Cuando al fin vio que su señoría salía por la puerta lateral, y oyó que el ruido de sus pasos lentos y melancólicos se apagaban en el camino de la Torre de los Pedernales, se levantó y se desperezó.
Descubrió irritado que forzar el cerrojo le llevaba más tiempo que la vez anterior, y cuando al fin consiguió abrir la puerta, eran ya las cuatro de la mañana.
Por suerte, las oscuras madrugadas otoñales lo favorecían y le quedaban tres buenas horas por delante. Habiendo observado que desde fuera no se veía ninguna luz, encendió la lámpara del centro de la sala.
Pirañavelo era ante todo metódico, y dos horas más tarde, recorría la biblioteca con aire plenamente satisfecho. No se podía ver ni rastro de su trabajo, a excepción de los cuatro extremos de tela que colgaban junto a la puerta principal del edificio, que jamás se utilizaba. Esas tiras eran los cabos de las cuatro cuerdas que corrían a lo largo de la biblioteca y la galería, y ya se ocuparía de ellas más adelante.
Sólo titubeó un momento cuando advirtió el ligero olor del petróleo con el que había empapado la tela retorcida.
Se puso a trabajar en los cuatro cabos sueltos: los trenzó en una sola cuerda y le hizo un nudo. De una manera u otra, esta mecha tenía que salir por la puerta hasta el mundo exterior. Durante su última visita había dado eventualmente con la única solución. Perforar el muro macizo y los paneles de roble de las estanterías hubiera sido obviamente demasiado laborioso. La alternativa, por la que se decidió, era hacer un discreto agujero en la puerta exactamente debajo del enorme pomo, cuya sombra lo haría invisible si no lo examinaban de cerca. Por fortuna, había un atril delante de la puerta principal. Tenía tres patas cortas y bulbosas y un montante de madera tallada que sostenía una superficie inclinada del tamaño de una mesa pequeña. Si lo movía un poco hacia la derecha, la cuerda de tela trenzada se perdía en la oscuridad. No era del todo imposible descubrirla, pero había que correr este riesgo, lo mismo que el del tenue olor del petróleo.
Había traído las herramientas necesarias, y aunque el roble era duro, consiguió perforarlo en menos de media hora. Metió la cuerda en el agujero y retiró el serrín que se había acumulado en el suelo.
Para entonces estaba realmente agotado, pero aún dio otra vuelta por la biblioteca antes de apagar la lámpara y salir por la puerta lateral. Una vez al aire libre, dobló a la derecha, y bordeando la pared adyacente llegó a la entrada principal del edificio. Nadie la utilizaba desde hacía muchos años, y los escalones habían desaparecido bajo un mar helado de ortigas y cizañas gigantes. Se abrió camino a través de las hierbas y vio el cabo de la cuerda colgando del agujero que él había perforado. Tenía un tenue brillo blanquecino y estaba encorvado como un dedo muerto. Abriendo una pequeña y afilada navaja, cortó el cordón retorcido de modo que sólo sobresaliera unas dos pulgadas, y con el mango de la navaja clavó un pequeño clavo en la tela para evitar que se deslizara hacia adentro.
Habiendo concluido la tarea de esa noche, escondió la lata de petróleo en el bosque y volvió a casa de los Prunescualo. Subió inmediatamente a su habitación, se echó vestido en la cama, y se durmió enseguida.
La tercera expedición a la biblioteca, la segunda a pleno día, tenía otro propósito. Como podía suponerse, la chiquillada de incendiar el sanctum de lord Sepulcravo no lo entusiasmaba. En cierto sentido lo horrorizaba. No porque tuviera remordimientos de conciencia, sino porque le molestaba cualquier tipo de destrucción. Por lo menos la destrucción de cualquier objeto inanimado que estuviera bien construido. Las criaturas vivas no le preocupaban tanto, pero todo objeto bien hecho, ya se tratara de una espada, un reloj o un libro, despertaba en él un excitado interés. Le gustaba todo lo que estuviera bien concebido y trabajado con destreza, y la idea de destruir tantos volúmenes hermosamente impresos y encuadernados, lo había enfadado consigo mismo. Sólo cuando el plan estaba tan avanzado que no podía ni retractarse ni resistirlo, se entregó enteramente a él. Que fueran las mellizas quienes prendieran fuego al edificio, era evidentemente el punto delicado de la maniobra. Las ventajas que le reportaría ser el único testigo le parecieron demasiado absorbentes para considerarlas en esos momentos.
