Read Toda la Historia del Mundo Online
Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot
Tags: #Historia
En la India, con Dupleix, los franceses lograron, de acuerdo con los soberanos mongoles en plena decadencia, imponer su protectorado desde Pondichéry hasta los rajás o príncipes de seis provincias de la península del Dekkán.
En 1750, los franceses dominaban América del norte y el subcontinente indio. Los ingleses no podían aceptar aquello. Para Inglaterra, que no se abastecía a sí misma, el dominio de los océanos era una apuesta vital. De 1756 a 1763, la guerra de los Siete Años enfrentó en ultramar a ingleses contra franceses. La desproporción de las fuerzas y de la población era grande; la diferencia de motivación de los gobiernos y de los pueblos también. A Francia, muy rica, profundamente integrada en el continente europeo, con un rey inconstante, Luis XV, le preocupaba mucho menos ultramar que al Reino Unido. Recordemos las despectivas palabras de Voltaire sobre los «arpendes
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nevados» americanos.
El marqués de Montcalm (quien cosechó varias victorias sobre los ingleses), a pesar de su valentía y talento, no pudo impedir la pérdida de Québec (1759), ciudad ante la cual cayó gravemente herido. Aun así, de allí fue a la India. El subcontinente pasó a estar bajo un dominio británico que durará hasta 1947. (La última resistencia india, la de la confederación de los Maratás, se romperá en 1618) En 1784 se promulgó el
Acta de la India,
por la que la India pasó a ser el
Raji
británico. En 1763, el tratado de París decretó la muerte del primer Imperio francés de ultramar (excepto las Antillas) y el triunfo de Inglaterra sobre los océanos:
Rule Britannia.
Si Luis XV hubiera sido más combativo, el mundo hoy sería francófono.
Aunque los franceses aceptaron bastante bien la pérdida de sus colonias, conservaron una cierta inquina contra los ingleses. Cuando los colonos ingleses de América se levantaron contra su metrópoli, los franceses salieron volando en ayuda de los «insurgentes».
Así, en 1776, los colonos ingleses de Boston y de Nueva Inglaterra se sublevaron contra Inglaterra, desde donde se les imponía pesados impuestos sobre la exportación y la importación. Como quien no quiere la cosa, la insurrección ganó en las trece colonias y George Washington, un rico terrateniente de Virginia, fue nombrado general.
La opinión pública francesa apoyó a los sediciosos con más ímpetu aún porque éstos —al menos sus jefes— se guiaban por las ideas de los filósofos franceses. En 1778, Benjamin Franklin fue enviado a París. Muchos jóvenes aristócratas cruzaron el Atlántico para pelear al lado de los insurgentes, el más conocido de ellos fue La Fayette (1757-1834). En aquel momento (igual que en la «guerra civil española» del siglo XX), los intelectuales franceses, cuando apoyaban una causa no se limitaban a dar su opinión en televisión: acudían al frente.
En cualquier caso, los rebeldes solos no habrían podido expulsar al ejército inglés. Es una constante: si es cierto que la pura fuerza no basta para establecer un dominio permanente, una guerrilla siempre se muestra impotente para vencer a un ejército regular.
Fue necesario que el gobierno de Luis XVI, a modo de revancha contra Inglaterra, declarara la guerra en 1778 a la Corona británica, que la marina francesa de De Grasse impusiera su ley sobre la marina inglesa (aquélla fue la única vez: los ingleses aprendieron la lección) y se revelara capaz de transportar a América un cuerpo expedicionario de treinta mil hombres comandados por el general Rochambeau, para que el ejército inglés capitulase, la derrota de Yorktown en 1781. Sin el poder militar y naval francés, Washington y sus insurgentes nunca hubieran podido vencer a las tropas del rey de Inglaterra.
En 1783, el tratado de Versalles decretó la independencia de las colonias sublevadas, que adoptaron el nombre de Estados Unidos de América.
Veinte años después del tratado de París, el tratado de Versalles (1783) era una extraordinaria venganza para los franceses. No obstante, no sacaron ninguna ventaja de aquello, mientras que el Reino Unido se consolaba de la pérdida de América (conservaban Canadá, el reino francés no aprovechó la ocasión para liberar a la población de Quebec, sometida desde 1763 al dominio inglés) consolidando su poder en el subcontinente indio: el Acta de la India data precisamente de 1784.
Pero un nuevo actor entraba en escena: Estados Unidos.
La Constitución americana, adoptada el 17 de septiembre de 1787, creaba una República federal de la que George Washington fue el primer presidente. En realidad, creaba una nación:
We the People,
«Nosotros, el Pueblo», son las primeras palabras de la Constitución federal. Por primera vez veía la luz una República según los deseos de los intelectuales franceses. Pues Francia, en el siglo XVIII, fue más grande por sus letras que por sus armas.
