Read Toda la Historia del Mundo Online
Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot
Tags: #Historia
Éste fue un error fatal que permitió la intervención de una de las figuras más extrañas de toda la Historia: Juana de Arco. Los franceses querían que les gobernasen quienes compartieran su cultura. Los griegos de la Antigüedad habían tenido la misma exigencia, lo que justificó la guerra contra los persas. Pero como el patriotismo todavía nunca había superado el marco de la ciudad, los imperios fueron multiculturales. El milagro francés, como subrayó el historiador Pierre Chaunu, fue transferir a una inmensa realidad (para la época) el fervor que sentía el ciudadano ateniense que podía contemplar la Acrópolis desde su casa o sus campos.
Nacida en 1412 en Domrémy, junto al río Mosa, en la misma frontera del reino —de ahí el apodo de «Lorraine»—, Juana era hija de unos campesinos destacados.
En aquella región, el capitán local, asentado en Vaucouleurs, era partidario de los Valois. Los campesinos también. La aldea se mantenía bien informada. No había ni radio, ni televisión, ni periódicos, pero los vendedores ambulantes, junto a sus mercaderías, llevaban las últimas noticias. Juana estaba más interesada en la política de lo que hoy en día se interesarían las personas de su edad (dieciséis años). Ella lamentaba «la gran piedad del reino de Francia».
Las gentes canturreaban un estribillo que demuestra hacia dónde dirigían sus simpatías: «Amigos míos, ¿qué le queda a este delfín tan amable?» (se trataba del delfín Carlos). Y enumeraban las pocas tierras que no estaban ocupadas por los ingleses: «Orleans, Beaugency, Notre-Dame-de-Cléry, Vendóme».
Es comprensible que la noticia de que los invasores habían sitiado Orleans agitara la aldea. Juana pensó que había que acudir en ayuda del delfín (nombre del heredero de Francia: por tradición «el señor del Dauphiné», como el heredero de España es el Príncipe de Asturias). Un banal pensamiento, es cierto, para una patriota. Pero lo que resulta extraordinario es que creyera que ella misma, una chica de diecisiete años, podría liberar el país. Esta idea se le imponía (a través de unas voces) y fue a ponerse bajo las órdenes del señor del castillo local, quien la devolvió a casa de su padre. Pero insistió tantas y tantas veces que el capitán mandó que le dieran un pequeño séquito y un caballo. Con tres o cuatro caballeros a sus órdenes, se dispuso a acudir junto al delfín.
Carlos estaba instalado al sur del Loira, en Chinon. Vestida de hombre, Juana recorrió a caballo (montaba muy bien, como hija de notables) cerca de quinientos kilómetros en tres semanas. Cabalgaba cruzando la Francia ocupada, en pleno invierno y a menudo por la noche —para escapar de los soldados ingleses—. Llegó a Chinon el 8 de marzo de 1429.
Carlos la envió a Potiers para que una comadrona y unos expertos la reconocieran (examen de virginidad). La virginidad de Juana no resulta sorprendente: sólo tenía diecisiete años y había sido prometida. Su inteligencia sí que lo era. A los juristas del delfín, que precisamente le preguntaban: «Si Dios quiere la marcha de los ingleses, ¿para qué necesita soldados?», les respondió: «Las personas de la guerra combatirán y Dios les dará la victoria».
Al final, el delfín se decidió a jugar con Juana su última carta. Ella obtuvo permiso para acompañar al último ejército francés a Orleans. Aquel ejército estaba bajo el mando de sólidos y robustos hombres. Dunois, el Bastardo de Orleans, el duque de Alençon y Gilles de Rais quedaron subyugados por aquella joven (
Pucelle
, su apodo, quiere decir sencillamente «chica joven»). Liberaron Orleans y, el 18 de junio de 1429, aplastaron al ejército inglés en Patay.
Pero Juana tenía una cabeza política y se daba cuenta de que la victoria militar no bastaba para legitimar al delfín. Convenció al delfín de que acudiera al arzobispado de Reims para ser coronado y le acompañó.
La liberación de Orleans y la figura de Juana suscitaron una especie de insurrección general de los campesinos.
Aunque Reims estuviera en la Francia ocupada, los ingleses se encontraron en una difícil situación y se replegaron a Normandía. En julio de 1429, Carlos fue coronado en Reims con el nombre de Carlos VII. La partida política estaba ganada.
A partir de ese momento, Carlos VII sólo protegió a la
Pucelle
de lejos. Tras haber tomado Compiègne, los borgoños la capturaron y la vendieron a los ingleses. Éstos, queriendo desacreditarla, hicieron que fuera juzgada por bruja en Ruán. Su proceso es el prototipo de un proceso político. El 30 de mayo de 1431, Juana fue quemada en la hoguera. Tenía diecinueve años. Veinte años más tarde, Carlos VII, que no quería sustentar su trono en una bruja, mandó organizar un proceso de rehabilitación, al término del cual quedó anulada la condena de bruja.