Naturalmente, las tías no se darían cuenta de que estaban prendiendo fuego a una biblioteca colmada de gente, ni que ésa era la noche de la Gran Reunión a la que, como Pirañavelo les había dicho, no estaban invitadas. El joven había detenido a Tata Ganga, que se encaminaba a las habitaciones de las tías, y se había ofrecido a ahorrarle una caminata transmitiendo él mismo el mensaje. Al principio la mujer se había mostrado reacia a divulgar la naturaleza de su misión, pero cuando por fin le dijo lo que él ya sospechaba, el joven prometió que informaría inmediatamente a las mellizas, y después de fingir que iba enseguida a verlas, regresó a casa de los Prunescualo justo a tiempo para el almuerzo. Fue a la mañana siguiente cuando contó a las gemelas que
no
habían sido invitadas.
Una vez que Cora y Clarice hubieran encendido la mecha en la puerta principal de la biblioteca, y el fuego empezara a florecer, le correspondería a él mostrarse muy activo, como una anguila en un anzuelo.
Le parecía a Pirañavelo que salvar a dos generaciones de la casa Groan de una muerte por combustión, iba a serle muy provechoso, y por otra parte lo ayudaría a instalarse en el ala sur con sus señorías Cora y Clarice, quienes después de este episodio, comerían de la mano de él, al menos por miedo a que se descubriese que eran culpables.
La pregunta de cómo había empezado el incendio, seguiría inmediatamente al rescate. Sobre este punto, él sabría tan poco como los demás, ya que sólo habría visto un resplandor en el cielo cuando daba una vuelta por los alrededores del ala sur. Los Prunescualo confirmarían que tenía por costumbre salir de paseo a la caída de la noche. Las mellizas habrían regresado a sus habitaciones antes de que la noticia del incendio pudiera llegar al castillo.
La tercera visita de Pirañavelo a la biblioteca tenía como objeto planear las operaciones de rescate. Ante todo, entre otras precauciones, tendría que cerrar la puerta y hacer desaparecer la llave en cuanto los invitados hubieran entrado en el edificio; y puesto que lord Sepulcravo tenía la afortunada costumbre de dejar la llave en el cerrojo hasta que se marchaba al amanecer, esto no sería difícil. Más tarde, preguntas como «¿Quién cerró con llave?» y «¿Cómo desapareció la llave?» surgirían inevitablemente, pero si contaba con una coartada bien ensayada para él y las mellizas, y si anunciaba con antelación a los Prunescualo que daría un paseo ese atardecer, estaba seguro de que las sospechas no recaerían en él más que en cualquier otro. En cuanto a las pequeñas dificultades que pudieran asomar en el futuro, ya las iría solucionando en el futuro.
El problema más inmediato era: ¿cómo rescatar a la familia Groan de una forma razonablemente libre de peligro para él y sin embargo bastante dramática como para despertar el máximo de admiración y de gratitud?
La inspección del edificio le había mostrado que no había mucho para elegir. En verdad, aparte de forzar una de las dos puertas en el último instante, lo que requeriría un esfuerzo en apariencia sobrehumano, o de romper la enorme claraboya, por la que sería demasiado difícil y peligroso rescatar a los prisioneros, no quedaba otra posibilidad que la única ventana, a quince pies del suelo.
