Read Toda la Historia del Mundo Online
Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot
Tags: #Historia
La
virtus,
la virilidad intelectual, la fuerza moral de los romanos, fue grande durante mucho tiempo: lo fue la de un tal Cincinnatus, nombrado «dictador», quien, con el deber cumplido, volvió a sus campos; o la de Dentato cuando respondió a los enemigos de Roma que querían comprarla: «Decid a los que os envían que los romanos prefieren mandar a los que tienen el oro más que poseerlo».
Roma, potencia continental, vivió en paz con Cartago hasta el día en que los romanos quisieron conquistar Sicilia, de la que los cartagineses poseían la parte occidental.
Primero echaron el ojo a las ciudades griegas del este de Sicilia. Un rey griego acudió en socorro de esas ciudades, pero a duras penas ganó algunas batallas. Se conocen las palabras de Pirro «Otra victoria como ésta y estamos perdidos» —de ahí la expresión «victoria pírrica»—. Pero cuando los romanos atacaron el oeste de la gran isla, estalló la guerra con la ciudad púnica («púnicos» es el antiguo nombre de los cartagineses)...
Cartago dominaba el mar, mientras la legión romana era la mejor maquinaria militar de la época. Podríamos compararla con la legión extranjera o los «paracas». La falange griega, desorganizada, perdía todo su valor combativo, lo cual no era el caso de la legión. El legionario sabía combatir en grupo, pero también de manera aislada.
La primera guerra Púnica se desarrolló de 264 a 214 a.C. A pesar del valor de sus generales, entre ellos un tal Amílcar Barca (el de
Salambó),
Cartago fue vencida y tuvo que ceder a Roma Sicilia y Cerdeña. Pero la ciudad fenicia era demasiado orgullosa para admitirse vencida. Compensó la pérdida de Sicilia con la conquista de España, que gobernó Amílcar y donde fundó Cartagena, la «nueva Cartago».
En 219 a.C. Aníbal, el hijo de Amílcar, estaba dispuesto para la revancha y se declaró la guerra. Con la segunda guerra Púnica (que va a durar diecisiete años), apareció una nueva clase de guerra: la guerra entre naciones, ya no se trataba de una guerra entre ciudades (como la guerra del Peloponeso) ni de una guerra imperial (los persas, Alejandro Magno).
Italia y África del Norte se habían convertido en «naciones»: en la segunda guerra Púnica hay un aspecto de guerra a muerte, de «guerra de 1914» (entre Francia y Alemania). El genio militar estaba en el bando cartaginés. Aníbal es tan gran capitán como Napoleón. Disponía de un ejército de mercenarios galos y españoles (no de un ejército nacional como las legiones romanas) y de una excelente caballería númida (argelina), aún sin estribos.
Evidentemente, las legiones esperaban a Aníbal en el sur, en Sicilia, el puente entre Túnez e Italia. Pero con una marcha de una audacia inaudita, pasó por el norte.
Una vez traspasados los Pirineos, consiguió franquear, con sus elefantes de guerra, las cimas de los Alpes. Roma no disponía de elefantes; Cartago había recibido de los indios aquel ejército de choque (consecuencia de la comunicación cultural que estableció Alejandro). Aníbal llegó desde el paso del Gran San Bernardo.* Pillados por sorpresa, barrió a los romanos en Trebia y en el Tesino. A continuación, Aníbal descendió hacia el sur de Italia. Rodeó Roma, puesto que no contaba con medios para sitiarla (escasez de material) tras haber aplastado, una vez más, a las legiones en el lago Trasimeno.
Entonces, Roma nombró a un «dictador», el cual, muy sagazmente, se negó a librar batalla y practicó la política de la tierra quemada: Fabio,
el Temporizador
.
Pero los campesinos romanos no pudieron soportar durante mucho tiempo el saqueo de sus cultivos. Se revocó a Fabio (la «dictadura» romana era una magistratura revocable).
En 216 a.C, los dos cónsules anuales alcanzaron, a marchas forzadas, al ejército de Aníbal, que descansaba cerca de Cannas, en el sur de Italia. Aquélla fue una famosa batalla. Aníbal permitió avanzar a las legiones hasta su centro y luego, cuando consideró que estaban suficientemente adentradas, lanzó su caballería númida, que les flanqueó y les atacó por la espalda. Aniquiló a las legiones, dejando decenas de miles de muertos, entre otros, los dos cónsules. Hay que señalar que las batallas de la Antigüedad provocaban casi tantos muertos como las batallas modernas. Cannas fue como Hiroshima. Se mata a muchas personas con la espada. En Ruanda, se masacró a centenares de miles de personas golpe a golpe. Cannas es la forma perfecta de la batalla de rodeo que más tarde pensarán todos los grandes capitanes, desde Napoleón hasta Rommel.
Aníbal estaba convencido de que Roma iba a capitular.