Todo el mundo conoce a Voltaire (1694-1778) y sus cuentos, a Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) y su famoso
Contrato social
(1762). Las ideas de Rousseau, más que las de Voltaire, están de moda actualmente. Él es el inventor del «niño rey»:
Emilio
fue publicado el mismo año que el
Contrato.
Los principios constitucionales de Montesquieu en
El espíritu de las leyes
(1750) —la separación de poderes— inspiraron ampliamente la Constitución americana.
Publicados entre 1791 y 1792, los diecisiete volúmenes de la
Enciclopedia,
de la que Diderot y D'Alembert fueron los principales redactores, presentan una síntesis general del saber humano y hacen del francés la lengua universal, afirmando en todas partes la preeminencia de la razón sobre los dogmas.
Racionalistas y humanistas, los filósofos de la Ilustración no eran demócratas; se enorgullecían del «despotismo ilustrado». Es cierto que Rousseau concebía la idea de una democracia, pero en ese punto estaba solo.
Como a Voltaire y a Diderot los recibían los reyes extranjeros, se especializaron en proporcionar consejo a los soberanos. Hoy se considerarían
coaching
—término adoptado de los americanos y que procede del francés
co
cher
«dirigir»
(le cocher d'un fiacre
[el cochero de una calesa])—. Escribían a Catalina de Rusia y a Federico de Prusia, y recibían de ellos decenas de cartas. Pero Catalina II y el gran Federico no eran precisamente demócratas...
Se puede establecer una filiación entre el despotismo ilustrado de los filósofos y los bienpensantes contemporáneos (de calidad literaria muy inferior, es verdad, a los del siglo XVIII). Las semejanzas son asombrosas: el cosmopolitismo; la idea de que el pueblo es demasiado ignorante como para ser libre; el libertinaje; la buena conciencia y la predilección por las causas humanitarias pero, a poder ser, lejanas (el terremoto de Lisboa); una disposición excepcional a la incoherencia ideológica (ideología humanista, pero con barcos de negreros en propiedad); y para terminar, una sorprendente facultad para precipitar la catástrofe debido a su comportamiento.
Cuando las duquesas encontraban a Rousseau «tan espiritual» y le reían sus ocurrencias a mandíbula batiente, no imaginaban que ellas mismas, un día, iban a perder sus bonitas cabezas. Es interesante comprobar cómo se pueden superar las ideas con su puesta en práctica. ¿Podía Rousseau imaginar a Robespierre?
La Ilustración
(Aufklärung
[Luces] en alemán) fue, sin embargo, un formidable movimiento de libertad y de emancipación. La idea de la igualdad entre los hombres sobrevive a cualquier moda. Ya conocemos las palabras de uno de los personajes de
Las bodas de Fígaro
de Beaumarchais, un hombre del pueblo respondía a un noble que hacía ostentación de su arrogancia: «¡Usted sólo se ha preocupado de nacer!».
Aquellas ideas subversivas encontraron un hueco en la francmasonería. Las corporaciones obreras de la Edad Media, en particular la de los albañiles
(francs
quiere decir libres y
maçon
albañil), disfrutaban de libertades corporativas. Unos intelectuales pensaron refugiarse en ellas y fueron muy bien recibidos por los albañiles (por eso el mandil y la trulla). Progresivamente, las «logias» se convirtieron en sociedades de libre pensamiento y perdieron su carácter profesional. La Gran Logia de Londres, llamada especulativa (y ya no obrera), fue fundada en 1717. En Francia, la francmasonería se desarrolló a través de los exiliados ingleses, a partir de 1725, y conoció una rápida expansión bajo el impulso del Duque de Orleans, que fue el primer Gran Maestre de la Gran Logia de Francia en 1773.
El Siglo de las Luces tiene su lado oscuro. Fue la gran época de la trata de negros, en virtud del progreso de la navegación.
África (exceptuando el Magreb, Egipto y Etiopía) permanecía en la prehistoria; era un continente de tribus nómadas, muy a menudo de pastoreo o agrícolas, pero sin nada semejante a los Imperios azteca o inca. Ya hemos señalado que «prehistórico» no tiene ningún significado moral. Las civilizaciones africanas producían arte, religión y belleza, pero no estados en el sentido histórico de la palabra. Estaban indefensas frente a la gente que llegaba del extranjero, de la que sólo les protegía la inmensidad del continente, impenetrable: el Sahara, al norte, y la gran selva ecuatorial, hostil al ser humano, en el centro.
Los fenicios y los portugueses la habían bordeado, en sentido inverso unos de otros, pero sin penetrar en su interior. Allí sólo fundaron enclaves comerciales. En lo que se refiere a los jinetes de Alá, los había detenido la selva.