Una vez que se decidió por la ventana, examinó mentalmente otros métodos de rescate. Ante todo, tenía que parecer que la liberación era resultado de una inspiración repentina, traducida de inmediato en acción. Importaba poco que despertara sospechas, aunque parecía improbable que eso ocurriese; lo esencial era que después nada pareciera
premeditado
.
La ventana, de unos seis palmos cuadrados, estaba encima de la puerta principal y tenía cristales muy gruesos. Naturalmente, lo más difícil era que los prisioneros consiguieran alcanzar la ventana desde dentro, y que Pirañavelo pudiese escalar la pared exterior para romper el cristal y mostrarse a los otros.
Era obvio que no podía ir armado con ningún objeto que no llevara comúnmente. Cualquier cosa que utilizara para forzar la entrada, tendría que ser algo que pudiera encontrar por casualidad cerca de la biblioteca o entre los pinos. Una escalera de mano, por ejemplo, sería inmediatamente sospechosa, y sin embargo, se necesitaba algo por el estilo. De pronto se le ocurrió que la solución obvia sería un árbol pequeño, y se puso a buscar uno del tamaño apropiado, ya talado, pues muchos de los pinos abatidos para la construcción de la biblioteca y los edificios adyacentes podían verse aún medio enterrados en la espesa capa de agujas. Pirañavelo no tardó mucho en dar con un ejemplar casi perfecto de lo que quería. Medía de doce a quince pies de largo, con la mayor parte de las ramas laterales quebradas cerca del tronco, y muñones de variada longitud; de tres pulgadas a un palmo. Eso —se dijo Pirañavelo— es exactamente lo que necesito.
Le costó más trabajo encontrar otro árbol, pero eventualmente lo descubrió a cierta distancia de la biblioteca. Estaba tumbado en una húmeda hondonada de helechos. Lo arrastró hasta la pared de la biblioteca y apoyó los dos pinos contra la puerta principal y bajo la única ventana. Tras secarse el sudor que le empapaba la abultada frente, empezó a escalar, arrancando las ramas que serían demasiado frágiles para aguantar el peso de lady Groan, sin duda la más pesada de los prisioneros. En cuanto acabó estos pequeños ajustes, miró con satisfacción las «escaleras», útiles a la vez que
naturales
, y las arrastró hasta el linde del bosque. Las dejó allí junto a otros troncos talados, y fue a buscar algo con que romper el cristal de la ventana. Al pie del edificio contiguo, unos trozos de mampostería cubiertos de musgo se habían desprendido de las paredes. Transportó algunos a pocos metros de las «escaleras». Si más tarde sospechaban de él y surgían preguntas acerca de cómo había conseguido las oportunas escaleras y la piedra de mampostería, podría señalar el montón de piedras medio ocultas y los troncos talados. Pirañavelo cerró los ojos e intentó imaginar la escena. Se vio haciendo esfuerzos desesperados para abrir las puertas, moviendo frenéticamente los pomos y golpeando los paneles. Se oyó gritando «¿Hay alguien ahí?» y escuchando los gritos ahogados de dentro. Quizás chillaría «¿Dónde está la llave? ¿Dónde está la llave?» o intentaría animarlos diciendo por ejemplo gallardamente «Voy a sacarles de aquí de alguna manera». Luego saltaría hacia la puerta principal, la golpearía varias veces y gritaría de nuevo antes de ir a buscar las «escaleras», pues para entonces el fuego estaría ya muy extendido. O tal vez no haría nada de eso, y simplemente aparecería en el momento oportuno, como una respuesta a una plegaria. Pirañavelo sonrió.
Ahorraría tiempo y energías si apoyaba las escaleras contra la pared en cuanto el último invitado hubiera entrado en la biblioteca, pero eso no era posible puesto que las mellizas las descubrirían mientras hacían su trabajo. Era imperativo que no sospecharan que había gente en la biblioteca, y sobre todo que no tuvieran la menor idea acerca de los preparativos de Pirañavelo.