Dos o tres días más tarde, llegaron a Roma algunos supervivientes horrorizados. Los senadores, muchos de los cuales habían perdido algún hijo, se encerraron en la curia para reflexionar, en el edificio del Senado, alrededor del cual se reunió la muchedumbre. Luego, se abrieron las puertas de bronce de la Asamblea y de allí salió un viejo senador sólo para declarar con fuerte voz:
«Victi
sumus, magna pugna»,
«Hemos sido vencidos en una gran batalla». Al igual que los antiguos espartanos, los romanos practicaban el arte de la «palabra breve», del laconismo (nombre que procede de Esparta, de Laconia). Pero Roma no capituló.
Aquí abordamos el secreto de los triunfos romanos: la obstinación. Superada por el genio de Aníbal, Roma no cedió sino que formó nuevas legiones. En su larga historia, Roma nunca firmó un armisticio o un tratado desfavorable para ella.
La guerra se eternizó. Un buen día, un general más audaz desembarcó a las legiones en Túnez. Cartago, espantado, llamó a Aníbal, quien abandonó Italia dejando allí a los mejores elementos de su ejército. Había permanecido allí diecisiete años. En 202, en Zama (cerca de la actual capital de Túnez), fue vencido. Cartago pidió paz. Roma conquistó España, el sur de la Galia y la llanura del Po. Aníbal se vio obligado a exiliarse, y acabará suicidándose en Anatolia, en el país del rey Bitinio, cuando supo que su anfitrión iba a entregarle.
Aquella victoria selló la suerte de Cartago. Incluso vencida, todavía asustaba a los senadores, que decían:
«Delenda est Carthago»,
«Cartago debe ser destruida». Así será en 146 a.C. (en la tercera guerra Púnica); la ciudad fue arrasada. Roma se mostró una vez más despiadada. Aquellas guerras cambiaron Occidente. Si Cartago hubiera ganado, por ejemplo, hablaríamos lenguas semíticas y no las lenguas procedentes del latín (francés, italiano, español).
Después de aquello, la suerte estaba echada en el Mediterráneo. Los reinos helénicos habían perdido su valor militar. Roma los subyugó con facilidad. Los reyes Felipe V de Macedonia y Antíoco de Siria fueron aplastados sucesivamente. En 168 a.C, Roma estableció su protectorado sobre el mundo griego, pero esta vez sin odio. Había tenido miedo de Cartago, no iba a temer a los monarcas helenos. Por su parte, los griegos consideraban a los romanos sus discípulos y a penas se resistieron a la ciudad del
Latium.
Además, la cultura griega se impuso en Roma, tal y como constata Horacio: «La Grecia vencida ha conquistado a su noble vencedor». Los romanos del más elevado nivel contrataron a preceptores griegos. Roma mandó acudir a filósofos, sabios y pedagogos.
De este modo, la ciudad conquistadora, la «ciudad» por excelencia, logró unificar el mundo mediterráneo. Subrayemos una fecha: el 63 a.C, los romanos conquistaron Jerusalén. El Egipto helénico de los Ptolomeos permanecerá aparentemente independiente; de hecho, era un protectorado.
Por primera y única vez —aunque durante siglos— el Mediterráneo, el centro del mundo, estaba dominado por un solo Estado.
Roma tuvo una función capital: dio al helenismo la duración que siempre le había faltado. La cultura griega se podrá mantener y, más tarde, el cristianismo podrá encontrar su espacio.
Un único Estado, una sola civilización: se había realizado la unidad del mundo mediterráneo para mucho tiempo.
Todo esto sucedió no sin perjuicio de Roma: su República no estaba concebida para dirigir el mundo. Roma, que vio cómo su población se multiplicaba por diez, se convirtió en la ciudad más importante nunca conocida hasta entonces. Uno o dos millones de habitantes: una enorme cifra para la Antigüedad, cuando no existía el transporte de grandes volúmenes. No obstante, el trigo de los romanos llegaba desde el mar Negro o Egipto.
La falta de adaptación de las instituciones, la explosión de la población, trajeron consigo guerras civiles que desgarraron la ciudad durante un siglo: la guerra de los Gracos (hacia 122 a.C), quienes pretendieron defender los derechos del pueblo; la de Cayo Mario contra Lucio Cornelio Sila (hacia 88 a.C), que transformó al ejército romano, pasando de ser un ejército de reclutamiento a un ejército profesional.
Lo sorprendente es que aquellos disturbios no afectaron al dominio romano. En Italia, se produjo la revuelta de los esclavos dirigida por Espartaco. Si se quiere tener una idea del mundo romano de aquella época, de su gloria, de su crueldad, hay que leer el libro de Howard Fast dedicado a Espartaco.
También se dieron levantamientos en España y en el mar Negro (Mitrídates, rey de «Ponto»; Ponto Euxino es el mar Negro); surgieron inquietudes, pero no se cuestionó la hegemonía.
Testimonio de estos temores es la carta, citada por Suetonio, que un oficial de la segunda cohorte de la legión Augusta (en Argelia) envió a su primo Tertulio, quien permanecía en Roma. Este texto traduce muy bien el espíritu de los romanos, su convicción —heredada de Alejandro Magno— de llevar con ellos la civilización. Perfectamente la habría podido escribir un general francés de la guerra de Argelia:
Se nos había dicho que partiríamos hacia África para defender los derechos que nos confieren tantos ciudadanos allí instalados, tantos años de presencia, tantos beneficios aportados a unas poblaciones que necesitan de nuestra civilización. Nosotros pudimos verificar que eso era cierto. Pagamos por aquello el impuesto de la sangre.