André Malraux escribió sobre Juana una magnífica oración fúnebre:
Juana era muy femenina. No por ello dejó de demostrar una incomparable autoridad. Esta jovenzuela exasperó a los capitanes, a los que quería enseñar el arte de la guerra. En aquel mundo en el que Ysabeau de Baviera había firmado en Troyes la muerte de Francia, anotando sencillamente en su diario la compra de una nueva pajarera, en aquel mundo en el que el delfín dudaba de ser delfín, Francia de ser Francia, el ejército de ser un ejército, ella rehízo al ejército, al rey y a Francia. Ya no quedaba nada, y de pronto, una esperanza; de ella fueron las primeras victorias que restablecieron el ejército. Más tarde, por ella y en contra de casi todos los jefes militares, la coronación que restableció al rey...
Veinte años después de su muerte, Carlos VII, al que atormentaba haber sido coronado gracias a una bruja, ordenó el proceso de rehabilitación.
Su madre fue a presentar el decreto del Papa por el que se autorizaba la revisión. Volvió todo el pasado y salió de la vejez como se sale de la noche. Había transcurrido un cuarto de siglo. Los pajes de Juana se habían convertido en hombres maduros.
Todos habían visto o se habían cruzado con aquella joven. El duque de Alençon la había visto, una noche, desnuda mientras se vestía, cuando junto a muchos otros se acostaba sobre la paja:
«Era bella —dijo—, pero nadie hubiera osado desearla».
Ante los atentos escribas, el jefe de la guerra recordó aquel minuto, hace ya veintisiete años, a la luz de la luna.
La historia de Juana de Arco no es una leyenda. Es la mujer de la Edad Media sobre la que más documentación existe porque hubo dos procesos, el de condena y el de revisión. Dos «grandes procesos», así los vivieron los hombres de leyes de la época, de los que se conservan centenares de páginas de la instrucción, en varios ejemplares: interrogatorios, declaraciones, etcétera.
Aquella extraordinaria y breve aventura es rica en enseñanzas.
En primer lugar, la importancia de la adhesión popular (como ya hemos señalado a propósito de la Atenas de Pericles): Juana fue la abanderada del pueblo de Francia. Hizo cambiar la opinión campesina, y la hostilidad del pueblo les puso las cosas muy difíciles a los ingleses.
Es absurdo legar la figura de Juan de Arco a un Le Pen. Juana fue antes que nada una resistente. Y si hay alguien estúpido, no fue ella, sino el obispo Cauchon, que la condenó en Ruán. Por otra parte, ella no detestaba a los ingleses; sólo deseaba verles de regreso a su país.
La función de lo profético en la Edad Media permite explicar la importancia de Juana. Hoy su historia nos resulta incomprensible. A Juana no se la recibiría en el Elíseo. Los generales no la obedecerían. Por otra parte, historiadores fantasiosos intentan encontrar en la historias de Juana atribuciones inconfesables. Dicen que era un pariente secreto del delfín y otras banalidades. Todo eso es ridículo. Los reyes medievales creían que Dios podía dirigirse a ellos por mediación de cualquiera. Creían (igual que el Israel bíblico) que había profetas. Juana fue un profeta del patriotismo francés.
Vox populi, vox Dei
, “la voz del pueblo es la voz de Dios”, afirma una máxima eclesiástica.
Por fin, la historia de Juana confirma, tras la de Eloísa (quien tenía la misma edad, pero procedía de un medio literario parisiense, en lugar de un medio rural provinciano), el extraordinario feminismo de la Edad Media. A pesar de las apariencias, nuestra época es mucho menos feminista que la de Juana. No olvidemos que en 1429, en el momento de sus victorias, Juana sólo era una joven de diecisiete años. Pues esa joven cambió realmente la historia del mundo; Francia e Inglaterra, las más viejas naciones de Europa, también eran las primeras potencias del momento.
Se podría añadir que la debacle de las élites es algo bastante frecuente. Mientras que generales, juristas, obispos y barones colaboraban o se echaban a dormir, una joven desconocida supo levantar Francia.
E
N EL SIGLO
XV cambia la escena. Este cambio viene anunciado por una mala noticia para la cristiandad: la toma de Constantinopla por parte de los turcos el 29 de mayo de 1453.
Algunos historiadores consideran esta fecha como la que pone punto final a la Edad Media e inaugura los «tiempos modernos». Hemos visto a los turcos, unos nómadas islamizados, conquistando Bagdad el año 1055 y colocando a su sultán a la cabeza del islam (la dinastía Selyuquí), al que restituyeron la fuerza conquistadora que desencadenó la contraofensiva de las cruzadas. Como Oriente estaba debilitado por el «asalto» de 1204, fueron los turcos quienes se encargaron de la ofensiva. El sultán Mahoma II consiguió tomar Constantinopla; el último emperador bizantino, Constantino IX, encontró una muerte gloriosa durante el asalto.