En esta ocasión, la última de sus tres visitas a la biblioteca, forzó una vez más el cerrojo de la puerta lateral, y revisó su obra. Lord Sepulcravo había estado allí la noche anterior como de costumbre, pero aparentemente no había sospechado nada. El alto atril se alzaba donde lo había dejado, como un biombo, y proyectaba una profunda sombra disimulando el pomo de la puerta principal. Debajo asomaba la tela trenzada, como una cuerda tirante de dos pies de largo, hasta el borde de las estanterías de libros. Ya no se sentía el olor del petróleo, y aunque eso significaba que el combustible se estaba evaporando, sabía que al menos sería más inflamable que la tela seca.
Antes de marcharse, sacó media docena de libros de las estanterías menos visibles. Los escondió en el bosque de pinos, en el tronco podrido de un alerce muerto y dentro de un impermeable nido de agujas, y fue a buscarlos a la noche siguiente. Tres de los volúmenes tenían encuadernaciones de pergamino y estaban exquisitamente engastados con oro. Los otros eran también extraordinarias obras de arte, por lo que Pirañavelo se sintió irritado cuando al llegar a casa de los Prunescualo aquella noche, se vio obligado a forrar los libros con papel marrón y a borrar el blasón de los Groan en las guardas.
Sólo cuando hubo completado esta nefaria tarea, visitó a las tías por segunda vez y las instruyó en sus sencillos papeles de incendiarias. Había decidido que en lugar de anunciar a los Prunescualo que salía a dar un paseo, les diría que iba a visitar a las tías, que de esta manera podrían confirmar su coartada (aunque de una u otra manera era necesario que ellas fueran a la biblioteca y regresaran sin que se enterara la criada paticorta) y así la versión de ellas coincidiría con la del doctor.
Les había hecho repetir por lo menos una docena de veces: «Hemos estado
aquí
todo el rato. Hemos estado
aquí
todo el rato» hasta que ellas mismas quedaron convencidas de que así era, ¡como si estuvieran reviviendo el Futuro!
SUCEDIÓ EL DÍA de la segunda visita diurna de Pirañavelo a la biblioteca. En el camino de regreso, había llegado al linde del bosque de pinos y esperaba una oportunidad para atravesar discretamente el espacio abierto, cuando vio a su izquierda una lejana figura que se encaminaba hacia la montaña de Gormenghast.
El aire vigorizador, unido al reconocimiento de la distante figura, hizo que cambiase enseguida de rumbo, y con vivaces pasos de pájaro se movió rápidamente por el borde del bosque. En el paisaje escabroso de la izquierda, la diminuta figura de escarlata se destacaba sobre el fondo sombrío como un rubí en una pizarra. Ni el sol de verano, ni mucho menos aún esa luz otoñal, tenían poder para mitigar el lúgubre carácter de los terrenos de Gormenghast. Eran como una prolongación del castillo, escabrosos y umbrosos, y a pesar de sus vastas proporciones a menudo barridas por el viento, también opresivos, con una especie de peso.
En el horizonte se elevaba la montaña de Gormenghast, eterna y siniestra, extraída de la tierra por un acto de brujería, como una maldición para todos los que la miraban. Aunque la base parecía emerger penosamente de un manto de árboles a unas pocas millas del castillo, en realidad estaba a un día entero de marcha a caballo. Las nubes solían arracimarse alrededor de la cima aun en los días más hermosos, cuando el resto del cielo estaba vacío, y era común ver las alturas azotadas por tempestades, y las láminas de lluvia negra y oblicua sobre la cumbre borrosa, envolviendo la mitad superior del horrible cuerpo de la montaña, mientras la luz del sol se deslizaba por el paisaje de los alrededores e incluso por las pendientes de más abajo. Hoy, sin embargo, ni una sola nube colgaba sobre el pico, y cuando después del almuerzo Fucsia se asomó a la ventana de su alcoba, se quedó mirando fijamente la montaña y exclamó: —¿Dónde están las nubes?