunto (un sobrino, por lo tanto), Felipe de Valois, y el hijo de su hija (un nieto), Eduardo, que se había convertido en rey de Inglaterra con el nombre de Eduardo III y que, en 1337, reivindicó la corona de Francia.

La Edad Media había inventado la legitimidad monárquica hereditaria, acabando de este modo con uno de los grandes motivos de agitación del Imperio romano: la incertidumbre sobre la sucesión. Con la monarquía medieval dejó de existir el vacío de poder: «¡El rey ha muerto, viva el rey!», decían los juristas, afirmando con ello que la defunción de un soberano traía consigo de manera automática la llegada al poder de su sucesor.

Existía un orden de sucesión. Cuando Carlos IV murió en 1328, su pariente de sangre más próximo era su hija, madre de Eduardo III. En derecho medieval, la cuestión no planteaba ninguna duda. Pero los barones de Francia no quisieron un rey «extranjero». Invocaron una ley franca, la ley sálica, que excluía a las mujeres del orden sucesorio. Según el derecho feudal estaban equivocados, pero según la opinión pública francesa tenían razón. Esto significó el principio de la guerra de los Cien Años. Una simple querella de sucesión, que afectaba poco a los pueblos, se convirtió en una guerra entre Francia e Inglaterra.

El reino de Francia, con sus quince millones de habitantes, era el más poblado de Europa; Inglaterra sólo contaba con cuatro millones. Pero la paradoja fue que la idea, «progresista» en la época, de «un rey nacional» la defendía un ejército arcaico de caballeros que peleaban «cada uno por su propio fin», mientras que la concepción «reaccionaria» del pretendiente de Londres estaba apoyada por un ejército muy moderno de burgueses disciplinados.

Así pues, los partidarios de Valois padecieron una serie de sangrientos desastres que diezmaron la caballería francesa: Crécy en 1346, Poitiers en 1356, en donde Juan el Bueno cayó prisionero.

Encabezado por el Valois Carlos V y su general Guesclin, se produjo un levantamiento, pero su hijo Carlos VI era un enfermo mental y, por este motivo, los partidarios del otro lado del canal de la Mancha encontraron aliados en el continente; en particular el poderoso duque de Borgoña (1404-1419), quien desde su encantadora ciudad de Dijon extendía su señorío feudal hasta Flandes. La nobleza borgoña, las más de moda en Francia, prefería claramente al soberano inglés antes que al pobre rey loco de París. Esta nobleza carecía por completo de sentimiento nacional alguno (así ocurrirá a menudo en Francia con las clases dirigentes).

El 25 de octubre de 1415, lo que quedaba de la caballería fiel a los Valois fue aplastado en Azincurt. Y, en 1420, con el tratado de Troyes, se pone un fin teórico a la querella dinástica, reconociendo al pretendiente inglés como rey de Francia, con el nombre de Enrique V. Puesto que entonces Enrique V era sólo un niño, un regente inglés, el duque de Bedford, se instaló en París.

Quedaba aún un Valois, el enclenque Carlos, refugiado al sur del Loira, pero la Francia más rica, la de la cuenca del Soma y del Loira, estaba ocupada por los ingleses, y Borgoña era casi independiente.

Esto significaba no haber tenido en cuenta la opinión pública, la de las «buenas gentes» del reino. Ya que Francia empezaba a existir en sus corazones. Aquella originaria fusión entre el Mediterráneo y los mares del Norte, creada de un modo accidental por el tratado de Verdún en 843, había alcanzado el éxito. Era deseada.

Con más motivo aún, cuando el único poder supra-nacional, la Iglesia, estaba dividida por el «Gran Cisma»: varios papas se disputaban el poder eclesiástico entre Aviñón y Roma. Fue necesario un concilio, el de Constanza (en 1417), para acabar con el cisma, pero el prestigio del papado se tambaleaba. En Bohemia, un héroe checo, Juan Hus (1369-1415), había sublevado al pueblo contra Roma. Y casi en todas partes, un sentimiento nacional tomaba el relevo al sentimiento de unidad católico.

Así las cosas, los pretendientes ingleses a la corona de Francia habían cometido el error de ignorar aquel sentimiento nacional. Al ser grandes señores feudales dentro del reino (y además hablar francés), habrían podido utilizar a las tropas francesas para apoyar su querella. Pero por razones de comodidad (Inglaterra era más sumisa) y de modernidad (los soldados ingleses, arqueros e infantería, eran más disciplinados), prefirieron utilizar a los soldados llegados del otro lado del canal de la Mancha, a los que los campesinos llamaron «godos» porque juraban en inglés:
God Damned!

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