Curiosamente, Occidente, excepto venecianos y genoveses, que acudieron de manera esporádica en su ayuda, pareció desinteresarse de la caída de Bizancio. Sin embargo, los otomanos no se limitaron a Constantinopla, sino que siguieron con la conquista de los Balcanes, bajo el mando de un sucesor de Mahoma II, Solimán el Magnífico (1494-1566). Sólo los austríacos detuvieron a los turcos ante las puertas de Viena, en 1529. Éstos volverán a atacar Viena en 1683; el Imperio turco no se destruirá hasta el año 1918. No se puede entender nada de los problemas actuales de los Balcanes si se olvida al Imperio otomano.
La caída de Constantinopla aparece como una gran victoria del islam. Con tres restricciones, en cualquier caso.
En primer lugar, la cristiandad, junto con Génova y Venecia, conservaba la hegemonía naval en el Mediterráneo. Los turcos eran soldados de infantería. En el mar, sólo podían contar con los corsarios bereberes (Argelia, Túnez), crueles con sus prisioneros y molestos en los puertos pesqueros, pero no realmente peligrosos. Por otra parte, Génova y Venecia se acomodaron bastante bien al dominio otomano en los Balcanes (Venecia conservó en aquella zona las islas, el Peloponeso, Creta y Chipre). Aquellos negociantes no hacían demasiado caso de la religión y, al margen de las crisis, comerciaban con la «Sublime Puerta» (nombre oficial del Gobierno del sultán), que a sus ojos sencillamente sustituía al Imperio romano de Oriente.
Luego, los bizantinos, antes de perder su independencia, habían «transmitido la llama» de su cultura y de la ortodoxia a una recién llegada: Rusia. Primero fue en Kiev, cuyo rey, Vladimir, se había convertido al cristianismo y se había casado con la hermana de Basilio II en 988; a continuación, a partir del siglo XIV, en Moscú, donde Iván el Terrible (1530-1584) acabó por asumir el título imperial (zar = César).
Por fin, y fundamentalmente, los europeos dejaron actuar a los turcos porque los occidentales en ese momento daban la espalda al Oriente clásico: habían iniciado la conquista de la Tierra. Los musulmanes no se dieron cuenta de que su mundo saheliano se había deformado y convertido, de alguna manera, en «provinciano».
Paradójicamente, la caída de Constantinopla desencadenó lo que se llama el «Renacimiento».
Durante el sitio, centenares de intelectuales y dirigentes griegos habían huido de la ciudad para llegar a Italia. Muchos lo lograron; uno de ellos, Besarión (1400-1472), incluso se convirtió en cardenal de Roma y fundó la biblioteca de Venecia.
Aquellos intelectuales provocaron en Occidente una auténtica revolución.
Se podría decir que el rasgo distintivo de la «modernidad», lo que la distingue de las civilizaciones «tradicionales», es la exaltación del individuo, el espíritu crítico y de cambio. Tres características que hasta entonces nunca se habían dado juntas.
La Antigüedad practicaba dos de ellas: conoció flamantes individualidades (Alejandro, Aníbal, César) y un sentido crítico llevado hasta el cinismo (Diógenes), pero concebía mal el cambio, su visión del tiempo era la del «eterno retorno» (que aparece hasta en la Biblia: «Nada nuevo bajo el sol», dice el
Eclesiastés
).
La Edad Media conjugaba otras dos: fue propicia a 'as individualidades (la extraordinaria aventura de Juana de Arco da testimonio de ello) y le gustaba el cambio. Ya hemos visto cuántos inventos mayores (la brújula, el cañón) pudieron florecer en aquella época. Pero la Edad Media no estaba muy abierta al espíritu crítico, a causa de la influencia de la Iglesia católica.
Cuando centenares de intelectuales griegos, huyendo de los turcos, recalaron en Italia, llevaron precisamente allí el espíritu crítico que faltaba, además de toda una parte olvidada de la Antigüedad (fundamentalmente a Platón, ídolo del cardenal Besarión).
Por primera vez se encuentran unidas las características de la modernidad: iniciativa individual, gusto por el cambio y sentido crítico. Aquello fue una explosión.
Esto viene a confirmar lo que hemos intuido desde el principio: la Historia depende infinitamente más de factores ideológicos que de factores económicos. A pesar de las apariencias, son las ideas las que mueven el mundo.
Aquella explosión tuvo como actores principales a dos países nuevos: España y Portugal.
Desde las invasiones árabes, la historia de la península ibérica había sido la de la lucha de pequeños príncipes cristianos, que conservaban su independencia cerca de los Pirineos, contra los musulmanes, lucha que se llamó Reconquista.
En 1469, Isabel de Castilla, soberana de un reino cristiano continental, se casó con Fernando de Aragón, un reino marítimo alrededor de Barcelona y de Valencia. Esta unión multiplicó la fuerza de los Reyes Católicos.