No lamentamos nada, pero se me dice que en Roma se suceden las intrigas y los complots, que muchos allí vilipendian nuestra acción.
No puedo creer que eso sea cierto. Te lo ruego, tranquilízame. Escríbeme que los ciudadanos nos apoyan de la misma manera que nosotros defendemos la grandeza de Roma.
Si tuviera que ser de otro modo, si tuviéramos que dejar nuestros huesos blanquear en las rutas del desierto, ¡que se cuiden de la cólera de las legiones!
Pompeyo, el general que venció a Mitrídates, no se atrevió a tomar él solo el poder; en el año 60 a.C. formó un triunvirato con el banquero Craso y el patricio César.
Fue entonces cuando Julio César nació para la Historia. Procedente de una antigua familia aristocrática, la gens Julia, habría podido limitarse a hacer una carrera en el Senado. Pero comprendía las necesidades del momento y emprendió su camino hacia el poder, que quería alcanzar con el consentimiento del pueblo.
Necesitaba un gran poder militar para igualar la gloria de Pompeyo. Obtuvo el de Provenza (Provincia), que abarcaba España e Italia, pero no era suficiente para su celebridad. Entonces emprendió la conquista de la Galia.
Aquella inmensa región estaba poblada de celtas que hablaban el gaélico (antepasado del bretón). Experimentados agricultores y feroces guerreros todavía seguían viviendo en la anarquía del neolítico. Sus innumerables tribus luchaban entre ellas. A César le resultó fácil intervenir en sus enfrentamientos. En siete años, la Galia fue conquistada y, en 52 a.C, el jefe galo Vercingetórix, confinado en Alesia, tuvo que rendirse al general romano, que le condenará a muerte.
La rapidez de esta conquista, que César relatará en un libro de propaganda,
La guerra de las Galias
, es sorprendente.
Hemos subrayado que las tribus galas todavía vivían en la prehistoria; César, por su parte, representaba la modernidad. Por lo tanto, no se trataba de una guerra entre iguales, como la que había enfrentado a Cartago contra Roma, sino de una conquista colonial en el sentido moderno del término.
Los galos, a pesar de su valor, no vivían en la misma época que los ultramodernos romanos. No puede compararse la situación de César en la Galia con la de Aníbal o Alejandro Magno, quienes luchaban contra gente tan moderna como ellos. Sin embargo, se puede comparar con la de Liautey, en el siglo XX, que sometió a Marruecos con muy pocos medios y en el mismo lapso de tiempo. Los marroquíes formaban un único Estado, y un Estado histórico, aunque el «desfase cronológico» (noción con la que nos encontraremos a menudo) es el mismo; las fuerzas también. César y Liautey dispusieron de unos treinta mil hombres: entre tres y cinco legiones.
Para los galos, los romanos eran algo así como marcianos. Los guerreros celtas no podían sino ser vencidos por una civilización técnicamente muy superior a la suya. Moral y artísticamente, los galos (igual que los marroquíes) estaban muy desarrollados. Pero, ¿qué podían hacer contra aquellos invasores llegados del futuro?
Al contrario de lo que sucedió con Marruecos, la cultura romana los integró con mucha rapidez y perdieron su lengua (efectivamente, los franceses hablan una especie de latín). César fundó sobre el Rin la ciudad de Colonia e hizo una incursión más allá del canal de la Mancha, a Gran Bretaña.
Más tarde volvió a Roma con sus legiones y franqueó el Rubicón, un torrentillo italiano. La Constitución romana prohibía a los generales atravesar en armas este río. César se mofó de esa prohibición pronunciando la famosa frase
Alea jacta est
, «La suerte está echada». En Roma se hizo con el poder, no sin batallas. Pompeyo se enfrentó a él, pero César lo venció durante una guerra civil alrededor del Mediterráneo, y más tarde fue asesinado. En Egipto, en Alejandría, César cortejó por razones políticas a la descendiente de los Ptolomeos, a la famosa Cleopatra, con la que tuvo un hijo que no sobrevivió mucho tiempo (Cesarión). César se convirtió en el único amo del mundo mediterráneo.
Por temor a la opinión pública romana, no se atrevió a otorgarse el título de rey. Pero realmente fue el jefe, el imperator. Encarnó de tal modo el poder que muchos pueblos concedieron el título de césar a sus reyes:
tzar
en ruso,
kaiser
en alemán… Por otra parte, “César” será el nombre genérico de todos los emperadores romanos: “Ave, Caesar”.
Pero en Roma quedaban muchos republicanos, y César fue asesinado en los idus
[4]
de marzo del año 44 a.C. por Bruto, su hijo adoptivo; de ahí la famosa frase que gritó en el Senado: «Tú también, hijo mío», en latín o en griego, no se sabe.