No obstante, prosperaba el tráfico de esclavos, las tribus africanas eran incapaces de resistir frente a los comandos bien organizados y armados. También hay que tener el valor de reconocer que muchos de los jefes africanos hacían su negocio con aquello y se llevaban su porcentaje.
En un principio, la trata fue por parte de musulmanes y árabes, a través del desierto y con las caravanas, o por mar desde Zanzíbar hasta el golfo Pérsico.
Con los grandes descubrimientos, los europeos se incorporaron a la trata, la cual tuvo su punto álgido en el siglo XVIII. Las plantaciones de Las Antillas y Virginia no podían mantenerse sin abundante mano de obra. Los indios de América latina, personas habituadas a la altitud (la cordillera de los Andes, el altiplano mexicano), no soportaban el calor. Por lo tanto, se importaron negros.
La navegación triangular producía grandes beneficios. El barco negrero salía de Londres o de Nantes repleto de abalorios, llegaba al golfo de Guinea e intercambiaba los abalorios por los esclavos. Luego vendía a los esclavos en Las Antillas o en Virginia y cargaba azúcar o algodón y volvía a Londres o a Nantes. Cada barco negrero transportaba centenares de esclavos, muchos de los cuales morían en el camino.
Podría decirse que la esclavitud es el pecado original de Norteamérica, el fuerte racismo de los puritanos la permitía. El desprecio hacia los negros se mantendrá vivo mucho tiempo en Estado Unidos, hasta la llegada del movimiento de los derechos cívicos y Martin Luther King. En las tropas que desembarcaron en Normandía, en junio de 1944, sólo había blancos, excepto los conductores y el personal de servicio. En efecto, no se consideraba a los negros dignos de entrar en combate (cuando la segunda división blindada del general Leclerc fue transportada de Marruecos a Inglaterra con vistas al desembarco, se le pidió que «blanquease» sus filas, y Leclerc se vio obligado a deshacerse de excelentes tiradores africanos que le seguían desde El Chad).
El tráfico de negros devastó el África negra. Directa o indirectamente, causó decenas de millones de muertos, un auténtico genocidio durante siglos. La trata por parte de los árabes (a menudo silenciada por los bienpensantes) y la trata del siglo XVIII fueron igualmente destructoras para el continente africano. Sin embargo, es la causa de la fuerte comunidad negra de Estados Unidos (o de Brasil), del gospel y del jazz.
Al margen de la devastación de la trata, el siglo XVIII fue una época de paz para los pueblos; sin interés en las guerras marítimas. (Excepto el injusto reparto de Polonia entre Rusia, Austria y Prusia.) La agricultura hizo grandes progresos, los sabios se interesaron en ella (los fisiócratas). Se elevó el nivel de vida, cedió el bandolerismo. Por fin se respetaron las libertades (salvo las de los negros). Incluso se humanizó la guerra, plegándose a los derechos de las personas: los estatutos de los prisioneros, de los no combatientes, etcétera.
Nunca el pensamiento, a pesar de las hipocresías señaladas anteriormente, fue tan libre y tan alegre. «Quien no haya conocido esta época —dirá Talleyrand— ignora lo que puede ser la alegría de vivir.»
El Siglo de las Luces también fue el siglo de la música sinfónica.
Las músicas tradicionales de todos los países se parecían, eran algo monótonas. Desde la Edad Media, la música polifónica, el canto gregoriano y el canto ortodoxo, había florecido en los monasterios tanto de Occidente como de Oriente.
La revolución técnica del Renacimiento permitió la puesta a punto de nuevos instrumentos (el clavicordio, el piano) y el perfeccionamiento de las claves de lectura (el solfeo).
A la Contrarreforma la acompañó la creación de una fabulosa música barroca. En el Siglo de las Luces trabajaron y vieron extraordinarios compositores: en Viena, Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) y en la corte del Elector de Colonia, Ludwing van Beethoven (1770-1827), por citar sólo a los más geniales.
Francia fue la patria de las nuevas ideas; Alemania y Austria las de la música sinfónica; Italia siguió siendo la de la ópera, desde que Monteverdi (1567-1643) estableció el modelo del género. De aquella época data La Scala de Milán, construido por orden de María Teresa de Austria.
L
ENIN LLAMABA
a la Revolución francesa de 1789, la «Gran Revolución». Tenía razón. Para los historiadores, la Revolución de 1789 fue un acontecimiento mayor, la revolución por excelencia.
Fue un acontecimiento tan imprevisible que, al principio, nadie lo entendió. Chateaubriand lo señaló:
Cuando estalló la Revolución, los reyes no la entendieron: la vieron como una revuelta cuando deberían haberla visto como el cambio de las naciones. Pensaron que sólo se trataba de ampliar sus estados con algunas provincias arrancadas a Francia. Creían en la antigua táctica militar, en los antiguos tratados diplomáticos, en las negociaciones de despachos...